12

—¡Aug! ¡No hay modo de encontrar una postura cómoda en este maldito animal esmirriado! —protestó Phineas.

El hombre se enderezó sobre los estribos y se frotó la espalda dolorida. Su altura sobrepasaba al menos en ochenta centímetros la del peludo poni. Saltatrampas rio.

—¿Todavía temes que trame alguna jugarreta? Me ofrezco gustoso como mediador en vuestra pugna —se mofó.

Phineas le lanzó una mirada asesina y el kender soltó otra carcajada.

—No estaría de más que te dejaras de bromas —clamó el humano—. Cuando lleguemos a nuestro destino, si es que llegamos, estaré lisiado.

—Perdona si me río, Phineas, pero es inevitable. La cosa tiene gracia. Tendrías que verte. ¡Caray! Eres dos veces más alto que ese poni, al que, lo más probable, le ha de gustar esta cabalgada tanto como a ti. Por otro lado, dijiste que no era la primera vez que montabas.

—Así es. He montado a caballo en infinidad de ocasiones, pero esta bestia debe de ser pariente cercano de una vieja bruja. Además, el que fabricó esta silla de montar no metió del todo los clavos.

Saltatrampas se desternilló de risa al escuchar este último comentario.

—¡Los clavos! ¡Oh, qué divertido! Ojalá te hubiese conocido hace años. No habría renunciado a mis viajes de contar con un compañero de camino con tu sentido del humor.

Phineas se sentó otra vez en la silla con toda clase de precauciones, aunque torció el gesto en una mueca de dolor. Con los pies en los estribos, las rodillas le llegaban a la altura de los codos, pero si los quitaba, los pies le arrastraban por el suelo. «Al menos, si tengo las piernas en alto, me es más fácil frotarme las pantorrillas», se dijo para sí.

—¿Falta mucho? —preguntó quejoso.

—No demasiado. Una hora de camino, más o menos. Llegaremos al anochecer.

—Estupendo. Dirige la marcha y guárdate las risas —gruñó con los dientes apretados.

—El camino se acortará con un relato —propuso Saltatrampas—. Te contaré mi expedición a Hylo y te animarás. Fue por el año 317… ¿o en el 307? Ocurrió en el año en que hubo una plaga de mosquitos en el Bosque Oscuro; había tantos que no podías respirar sin que te entraran por la nariz por lo menos un par de docenas. Nos cubrimos la cabeza con sacos de gasa para cruzar la linde del bosque. Por supuesto, el único sitio donde se podía conseguir una gasa lo bastante buena era en el pueblo elfo y éstos vivían en la floresta. Como ninguno de nosotros sabíamos hablar su lengua, contratamos a un intérprete antes de ponernos en camino. Aquél tipo que contratamos era…

—Perdona, Saltatrampas, pero ¿qué tiene que ver todo esto con Hylo? —inquirió el humano, a quien la historia, en realidad, le importaba poco.

—Pretendo establecer en qué año ocurrieron los hechos. Una cronología puntual y exacta es muy importante en una historia como la que relataré. Y si no te interesa saber en qué año sucedió, olvidaré el asunto. Después de todo, la sé de memoria y si la cuento, es por ti.

Phineas suspiró resignado. No había modo de soslayar el tema. Estaba ligado a Saltatrampas hasta que encontraran a Damaris y la llevaran de regreso a Kendermore. ¿Acaso escuchar las trolas del kender, todas con el mismo argumento e idéntica moraleja, era un precio demasiado alto a cambio de las riquezas que obtendría como recompensa? Seguro que no.

—Por favor, prosigue —pidió al kender mientras esbozaba una sonrisa desganada y advertía que las palabras se resistían a salir de su boca.

Mientras Saltatrampas retomaba el hilo de su historia, la mente del humano volaba hacia las Ruinas y lo que encontrarían en ellas. Enseguida, la voz del kender quedó relegada, junto con otras molestias y dolores que lo afligían, en un rincón apartado de su cerebro.

El sol se había escondido tras las copas de los árboles cuando los dos viajeros alcanzaron por fin las inmediaciones de las Ruinas. Los árboles proyectaban sombras alargadas sobre las columnas derrumbadas y las paredes que aún se mantenían en pie. Los bloques de piedra blanquecina se extendían en la distancia hasta perderse de vista en la mortecina luz del crepúsculo.

—No esperaba que fuera tan… extenso —murmuró Phineas.

El humano había imaginado un lugar de tamaño acorde con las cosas kenders: pequeño, caótico, y destrozado con esmero. En cambio, las Ruinas era un asentamiento de una amplitud y una simetría sorprendentes.

Saltatrampas desmontó del poni justo en la linde del área.

—Acamparemos aquí esta noche. Mañana buscaremos a Damaris.

—¿Por qué no hacemos algunas pesquisas ahora?

—Apenas se ve. Ésta zona es bastante segura a la luz del día, pero no vagaría por ella en la oscuridad. Nunca se sabe dónde puede uno caer o lo que te puede caer encima. Y, lo que es peor, qué puedes encontrar merodeando por ahí.

Eso suena muy «tranquilizador», pensó Phineas, aunque procuró no hacer patente su inquietud.

—¿Qué era este lugar antes de convertirse en unas ruinas?

—Ésa sí que es una historia interesante —comentó el kender, en tanto recogía palos para la hoguera—. Ocho historias interesantes, para ser exactos. El pasado de este asentamiento difiere según con quién hables. Algunos dicen que lo construyeron los elfos como lugar de descanso para sus muertos. Otros afirman que surgió de la tierra como consecuencia del Cataclismo. También he hablado con gente que asegura…

—Para abreviar lo que tiene visos de ser una larga historia —interrumpió el humano—, nadie sabe con certeza qué fueron en su día estas ruinas.

—Sí, eso lo resume, más o menos. No obstante, deducción más acertada es que en su momento fue una ciudad de cierta importancia.

Con esto, el kender dejó caer con descuido la carga de leña que portaba en los brazos.

—Encenderé el fuego —ofreció Phineas, que se sentía incómodo y fuera de lugar.

Saltatrampas le tendió el yesquero y el humano lo acercó a un montón de encendaja seca apropiada para que prendiera la chispa.

El kender tomó unos paquetes envueltos en papel de la mochila cargada en su poni. Se arrodilló y abrió con todo cuidado el más grande. Con aire orgulloso, exhibió dos conejos asados. Luego los deshuesó y echó la tierna carne en un cazo de hierro; de otro paquete sacó zanahorias y patatas que añadió a la olla, echó agua del odre, y lo puso a cocer sobre el fuego preparado por Phineas.

Cosa excepcional, Saltatrampas no se lanzó a contar una historia. Por el contrario, los dos viajeros dieron cuenta del guisado en completo silencio y se echaron a dormir junto a la hoguera.

Phineas pasó toda la noche inquieto; se revolvía y daba vueltas, asaltado en sus sueños por los aleteos de unas criaturas peludas.