Cuando Phineas despertó a la mañana siguiente, tenía la sensación de haber soñado toda la noche, pero no recordaba un solo detalle.
El cielo estaba cubierto y soplaba un fuerte ventarrón. El frío soplo otoñal lo hizo estremecer y el humano se arrebujó entre las mantas. Un remolino de hojas secas rozó su rostro y, de mala gana, se incorporó. Tenía la cara manchada de tierra, le dolía la espalda por el contacto frío y húmedo del suelo, y todos y cada uno de sus dientes parecían envueltos en una funda de lana. En este contexto, estaba de un humor de perros.
Mientras se frotaba en vano los dientes con un dedo, miró hacia donde Saltatrampas debería estar durmiendo y descubrió que el kender se había levantado y recogido el campamento. Oteó en derredor y divisó a su «guía» sentado cerca de los restos derrumbados de un muro de piedra. El hombrecillo pateaba el suelo con los talones con aire alegre en tanto masticaba un pedazo de pan duro.
—¡Buenos días! —saludó, al acercarse Phineas.
—Lo serán para ti —gruñó el humano, al tiempo que se palmeaba los brazos para que entraran en calor.
—Alguien se ha levantado de la cama con el pie izquierdo —comentó el kender sarcástico, al observar la sombría expresión del humano.
—Si hubiera dormido en una cama, no tendría este humor —fue la ruda respuesta—. ¿Te queda algo de pan?
Saltatrampas partió un pedazo y se lo alargó. Luego, levantó la vista hacia el cielo encapotado.
—Es un buen día para explorar las Ruinas. El tiempo soleado anima a muchos de mis vecinos a dar una vuelta por aquí, al igual que a toda clase de criaturas subterráneas.
Phineas se quedó con la boca abierta a medio camino de morder el pedazo de pan.
—¿Criaturas?
El kender asintió con un enérgico cabeceo.
—Bueno, esos seres que se encuentran en los lugares ruinosos y abandonados: lagartijas, serpientes, ratas, murciélagos, escarabajos, arañas, trasgos, babosas gigantes, norkers, osos lechuza, chotacabras…
—He cogido la idea, gracias —interrumpió nervioso el humano, a lo que el kender se encogió de hombros.
—¿Te apetece un trago de agua? —le ofreció, mientras le tendía el odre.
Phineas lo tomó con ansia. El pan le había caído como una piedra en el estómago y medio vació el odre en un par de tragos. Cuando por fin habló, su voz tenía un inusual timbre estridente.
—¿Por qué no me advertiste sobre los monstruos?
Saltatrampas lo observó de forma peculiar.
—¿Y qué esperabas encontrar en una ciudad en ruinas? ¿El gremio local de panaderos?
—¡No! Unas ruinas desiertas.
—Oh, pues este lugar está plagado de monstruos —respondió el kender con franqueza—. En cierta ocasión que vine, presencié cómo un oso lechuza arrancaba de un bocado la cabeza a un poni. En cuanto al jinete, bueno…
Phineas notó que el trozo de pan que había comido se empeñaba en hacer el recorrido inverso y se concentró en mantenerlo dentro del estómago para no escuchar los detalles minuciosos de la historia del kender.
—… Pero tú eres doctor y no es preciso que te diga cómo son las vísceras y las partes internas de una persona.
El kender se bajó de un brioso salto de la pared y tomó las riendas de su poni.
»¿Estás listo? Oye, no tienes muy buen aspecto.
El humano se pinzó con los dedos el puente de la nariz y se dio un suave masaje con intención de cortar la terrible jaqueca que amenazaba con hacer que le estallara la cabeza.
—El pan no me ha sentado bien —dijo luego con un hilo de voz.
—Regresaremos a Kendermore cuando quieras. He estado aquí infinidad de ocasiones; para serte sincero, no queda mucho por descubrir.
—¿Por qué vino entonces Damaris?
Saltatrampas se encogió de hombros.
—¿Y por qué no? Éste fue un sitio excelente para encontrar reliquias, pero han desaparecido con el paso de las décadas, y ahora se ha convertido en una especie de prueba ritual no escrita el superar la supervivencia en las Ruinas.
—¿Supervivencia?
El kender lo miró de hito en hito.
—Me da la impresión de que eres uno de esos tipos melindrosos y blandengues, ¿no?
—No me tildes de débil porque me preocupo por la posibilidad de que me arranquen la cabeza de un bocado —replicó a la defensiva.
—¡Ah, eso! —Saltatrampas desechó el incidente con un ademán despreocupado—. Seguro que fue el mismo poni el que se lo buscó. Bueno, ¿nos vamos o nos quedamos?
Phineas se frotó los párpados con los nudillos. Había llegado demasiado lejos para dar media vuelta. Con la huida de Damaris, Tasslehoff no tenía razón para regresar a Kendermore y traer consigo la otra mitad del mapa. El humano notó que perdía el control de la situación y que el tesoro se le escabullía como agua entre los dedos. Se oyó a sí mismo responder con voz cavernosa.
—Adelante.
—¡Buen chico! —clamó el kender, y le palmeó la espalda—. Sólo espero que no nos topemos con un muerto viviente; me olvidé de coger el agua bendita, y los esqueletos y zombis son muy persistentes.
Saltatrampas ató su jupak a la silla de montar, enderezó los hombros, y condujo a su poni en dirección a las Ruinas.
Phineas respiró hondo y lo siguió, montado en su propia y diminuta montura.
Por lo que veía, la ciudad que en su momento se levantara en este lugar había sido grande. Las ruinas se extendían cientos de metros en todas direcciones hasta perderse en los bosques y pantanos que la rodeaban.
El kender y el humano se adentraron en la zona con la ayuda del trazado de una vieja vía; las malas hierbas ocultaban en gran parte los adoquines sueltos. A lo largo de la calle sinuosa, se alzaban los cimientos tambaleantes de antiguos edificios y piedras blancas rectangulares amontonadas en completo desorden. Quizás una de cada diez edificaciones se conservaba casi intacta, con las paredes sin derrumbarse, pero carentes de puertas y tejados.
Saltatrampas, que se adelantó unos pasos, hizo un alto en la intersección de dos calles y esperó a Phineas. La vía que cruzarían era al menos tres veces más ancha que aquella por la que venían; se extendía a derecha e izquierda y trazaba una suave curva.
—Ésta debió de ser una de las avenidas principales. Recorre todas las Ruinas en un círculo —explicó el kender—. En tanto sepas cómo encontrar esta calle, no hay peligro de perderte ya que, antes o después, acabará por llevarte al mismo lugar del que saliste. Recuérdalo en caso de que, por un motivo u otro, nos separemos.
Saltatrampas echó a andar hacia la derecha.
»Entretanto, encárgate de otear a lo lejos y yo me ocuparé de las zonas próximas —instruyó.
—En síntesis, ¿qué buscamos? —inquirió confuso Phineas, en tanto forzaba la marcha para dar alcance al ágil kender.
—Pistas de Damaris, por supuesto.
—¿Qué clase de pistas?
—Pues, ya sabes, ¡pistas! Huellas de pisadas, huellas de cascos, piedras dadas la vuelta, restos de desperdicios, señales de fogatas, cosas así. Mantén los ojos bien abiertos.
El humano se encogió de hombros. Cuando tenia siete años, fue tras el rastro de su hermana pequeña bien marcado en nieve recién caída y estuvo a punto de perderlo. Dedujo que no sería de gran ayuda en el rastreo que les ocupaba.
Prosiguieron a lo largo de la calle durante un rato sin encontrar otra cosa que ardillas listadas y ratones de campo, cuando de pronto Saltatrampas lo llamó. Phineas volvió la cabeza y divisó al kender que se había internado unos cuantos metros en una calle adyacente y le hacía señas para que se reuniera con él. El humano condujo a su poni en pos de Saltatrampas, quien se aproximaba a una construcción casi indemne.
Poco después, se hallaban en medio de las derrumbadas columnas de un pórtico.
—¿Qué sería esto? ¿Un templo quizá? —sugirió Phineas, alzando la mirada hacia el gran edificio de piedra.
Las puertas medían casi cuatro metros de alto y los muros laterales al menos siete. Unas ventanas en arco jalonaban las paredes en elegantes hileras y en la parte alta del muro frontal, rematado en pico, aparecía otra ventana, ésta redonda. El tejado de pizarra había resistido el estrago de siglos de abandono.
—Sí, tal vez. Veamos si Damaris está ahí —propuso el kender.
Sin pérdida de tiempo, extrajo un pequeño fanal de la, en apariencia, ilimitada bolsa colgada a lomos de su poni, lo encendió, y se adentró en el edificio. Phineas lo siguió desazonado después de dejar a los ponis en el exterior.
Los dos compañeros penetraron en lo que debió de ser una vasta antecámara que daba la impresión de haber contado en su tiempo con un segundo piso. Unos largos tramos de piedra, empotrados en las paredes, se proyectaban a media altura entre suelo y techo. La luz indirecta del plomizo día se filtraba a través de los huecos de las ventanas, y alumbraba la estancia. El pavimento estaba limpio de bloques pétreos derrumbados.
—Las piedras menos dañadas de estas ruinas son el último grito entre los constructores de Kendermore —explicó Saltatrampas—. Llegan hasta aquí con carretas y desbaratan por completo lo que queda de los edificios. Me sorprende que éste se mantenga intacto.
La voz del kender resonó en la oquedad de la sala. Balanceó el fanal y se dirigió hacia una abertura que se divisaba en la pared del fondo.
La siguiente habitación era más pequeña. Penetraba en ella menos luz diurna que en la anterior, a causa del reducido tamaño de las ventanas. Saltatrampas alzó el fanal hacia un bloque de mármol negro, adosado contra la pared de la izquierda, y la trémula luz del farol hizo que las sombras se agitaran.
—Es probable que tuvieras razón, que esto fuera un templo. Apuesto a que aquí estaba el altar. —Se dirigió hacia el siguiente hueco abierto en el muro trasero.
—¿Por qué no llamamos a la muchacha desde aquí? —sugirió Phineas, cuyo nerviosismo aumentaba con cada paso que daba, en tanto se apartaba las enojosas telas de araña que se le pegaban a la nariz.
—Si quieres que todo cuanto pulula por los alrededores se entere de que estás aquí, adelante, hazlo. Pero soy un tipo precavido y no te lo aconsejo —replicó, al tiempo que se metía por la puerta.
Un clamoroso estruendo se alzó en la estancia anexa, seguido de chillidos, el alarido de Saltatrampas, un golpe ensordecedor y al momento ambas habitaciones se sumieron en la oscuridad. Phineas se quedó petrificado, incapaz de ver o discurrir. Algo le golpeó el pecho y lo volvió a golpear. De repente, se encontró rodeado por el tempestuoso batir de unas alas peludas y chirriantes. Apretó los párpados y se debatió por instinto contra el desconocido horror que lo acometía desde todas direcciones.
—¡Saltatrampas, ayúdame! —vociferó.
Entonces sintió que algo se le posaba en el cuello. El terror le comprimió los pulmones y boqueó como un pez fuera del agua. Sumido en las tinieblas, manoteó desesperado, con furia, a «eso» que se había agarrado a su cuello y el golpe estuvo a punto de dejarlo inconsciente.
De pronto, el ataque remitió. Notó que disminuía el número de criaturas que chocaban contra su cuerpo y escuchó los gritos que sonaban más y más distantes conforme encontraban el camino a la salida a través de las diferentes estancias.
—¿Saltatrampas?
La llamada del humano sonó vacilante. A su derecha se produjo un rumor y Phineas se quedó rígido. Al fin, se escuchó la voz del kender.
—¡Guau! No ha estado mal la cosa, ¿eh? Seguro que esos murciélagos estaban ansiosos por salir. El fanal debió rodar fuera de la habitación cuando me tiraron y me golpeé la cabeza —dijo, mientras se incorporaba—. ¿Te encuentras bien?
Phineas notó que el calor volvía poco a poco a sus miembros. Esperaba que el kender no hubiese escuchado su estúpido grito de auxilio.
—Sí, estoy bien. No te preocupes por mí —respondió sin convicción.
Entretanto, Saltatrampas hurgaba a tientas en el fanal y unos momentos después lo encendía de nuevo. Una de las mejillas del kender lucía un buen hematoma y el canoso copete estaba alborotado.
—Ninguna otra puerta —dijo mientras recorría con la mirada el cuarto—. Es obvio que aquí no está Damaris.
—Sí, es obvio. Salgamos.
—No hay peligro. ¡No te sientas en ridículo! Fíjate en mí —se rio—. Un avezado aventurero que se ha aturdido por una manada de murciélagos.
Saltatrampas regresó por el mismo camino y salió al pórtico exterior del templo; hizo un alto y se volvió hacia el humano.
»Oye, ¿los murciélagos van en manada? ¿No será camada? ¿Ó una nidada? ¿Un hato? ¿Bandada?… —le preguntó con evidente desconcierto.
Durante el resto de la jornada, Phineas siguió el kender al interior de varios edificios destruidos. Le dolía el cuerpo de la tensión, de esperar a que en cualquier momento algo le saltara encima. Pero no ocurrió nada parecido. Lo más temible que vieron fue una pareja de ciempiés gigantes, los cuales se mostraron tan ansiosos por escabullirse como el humano porque desaparecieran.
El sol, un disco mortecino, se perfilaba tras el gris de las nubes. Al mediodía, el kender y el humano ataron las riendas de sus ponis en torno a los restos de una columna truncada, en las proximidades de lo que en su momento fue un estanque reluciente. Los dos compañeros se sentaron agotados y comieron un poco del tasajo que Phineas llevaba. Por fin, el humano hizo una pregunta que lo había obsesionado a lo largo de toda la infructuosa mañana.
—¿Existe la posibilidad de que le haya ocurrido algo a Damaris? ¿No habrá… desaparecido? ¿O sufrido algún percance?
Saltatrampas se quedó pensativo, los labios prietos.
—Tal vez. Lo más probable es que se haya aburrido y no esté aquí. Como ves, quedan pocas cosas interesantes.
En opinión de Phineas, la continua posibilidad de ser atacado por un monstruo constituía un aliciente de sobra para mantener el interés, incluso de un kender, pero se limitó a preguntar:
—En tal caso, ¿adónde iría? ¿Existen otras ruinas por los alrededores?
—No, sólo éstas. Un momento. Me retracto de lo dicho —se corrigió Saltatrampas al instante—. Hay otro sitio en el que podría estar. De hecho, forma parte de las Ruinas, pero no sé de nadie que haya logrado entrar allí.
El kender se levantó de un salto y se encaminó hacia una zona boscosa al norte de las Ruinas. La floresta resultó una maraña de árboles, maleza, zarzas, raíces y enredaderas casi impenetrable y envuelta en una semioscuridad que apenas permitía entrever nada desde el exterior.
—¿Para qué demonios entraría nadie ahí? —preguntó Phineas, al tiempo que ataba las riendas del poni a uno de los árboles, como lo había hecho el kender.
Saltatrampas tomó su jupak de la silla de montar y se abrió paso a través de la verde espesura a fuerza de golpes. Phineas lo siguió.
—El bosque es mucho menos denso una vez que se ha entrado en él —comentó el kender.
—¿Y qué hay dentro?
El humano hizo la pregunta al tiempo que apartaba con todo cuidado una rama cuajada de espinas que se le había enganchado en la pernera del pantalón.
—La torre, por supuesto… la quinta Torre de Alta Hechicería. Fue una de las cinco originales creadas por los hechiceros, pero la destruyeron poco después del Cataclismo. No es ella el verdadero problema, sino el robledal hechizado que, como en todas las demás, se alza alrededor con el fin de impedir el paso a quienes no hayan sido invitados. No conozco a nadie que haya llegado hasta la torre.
Phineas se paró en seco, dio media vuelta y estuvo en un tris de correr hasta los ponis.
—¿Qué te propones? —protestó después—. ¿Intentas que crucemos un robledal embrujado? ¡Además con una Torre de Alta Hechicería en su centro! ¿Te has vuelto loco?
Con la misma brusquedad con que inició sus exabruptos, el humano se interrumpió y miró al kender con manifiesto escepticismo.
»No veo ninguna torre —prosiguió—. Tampoco advierto señales de magia en el bosque. Lo que es más, ¿cómo sabes tú todo eso?
—Los efectos causados por el robledal no son físicos —explicó Saltatrampas—. Es más bien… bueno, como si, sea cual fuere el sentimiento que se experimenta en ese momento, creciera en intensidad y resultara incontrolable.
—¡Dioses, eso no tiene sentido, Saltatrampas! ¡Sin duda piensas que soy un pobre idiota al que se puede engañar con facilidad! —Sus ojos se estrecharon al enfrentarse al kender—. Sé muy bien lo que intentas: asustarme para que salga corriendo y ser tú quien encuentre a Damaris. ¡Luego regresarías a Kendermore como el gran héroe y te quedarías con el mapa de tu sobrino! No soy tonto, ¿sabes? Y tú eres un kender idiota.
A lo largo de la diatriba, Phineas había golpeado con el índice en el pecho de Saltatrampas de manera constante. La cabeza le zumbaba y jamás se había sentido tan furioso y a la vez tan asustado como en aquel momento. Los ojos almendrados del kender se desencajaron en un gesto desacostumbrado de cólera.
—¡Un kender idiota, ¿eh?! ¡Tú, saco de paja maloliente y piojoso! ¡No eres más que un cobardica goblin lameculos! ¡Apuesto a que te viene por parte materna! ¡Jamás imaginé que un humano fuera tan estúpido como para emparejarse con una goblin, pero si ha existido uno lo bastante necio para hacerlo, ése fue tu padre! —Saltatrampas blandió su jupak con gesto agresivo.
Phineas no aguardó a descubrir lo que el kender intentaba con su arma ahorquillada. Giró sobre sus talones, cayó de rodillas, y gateó enloquecido entre la maleza hasta desaparecer en la espesura. ¡Llegaría a la torre y encontraría a Damaris Metwinger antes que Saltatrampas!
—¡Phineas, regresa! —gritó el kender, con los ojos arrasados de lágrimas—. ¿Te ha molestado algo de lo que he dicho? ¡Sea lo que fuere, no lo hice con mala fe! Hace años que nada de lo que digo es lo que quiero decir en realidad. Excepto lo que te he dicho. Creo.
Saltatrampas estaba terriblemente confuso y tan triste que se le rompía el corazón. Se enjugó las lágrimas de un manotazo, con rabia. «¡Phineas está solo en el robledal y es culpa mía!», pensó. Su menudo cuerpo se estremeció por los desmesurados sollozos e hipidos. Se lanzó en tromba entre la maraña de matorrales en pos del humano, cegado por las lágrimas.
Las ramas lo azotaban, las espinas desgarraban sus ropas, la jupak rebotaba a su espalda y le golpeaba los talones y, entonces, de improviso, un violento encontronazo le dejó sin aire en los pulmones. Había chocado contra otra criatura que, como él, corría enloquecida.
Saltatrampas rebotó por la fuerza del impacto. Se desplomó sobre un pequeño arbusto y las ramas punzantes se le clavaron como cuchillos en la espalda. Se quedó con los ojos cerrados en tanto trataba de recobrar el aliento con violentas y entrecortadas boqueadas. Pero, el que había chocado con él, ahora se le había echado encima, se removía y lo arañaba como un tigre.
—¿Phineas? —barbotó, mientras eludía los golpes.
La desconocida criatura lo apretó contra el suelo, aplastó los labios contra los suyos, y se quedó así, en un beso cada vez más largo. Saltatrampas confió en que su agresor no fuera Phineas. El kender entreabrió un ojo, vacilante, inmovilizado por una desconocida sensación de temor.
¡Damaris Metwinger!
El viejo semblante arrugado de Saltatrampas se ensanchó en una mueca de deleite. No recordaba que la muchacha fuera tan hermosa; a decir verdad, no recordaba ninguno de sus rasgos. Su cabello, largo hasta la cintura, tenía el color y la fragancia de los silvestres botones de oro del prado, y aunque ahora estaba despeinado y revuelto, llevaba el copete recogido en seis trenzas entretejidas con plumas de pájaro. Sus pupilas tenían ese tono azul pálido del hielo en un día invernal despejado. La rodeó con sus brazos y constató que su figura era esbelta y armoniosa; el kender tuvo la certeza de que la muchacha lo acompañaría en la escalada de un edificio sin el menor problema.
El chaleco de lana gruesa, ahora embarrado y sucio, estaba lleno de ramitas y hojas enganchadas al tejido. Las mangas de la blusa de algodón se habían desgarrado y en las medias rojas aparecían pegotes de barro seco y cáscaras de frutos silvestres.
Su único defecto era que su rostro todavía no estaba marcado por la fina red de minúsculas arrugas que Saltatrampas encontraba tan atractivo en una mujer, pero la muchacha era aún joven y no había que perder las esperanzas.
—No sé quién eres, pero no besas del todo mal —susurró ella; su voz le sonó al kender como el tintineo de campanillas—. Lo harías mucho mejor si…
Saltatrampas, dominado por la pasión, la silenció con un prieto y vehemente beso.
Tras aquello, la exigua conversación precedente se limitó aún más.
—¿Qué ha sido? —inquirió él de repente, al tiempo que apartaba a Damaris y oteaba sobre su hombro—. ¿No has oído algo?
—Claro que sí —respondió la chica entre risas y, acto seguido, le susurró al oído una obscenidad.
—¡Por todos los dioses, muchacha! —exclamó admirado Saltatrampas—. ¡Eres mucha hembra para mi pobre sobrino!
Damaris se separó de él y estudió su rostro con detenimiento.
—¿Eres el tío de ese inútil, desvergonzado, esquivo, Tasslehoff Burrfoot, que no da señales de vida?
Saltatrampas advirtió en sus pupilas que el fuego del deseo se trocaba en una llamarada de odio. Quizás había cometido un error al mencionar a aquél que la había dejado plantada.
—Bueno, algo parecido —respondió evasivo—. Pero, en realidad, apenas nos tratamos. Para serte sincero, no le tengo en gran estima. ¡Nunca me ha gustado! ¡Vaya, lo escupiría si estuviera ahora aquí!
Para demostrar la sinceridad de sus palabras, el canoso kender escupió en el suelo con desprecio. Sus manos buscaron de nuevo a Damaris. Pero sus asertos habían llegado demasiado tarde. La cólera de la muchacha se hallaba en plena ebullición y le apartó las manos con brusquedad.
—Escupirlo no es bastante para lo que se merece. ¡Si lo tuviera delante de mí, lo primero que haría sería clavarlo en una estaca al suelo; luego le arrancaría las pestañas y las uñas, y después le cortaría los dedos, uno a uno, para que así no volviera a forzar un cerrojo en toda su vida!
La voz de la muchacha había alcanzado un timbre histérico; Saltatrampas reculó como un cangrejo.
—Eh… sí, bueno, comprendo que estés enfadada —dijo con un hilo de voz, procurando no irritarla aún más. Él sólo pretendía reanudar sus actividades precedentes.
Damaris estaba en cuclillas y se frotaba las manos con satisfacción, con el odio que centelleaba en sus ojos, y una sonrisa fanática que le bailaba en los labios.
—¡Eso sería sólo el comienzo!
Acto seguido enumeró rauda el orden en que arrancaría los principales órganos de Tasslehoff.
»¡Entonces le taponaría la nariz y la boca con trapos para que reventara! —concluyó.
—Cerciórate de dejar los pulmones para el final —indicó el kender con amabilidad. De nuevo levantó la cabeza—. ¡Otra vez ese ruido!
En aquel momento, una figura enorme que se desplazaba a grandes zancadas, se abrió paso entre la maleza en medio de chasquidos de ramas. Su aspecto era vagamente humano a no ser por la frente prominente que terminaba en un puntiagudo entrecejo, el mentón retraído, el pelo oscuro y grasiento aplastado hacia atrás y los brazos de una longitud fuera de lo común. Y además, sus casi tres metros de estatura. Damaris lo contempló asombrada, pero no Saltatrampas, que reconocía a un ogro cuando lo tenía delante.
—¡Demasiado ruido! —bramó la criatura.
Cogió de un tirón a los desprevenidos kenders, uno bajo cada brazo, y avanzó veloz unos metros entre los matorrales. Saltatrampas avistó un agujero en el suelo, en uno de cuyos lados habían cavado escalones. La abertura tendría al menos un par de metros de ancho. En realidad, era lo bastante grande para…
El ogro, sin detener su carrera, saltó al vacío. Las paredes silbaron cuando los tres se precipitaron por los seis metros del agujero y cayeron sobre la tierra prensada del fondo. El ogro aterrizó de pie, con los kenders todavía sujetos bajo sus brazos. Saltatrampas, sin dejar de retorcerse, vio que su captor bajaba de prisa por un túnel; el kender disfrutaba de lleno con la alocada carrera, pero Damaris se debatía y golpeaba al ogro con los puños.
El húmedo pasadizo, impregnado de olor a moho, desembocó en una habitación redonda, desordenada, y en buen estado a pesar de su evidente antigüedad. En uno de los extremos de la estancia había una escalera que subía zigzagueante y se perdía en las sombras. El ogro soltó un gruñido y dejó caer su carga.
Mareados por la demencial carrera y por la progresiva desaparición de los efectos del robledal hechizado, los kenders se sentaron en el suelo irregular y arenoso; poco a poco ambos recobraron el juicio. A la temblorosa luz de las antorchas, Saltatrampas avistó una tosca mesa que consistía en un gran tablero colocado sobre dos piedras enormes. Sentado, mejor dicho, atado, se encontraba Phineas Curick, con la cabeza caída sobre el pecho. El exiguo halo de cabello que la naturaleza había conservado en la base de su cráneo aparecía encrespado y revuelto. Tanto el rostro como las manos estaban cubiertos de arañazos, pero, por lo demás, el humano parecía ileso.
—¿Qué le has hecho? —demandó Saltatrampas mientras señalaba a Phineas con la cabeza.
El ogro retrocedió con actitud de persona ofendida.
—¡Oh, ni siquiera un rasguño! Forcejeaba de tal modo que lo até para que no se hiriera a sí mismo. —El ogro empujó con suavidad al inconsciente humano y éste gimió—. Pronto estará bien.
—¡Un momento! ¿Cómo es que hablas el común? —inquirió Damaris.
El ogro puso en blanco los ojos saltones.
—No sé cómo todavía no he aprendido que no se puede esperar ni la más sencilla muestra de cortesía por parte de los kenders. —Soltó un profundo suspiro y una bocanada de aire maloliente escapó de entre sus dientes. Luego sacudió con aire triste la cabeza.
—Empecemos por el principio, ¿de acuerdo? Me llamo Vinsint. ¿Quiénes sois vosotros?
Damaris y Saltatrampas intercambiaron una mirada incrédula. ¿Un ogro con buenos modales y lenguaje esmerado? Era un caso en verdad interesante.
El kender alargó la mano.
—Saltatrampas Furrfoot, para servirte —saludó educado, y señaló a la muchacha—. Ella es Damaris Metwinger.
El ogro estrechó la diminuta mano del kender, perdida entre su palma carnosa.
—Encantado —dijo, y soltó una risilla que sonó como cuando uno se atraganta con una espina—. ¿Lo habéis cogido? «Encantado». ¡Venís del robledal hechizado!
Al comprobar que los kenders no reaccionaban, su regocijo se tornó en una mueca de frustración.
—¡Bah, olvidadlo! Es una chanza que todos los de vuestra raza no entienden.
Vinsint se apartó y revisó unas cajas.
—¿Os gustaría cenar pescado ahumado, zanahorias tiernas, y budín? —inquirió en tanto los miraba sobre el hombro—. ¡Vaya, lo siento! No me queda budín. ¿Qué tal unas manzanas asadas?
A Saltatrampas se le hizo agua la boca, pero seguía preocupado por Phineas.
—Seguro que todo está delicioso, Vinsint, pero mis compañeros y yo hemos de marcharnos. —El kender se puso en pie, tomó a Damaris de la mano, y se encaminó hacia el inconsciente Phineas—. Muchas gracias por rescatarnos del robledal. Se lo contaremos a nuestros amigos.
—¡Sentaos! —gruñó el ogro.
Vinsint golpeó con el índice el pecho del kender. Saltatrampas se fue de bruces al suelo y Damaris se desplomó junto a él. El canoso kender arqueó las cejas sorprendido. Aquello no iba a ser tan fácil como había imaginado.
—¡Os quedaréis aquí y me haréis compañía hasta que diga lo contrario! —bramó el ogro, erguido junto a los kenders caídos, las piernas abiertas y plantadas firmes, los brazos musculosos y macizos cruzados sobre el pecho.
Phineas se removió y eligió aquel desafortunado momento para recobrar el sentido. Saltatrampas imaginó el inminente escándalo que se avecinaba y deseó haber tenido a mano algo pesado para devolverlo a su anterior estado de inconsciencia. Tal como se desarrollaron los acontecimientos, resultó que, aun disponiendo de un objeto contundente, no habría tenido necesidad de utilizarlo.
El hombre gimió, se debatió y retorció, hasta incorporarse sobre la mesa. Abrió los párpados. Sus ojos observaron sus propias manos y pies atados, a Saltatrampas y a Damaris. Luego se posaron en Vinsint, plantado firme, erguidos sus casi tres metros de altura, los poderosos brazos cruzados, las venas del cuello hinchadas… Phineas abrió la boca para decir algo, pero enseguida la cerró, como si lo hubiera pensado mejor. Después, sin emitir el más leve sonido, puso los ojos en blanco y se desplomó. Se había desmayado.