11

—Uno, dos, tres, ¡tirad!

—Uno, dos, tres, ¡tirad!

Tas, Woodrow y los siete enanos gullys jalaron con todas sus fuerzas, pero la carreta hundida en el agua no se movía un sólo centímetro. Se las habían ingeniado para sacarla hasta casi la mitad de la inclinada playa, pero ahora el vehículo estaba atascado con firmeza en la blanda arena, bajo las olas.

Woodrow, con el agua hasta la cintura, soltó la amarra y se enderezó. Al hacerlo, el dolor que le torturaba la espalda se incrementó.

—Lo siento, señorita Hornslager, pero no creo que lo logremos. La carreta no se ha movido en los últimos veinte tirones.

—No te rindas nunca, Woodrow. Ésta ha de ser la máxima de tu vida —animó Gisella, sentada en el techo del carromato—. Y ahora, todos a la vez: uno, dos, tres, ¡tirad!

Pero, antes de que hubiera pronunciado la palabra «tirad», el grupo completo había dejado caer la cuerda y se arrastraba con debilidad de vuelta a la playa. Los gullys, situados en la parte más somera del agua, cayeron unos sobre otros en un montón informe y empapado. Tas los siguió y se tendió boca arriba sobre un parche de hierba que crecía en la arenosa orilla. Tras él, Woodrow se sentó junto al kender y reclinó la cabeza sobre las rodillas.

—¿Qué demonios os pasa? ¿O rendiréis ante la primera dificultad? —vociferó la enana, que caminaba de un extremo al otro del techo de la carreta—. ¿Hemos llegado hasta aquí para darnos ahora por vencidos? No me conformaré con encogerme de hombros y decir: «Bien, las cosas se han puesto un poco difíciles, así que me sentaré y me sumiré en la autocompasión».

—Vale ya, Gisella —replicó Tas—. Estamos agotados. Acabamos de sobrevivir a un naufragio. Deja que descansemos unos minutos.

Gisella contempló a su maltrecha tripulación.

—Quizá tengas razón. Por favor, ayudadme a bajar de esta cosa.

La enana extendió los brazos con gesto remilgado. Desfallecido, su joven ayudante se puso de pie y chapoteó hacia el carromato. Gisella se sentó en el borde del techo, dio un pequeño impulso, y cayó en los brazos de Woodrow. El joven reprimió un gruñido.

—Oooh, eres más fuerte de lo que aparentas —ronroneó ella—. El peligro es algo muy excitante, ¿no te parece?

El rostro de Woodrow se tornó rojo como la grana y casi dejó caer a la enana en su precipitación por soltarla y volver a la playa. Gisella resoplaba cuando por fin llegó a terreno seco, unas docenas de pasos tras su joven ayudante.

—De verdad, Woodrow, no era más que una pequeña e inocente broma. A veces no comprendo tus reacciones —protestó—. ¿Ninguna mujer ha coqueteado contigo nunca?

El muchacho se había sentado, con los brazos en torno a las piernas dobladas, y la mirada clavada en el suelo.

—No, señora. Creo que no —farfulló.

Aquello escapaba a la comprensión de Gisella, por lo que dejó de lado el tema y se unió al grupo que yacía tumbado en la arena.

* * *

Acababa de amanecer cuando Woodrow despertó. En principio se sintió desorientado, hasta que cayó en la cuenta de que el propósito inicial de echar una siesta se había convertido en un profundo sueño de doce horas. Tas, como de costumbre, estaba tumbado de costado, hecho un ovillo; Gisella lanzaba tenues ronquidos; los enanos gully se habían amontonado unos sobre otros y, de tanto en tanto, alguno gemía y se removía. El estómago del joven gruñó; aquello le recordó que no había probado bocado desde la mañana del día anterior. Echó a andar a lo largo de la playa, en dirección sur, con el propósito de encontrar algo comestible.

La playa de arena se extendía un kilómetro, más o menos, antes de dar paso a unos afloramientos rocosos, guijarros sueltos, y bancos de tierra erosionada. A partir de aquel punto, caminar por la orilla se tornó dificultoso en extremo, por lo que Woodrow se dirigió tierra adentro. En tanto percibiera el sonido de las olas, se dijo, no cabía la posibilidad de perderse.

Al poco, el joven encontró un terreno de espesa maleza entre la que crecían arbustos con frambuesas. Llenó su sombrero con las maduras bayas rojizas y se sentó, dispuesto a darse un festín.

Su desayuno se vio interrumpido por el rumor de un movimiento en los matorrales. El joven rodó sobre sí y se quedó inmóvil, tendido boca abajo, en alerta. Entonces se repitió el ruido: el resoplido de un caballo.

Con infinitas precauciones, Woodrow levantó la cabeza. La visibilidad no era buena; en algunos puntos, en especial en aquellos donde crecían las bayas en torno a los nudosos troncos de árboles y las peñas, los arbustos superaban la altura del joven. Con pasos medidos, rodeó la vegetación; de pronto, rompió a reír, se enderezó, y emitió un agudo silbido. Junto a unos arbustos estaban los caballos de Gisella, que ronzaban satisfechos. Al divisarlo, los animales se abrieron paso a través de la maraña de matorrales y se dirigieron ansiosos hacia donde se encontraba.

—Cuánto me alegro de que estéis bien —dijo entre risas, mientras pasaba los brazos en torno a los cuellos de las bestias—. Temí que no os vería otra vez.

Ambos caballos arrimaron el hocico a los bolsillos de Woodrow.

—Habéis encontrado lo único que os puedo ofrecer —rio el joven entre dientes—. Recolectemos unas bayas y volvamos con los demás, ¿de acuerdo?

Woodrow llenó otra vez su sombrero con frambuesas, así como los fondillos de la camisa; para ello la sujetó como un delantal. Al cabo de unos minutos, él y los caballos regresaron a la playa.

Tasslehoff se incorporó y se frotó los ojos; en ese momento, Woodrow apareció con los animales. Al instante, todos se despertaron y engulleron con alegría las bayas frescas.

Entretanto, el joven ayudante condujo a los caballos a las aguas de la playa y los enganchó al carromato medio sumergido.

—¡Oh, qué buena idea! —dijo Gisella, cuando levantó la mirada del puñado de frambuesas—. Espero que mis cosas se sequen pronto; estoy impaciente por vestir algo decente.

La enana lanzó una ojeada desdeñosa al sencillo traje de trabajo oscuro que llevaba desde hacía días.

Woodrow ajustó el arnés y se situó frente a los caballos.

—No sé si lograremos sacar la carreta, señora —advirtió—. Éste arnés está en muy malas condiciones porque pasó toda una noche dentro del agua. Quizá la tensión rompa las correas.

La enana cruzó los dedos cuando los caballos, guiados por su ayudante, avanzaron y tiraron de forma gradual hasta que el arnés quedó tenso. Poco a poco, la carreta se meció, primero hacia adelante, luego hacia atrás, y de nuevo hacia adelante. Al cabo, rodó tras el esforzado tiro de caballos. Los animales ganaron velocidad conforme el carromato se movía en aguas menos profundas y se escurría la que tenía en su interior.

—¡Sooo!

Woodrow posó las manos en los belfos de los caballos y los acarició. El vehículo estaba en la playa; el agua salada escurría todavía por la puerta trasera y por los tablones del suelo.

—¡Hurra! —aulló Gisella, tan contenta que aplaudió—. Nos pondremos en marcha en un santiamén.

—Me temo que no, señorita Hornslager.

El joven ayudante asomó por la parte posterior cié la carreta y sacudió la cabeza con desánimo.

—Tanto las ruedas de delante como las de atrás han sufrido daños y el eje delantero está casi partido. Se rompería en pedazos antes de rodar un kilómetro.

—Bueno, ¿por qué no lo arreglamos? —inquirió Gisella y señaló con gesto ambiguo el carromato—. La gente lo hace a diario, ¿no es cierto? Quiero decir, que a mí no me parece que esté tan mal.

Woodrow asintió con la cabeza.

—Sí, señora, lo repararíamos…

—Entonces, manos a la obra —lo interrumpió.

—… si dispusiéramos de los utensilios necesarios, señora. Como por ejemplo, una forja, y una almádena, y un yunque. Y tal vez un torno y otras herramientas para trabajar la madera. Pero resulta imposible sin estos utensilios.

—¡Oh, no!

La enana dejó caer los brazos y dirigió una mirada triste a la carreta. Luego chasqueó la lengua y sacudió la cabeza con determinación.

—Entonces, no hay más que hablar. Recojamos todo lo recuperable, y marchemos. Aún tengo una mercancía que entregar, y tiene que llegar a Kendermore antes de la Fiesta de la Cosecha. Confío en que sigas dispuesto a colaborar —añadió después de mirar con suspicacia a Tasslehoff.

* * *

El sol había sobrepasado su cénit cuando Gisella ordenó un alto para descansar. Los enanos gullys se derrumbaron en poses exageradas antes de que la mujer pasara la pierna por encima del cuello del caballo para desmontar. En el otro caballo, montaban juntos Woodrow y Tas, y el joven aguardó a que el kender, sentado delante, bajara de un salto antes de deslizarse de la montura.

El lugar elegido por Gisella era la cumbre de una colina que formaba parte de una sierra; la cadena se extendía hacia el este en ondulaciones continuas que ganaban altura hasta hacerse montañas al cabo de un par de kilómetros. Los montes eran áridos, sin vegetación, salvo por la crecida hierba amarillenta y algún que otro árbol agostado. A pesar de la tibieza del sol, el soplo frío de un viento otoñal tenue se sentía en el austero paisaje.

—Pásame unas frambuesas, Woodrow —ordenó Gisella—. Pero hazlo antes de que esos gullys metan las zarpas en ellas. Y un poco de agua, también, por favor.

El joven descolgó del caballo dos camisas de la enana que se habían salvado del naufragio y que había utilizado como alforjas para llenarlas de bayas. Los cuellos y los puños estaban atados y las mangas unidas entre sí a fin de cargarlas sobre el cuello del animal. Woodrow desanudó la prenda, hizo una pausa, y miró desconcertado por el cuello.

—Juraría que estaba llena cuando partimos esta mañana. Se habrán caído por el camino; ahora faltan por lo menos tres centímetros.

Tas, con aire culpable, metió bajo el cinturón los dedos manchados de rojo.

—Qué extraño —comentó mientras daba la espalda a Gisella, que lo observaba adusta, con los labios prietos.

Sin embargo, a pesar de lo que pensara, la enana no dijo una palabra y se limitó a coger un puñado de frambuesas.

—¿Te resulta familiar algo del entorno? —preguntó luego al kender—. ¿Se parece al menos a alguno de tus ridículos mapas?

Tas sacudió la cabeza.

—He viajado por un montón de sitios y reconocería muchos otros, pero éste no es uno de ellos. Por lo visto, ninguno de mis familiares pasó por aquí, ya que no hay nada que se le parezca entre mis mapas… ni montes yermos, ni hierba alta —dijo, en tanto recorría con la mirada los pergaminos extendidos en un semicírculo a su alrededor—. No olvidemos, sin embargo, que tampoco hemos viajado tan lejos. Es posible que las buenas señales reconocibles del terreno se encuentren justo más adelante.

—Esperemos que sea así —suspiró la enana—. Tenemos que encontrar un sitio civilizado lo más pronto posible.

Acababa de pronunciar las últimas palabras, cuando Woodrow levantó con brusquedad la cabeza, la inclinó hacia un lado y escuchó atento pues le había parecido percibir un sonido amortiguado y distante.

Por desgracia, los enanos gullys se impacientaban y Fondu, al tomar el profundo silencio como un signo de inactividad, eligió aquel preciso momento para empezar a cantar su singular versión del canto marinero que les había enseñado Tas. Sus compañeros se le unieron al instante.

Woodrow agitó los brazos frenético, en un vano intento de que se callaran, pero los Aghar interpretaron su gesto como una nueva variante de la canción y remedaron sus ademanes para acompañar sus desafinados berridos.

El joven miró desesperado a Tasslehoff. El kender, de forma instintiva, tomó la iniciativa y se metió entre los danzantes Aghar. Se echó de un salto sobre Fondu y ambos rodaron por el suelo hasta chocar contra las piernas de Gisella. El gully no había cesado en sus cantos, pero al levantar la cabeza y encontrarse con que su dama tenía el índice puesto sobre los labios, se calló al instante y advirtió a gritos.

—La señora de pelo rojo dice callar. ¡Callar! ¡Callar!

Los cantos enmudecieron de golpe y los gullys se quedaron como petrificados en el sitio. Pluk, sostenido en el precario apoyo de un solo pie, se tambaleó y a fin de guardar el equilibrio dio tres saltos a la pata coja y agitó los brazos con desesperación. Por último, se precipitó contra su hermano, Slurp. Los dos gullys se esforzaron por recobrar la estabilidad entre grotescas cabriolas y sin apartar la mano que tenían puesta sobre la boca.

Una vez restablecida la calma, Woodrow intentó de nuevo captar el sonido de antes.

Pasaron unos segundos.

—¿Y bien? —susurró Gisella.

—Oigo voces. Alguien canta —respondió a su vez con un susurro, sin volver la cabeza.

—Oh, fantástico —gruñó la enana entre dientes—. Lo más probable es que sea otra pandilla de gullys. ¿No puedes ser más específico?

—No, señora. Sean quienes sean, o tergiversan la letra de un modo espantoso, o cantan en un lenguaje desconocido para mí, pues no entiendo ni una palabra. No obstante, parece un coro numeroso —agregó.

—No veo nada con estos malditos hierbajos —espetó Gisella, al tiempo que pisoteaba el pasto, tan alto como ella—. Woodrow, ayúdame a montar en mi caballo.

El joven entrelazó los dedos de ambas manos a guisa de estribo y aupó a la enana sobre el lomo del animal. Desde su nueva y más ventajosa posición, Gisella escudriñó el horizonte tras protegerse los ojos de la deslumbrante luz con una mano.

—Diviso un estandarte rojo que se mueve en una línea perpendicular a nosotros… Parece un blasón familiar —informó—. No está muy lejos. Tiene que haber una calzada un poco más adelante. Alcancémoslos.

El caballo de la mujer trotó sin dificultad entre el alto pasto. Woodrow y Tas subieron deprisa en su montura en pos de Gisella; los enanos gullys los siguieron a la carrera.

Al kender se le ocurrió una idea para atraer la atención de quienes transitaban por la calzada. Giró sobre el caballo y animó al líder de los gullys a reanudar la tonada.

—¡Cantad! ¡Cantad, Fondu!

El mismo Tas inició las estrofas que les había enseñado.

·

· Subid a bordo, muchachos, nos espera la mar.

· Dad un beso de adiós a esa joven beldad.

·

Al momento, las desafinadas voces de los hombrecillos corearon la canción.

·

· Aire rajar tela, chispa grande y trueno;

· olas tragar bote, gullys tener miedo.

·

Tasslehoff vio que el estandarte se detenía, pero no divisó a Gisella. Poco después, Woodrow y él cruzaron el borde del pasto alto y salieron a la calzada. La enana había desmontado y se plantaba con la misma pose de «aquí estoy yo» que adoptara en la posada: erguida, los puños en las caderas y la barbilla levantada en actitud arrogante. La rodeaban una docena de enanos que se atusaban sin parar las barbas y manoseaban azorados los sombreros de los que se habían despojado al saludarla.

El grupo iba a pie (la mayoría de los enanos desconfían de los caballos), en una formación de dos filas de a seis, dirigida por otro que marchaba en cabeza. Todos vestían cotas de malla, brillantes y lustrosas y botas altas de cuero. Cada uno portaba un martillo de guerra suspendido a la cintura y un rollo de cuerda colgado al hombro. El líder de la tropa lucía un yelmo adornado con un penacho de plumas verdes.

Al aparecer Woodrow y Tas, Gisella les dedicó una seductora mirada y pestañeó con coquetería.

—Muchachos, me complace presentaros al barón Krakold, de la aldea de Rosloviggen. —Se dio media vuelta y lanzó un beso al individuo de las plumas verdes.

A Tas le pareció que el enano enrojecía, aunque no lo podía asegurar puesto que la frondosa barba apenas dejaba ver su ya de por sí rubicunda tez. «La verdad es que su apariencia no coincide con la idea que tengo sobre un barón», se dijo el kender, quien, al cavilar sobre el asunto, evocó imágenes de relucientes armaduras, de largas capas que ondeaban al viento, y de un blanco garañón encabritado.

Gisella pasó un brazo por los hombros del cabecilla de los enanos y le dio un estrujón.

—El barón… me encanta como suena eso, ¿a vosotros no?… ¡Ejem! Como decía, el barón y sus hombres regresan a su pueblo tras concluir una misión. Nos han invitado a unirnos a ellos y no podemos rechazar tan galante propuesta.

La enana dio media vuelta y clavó la mirada en los ojos del barón al tiempo que rozaba con su cadera el muslo del cabecilla. Las cejas del líder —una espesa y enmarañada mata de pelo— se movieron arriba y abajo en un tic nervioso: unos tenues murmullos viriles de aprobación recorrieron las filas enaniles.

Justo en aquel momento, Fondu y sus seis compañeros irrumpieron en el camino. Se quedaron paralizados un momento al contemplar el noble séquito. Gisella cerró los ojos y se mordió el labio; sabía que, por norma, a los de su raza les desagradaban tanto los gullys como los caballos. Sin embargo, cuando los hombrecillos iniciaron otra inspirada versión de la canción marinera, el barón y sus nombres rieron complacidos. Tras unos momentos de algazara general y palmadas en la espalda, la columna reanudó la marcha.

La caminata se alargó varias horas. Tas, Gisella y Woodrow desmontaron y anduvieron a pie como deferencia a sus anfitriones. El joven tomó por las riendas a los dos caballos y se situó en la retaguardia del grupo. El terreno ascendió de forma gradual conforme el camino se adentraba serpenteante en las estribaciones de la encumbrada cadena montañosa. Tas, que sentía que aquella jornada se había comportado con mucha paciencia, articuló por fin la pregunta a la que había dado vueltas todo el día.

—¿Falta mucho para llegar a la aldea? Todo cuanto hemos comido hoy ha sido unas pocas frambuesas.

El enano que iba delante de Tas gruñó con afable comprensión.

—Un buen trecho. La aldea se encuentra al otro lado de ese contrafuerte, en el siguiente collado.

El kender contempló boquiabierto el enorme espolón.

—¿Cruzamos por ahí? ¡Ésos peñascos son tan grandes como castillos! ¡Nos llevará horas!

—Los cruzaremos, no temas —respondió el enano, sin perder el vivo paso de sus compañeros.

—Un amigo mío, Flint Fireforge (que es también un enano), me dijo en cierta ocasión que más valía pensar en lo que había al otro lado de la colina que en el modo de cruzarla —musitó Tas—. Ésa máxima es muy apropiada en este caso. No es corriente que los dichos se apliquen de un modo tan adecuado.

—Tu amigo es muy astuto —dijo su interlocutor.

El enano que caminaba detrás del kender se sonó la nariz de forma ruidosa antes de intervenir en la conversación.

—¿He oído bien? ¿Has dicho que eres amigo de Flint Fireforge?

—Así es. Estuve con él hace unos días, en Solace. Aunque tengo la impresión de que ha pasado mucho más tiempo. ¡Eh! ¿Lo conoces también?

—No, no. Pero todos hemos oído hablar de él; si es que es el nieto de Reghar Fireforge, claro está. El padre del barón, Krakold I, conoció a Reghar en la Guerra de Dwarfgate. Por supuesto, Krakold era un muchacho por entonces; aún vive. Es muy anciano, pero es uno de los pocos que sobrevivió a la explosión mágica que zanjó la Guerra de Dwarfgate. Oh, sí, él se encontraba allí el día que Reghar Fireforge murió. Nuestra gente todavía lo venera. Nosotros no olvidamos a nuestros héroes.

—¡Guau! —exclamó Tas, mientras apuraba el paso para mantener la marcha de los enanos—. Si Krakold estuvo presente en la última batalla de la Guerra de Dwarfgate, ha de tener más de cuatrocientos años. ¿No es una edad muy avanzada incluso para un enano?

—Lo es; y más si se tomó parte en aquella guerra. Dudo mucho de que queden más de una docena de supervivientes —respondió el enano, sonándose otra vez—. Mi abuelo y mi tío-abuelo perecieron allí —agregó ufano, e hinchó el pecho con orgullo.

—¡Guau! —repitió asombrado el kender—. ¡Qué estupendo saber adónde fueron y lo que hicieron tus antepasados! Por regla general, sé dónde estoy yo, pero no tengo ni idea de lo que hace o por dónde anda mi familia, a menos que me encuentre con ellos. Salvo mi tío Saltatrampas. Está en Kendermore, encarcelado. Hacia allí nos dirigimos, para liberarlo. Por cierto, me llamo Tasslehoff Burrfoot. ¿Cuál es tu nombre?

—Mettew Ironsplitter, hijo de Rothew Ironsplitter. Mi padre fue el ingeniero que diseñó la puerta principal de Rosloviggen.

El enano alzó la cabeza con el fin de que lo oyeran los que encabezaban la marcha.

—¡Disculpe, excelencia! Charlando con este kender, me he enterado de algo sorprendente. Éste tal Burrfoot dice que es amigo personal de Flint Fireforge, nieto de Reghar Fireforge.

Todos los componentes del grupo se detuvieron de forma abrupta y se quedaron en completo silencio. Los ojos convergieron en el barón, quien se abrió paso entre sus hombres y se dirigió hacia Tas.

—¿Es cierto lo que ha dicho Mettew? —inquirió.

—Claro que sí. Somos buenos amigos. Estuve con Flint hace tan sólo unos cuantos días. Es un tanto brusco y gruñón, pero, a decir verdad, lo echo de menos.

—Bueno, muchacho, ¿por qué no mencionaste en el primer momento que eras amigo de los Fireforge? —tronó el barón—. ¡Ésas cosas no se deben guardar para uno! Ahora eres bienvenido por partida doble. Os hospedaréis en mi casa. Os diré que habéis llegado en el mejor momento. ¡Nuestras Fiestas de Octubre se inician mañana!

El enano se volvió hacia sus compañeros para hacer el siguiente comentario.

—Y serán sonadas esta vez, ¿verdad?

El séquito respondió con risas alegres y cabeceos de asentimiento.

—¡Las Fiestas de Octubre! —exclamó sonriente Gisella, al tiempo que palmoteaba de contenta—. ¡Me había olvidado por completo de esa tradición otoñal! ¡Casi no lo creo!

Woodrow se acercó a Tasslehoff y le susurró al oído:

—¿Qué son las Fiestas de Octubre?

—No lo sé —respondió el kender con el mismo tono quedo—. Pero a juzgar por sus reacciones, será algo emocionante.

* * *

Al aproximarse a la cadena montañosa, la expresión de Woodrow se tornó más perpleja.

—¿No nos dirigimos hacia un callejón sin salida? —susurró una vez más al kender—. Mettew afirmó que cruzaríamos este farallón, pero nos encaminamos justo a la parte más escarpada.

—Ya lo he advertido —asintió Tas—. Pero presumo que saben lo que hacen. Tal vez utilicen cuerdas y poleas para subir el risco.

—Preferiría no involucrarme más con cuerdas y poleas durante una temporada —gimió el joven.

En aquel momento, el grupo se detuvo. Tas echó una rápida ojeada en derredor y constató que se habían metido en lo que parecía un pasaje cerrado. Al frente, una pared escarpada se alzaba veinte metros sobre sus cabezas, flanqueada a derecha e izquierda por muros empinados, jalonados de maleza. Al pie del risco había montones de arbustos y rocas sueltas que se habían precipitado en apariencia desde la cumbre.

Los enanos se pusieron a trabajar. Con movimientos rápidos, apartaron algunos de los montones de matojos caídos en la base; al hacerlo, dejaron al descubierto una enorme cara tallada con tosquedad en la roca; tenía la boca abierta y mostraba los dientes. Mettew rebuscó en el interior de su mochila, de la que sacó la llave de hierro más grande que Tas había visto en su vida.

—Pesa por lo menos diez kilos —exclamó en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular.

—Once ochocientos, casi doce —corrigió Mettew—. No es mucho para una llave enanil. Si vieras algunas de las grandes, las que usamos para las puertas más importantes…

El kender emitió un suave silbido. El enano introdujo la llave entre dos de los dientes del rostro pétreo, la asió con ambas manos y la hizo girar. Se alzó una bocanada de polvo y se percibió una corriente de aire: entonces, apareció una grieta. Al halar Mettew hacia sí, la hendidura se ensanchó y otros dos enanos cogieron los bordes y tiraron de los mismos. La cara tallada se abrió de par en par, y apareció un oscuro túnel que se internaba en el risco.

Los componentes del grupo entraron uno tras otro por la abertura. El interior del túnel era frío y en él reinaba un gran silencio, pero no había humedad. Mettew insertó la llave en la parte posterior de la cara y los otros enanos lo ayudaron a cerrar la puerta. Tras dar una última vuelta a la llave, Mettew la extrajo del orificio y se la guardó en el macuto.

El pasadizo estaba oscuro como boca de lobo. Los enanos aguardaron un momento a que su aguda visión se ajustara a las tinieblas.

—¡Adelante! —gritó entonces el barón y la fila se puso en movimiento.

—¡Aguardad! —exclamó Woodrow en tanto se detenía de improviso.

Tas, que iba tras él, chocó contra su espalda y dejó caer la jupak.

—Ni el kender ni yo vemos en esta oscuridad. ¿Os importaría encender alguna luz?

—Lo siento —se disculpó Mettew, mientras se agachaba para recoger la jupak caída—. No portamos antorchas; no las necesitamos. Poned la mano sobre el hombro del enano que os preceda y no tendréis mayores dificultades para caminar. El suelo es bastante regular.

Gisella, a pesar de ver a la perfección, aprovechó la oportunidad para apoyar las manos en la rotunda cintura de dos de los enanos, quienes se manifestaron encantados de prestarle tal servicio.

Tasslehoff y Woodrow avanzaban a trompicones y, al cabo de un rato, la fila se detuvo de repente. El kender escuchó un sonoro chasquido y un momento después la luz entraba a raudales en el túnel; los ojos le escocieron y lagrimearon al salir a la claridad a través de otra cara tallada en piedra.

—Ahí está —anunció Mettew con orgullo, al tiempo que trazaba un arco con el brazo—. Rosloviggen. La villa más hermosa del reino.

Woodrow silbó entre dientes. Resguardado en lo más profundo de un valle flanqueado por dos escarpadas montañas, se alzaba un heterogéneo conjunto de tejados picudos, angulares, o sin caída, jardines diminutos vallados, arcos de piedra, columnatas, monolitos, y tortuosas callejas empedradas. Era una villa limpia, sin rastro de suciedad, con edificios rectos como flechas.

—No se parece en absoluto a ninguna de las ciudades enaniles en las que he vivido —declaró Gisella mientras miraba asombrada en derredor—. ¿Dónde está el techo?

—Rosloviggen es una excepción que se sale de las normas enaniles —convino el barón—. Mis antepasados fundaron el pueblo a causa de las ricas minas existentes en las montañas que lo rodean. El valle es tan profundo y resguardado que nos proporciona la misma comodidad y seguridad de un asentamiento bajo tierra, que tanto nos gusta a los enanos, con las ventajas que conlleva el vivir en la superficie, como por ejemplo la luz solar necesaria para las plantas.

El grupo se encaminó al valle y los enanos atacaron una briosa marcha guerrera de su raza. Los gullys los secundaron con su habitual estilo berreante, aunque, por fortuna, las poderosas voces de los enanos amortiguaron el vociferante desaguisado.

·

· Bajo las montañas, del hacha la esencia

· brota de las cenizas, del alma, de un fuego apagado.

· Templado su astil, anuncia su presencia,

· pues las montañas el hálito de la guerra han fraguado.

· El corazón del soldado

· domina y anima la acción.

· Vuelve glorioso,

· o sobre el blasón.

·

· Salidas de las cuevas, al surcar el aire en una pirueta,

· las hachas sueñan, sueñan con la roca,

· con metal vivo que nació de una generosa veta.

· Metal y piedra, piedra y metal, cual lengua y boca.

· El corazón del soldado

· anhela, desea la acción.

· Vuelve glorioso,

· o sobre el blasón.

·

· El rojo del hierro, sangre vengadora de lo inmundo,

· el verde del bronce, el cobre siempre fiel,

· creados en el fuego de la fragua del mundo,

· consumen la injusticia al hender la piel.

· El corazón del soldado

· descansa, completa la acción.

· Vuelve glorioso,

· o sobre el blasón.

·

El grupo, dispar y variopinto, cruzó las macizas puertas de Rosloviggen al atardecer. La luz del ocaso teñía las pétreas murallas con brillantes tintes anaranjados y los picos montañosos trazaban largas sombras púrpuras sobre el suelo del valle. La marcha de guerra de los enanos se entremezcló con los cantos de los faroleros, las voces de las amas de casa que llamaban a los suyos para la cena, y el bullicio de cientos de enanos en su regreso al hogar tras una jornada de trabajo en las minas, en los talleres de tallado de gemas, en las joyerías… aparte de los sastres, los tejedores, los alfareros, los fabricantes de velas y un sinfín de otros artesanos, obreros y artífices que conforman una población. Tasslehoff estaba encantado; Woodrow y los gullys, impresionados.

—¿Cómo tanta gente estar en un sitio sin pelear?

La pregunta, formulada en voz alta por Fondu, propició un acalorado debate entre sus compañeros.

Aunque el pueblo le resultaba poco familiar a Gisella, sus sonidos casi la hicieron sentirse como en casa. Por todas partes se advertían indicios del festival de la cosecha otoñal conocido por Fiestas de Octubre, durante el cual se realizaban transacciones y ventas de mercancías, y abundaba la comida y la bebida. Las casas se habían remozado con pinturas de vivos colores, habían renovado los tablones de los tejados y los techados de paja, los parterres estaban repletos de capullos en plena floración y en las puertas se habían apilado la recolección de cereales, patatas, calabazas y cítricos. Se habían instalado bancos en todas las plazas y amontonado barriles de cerveza, hasta diez en algunos sitios, a la espera del inicio de las celebraciones.

Woodrow todavía llevaba las riendas de los caballos, que cargaban sobre los lomos las escasas posesiones que Gisella había salvado del naufragio, cuando el grupo desembocó en una amplia plaza. Los enanos de la villa se afanaban en preparar mesas y tenderetes.

—Como veis, las Fiestas de Octubre de Rosloviggen serán espléndidas —declaró el barón con orgullo.

—Desde luego, esos obreros ya están divirtiéndose —comentó Woodrow y señaló a un equipo de enanos que peleaban a brazo partido con una de las vigas de carga de un tenderete. Mientras dos de ellos trataban de levantarla con la ayuda de una cuerda que pasaba por encima de la gruesa rama de un árbol, el resto se limitaba a gritar y a dar instrucciones.

—¡Trabajo de polea! ¡Trabajo de polea! —gritaron entusiasmados los gullys.

El pesado madero se balanceó, trazó un amplio semicírculo, y estuvo a punto de aplastar a varios enanos, quienes se echaron de cabeza al suelo para evitar la colisión, en tanto el resto de sus compañeros trataban desesperados de controlar el movimiento de la maciza viga. Jadeantes y agotados, lograron al fin situar al rebelde madero entre otros cuatro soportes de carga ya colocados. Los trabajadores soltaron un suspiro de alivio general en tanto se enjugaban las frentes sudorosas.

Pero no todos estaban pendientes de ellos. Los ojos de Gisella no se apartaban de los torsos desnudos de dos enanos jóvenes que se habían quitado la camisa mientras trabajaban afanosos en el ensamblaje de una plataforma de madera para la banda de música. La mujer reflexionó que, además de los obvios alicientes, el festival le proporcionaría la ocasión de reemplazar la mercancía que había perdido.

—Insisto en que aceptéis la hospitalidad de mi hogar —repitió el barón con voz tonante—. Está cerca y, a mi entender, si nos ofrecéis el relato de vuestras aventuras en tanto damos cuenta de un buen trozo de sabrosa vaca, calabaza untada con mantequilla, y manzanas asadas, os habréis ganado con creces el descanso en una tibia cama de plumas.

Aquello parecía más una orden que un comentario y a Gisella le gustaban los hombres enérgicos y autoritarios.

—Gracias, eres muy amable. Por cierto, ¿existe una baronesa de Krakold? —inquirió sin ambages.

—Eh… sí, así es —respondió él, y parpadeó nervioso ante su franqueza.

Gisella le guiñó un ojo, turbada por un instante. Se atusó el revuelto cabello y manoseó su ropa en un vano intento de mejorar su aspecto, pero sus manipulaciones no lograron borrar las huellas que dejara en ella el reciente naufragio.

—Bueno, en realidad, tampoco es algo que importe mucho —dijo la pelirroja enana después de enlazar su brazo al del barón Krakold.

El hombre, tras palmear su mano con gesto paternal, apartó el brazo de mala gana.

—¡A mi esposa sí! —comentó entre risas.

Gisella torció el gesto, enfurruñada.

—¡Vamos, vamos, anima el gesto! —dijo el barón—. No es frecuente que nos visiten personajes tan excepcionales en Rosloviggen. Ansiamos escuchar cómo llegasteis a nuestras tierras.

—Te lo contaré —ofreció Tasslehoff—. Verás, me encontraba en la posada de El Último Hogar, y…

—El barón se refería a mí, y quería decir más tarde —interrumpió irritada la enana.

El semblante del kender se ensombreció.

—No recuerdo que fuera tan explícito —rebatió—. Soy tan excepcional como tú, Gisella, y también he realizado algunas cosas interesantes.

—Apuesto a que sí —intervino apaciguador el barón—. Me encantará escuchar tu relato después de que hayamos descansado. El viaje hasta la costa me ha agotado más de lo que imaginé.

—¡Mirad eso! —exclamó Tasslehoff.

Lo que le había llamado la atención era una gran plataforma circular cubierta con un techo redondo y puntiagudo, repleta de una variopinta colección de animales salvajes tallados en madera. Cada uno de ellos estaba montado en un barrote que iba desde la plataforma hasta el techo. Tas identificó un grifo, un dragón, un unicornio, un caballo con cola de pez, y un enorme lobo con cabeza de hombre. Con los ojos como platos, el kender se desplazó de una figura a otra, y en cada ocasión llegó a la conclusión de que la última era aún más hermosa que la anterior: acarició las melenas, se asomó a las fauces, contó garras, ojos, y, en algunos de los casos, cabezas.

—A mí también me interesa sobremanera ese artilugio —dijo el barón, en tanto se frotaba la cuadrada mandíbula con aire pensativo—. Me dijeron que se llama «carrusel» y se construyó de manera particular para las Fiestas de Octubre. Su creador es un gnomo, otro visitante poco corriente.

—¿Y para qué sirve? —se interesó el kender.

—No estoy muy seguro —admitió el barón—. Creo que la gente se monta en las figuras.

En su rostro curtido se pintó una expresión de fatiga.

—Mañana lo veremos funcionar —agregó—. Ahora iremos a mi casa, cenaremos, y descansaremos para estar en forma durante los festejos.

Y con esto, el barón Krakold dio la orden de que el grupo se pusiera en movimiento. Tasslehoff los siguió de mala gana; Woodrow lo hizo en silencio. Gisella iba detrás, sumida en profundas reflexiones. Aquélla era una oportunidad de oro y tenía que aprovecharla al máximo. Los gullys fueron tras sus pasos; tropezaban con los cordones de sus zapatos, desmañados como siempre, pero también como siempre eran fieles a su ídolo.

Vagaron durante tanto tiempo por las estrechas e inmaculadas calles de Rosloviggen que Tas llegó a la conclusión de que habían recorrido hasta el último callejón de la villa; estaba a punto de comentar que debían de haberse perdido, cuando desembocaron en un amplio espacio abierto en el que se levantaba una sola vivienda flanqueada por varias dependencias y cobertizos.

El jardín de adelante de la casa, como todos los de Rosloviggen, estaba formado por pulcros y cuidados parterres de pequeños arbustos florales y árboles de copas perfectamente moldeadas. En el centro, había una fuente circular rodeada de pesados bancos de piedra.

La planta baja de la vivienda estaba construida con enormes bloques de granito, pulido con el fin de resaltar los colores naturales de la piedra. Por el contrario, para los pisos superiores se habían utilizado los característicos ladrillos rojos enaniles. Los aleros angulares encalados presentaban diferentes formas y tamaños, y sobresalían del tejado. En total eran cinco plantas, a pesar de que el edificio tenía la misma altura que el de una vivienda humana de tres pisos. Los últimos rayos del sol poniente arrancaban destellos de los cristales multicolores que cerraban las ventanas, en lugar de los habituales pergaminos untados con aceite. Cada alféizar estaba adornado con jardineras que contenían geranios de diferentes colores. Unas sirvientas, que llevaban delantales blancos, cerraban los postigos de la primera planta.

El barón irguió la cabeza y puso los brazos en jarra.

—Éste es mi hogar —anunció con sencillez.

Luego, con un ademán, invitó a sus huéspedes a que entraran al jardín y los recibió con un «bienvenidos» y una ligera inclinación de cabeza. Una súbita expresión de sorpresa se reflejó en su semblante.

—Vuestros desarrapados amigos se han marchado.

Woodrow y Tas, absortos hasta el momento en la contemplación de la casa, se dieron la vuelta y descubrieron que los gullys no los acompañaban. En honor a la verdad, aquella desaparición no afligió a nadie; y mucho menos al barón, aunque por el trato que había dado a los Aghar, carente de prejuicios, era un caso insólito entre los enanos. No obstante, no estaba muy seguro de que le gustara la idea de que vagaran por la villa, a pesar de que eso era mejor que se alojaran en su casa.

—No tiene importancia —dijo Gisella—. Aparecerán en cualquier momento. O no; quién sabe.

Woodrow, pendiente una vez más de la casa, no salía de su asombro.

—No tenía idea de que se pudieran hacer edificios de esta altura. Me sorprendieron las casas arbóreas de Solace, pero esto… ¿Es la magia lo que la sostiene?

—No —negó el barón entre risas—. Sólo es piedra, ladrillo y maderas. Aunque, por supuesto, fue construida por enanos.

No se percibió el menor asomo de arrogancia en su voz al hacer el comentario.

—Si recogéis vuestras cosas de los caballos, alguien de mi séquito se encargará de llevarlos a la cuadra para que pasen la noche —sugirió, en tanto se encaminaba hacia la puerta.

Woodrow se apresuró a tomar los dos bultos cargados en los animales; uno que contenía las ropas de Gisella que no se habían perdido en el accidentado viaje, y el otro con las suyas propias y objetos personales de Tasslehoff. Algunos de los hombres del barón condujeron entonces a los caballos hacia la parte posterior del edificio.

—Señorita Hornslager… —dijo el joven, mientras le cedía el paso con un gesto.

—Muchas gracias —respondió Gisella, y dedicó un remilgado parpadeo al barón mientras cruzaba la puerta principal con deliberada lentitud.

Ya adentro, el barón Krakold ordenó a sus sirvientes que guiaran a los tres fatigados huéspedes hasta sus aposentos en el tercer piso.

—Cenaremos dentro de una hora —anunció el dueño de la casa, tras lo cual desapareció por una puerta situada bajo la curvada escalera circular.

—¡Vaya, es como estar en casa! —susurró Tas, en tanto subía los peldaños tras un adusto sirviente, quien arqueó las cejas en un gesto interrogante.

—Las puertas y los picaportes están a la altura adecuada —le explicó el kender, al tiempo que se detenía para rozar con el dedo la intrincada talla de una rosa del pasamanos—. Es muy bonita, pero mi amigo Flint le habría añadido más pétalos; es mucho mejor tallista. En las rosas que él hace, da la impresión de que se pueden ver incluso gotitas de agua.

—¡Chitón! —siseó Gisella, temerosa de que el barón hubiese escuchado la crítica de Tas.

Al final del segundo tramo de escalones, el criado de librea los condujo a un corredor largo, flanqueado por puertas. Comenzó por la primera a la derecha, y destinó las habitaciones para Gisella, para Tasslehoff y para Woodrow.

—Serás responsable de la vigilancia de Burrfoot mientras nos alberguemos en esta casa, Woodrow —advirtió la enana antes de desaparecer tras la puerta.

—Sí, señora. No se preocupe.

Pero, tanto el joven humano como el kender, pasaron al olvido cuando los agudos ojos de Gisella se posaron en la bañera de cobre situada en el centro del cuarto. Dos doncellas, ataviadas con uniformes de muselina gris, echaban agua de un enorme balde de madera en la impoluta bañera. Un ronroneo de satisfacción escapó de entre los labios de Gisella, quien se adentró en la habitación despojándose por el camino de las ropas sucias.

Tasslehoff, entretanto, exploraba habitación tras habitación. Había entrado ya en la tercera del tercer piso y se preguntaba si cambiar de planta para hacer su exploración más variada y amena, cuando una mano lo agarró con fuerza por el hombro. Sus ojos se encontraron con el pelo pajizo del joven humano. El enojo agolpó la sangre en las mejillas del kender.

—No te acerques de un modo tan furtivo, Woodrow. ¡Podrías asustarme!

—Y tú, podrías permanecer en tu cuarto —replicó impasible el joven—. Sabes que soy el responsable de tus actos. ¿Cómo cumpliré mi cometido si vas de un lado para otro? Creí que éramos amigos.

—Y lo somos —dijo Tas con tono paciente—. Pero me aburría tanto en mi habitación…

—¡Pero si no llevamos aquí ni diez minutos!

Woodrow recorrió con la mirada la estancia en donde había encontrado al kender.

—Ésta es igual a la tuya… todas lo son, en realidad —comentó, tras el somero examen.

—Bueno, no tengo la culpa de que se parezcan. Los enanos son muy poco imaginativos —dijo malhumorado Tas, al tiempo que abría un cajón del tocador para confirmar sus palabras—. ¿Ves? Está vacío, como todo lo demás.

Luego, extendió los brazos para mostrarle su nuevo atavío.

—Encontré estas ropas sobre la cama de mi cuarto.

La túnica es un poco grande para mí; claro que, también los enanos lo son, sobre todo a lo ancho. No me encuentro cómodo con pantalones —dijo, mientras tiraba de la prenda—, pero mis calzas estaban tan sucias que desprendían nubes de polvo cada vez que daba un paso. Las lavé en la palangana y las puse a secar. Lo que me gusta de los pantalones son sus bolsillos, tan espaciosos —añadió, al tiempo que metía dentro las manos para demostrar su aserto.

Las finas cejas del kender se arquearon en un súbito gesto de sorpresa y acto seguido extrajo un candelabro de plata, un jarrón de fino cristal, una pastilla de jabón, y un cepillo para el cabello hecho de cerdas de jabalí.

—El que usó estos pantalones llevaba un montón de cosas en los bolsillos —dijo con absoluta seriedad.

Al examinar los objetos con más detenimiento, su expresión se tornó suspicaz.

—He visto utensilios exactamente iguales a estos en las habitaciones que he visitado… El barón Krakold debería ser más selectivo con la gente que invita a su casa. Alguien podría haberse llevado todo esto si no me hubiese puesto los pantalones. Lo guardaré a buen recaudo hasta que se lo diga al barón.

Y, sin más, metió todo en los bolsillos y se encaminó hacia la puerta.

—Quizá sería mejor que dejaras todas esas cosas aquí, no vaya a ser que el barón imagine que las cogiste tú —sugirió Woodrow—. Después de todo, acaba de conocerte.

Las cejas del kender se arquearon una vez más.

—Sí, supongo que tienes razón.

Casi de mala gana, Tas sacó las cosas de los bolsillos; sus dedos se demoraron unos segundos al tocar el brillante jarrón antes de dejarlo junto a los demás objetos sobre una mesita cercana a la puerta.

Con un profundo suspiro de alivio, Woodrow salió del cuarto y se dirigió a la escalera. También él había encontrado en su dormitorio una túnica blanca y limpia, las mangas un tanto cortas (debían haberla confeccionado para un enano de una estatura excepcional), así como un par de calzas negras, también algo cortas.

Encontraron al barón al pie de la escalera. Se había vestido de etiqueta para la cena con una rígida túnica azul, un fajín rojo, y unas calzas también rojas, todo ello profusamente adornado con ribetes amarillos y galones dorados.

Poco después apareció Gisella en lo alto de la escalera, quien hizo una momentánea y deliberada pausa antes de descender los peldaños entre un remolino vaporoso de faldas. La exuberante melena pelirroja le caía en cascada por la espalda y sus mejillas aparecían algo arreboladas. El corpiño del vestido, color azul zafiro, era en exceso escotado, y ella era muy consciente de tal circunstancia.

Los presentes aún contemplaban embobados su entrada en escena, cuando la enana se arrojó en los brazos del pasmado barón, lo abrazó y apretó la ruborizada y barbuda faz contra sus amplios senos. Luego le hizo levantar la cabeza y le estampó un beso en los labios.

—Jovencita, yo… —bramó el barón.

—¡Gracias! ¡Eres un hombre maravilloso! —dijo con voz arrullante, en tanto él se apartaba farfullando entre dientes y carraspeando—. ¡El baño fue una verdadera delicia! ¿Cómo sabías que es mi mayor debilidad?

Al advertir que su anfitrión se limpiaba el carmín dejado con su beso, se adelantó y con un pañuelo de seda que humedeció con saliva comenzó a frotarle los labios.

—¡Oh, qué traviesa e impulsiva soy! ¡Me detesto, de veras! —exclamó con un mohín de fingido disgusto.

Un sonoro carraspeo procedente de la base de la escalera puso fin de forma abrupta a la representación de Gisella. Todos se dieron media vuelta; el barón soltó un respingo y se le demudó el semblante. Apartó con gesto brusco las manos de Gisella y se acercó presuroso a una rotunda, achaparrada, barbuda y taciturna enana que lucía un austero vestido pardo de cuello alto.

—¡Hortensia, querida mía! —dijo el barón con voz estridente—. ¡Me alegro de que estés aquí!

El hombre trató de asirla por el codo, pero ella lo mantuvo prieto contra el costado y, con el ceño fruncido, miró a Gisella de arriba abajo.

—Sí, ya veo que te alegras —remarcó con intención.

—Te presentaré a nuestros invitados —dijo él con exagerado entusiasmo—. Amigos, ésta es mi esposa, la baronesa Hortensia Krakold.

Iba a presentarle a Woodrow, pero el kender se adelantó un paso y se interpuso entre ellos.

—Tasslehoff Burrfoot, a su servicio —dijo, en tanto le tendía la pequeña mano—. Su casa es muy bonita, aunque mejoraría mucho si le quitaran algunas paredes. ¿Ha pasado alguna vez por Kendermore? Por cierto, alguien ha estado… ¡ay! ¿Qué te ocurre, Woodrow? ¡Vale, vale, te presentaré! —con el ceño fruncido, Tas se volvió hacia la baronesa—. Éste es mi buen amigo, Woodrow… Lo siento, pero no sé tu apellido.

—Ath-Banard —farfulló el joven y alargó con gesto tímido la mano, pero la baronesa no le hizo caso.

Gisella, que estaba tras ellos, carraspeó y los empujó para abrirse paso.

—Oh, sí, ella es… —comenzó Tas.

—Soy Gisella Hornslager —se presentó a sí misma, con la vista clavada en la baronesa.

Sólo había dos cosas que le gustaban más que una pugna de ingenio y voluntad: ganar dinero y un buen revolcón en el heno. Puesto que los negocios caían en picado por la cloaca y el apetecible barón había resultado ser un pusilánime calzonazos, canalizaría toda su energía en mantener una buena pelea de gatas con la baronesa. Era evidente que la matrona fea y vieja, de cara avinagrada, era quien llevaba los pantalones en la casa, se dijo Gisella. Frotándose las manos con regocijo, permaneció rezagada tras el grupo cuando todos siguieron al barón al comedor.

La velada transcurrió en un ambiente bastante tenso que incomodó a todos los comensales, salvo a Gisella. Las dos mujeres no cesaron de lanzarse dardos en la mesa del comedor, en la mesa de juego, y, por último, en la sala de estar. El barón se removía como si tuviera azogue en el cuerpo.

—¿Me dirá en qué tienda compra sus vestidos, baronesa? —dijo efusiva Gisella, mientras se metía en la boca un trozo de tarta de fresas. Luego, agregó con una sonrisa—: ¡Es tan molesto que los hombres te lancen siempre miradas lascivas! De cualquier modo, imagino que con vestidos sosos, de colores pardos y con cuellos altos como los suyos, lo evitaría, aunque estoy segura de que ni aun así pasarían desapercibidos mis notorios atributos.

La baronesa frunció los labios e hizo sonar una campanilla para que acudiera un sirviente.

—Traed más tarta de fresas para nuestros invitados —ordenó al estirado mayordomo. Luego, se volvió hacia Gisella—. Ya que hablamos de fresas, ¿se tiñe el pelo con ese color tan poco corriente para taparse las canas o simplemente para llamar la atención?

Tasslehoff, impaciente y aburrido de escuchar aquel tira y afloja, trató en diferentes ocasiones de variar el rumbo de la conversación sin ningún resultado. No entendía a estas dos mujeres. Se sonreían y se trataban con cortesía, pero tenía la impresión de que en el fondo no sentían mucho aprecio la una por la otra. Cuando por fin el barón sugirió que deberían retirarse a descansar, descubrieron que el kender se había quedado dormido frente a la chimenea.