13

Tasslehoff despertó en casa del barón arrullado por las melódicas notas de una tuba que subían de la calle y se colaban por la ventana abierta. ¡Las Fiestas de Octubre! Se incorporó de un salto y abandonó la cama de plumas, un poco blanda para su gusto. Cogió sus calzas azules y las tocó para comprobar si se habían secado. Quedaban algunas zonas húmedas, pero el kender resolvió que no tardarían mucho en secarse con el calor de la piel; por consiguiente, se las puso en tanto exhalaba un suspiro de satisfacción. A decir verdad, no se sentía cómodo sin ellas. El resto de sus ropas, que había colgado para que se airearan durante la noche, lucían mejor, y se vistió regocijado. Por último, se ajustó el cinto, se colgó la mochila, tomó la jupak, y se encaminó hacia la puerta del cuarto.

El pasillo estaba sumido en el silencio y no vio a nadie al bajar la escalera. Escuchó atento algún sonido de movimiento en la casa y percibió el golpeteo de sartenes en la parte trasera de la vivienda. Al parecer, sus amigos no se habían levantado todavía y tampoco había señales del barón ni de su antipática esposa.

—Veré cómo marchan los festejos —susurró al tiempo que salía por la puerta—. Así, cuando se despierten, les contaré montón de cosas. Les gustará saber dónde encontrar los tenderetes con las mejores viandas y los prestidigitadores más hábiles. Tal vez hasta encuentre a algunos comerciantes con los que Gisella haga transacciones.

El cielo estaba cubierto en parte, pero no parecía que fuera a llover. Tasslehoff decidió ir en primer lugar en busca del músico que tocaba la tuba; tras determinar la dirección de la que provenía la melodía, echó a andar calle abajo.

Los postigos y las puertas de las casas se abrían y se encendían los fuegos de las cocinas. Tas se detuvo ante una panadería y oteó el interior en busca del panadero. Al no encontrarlo, el kender se entretuvo en contar las tartas puestas a enfriar en las baldas de detrás del escaparate. Había veintiocho y eran de arándano, cereza, ruibarbo, manzana, grosella y moras —su preferida—, además de una gran bandeja repleta de pastelillos de frambuesa y canela.

Unas cuantas puertas más allá de la panadería, un afilador de cuchillos disponía las bandejas expositoras a lo largo de la acera. Mientras se chupaba los dedos manchados de mora, Tas hizo una pausa para contemplar admirado las afiladas hojas de todas clases y tamaños. A su pequeña daga no le vendría mal un buen afilado, pensó, en tanto proseguía su paseo. Unos momentos después, el afilador se quedó desconcertado al encontrar una daga desconocida, con el filo romo y desgastado, que ocupaba el lugar donde antes había una navaja plegable con mango de asta de ciervo.

El sonido de la tuba se hallaba muy próximo cuando Tas dio la vuelta a una esquina y se encontró en la plaza donde, la tarde precedente, vieran a los obreros en plena faena. Se quedó boquiabierto por la sorpresa. En el transcurso de la noche, la plaza se había transformado, de un revoltijo de maderos, en un portentoso mundo de prodigios. El estrado de la banda de música, con sus tablas pulidas y talladas y techo combado, daba la impresión de llevar instalado en el sitio generaciones enteras. El lado que daba a las gradas de los espectadores estaba abierto, lo que proporcionaba una vista inmejorable de la banda.

A decir verdad, «banda» era una definición algo exagerada. Sentados en el estrado se encontraban dos orondos enanos vestidos con camisas de manga corta de llamativos colores y unos pantalones bombachos negros sujetos con tirantes recamados. Los mofletes y el bigote del intérprete de la tuba se hinchaban de acuerdo con el ritmo de la música; el enano tenía la faz tan roja como el cabello. El otro músico, de pelo y barba entre negro y cano de aspecto encrespado y estropajoso, se mecía al compás con su compañero y tocaba un instrumento desconocido. Las gruesas correas que soportaban el instrumento se cruzaban en las anchas espaldas del enano, pero su barriga era tan prominente que el extraño artilugio reposaba en ella como si estuviera sobre un mostrador. Los dedos rechonchos del enano danzaban alegres sobre una hilera de teclas cuadradas hechas de madera blanca y negra insertas de forma alternativa. Sobre las mismas, había unos botones redondos y negros que el intérprete sacaba o empujaba de tanto en tanto; coronando el conjunto, el instrumento se conectaba a un fuelle que el enano no dejaba de bombear con ardoroso entusiasmo mientras tocaba. Los broncos sonidos emitidos por el instrumento le recordaron a Tas el graznido de un pato en pleno vuelo.

Durante la siguiente hora y media, el kender vagabundeó por el recinto de la feria y descubrió un sinfín de cosas interesantes, tales como el tenderete de un artesano forjador de aderezos metálicos; dónde y cuándo se realizaría el concurso de arrojar hachas; las normas fijadas para la competición de hendir y partir piedras; en qué quiosquillos se vendía la mejor cerveza; y dónde se saboreaba el más exquisito guisado enanil. Incluso, conoció a los vigorosos y entusiastas miembros de la banda, Gustav y Welker, quienes le permitieron soplar la tuba y tocar el extraño instrumento al que Welker llamó «acordeón».

Tasslehoff lo pasaba tan bien que no recordaba cuánto tiempo llevaba en la plaza. La fiesta se encontraba ahora en pleno apogeo. El kender se hallaba junto a uno de los tenderetes de cerveza, sorbiendo ruidosamente su segunda jarra, cuando sintió que alguien le daba golpecitos en el hombro.

—Buenos días, Tasslehoff.

Éste giró sobre sus talones con tal brusquedad que derramó parte de la cerveza en los zapatos limpios y brillantes de quien le había saludado.

—¡Woodrow! ¡Me alegro de encontrarte! ¡He conocido gente maravillosa esta mañana!

—¿Encontrarme? —graznó el joven—. Tasslehoff, ¿has pensado lo que me haría la señorita Hornslager si supiera que te había perdido la pista? ¡Me habría despedido! No es un trabajo inmejorable, pero necesito el dinero.

—Caray, Woodrow, lo siento —el tono del kender evidenciaba su preocupación—. Nunca te había visto tan enfadado.

—Es que nunca había tenido que vigilar a un kender —gruñó el joven—. Cuando desperté y no te vi, mentí a la señorita Hornslager mientras desayunábamos. No te imaginas lo que detesto mentir. Le dije que todavía dormías y que nos reuniríamos aquí con ella más tarde. Luego me escabullí y rogué que lograra hallarte.

—Bueno, pues aquí me tienes —replicó el kender, con tono indignado—. Si te interesa, he explorado la feria y he charlado con la gente para conocer la ruta más corta a Kendermore.

Al menos, esa intención tenía, añadió Tas para sí.

El enfado de Woodrow remitió en gran medida ante tal información.

—¿Y qué has averiguado? —preguntó con cierta ansiedad.

—Oh, pues sé dónde venden la cerveza con más cuerpo… ¿te apetece tomar una? —El joven rechazó el ofrecimiento con aire impaciente—. Y he visto un brazalete de oro con filigrana que obtendré cueste lo que cueste…, a decir verdad, se parece mucho a éste que llevo puesto.

El kender hizo una pausa mientras examinaba con expresión desconcertada la joya que adornaba su muñeca. Luego se encogió de hombros y agregó, en tono confidencial.

—No se lo digas a Flint, pero he probado el guisado enanil más sabroso de mi vida.

—Tasslehoff —interrumpió Woodrow—, ¿qué has averiguado sobre la ruta a Kendermore?

El kender se removió inquieto ante la penetrante mirada de su amigo.

—Verás, estaba a punto de iniciar las indagaciones oportunas.

El enjuto joven lo tomó por el brazo.

—Esperemos que las pesquisas de la señorita Hornslager hayan obtenido mejores resultados; nos espera junto al carrusel.

Tas, muy animado, se soltó de Woodrow y caminó a su lado sin dejar de saltar y brincar.

—¿Has estado en el carrusel? ¿No? Pues, ¡agárrate! Es lo más fantástico que verás en tu vida.

—¡Por favor, Tasslehoff! —rogó el joven, mientras lo miraba con fijeza.

A Woodrow le preocupaba tanto que Gisella descubriera la escapada matinal del kender, que éste tomó nota mental de no fallar a su amigo en ese sentido. Cerca del extraño artilugio mecánico divisaron a la atractiva enana, que oteaba en derredor con expresión impaciente. La mujer vestía esa mañana una blusa de un tono dorado, tan ajustada que semejaba una segunda piel, y unos pantalones que, según desde dónde y con qué luz se la mirara, daba la impresión de no llevar nada encima. Un amplio sombrero de ala ancha resguardaba su delicada tez del sol otoñal.

—¡Woodrow, Furrfoot! —Incluso sus nombres sonaron como trallazos a causa del tono irritado—. Me empezaba a preocupar.

De modo súbito, Gisella centró su atención en la feria y sus ojos registraron atentos los tenderetes, los puestos, y los hombres.

—He de cerrar hoy un montón de tratos si es que quiero salir del desastre con algún dinero en mi bolsillo aparte de lo que me reporte el kender. Y siempre he hecho los mejores acuerdos con estas ropas.

El gesto ausente con que se pasó las manos por el ajustado tejido que ceñía sus caderas, evidenciaba que aquellas reflexiones en voz alta iban destinadas más a sí misma que a sus dos oyentes. De repente, se percató de la presencia del kender y lo agarró por el cuello. Sus oscuras pupilas se clavaron ardientes en las de él.

—Trabajaré y necesito mucha concentración, así que no me distraeré por tu causa. Quédate cerca… pero no demasiado. Mejor aun, no te apartes de Woodrow. Mantén los ojos abiertos y aprenderás algo.

Tras ajustarse el sombrero con galanura, se encaminó hacia la barraca más próxima al carrusel, en la que se había instalado un comerciante de tejidos. Tanto Tasslehoff como Woodrow advirtieron que caminaba con un contoneo mucho más pronunciado que el habitual. Se entretuvo unos momentos en las mesas repletas de rollos de tela de vivos colores y sus dedos expertos rozaron uno tras otro.

—Buenos días, guapo —saludó la pelirroja enana con un ronroneo al comerciante, un enano jorobado y de dientes salientes que estaba sentado en el interior de la barraca.

Gisella juzgó que la edad del mercader sobrepasaría con creces los trescientos años. Sus brazos, cruzados sobre la rechoncha barriga, eran tan peludos que costaba discernir dónde acababan y dónde comenzaba la barba.

—¿Podría hablar con su padre, el propietario del negocio?

Los ojos del enano recorrieron de arriba abajo la voluptuosa figura de la mujer.

—El propietario soy yo. —Sus labios se distendieron en una grotesca sonrisa que dejó al descubierto su prominente dentadura.

Gisella se llevó la mano a la boca simulando una mojigata actitud abochornada; de algún modo, logró que sus mejillas se tiñeran con un ligero rubor.

—¡No es posible! ¡Oh, siento haberlo molestado! ¡Por lo general no me equivoco al juzgar la edad de una persona!

La mujer chasqueó la lengua y cabeceó con gesto grave.

—Lo he echado todo a perder. Ya no querrá tratar conmigo y lo siento, pues su mercancía es la más exquisita de la feria. Por favor, acepte mis disculpas. No lo importunaré más. Rozó el peludo brazo del enano y se dio media vuelta. Dio un primer paso para alejarse del tenderete y en aquel movimiento imprimió el contoneo más insinuante que Woodrow ni Tasslehoff imaginaran jamás.

—Por favor, no se disculpe, señorita.

—Señora de Hornslager —dijo Gisella, al tiempo que exhibía una agradecida sonrisa y regresaba a la barraca y se decía que nunca le había resultado tan fácil que un pez picara el anzuelo—. Entonces ¿está dispuesto a negociar conmigo? ¡Oh, qué hombre tan encantador es usted! ¡Para demostrarle mi agradecimiento y lo culpable que me siento, compraré el doble de lo que tenía pensado! ¡El señor Hornslager se pondrá furioso, pero no me importa! —concluyó con aire desafiante.

—¡Por Reorx, no quisiera que tuviera problemas con su esposo, sea quien sea el afortunado! En mi opinión, el mejor homenaje a mi mercancía es que realce su escultural figura. Estaré encantado en venderle veinte piezas de tela a precio de costo con la condición de que diga a la gente dónde las compró.

—¿Y elegiré las veinte? —inquirió ella con voz arrulladora.

—Mi tienda es suya —replicó, y la invitó a entrar con un ademán de su peluda mano.

Gisella estaba segura de que los ojos del enano no se apartaron ni un momento de su cimbreante trasero cuando pasó junto a él, y lo rozó. El sujeto era repulsivo, pero a Gisella le gustaba su evidente admiración.

Ahora llegaba la hora de iniciar la parte más difícil del trato. La enana revolvió entre los diferentes rollos de tejido y apartó a un lado los que, a su juicio, eran de inferior calidad, en tanto asaeteaba al comerciante con preguntas sobre el tipo de tela, precio, tintada y calidad.

—¡Esto no es hilo de plata! —protestó mientras deshilachaba una hebra del corte de la tela.

Tas observaba las negociaciones y los regateos entablados entre ambos enanos cuando se alzó en el aire un súbito estruendo de una música rechinante y chillona. Al girar sobre sí, el kender constató que el sonido provenía del carrusel. Echó a andar de inmediato, pero la mano de Woodrow lo detuvo.

—¡El carrusel se ha puesto en marcha! —suplicó Tas—. ¡Míralo! Las figuras suben y bajan y giran. ¡Y la música suena!

Woodrow se mostró impasible.

»¡Vale, entonces ven conmigo y así no me perderás de vista! —argumentó el kender.

El joven miró al carrusel, intrigado, pero aún indeciso.

—No sé…

—¡Yo sí! —gritó Tas—. ¡Oh, vamos, Gisella se pasará toda la mañana en busca de telas! Todavía está discutiendo sobre la tercera pieza. —El kender tiró de la manga del joven—. Anda, sólo un viaje. Regresaremos antes de que nos eche en falta. ¡Por favor, Woodrow!

Al cabo, al joven lo pudo más la curiosidad que la sensatez y, tras echar una rápida ojeada a Gisella, fue en pos de Tas hacia el artilugio.

Cerca del carrusel, había un ingente montón de engranajes, poleas y palancas en movimiento que sin duda eran la causa de que funcionara todo el invento. A pesar de que el ingenio ya estaba dando vueltas, un gnomo bajito y calvo, vestido con un guardapolvo blanco que le llegaba a los tobillos, y que llevaba unos anteojos suspendidos al cuello por un cordón, se afanaba de aquí para allá con un puñado de herramientas y apretaba este tornillo, tiraba de aquella palanca, y martilleaba aquel otro engranaje.

—Aúnnoestábien; lamúsicavamuylenta.

El murmullo del gnomo fue tan rápido como era habitual en su raza y las palabras resultaron apenas comprensibles.

Tiró de una palanca y la melodía, una fúnebre mezcolanza de silbatos, bocinazos, y choques metálicos, se hizo más y más lenta hasta parecer un lamento desafinado. Luego, de repente, aumentó la velocidad hasta alcanzar unos registros tan agudos que originó que todos los perros de la villa aullaran de dolor. El gnomo empujó de nuevo la palanca y la música reanudó la inicial estridencia cacofónica.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, el hombrecillo retrocedió y asintió satisfecho. Pero al momento su expresión se tornó en otra de descontento.

—Esoestáarregladoperoelunicorniosemuevedespacio. ¿Dóndeestámillavedetuercas? Séqueladejéaquímismo. ¡Alguienselahallevado!

Revolvió en los bolsillos del largo guardapolvo y un momento después, con aire perplejo, extrajo de uno de ellos la herramienta extraviada. La metió entre los engranajes, a tientas, y dio una vuelta a un tornillo.

Al hacerlo, la figura de madera de un kobold con cara de perro subió y bajó con tanta violencia que acabó por estrellarse contra el techo del carrusel; su jinete, un joven enano, se dio un susto de muerte y ganó una jaqueca de las que no se olvidan.

El gnomo se rascó la calva con gesto desconcertado.

—Eseteníaqueserelcontactodelunicornionodelkobold —farfulló y alargó una vez más la mano a ciegas y propinó un giro a otro tornillo. El kobold prosiguió golpeándose contra el techo.

»Losiento, losiento —se disculpó, al tiempo que soltaba la manivela y la figura se detenía. El enano a su grupa se tambaleó como un borracho.

»¿Dóndeestáeseinterruptor? Séqueinstaléuno.

El gnomo metió todo el brazo entre la maquinaria con tal descuido que le hizo a Woodrow encogerse aterrado, tanteó en la caja de velocidades y comenzó a tirar de diferentes componentes al parecer de forma arbitraria. El cisne aleteó con tanta brusquedad que golpeó las orejas de su jinete, el duendecillo pellizcó a una matrona que pasaba junto al carrusel, y el unicornio corcoveó y arrojó por el aire al enano que iba a su grupa.

—Séquepuseuninterruptorenalgunaparte. ¿Ofueenmimáquinaestilizadoradebarcos? Ohvayavayavayava-ya…

Desesperado, tiró de otros interruptores, con lo que la situación empeoró más y más.

—¿No será en ése que pone «parada»? —le sugirió Tas.

—Nopuedeserése… —comenzó a decir el gnomo mientras negaba con la cabeza.

Pero antes de que pudiera añadir una palabra más, Tasslehoff alargó la mano, bajó el interruptor con el índice y el carrusel se detuvo en medio de chirridos.

—¡Vayaquiénlohubieradicho!

El rostro del gnomo se ensanchó en una sonrisa de sorpresa que se amplió conforme examinaba con detenimiento al kender.

—Tu carrusel es fantástico —opinó Tas en un susurro, sin decidirse en cuál de los animales montar—. Si ajustaras algunos detalles, como por ejemplo que las figuras no choquen contra el techo, sería perfecto. ¿Está en tu mano hacerlo? ¿Es ésta tu Misión de la Vida?

Tasslehoff sabía que los gnomos eran inventores natos y a cada uno de ellos se le asignaba una misión al nacer —o la heredaban—, y confiaban en darla por finalizada antes de morir para así ganarse para sí mismos y sus antepasados el derecho a sentarse junto a su dios Reorx en el Más Allá.

—Sí, se puede decir que lo es —respondió el hombrecillo hablando con deliberada lentitud para que Tas lo entendiera—. Eres un kender, ¿no es cierto? Nunca había visto a uno por estos contornos.

El gnomo le sonrió de un modo extraño y Tasslehoff comenzó a sentirse como un insecto bajo una lente de observación.

—Y yo sólo había visto dibujos de dragones e hipocampos… así es como se llama la figura con cola de pez y aletas en lugar de pies, ¿verdad? Tus animales parecen tan reales que uno se imagina que los has visto de cerca, pero, por supuesto, eso es imposible ya que los dragones no son más que personajes de cuentos.

—Sí, eso piensa mucha gente —dijo el gnomo con aire absorto.

Acto seguido se acercó a Tas y lo observó más de cerca; luego alargó una mano y le oprimió la cintura, como si comprobara algo.

»No eres viejo entre los de tu raza, ¿verdad? —inquirió.

Tas apartó la mano del gnomo.

—¿Acostumbras a hacer todas estas preguntas a la gente antes de que se monte en tu carrusel? Si lo que te preocupa es mi peso, te puedo asegurar que soy mucho más liviano que un enano, ¿no estás de acuerdo. Woodrow?

En aquel momento, el joven humano miraba preocupado a Gisella, que para entonces había repasado ya las dos primeras mesas de tejidos. El viaje en el carrusel se alargaba mucho más de lo que había previsto.

—Ya lo creo, Tasslehoff —respondió con aire ausente.

—¿Vas a tardar mucho en ponerlo en marcha? —se interesó el kender—. He de irme y la verdad es que me encantaría montar en ese dragón.

—Oh, claro. Lo conectaré ahora mismo. Te ayudaré a subir —exclamó excitado el gnomo, quien agarró a Tas por el hombro y lo condujo hasta la plataforma—. Has hecho una elección excelente.

Con esto, acompañó al kender hasta el dragón rojo. Tas sabía que, como especie, los colosales reptiles habían desaparecido de la faz de Krynn, expulsados por un legendario caballero, Huma, mucho tiempo antes de que él o cualquiera de sus amigos hubiesen siquiera nacido. Al contemplar de cerca la efigie de aquella mítica criatura, sus ojos se abrieron de par en par, maravillados. El dragón había sido tallado con una precisión esmerada. Seis huesos largos, de apariencia elástica, conectados entre sí por unas membranas carnosas, conformaban las poderosas alas de la criatura. Las potentes y mortíferas garras tenían unos corvejones semejantes a cuernos. A lo largo de la cola sobresalían unas punzantes púas que se extendían por todo el cuerpo hasta alcanzar la base de la astada testa. La faz del monstruo era un espantoso amasijo de prominencias que marcaban los músculos hinchados y las venas abultadas. Las fauces estaban abiertas en una mueca atroz que ponía de manifiesto dos hileras de dientes de doble filo, más cortantes que un cuchillo de carnicero.

A Tas le entusiasmó el trabajo de pintura. Cada una de las escamas redondas estaba trazada con tal meticulosidad que daba la impresión de que el dragón levantaría y batiría las alas en cualquier momento. El color, rojo como un rubí, brillante, vivido y llamativo, le recordó los prietos y jugosos granos de una granada.

Al fijarse en las agudas púas insertas en el lomo del dragón, Tas comprobó, no sin cierto alivio, que también aparecía tallada una especie de silla de montar en la base del cuello de la criatura. Sin pensarlo más, el kender metió el pie en el estribo, tomó impulso, y se encaramó de un salto a lomos del dragón.

Woodrow eligió la figura del centauro que se encontraba detrás del dragón, con el fin de no perder de vista a Tas. El rubio joven se acomodó sobre la espalda, cubierta de un vello castaño oscuro, del centauro en apariencia vivo, y aguardó que el carrusel se llenara de enanos para que comenzara el viaje.

De pie junto a la maquinaria, el gnomo se frotó las manos con gesto alegre y tiró de una larga palanca. El ingenio se puso en marcha con cierta brusquedad y las briosas notas de la melodía algo desafinada del carrusel irrumpieron de alguna parte del techo, y ahogaron cualquier otro sonido. Los animales subían y bajaban de manera alternativa en sus barras; cuando el dragón se elevaba, el centauro se zambullía hacia la plataforma. Al parecer, esta vez el gnomo tenía todo bajo control. El hombrecillo iba y venía entre engranajes y palancas con un palmoteo entusiasmado.

Tasslehoff disfrutaba de lo lindo. El dragón, al subir y bajar, alzaba las alas o las plegaba, como si el monstruo volara en realidad.

—¡Qué divertido! Ojalá no se acabara nunca este viaje —musitó para sí el kender con gran fervor—. Sin duda, así es como uno ha de sentirse al cabalgar en un dragón de verdad… es una pena que no quede ninguno en Krynn.

Justo en aquel momento, Tas percibió que la figura se removía y se balanceaba un poco.

—El gnomo debería sujetar mejor estos animales —pensó—. Se lo comentaré cuando me baje.

Pero, para su sorpresa, la marcha no perdió velocidad. Más aún, los movimientos y temblores de su montura se intensificaron hasta tal punto que le costó trabajo mantenerse en la silla. Se preguntó si Woodrow tendría los mismos problemas, así que miró por encima del hombro al joven encaramado al centauro. La expresión de Woodrow era de aburrimiento, pero al fijarse en el kender, se tornó en otra de sobresalto.

—¡Mi dragón se está soltando! —le gritó Tas.

Al notar que su equilibrio se hacía más precario por momentos, el kender apretó el pecho contra la espalda del dragón, se aferró con los brazos al cuello, y rodeó con las piernas la barra que ahora quedaba tras él. ¿Por qué no detenía el carrusel ese estúpido gnomo? ¿Acaso habría olvidado otra vez dónde estaba el interruptor de parada?

A su espalda, Woodrow vio que movía los labios, pero no comprendió lo que le decía. El joven también estaba harto de dar vueltas e hizo señas al gnomo cuando pasó veloz frente a él. Con una sonrisa extraña, el hombrecillo se limitó a agitar la mano.

Entonces, se escuchó un penetrante crujido de madera y las barras conectadas a la figura del dragón se quebraron. Woodrow abrió la boca para advertir a Tas, pero no llegó a articular ningún sonido. Se quedó petrificado al ver que la roja cabeza del reptil giraba y miraba al kender sentado a su espalda. El joven contempló aturdido que el dragón daba un latigazo con la cola y flexionaba las alas. ¡Los músculos marcados bajo las rojas escamas del torso se movían!

¡El monstruo estaba vivo!

Woodrow sacudió la cabeza, convencido de que los movimientos del reptil eran tan sólo producto de su imaginación. Cuando abrió de nuevo los ojos, el centauro en el que cabalgaba lo miraba de hito en hito.

—El dragón se lleva a tu amigo —le advirtió.