8

Wilbur Froghair salió a la empedrada calle desierta en la que se encontraba su tienda de comestibles. Acababa de amanecer y preparó las mercancías en previsión de las aglomeraciones de primera hora de la mañana. Colocó las zanahorias y las cebollas en las cajas de madera. Se aprestaba a dar la vuelta a los tomates, comprados dos días antes, a fin de ocultar las marcas de la incipiente descomposición, cuando descubrió el cuerpo desplomado sobre el banco situado frente a la mercería vecina.

Primero, se interesó por el estado de salud del humano. Colocó con delicadeza su pequeña mano junto a la nariz del hombre de mediana edad, y suspiró aliviado al comprobar que la respiración era profunda y acompasada. El aspecto del sujeto era el de haber pasado una mala noche. Se tocaba con un sombrero demasiado pequeño para su cabeza calva, todos los bolsillos aparecían dados la vuelta, una rodillera de los pantalones estaba desgarrada y tenía el rostro cubierto por una capa de polvo y suciedad. Pero, lo que después vio el kender, incrementó de manera notable su curiosidad.

El pie derecho del hombre, calzado con una impecable bota de cuero, descansaba con negligencia sobre un charco.

—Debería ser más cuidadoso con sus posesiones —gruñó Wilbur—. Ésa preciosa bota se empapará y luego la piel se arrugará como una ciruela pasa. En verdad, no me quedaré sentado sin hacer nada para evitarlo.

Mientras hablaba, el kender se movió en silencio, alzó con cautela la pantorrilla del hombre y le sacó con delicadeza la bota del pie.

—La guardaré en mi tienda, seca y en perfectas condiciones —susurró Wilbur para sí, satisfecho por su buena acción.

De hecho, era una bota tan bonita que llegó a la conclusión que merecía la pena guardarla a buen recaudo en la enorme caja de latón, cerrada con llave, que escondía bajo el mostrador de la tienda. Estaba a punto de coger la otra bota —sólo para no desemparejarlas, se entiende—, cuando el hombre se removió entre sueños. Wilbur se alejó de puntillas y entró en su tienda, con su trofeo asido en la mano.

Phineas Curick se despertó a medias, con frío en un pie. Ignoró la incómoda sensación porque no deseaba despertar. Estaba convencido de que, recobrada por completo la consciencia, le dolería todo el cuerpo. Pero entonces cayó en la cuenta de que el frío del pie se debía a que estaba empapado y se despertó de golpe.

¡El hueso! Se había guardado otro hueso de la rata en una de las botas con el propósito de vendérselo a Saltatrampas a cambio del resto del mapa. Metió la mano en la bota izquierda y rebuscó desesperado; un suspiro de alivio escapó de sus labios. El fragmento óseo aún seguía allí.

Tras comprobar que esa desgracia no se había producido, Phineas descubrió consternado, mas no del todo sorprendido, que le faltaba la otra bota. Luego observó los bolsillos dados la vuelta, y recordó que el día anterior había gastado o perdido todo el dinero. Le dolía mucho la cabeza, como si alguien le hubiese atado en torno a las sienes una cinta demasiado prieta. Al llevarse la mano a la frente, se encontró con que, en efecto, eso era lo que había ocurrido. Su sombrero había desaparecido, reemplazado por una gorra pequeña de aspecto raído, con un agujero abierto en la parte superior, tal vez destinado a sacar por él un copete.

Kendermore era la clase de ciudad en la que una persona pasaba toda la vida —o un cierto número de años, como en el caso de Phineas—, sin salir del barrio en el que residía. Todo cuanto necesitaba, lo encontraba en la vecindad. Cuando el humano llegó a Kendermore, y de eso hacía varios años, había instalado su casa en el primer barrio que había pisado. Entretanto, Phineas había olvidado por completo lo confusa y enrevesada que era aquella ciudad.

Virtualmente, no existía una calle terminada, o que tan siquiera tuviera salida. Así, sin más, acababan donde los constructores se habían aburrido del trabajo o, lo que era más habitual, en un sitio en que a alguien se le había ocurrido levantar un edificio. La población era un laberinto de callejones sin salida que terminaban ante la pared de una casa y comenzaban de nuevo a partir del muro opuesto. A menudo, había que desviarse varios kilómetros para llegar a una calle que se encontraba a tiro de piedra del lugar del que se había salido… si hubiese estado a la vista, se entiende.

Kendermore contaba con un amplio programa de señalización de calles. En cada esquina había una placa que indicaba el nombre de la vía y el camino hacia numerosos lugares conocidos, tales como los hogares de las celebridades locales o plazas públicas. Éstas placas habrían resultado en verdad útiles de haberse actualizado de manera adecuada tras la construcción de nuevas vías o la implantación de edificios en las ya existentes. No era nada insólito ver un poste señalizador con dos flechas apuntando en direcciones opuestas a pesar de que en ambas se leía: «Al Palacio». En parte, el retraso en la actualización y falta de precisión de las placas era producto del proceso seguido por los empleados del ayuntamiento en la realización de esta tarea. El día anterior, Phineas había visto a un equipo de trabajadores kender sustituir la placa en una de las plazas.

El capataz, apartado del resto, con los brazos cruzados, impartía órdenes.

—Jessel, súbete a los hombros de Bildar. Giblart, tú sobre Jessel, Sterpwitz sobre Giblart, y, Leverton, tú arriba de todo.

El encargado ladeó la faz cubierta de finas arrugas y calculó la distancia. Satisfecho, asintió con un breve cabeceo.

—Sí, esa altura será suficiente.

Cual miembros de un grupo acrobático, los kenders conformaron una torre de cuerpos. Phineas sabía que los trabajadores disponían de escaleras, pero era evidente que preferían las pirámides vivientes. Con una destreza propia de unos artistas circenses, se encaramaron los unos sobre los otros hasta que alcanzaron la altura deseada y el llamado Leverton se encontró en la cúspide.

—¡Vaya! Olvidasteis el martillo —advirtió el capataz.

Los kender descendieron uno tras otro al suelo. Leverton tomó la herramienta que le tendía el encargado y una vez más recomenzó todo el proceso.

Al final del día, Phineas había pasado la noche en un banco situado frente a una mercería, tras una agotadora jornada de vagar sin pausa por seguir las indicaciones de una placa tras otra.

Ahora, tras mendigar una manzana a un amistoso frutero de la tienda vecina a la mercería, echó a andar renqueante calle abajo a causa de los tres centímetros de diferencia entre su pierna izquierda y la descalza derecha. Habría jurado que había pasado antes por aquel mismo lugar, ya que le parecía reconocer los establecimientos y hasta el pequeño parque situado al otro lado de la calle, pero lo cierto es que seguía una flecha que, se suponía, conducía al palacio.

De repente, a media manzana, divisó otra flecha que apuntaba a la acera opuesta y a una tienda de velas. Desconcertado, Phineas se quedó de pie, bajo el cartel del establecimiento, y sus ojos viajaron repetidas veces de la flecha indicadora al interior de la tienda abarrotado de velas. Con seguridad esto no era el palacio… ¿o sí?

La puerta se abrió de golpe y una mujer kender, con un delantal manchado de cera, salió al exterior. Tras colocar con el pie un ladrillo para que no se cerrara la puerta, se acercó al humano.

—A mi primer cliente de la mañana le hago siempre un precio especial en las velas de cera de abeja. Su precio normal es de una pieza de cobre por unidad, pero usted comprará tres por seis monedas. Tiene un aspecto horrible, señor —añadió en tanto miraba al humano con los ojos entrecerrados—. ¿Se ha dado cuenta de que le falta una bota? ¿Quiere hacer un trueque por la otra?

—Lo sé —respondió aturdido—. Pero no estoy interesado en cambiar la otra por velas, gracias. Sin embargo, sí me gustaría saber por qué la señal de ahí enfrente indica que éste es el camino a palacio.

—Porque lo es.

—¿Esto es el palacio? —barbotó Phineas un tanto incrédulo.

—No, esto es el camino a palacio —explicó la kender, con exagerada paciencia—. Es un atajo diurno que se utiliza cuando la tienda está abierta, claro. Si desea ir por el otro camino, tiene que regresar al ayuntamiento, girar a la izquierda, luego otros cinco o seis giros también a la izquierda, y después unos cuantos a la derecha. No le llevará más de medio día en llegar allí.

Una vez que dijo su discurso, la kender entró al establecimiento. Despejado de súbito, Phineas fue tras ella.

—En tal caso, utilizaré el atajo, gracias. ¿Por dónde es, por esa puerta? —inquirió, mientras señalaba un acceso de la parte trasera de la tienda.

—Sí, luego no tiene más que gatear por aquella ventana y se encontrará en la calle de la Mora… ¿o es la calle de la Fresa? Nunca me acuerdo. Siga adelante hasta llegar a la estatua de… bueno de alguien. O tal vez sea un árbol. Son cosas muy parecidas, ¿verdad? En cualquier caso, primero pase eso y luego tuerza a la derecha. Son diez piezas de cobre —añadió, y extendió la mano.

—¿Diez monedas? —gritó—. ¿Por permitirme gatear a través de su ventana y decirme que los árboles y las estatuas son semejantes?

—Hay un largo camino de regreso al ayuntamiento —sonrió la kender.

—El hecho es que no dispongo de dinero en este momento —informó abatido el hombre.

Ella bajó la vista.

—Como le decía, tiene una bota muy bonita.

—Sí, ya lo creo que sí —farfulló Phineas para sí, al tiempo que se descalzaba y se la entregaba a la kender, aunque antes se las arregló para escamotear el hueso de rata y guardarlo en el puño de la camisa—. Era parte de un par que hacía juego.

La mujer frotó la punta con aire reverente.

—Será un escondite perfecto para guardar mi dinero. Tome, aquí tiene también una vela —añadió generosa, y le entregó una de cera amarilla, llena de grumos.

Tal vez la utilice para tapones, pensó Phineas, mientras la cogía con gesto torpe. Tras darle las gracias, se dirigió a la ventana de la trastienda. Con la ayuda de un cajón, alcanzó el quicio y bajó de un salto al otro lado. Los guijarros puntiagudos se le clavaron en la tierna carne de las plantas de los pies al cruzar cojeando un solar cuajado de malas hierbas que desembocaba en una calle.

Aquélla vía, al menos durante una manzana, aparecía en efecto bajo el nombre de calle de la Mora, aunque a continuación cambiaba por el de bulevar de la Fresa. Los edificios se espaciaron de forma paulatina, lo que le indujo a pensar que se encontraba en los límites de la ciudad. Subido a un pedestal se alzaba un árbol. ¿O era una estatua? ¡Cielos, empezaba a pensar como un kender! Se adelantó unos pasos hacia el objeto y lo golpeó con los nudillos. Piedra. Era la estatua de un árbol. Rodeó el monumento y oteó la bifurcación que seguía por la derecha.

Allí, al final de la corta calle, surgió ante su perpleja mirada el escenario más extraordinario que contemplara en toda la ciudad y que no guardaba ninguna relación con el resto. Para empezar, el palacio estaba terminado por completo; al menos, visto desde donde se encontraba Phineas. En segundo lugar, no compartía la apariencia de «cajones y barriles machacados a gran escala» a la que eran tan aficionados los arquitectos kenders. Aun cuando el estilo de «barriles machacados» resultara interesante de contemplar, no era hermoso en absoluto.

Éste edificio, sin embargo, era bellísimo, en opinión de Phineas. Tenía una cierta semejanza con los de las ciudades humanas por las que había viajado y en las que había vivido, pero su estética era diferente, con un ligero aire exótico.

Delante de la escalinata frontal de la estructura, se extendía el refrescante reflejo de un estanque alargado, bordeado por un jardín donde las plantas habían sido moldeadas por unas manos expertas, los contornos podados en forma de animales tales como perros, gatos, caballos, e incluso míticos dragones. Las puntas de los arbustos adquirían un tono ocre que daba a los animales un aspecto peludo.

De forma inconsciente, Phineas corrió sobre los ásperos guijarros de la calle hasta detenerse al pie del estanque reluciente.

Sus ojos, abiertos de par en par, se alzaron hacia el palacio. Una cúpula central, de un finísimo mármol blanco, coronaba el cuerpo principal del edificio. En torno a la gran cúpula se alzaban infinidad de torretas, todas rematadas por minaretes abovedados en forma de cebolla. Cada nivel —y existían docenas de ellos de distintos tamaños— se sostenía en unos arcos de talla intrincada, cuya línea terminaba en una suave punta.

El conjunto en su totalidad daba una impresión tan consistente y de tan armoniosa simetría, que Phineas se preguntó si se encontraba realmente en Kendermore.

Entonces divisó a un anciano kender calzado con unas botas altas, manchadas de barro, y unas pequeñas tijeras podadoras sujetas al blanco cabello. El anciano empujaba una carretilla en dirección a un seto recortado en forma de oso. Al llegar junto a la figura, se detuvo.

Phineas, todavía enajenado por la contemplación del edificio que se alzaba frente a él, articuló entre tartamudeos.

—Disculpe. Éste… éste es el palacio, ¿verdad?

El kender soltó las asas de la carretilla y se volvió hacia el humano.

—Lo es, sí señor. No hay otro igual en Kendermore. A menos que usted sepa de otro, claro está —añadió, y estrechó los ojos.

—No. Jamás había visto algo así. Ni en Kendermore ni en ningún otro lugar —agregó, al advertir la mirada fija de su interlocutor.

—Es bueno saberlo —anunció el kender—. Me gusta estar al tanto de esas cosas. Que lo disfrute. Y procure no romper nada.

De inmediato, el anciano jardinero tomó las tijeras de su cabello y dio un par de cortes a la figura del oso. Tras un leve cabeceo de satisfacción, retornó las tijeras a su sitio, asió las asas de la carretilla, y reanudó su camino.

—¡Espere! —gritó Phineas—. ¿Me daría cierta información sobre este lugar? ¡He pasado dos días en su busca!

El anciano se detuvo una vez más y giró sobre sus talones.

—¿Dos días? —exclamó—. ¿Dónde empezó a buscarlo, en Silvanost? ¡Hay señales indicadoras por todas partes!

—Sí, ya lo sé —suspiró el humano—. Las he visto todas. Por desgracia, la única que me sirvió de algo fue una bastante atípica que me llevó a través de una tienda de velas.

—Ah, sí, cerca de la calle de la Baya de Saúco. Es un excelente atajo. Me gusta llegar allí temprano por la mañana para aprovechar la oferta especial al primer cliente.

En aquel momento descubrió un cardo asomando entre la hierba y se agachó para arrancarlo. Fue entonces cuando se fijó en los pies de Phineas.

—Oiga, ¿sabe que va descalzo?

—Sí, lo sé —dijo el hombre, mientras entrecerraba los ojos ya que el sol comenzaba a asomar tras la cúpula del palacio y lo cegaba—. ¿Es ésta la residencia del alcalde? Es grandiosa de verdad.

El kender negó con un gesto.

—No. El alcalde no vive aquí. Nadie habita en palacio, salvo algún prisionero de tanto en tanto.

—¡Por eso he venido! —exclamó Phineas.

—Oh, ¿se inscribirá como prisionero?

El humano, desconcertado por la pregunta del kender, se rascó la cabeza un momento. Al cabo, articuló una lacónica negativa.

—No.

Luego cojeó hasta un banco cercano y se sentó con pesadez sobre él. Descansó un momento bajo la curiosa mirada del kender.

—Me llamo Phineas Curick —comenzó—. Hace dos días que busco este palacio porque he de hablar con Saltatrampas Furrfoot, quien, según tengo entendido, está encarcelado aquí. Eso es todo. Ahora dígame, ¿quién es usted?

—Bigelow Revientaterrones, su más reciente amigo y conocido —dijo, y extendió una pequeña mano embarrada—. Soy el jardinero y el vigilante del palacio, el cuarto Revientaterrones que ostenta este cargo en el mismo número de generaciones Revientaterrones. Y, sí, en la actualidad tenemos albergado en palacio a un Saltatrampas. Creo que es aquél, el que se asoma por la ventana del segundo piso.

Phineas alzó la mirada y, en efecto, divisó a un kender en una ventana arqueada, al que reconoció como Saltatrampas Furrfoot; parecía que se limpiaba las uñas con una pequeña navaja. Phineas se quedó inmóvil unos segundos, sin comprender lo que ocurría. El humano había supuesto que el kender se hallaría encerrado en una celda o en otro lugar por el estilo, incómodo y desagradable. En cambio, allí estaba Saltatrampas, sonriente, sentado en el quicio de una ventana abierta del segundo piso de un palacio. Bigelow captó la desconcertada expresión del humano.

—Ah, sí señor, se pregunta por qué está instalado en el segundo piso —intervino; Phineas asintió en silencio—. Para desgracia del señor Furrfoot, la gran suite del tercer piso no estaba disponible porque se utiliza para los visitantes de sangre azul que llegan de Port Balifor. Con todo, la segunda planta es bastante confortable, en cuanto a opulencia y demás.

Los ojos de Phineas fueron de Saltatrampas al jardinero.

—¿Puedo hablar con un prisionero? —inquirió.

Bigelow lo miró de una forma rara.

—¡Por supuesto! Cruce esa puerta, suba las escaleras y búsquelo. ¿Cómo habláis con los prisioneros, vosotros, los humanos? Salude de mi parte al buen Saltatrampas. Un tipo muy agradable, ¡y tan despierto! He acabado de escardar los parterres aquí; por lo tanto, me marcho. ¡Hasta la vista!

En cuestión de segundos, la figura de Bigelow desapareció tras la deslumbrante luz dorada del amanecer, que se asomaba por la esquina del palacio.

—Adiós —respondió Phineas en un susurro.

El hombre se encaminó hacia la puerta indicada por el jardinero. Al pasar junto a los parterres, observó que casi todas las flores habían sido arrancadas de raíz mientras que las malas hierbas, que se hallaban entre los límites del parterre, crecían en abundancia y recibían un cuidado muy especial. Phineas jamás se acostumbraría a aquella peculiar técnica de jardinería kender.

Caminó a pasos rápidos por el lado derecho del refulgente estanque hasta las escaleras de acceso a la base de la cúpula central. Los peldaños, también de mármol, estaban fríos y constituyeron un bálsamo para sus pies lacerados.

Poco después había alcanzado el final del tramo de escaleras que terminaba en una plataforma. El acceso al palacio en sí se hallaba más arriba, tras otro corto trecho de escalones. Un pasaje abovedado, adornado con tallas ornamentales, y al menos con una altura de treinta hombres, desembocaba en otro casi la mitad de alto. No había puertas entre ellos, sino un arco descendente.

Phineas se encontró de pronto en el interior del elaborado palacio. Lo sorprendió que produjera la sensación de ser aun más grande que visto desde el exterior, a pesar de que el humano estaba seguro de contemplar tan sólo una parte del edificio. Lejos, allá arriba sobre su cabeza, la cúpula parecía un cristal con vistas a un estrellado cielo nocturno, quizá porque la habían pintado de negro con salpicaduras blancas en forma de estrellas, o tal vez por la ausencia de luz ya que las ventanas, amplias pero profundas, se abrían mucho más abajo. Sea como fuere, el efecto era el mismo: un ámbito de tranquilidad, quietud y frescura.

A cada lado de la cúpula, donde el techo perdía altura, se encontraban las dos escaleras que llevaban a los pisos superiores. Phineas subió por una de ellas, elegida al azar. El tacto del mármol era suave y fresco en la penumbra del palacio. El humano llegaba al primer rellano cuando escuchó el eco de una voz familiar que venía de más abajo.

—¡Holaaa! ¿Dónde va? No hay nadie ahí arriba a excepción de unos cuantos pedantes de Balifor; gente aburrida. No serán amigos suyos, ¿verdad?

Phineas se asomó por la barandilla y miró al pie de la escalera. Allí estaba Saltatrampas Furrfoot, todavía vestido con las polainas y la capa púrpura oscuro, aunque en esta ocasión la túnica era de color naranja y se tocaba con un sombrero amplio y sin ornamentos. El humano bajó los escalones a la carrera.

—¡Ah, eres tú! —exclamó el kender al ver el rostro de Phineas.

Tomó su mano y la sacudió con vigor.

—¡Me alegro de verte! Qué buen detalle de tu parte que vengas a visitarme.

—¿Me recuerdas? —se extrañó el humano.

La esperanza renació en su interior. Tal vez el obtener la otra mitad del mapa no resultaría tan difícil como había temido.

—¿Cómo olvidar a la persona que me salvó la vida? —dijo el kender con tono ofendido—. Ése hueso que me diste es maravilloso, quizás aun mejor que el precedente. La buena fortuna no ha dejado de acompañarme desde que está en mi poder.

«En cambio a mí me ha perseguido la mala suerte», pensó Phineas, aunque en voz alta dijo otra cosa.

—Ése es el motivo que me ha traído aquí, amigo Furrfoot.

Saltatrampas retrocedió, la desconfianza impresa en su semblante, los ojos desencajados.

—No habrás venido para que te lo devuelva, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no, Furrfoot! —le aseguró con voz melosa—. ¡Soy doctor, no lo olvides! Jamás haría peligrar la vida de mis pacientes, bajo ningún concepto.

—Bien, es un gran alivio oírte. No se puede ir por la vida jugando con los talismanes de las personas, ¿sabes? —lo reprendió el kender—. Quizá lo ignores, pero los amuletos han existido desde el principio de los tiempos… o al menos son tan antiguos como las mismas Torres de Alta Hechicería. Remontándonos a aquellas épocas, los poderosos magos eran capaces de otorgar a cualquier chatarra carente de valor ciertas aptitudes mágicas y, de forma ocasional, dotarlas con vibraciones positivas. Después las vendían a cualquiera que dispusiera del dinero suficiente para pagar su precio; con eso se ganaban la vida.

Saltatrampas acompañó sus explicaciones con los correspondientes gestos que remedaban las manipulaciones de los magos. Phineas no captaba la moraleja del relato.

—Si esos hechiceros eran tan poderosos, ¿por qué no conjuraban alimentos y todo cuanto necesitaban?

A ninguno de los kenders a quienes había contado esta historia se le había ocurrido hacer tal pregunta. Saltatrampas frunció el entrecejo con enojo.

—Es un relato y no tiene por qué ser lógico.

A pesar de su argumentación, el kender no desarrugó el entrecejo; uno de sus episodios favoritos entre las historias poco conocidas que contaba había sido puesto en entredicho.

Presintiendo que había metido la pata, Phineas se apresuró a remediar en lo posible su desliz.

—Sin duda tienes razón. En cualquier caso, no vine a palacio con intención de quitarte tu talismán, sino para incrementar su influjo benéfico.

Saltatrampas se volvió hacia él con una sonrisa y un destello de interés en sus almendrados ojos oliváceos.

Phineas sacó del puño de la camisa el fragmento de hueso, en tanto simulaba un gesto grandilocuente.

—Te ofrezco este fabuloso espécimen que se halló congelado y conservado en las gélidas costas al sur de la bahía del Muro de Hielo.

Con actitud reverente, el humano posó el hueso en la palma de la mano.

—Es un escasísimo sexto metatarso —¿el metatarso era un hueso o una pieza dental?, se preguntó inquieto—, perteneciente a un mamut lanudo hiloiano, especie ya extinta. Ningún gran mago, por mucho poder o habilidad que manifieste, te proporcionaría un talismán de tan extraordinaria fuerza.

Sin respirar, Saltatrampas tomó con sumo cuidado el blanquecino hueso y lo sostuvo con amor en su mano.

—¡Percibo con claridad su influjo benéfico! ¡Oh, gracias, gracias! Eres muy amable. Oye, ¿no es muy semejante a mi hueso de minotauro licántropo?

Por el matiz de su voz, era evidente que en su pregunta no había doble intención. Acto seguido sacó de debajo de la camisa naranja el cordoncillo del que pendía su colección y entresacó la pieza para examinarla.

—Sí, en efecto advierto cierta similitud —admitió el humano—. Pero la apariencia no es el punto más importante, ¿no crees? Lo que a ti te interesa es su potencial como amuleto de buena suerte.

—¡Comprendo lo que dices!

El kender hizo girar varias veces ambos huesos entre sus manos, rebosante de alegría.

—Te doy las gracias una vez más. Si puedo hacer algo por ti, no dudes en… —comenzó a despedirse.

—Hay una cosa —lo interrumpió Phineas—. Tú coleccionas huesos. Yo, mapas. ¿Acaso lo sabías cuando me regalaste la otra noche aquél tan perfecto, obra sin duda de un especialista? Me pregunto si no tendrías algún otro de esa misma época. —Ahora llegaba el momento de andar con pies de plomo—. A decir verdad, el mapa que me diste corresponde sólo a la mitad de Kendermore. ¿Se trata de un mero descuido?

La expresión de Saltatrampas fue de sincera sorpresa.

—¿Estás seguro? No creí tener ningún «medio mapa». Ése en particular perteneció a tío Bertie, ya sabes, aunque no estoy muy seguro en realidad, ni siquiera de que fuera tío mío. Es poco corriente que los humanos coleccionéis cosas y en particular mapas. La familia de mi sobrino sí los colecciona, cosa comprensible porque es eso precisamente a lo que se dedican… a trazar mapas, me refiero.

El cerebro de Phineas estaba al borde del colapso. Su negocio se basaba en engañar a los kenders, no en adivinar cómo lo engañaba un kender.

—Sí, admito que es una afición poco corriente en un humano. Pero no olvides que vivo en Kendermore hace varios años, y supongo que me he contagiado de vuestras buenas costumbres. Junto con el dinero, coleccionar mapas es una de las pocas cosas que merece la pena. En especial, uno de la ciudad de Kendermore, puesto que vivo en ella. Bien, ¿qué sabes de esa otra mitad?

Mientras hablaba, Phineas extrajo la parte que se hallaba en su poder y le mostró al kender que las calles y sus nombres aparecían cortados a lo largo del borde ajado. Saltatrampas se alzó el sombrero y se rascó el canoso cabello del copete.

—Repasaré entre mis mapas —ofreció.

Los latidos del corazón de Phineas se aceleraron en tanto observaba al kender que sacaba de debajo de su capa un montón ingente de hojas dobladas de pergamino descolorido. ¿Cómo guardaba un paquete de tal tamaño entre sus ropas?, se sorprendió el humano.

Saltatrampas pasaba pliego tras pliego.

—Endscape, Eastwilde, Flotsam, Garnet, Lenish… ¿cómo llegó éste aquí? No sigue el orden alfabético. Una ciudad fascinante, dicho sea de paso. ¿Has estado alguna vez allí? Se encuentra muy cerca de Garnet… ummmm, Kalaman, Kenderhome, Mithas, Palanthas-Biblioteca… un lugar maravilloso si buscas un buen libro, aunque son algo estrictos en cuanto a la devolución de los volúmenes… —El kender levantó la vista de los mapas—. Ya hemos pasado las «K» y no he encontrado nada de Kendermore.

Se encogió de hombros e intentó guardar los pergaminos en la capa. Desesperado, Phineas metió la mano entre los pliegues y extrajo de un tirón el paquete de hojas.

—¿Me permites? —barbotó.

Hojeó mapa tras mapa, cada vez más rápido, pero ninguno de ellos parecía encajar con la mitad que él poseía.

—Haremos una cosa —propuso el kender—. Si alguna vez lo encuentro, ten por seguro que te avisaré. Entretanto, coge cualquiera de estos otros. En particular, el que más me gusta es éste… —concluyó; eligió uno al azar que extrajo tirando de la esquina.

—El único que quiero es el de Kendermore, ¡y tú lo sabes bien!

Frustrado, el humano perdió la compostura. Se había cansado de jugar al gato y al ratón. ¿Qué demonios pretendía Saltatrampas?

—¿Qué quieres? ¿Dinero? ¿Una parte? ¡Pon tu precio! ¡Pero deja de jugar conmigo!

Saltatrampas retrocedió, perplejo.

—No soy yo el que quiere algo, sino tú, ¿recuerdas? La cabeza no te funciona bien, ¿no te parece? Tal vez se deba a ese ridículo gorro que llevas. Cambia de sastre. Un sombrero pequeño comprime el aire del cerebro. Por no mencionar que tampoco vas calzado…

—¡Ya lo sé! ¡Tuve que dar mis botas! —gritó Phineas.

De repente, el semblante de Saltatrampas se iluminó.

—¡Darlas…! ¡Eso mismo fue lo que hice yo con el mapa! Hace más o menos un año regalé varios. ¡Ésa es la explicación! —El kender estaba satisfecho consigo mismo por haberlo recordado—. Se los regalé a mi sobrino, Tasslehoff Burrfoot.

Al percatarse de la expresión desconcertada de Phineas, continuó.

—Es uno de los Burrfoot de los que te he hablado. Llegará aquí cualquier día de éstos. Contraerá matrimonio con la hija del alcalde, ¿recuerdas? Una vez que llegue, me sacarán de esta deprimente prisión.

Los inexpresivos ojos del humano recorrieron la impresionante belleza del entorno. Su mente fue incapaz de calcular el inestimable valor no sólo del contenido, sino del edificio, y rememoró resentido el destartalado banco sobre el que había pasado la noche. En silencio, para sí, repitió las últimas palabras del kender y la luz volvió a sus ojos.

Un kender llamado Tasslehoff Burrfoot poseía el mapa y llegaría a Kendermore cualquier día de ésos.

Una fuerza renovada corrió por las venas de Phineas. No tenía más que esperar hasta que Tasslehoff diera señales de vida; ¡entonces conseguiría el mapa! Pero ¿y si el tal Tasslehoff no regresaba nunca? El humano recordó, con cierto alivio, haber escuchado algo sobre un cazador de recompensas que seguía la pista al reacio kender. Más aun, ¿no mantenía el Consejo prisionero a su tío favorito? Ah, sí, seguro que volvería.

Ensimismado en sus pensamientos, Phineas no vio a Bigelow, el jardinero. El anciano portaba en una mano un retoño de árbol y en la otra una nota. Al entregarle el papel a Saltatrampas, el sonido de su voz sacó al humano de sus ensoñaciones.

—He leído en la nota que Damaris Metwinger, la hija del alcalde, se ha fugado de casa, señor —informó el jardinero antes de que Saltatrampas desdoblara el papel—. Escribió en una misiva que se había cansado de esperar para casarse con alguien a quien ni siquiera conoce, y se ha marchado a las Ruinas o a algún otro lugar ignorado. Está libre, señor Furrfoot, puesto que la muchacha ha roto el compromiso. El alcalde Metwinger no ha tenido más remedio que concederle el indulto; en caso contrarío, se habría visto obligado a encerrarse a sí mismo o a su esposa en prisión. También su sobrino Tasslehoff queda relevado de su obligación, así que no es preciso que regrese. Sin duda enviarán aviso al cazador de recompensas para notificarle estos cambios.

Phineas, pálido como un cadáver, se llevó las manos agarrotadas al pecho.

—¡Qué pena! —dijo Saltatrampas—. Deseaba verlo de nuevo. En fin, ¡qué se le va a hacer! Nuestros caminos se encontrarán en otra ocasión.

—También es una pena que se haya roto el compromiso —comentó con aire ausente el jardinero.

El anciano echó a andar. Sembraba el suelo con los terrones que se desprendían de las raíces del retoño del árbol, en su camino a través del arco que conducía a la escalinata principal.

—Los jóvenes de hoy no sienten el menor respeto por las normas establecidas. Sospecho que el alcalde no pondrá excesivo celo en enviar a un cazador de recompensas tras su propia hija.

Las últimas palabras de Bigelow se perdieron en un murmullo al cruzar el viejo kender bajo el último arco de acceso a la salida.

Entretanto, la mente de Phineas trabajaba a plena marcha; una idea peligrosa, hija de la desesperación, tomaba forma en su cerebro. Encontraría a Damaris y la traería de vuelta. De ese modo, Tasslehoff aún estaría obligado a regresar… y con él, el mapa. El humano no tenía la más remota idea de dónde se hallaría Tasslehoff, pero Damaris había dicho que se iba a las Ruinas, un sitio preferido por muchos kenders tanto para una comida campestre como para estercolero.

Phineas no se percató de que Saltatrampas bajaba a todo correr las escaleras de palacio hasta que cayó en la cuenta de que se había quedado solo. También él se apresuró a salir bajo los vastos arcos; avistó el ondulante reflejo del kender en el estanque rectangular.

—¡Eh, espera! ¿Adónde vas? —gritó.

Saltatrampas se agachó en los escalones que conducían al estanque y con gran habilidad formó un barco de papel con uno de los pergaminos que guardaba bajo la capa. Tras ensartar un pedazo triangular de papel en un palo fino y recto, lo colocó a guisa de mástil. Luego, agregó tres menudos guijarros como lastre y empujó con suavidad el barco al centro del estanque.

—Furrfoot, dijiste que te gustaría ver otra vez a tu sobrino, ¿verdad? —preguntó anhelante el humano—. Bigelow tiene razón. El alcalde jamás enviará a un cazador de recompensas tras su hija. Sin embargo, si alguna otra persona —yo, por ejemplo—, se encargara de buscar a Damaris en las Ruinas, tu sobrino regresaría para la boda.

—Eres muy amable, ummm… ¿cómo dijiste que te llamas? Pero no tienes por qué molestarte. Cosas como ésta ocurren muy a menudo entre las parejas comprometidas desde la cuna. Uno de ellos acaba por cansarse de esperar al otro. Si su destino es casarse, lo harán, y si no, no —sentenció, en tanto empujaba con un largo palo el bote de papel.

—¡Pero insisto! No tiene la menor importancia, de verdad. Es lo menos que puedo hacer por conseguir ese mapa —añadió cauteloso el humano.

—Oh, sí, el mapa. —El kender apartó la mirada de su juguete y asintió con la cabeza—. Ahora que lo pienso, hace ya años que no he ido a las Ruinas. Quizá sea divertido.

—No es preciso que vengas conmigo —se apresuró a asegurarle Phineas.

—Te perderías si no te acompaño. Además, no conoces a Damaris y yo sí.

El humano admitió que los argumentos del kender eran razonables.

—Partiremos cuanto antes. ¿Qué te parece esta misma tarde, una vez que nos hayamos aprovisionado? También nos aseguraremos de que no se envíe un mensaje al cazador de recompensas de Tasslehoff —advirtió Phineas.

—No te preocupes por nada, déjalo todo en mis manos. Soy un avezado aventurero. ¿Te he contado alguna vez que estuve a punto de viajar a la luna? —Phineas negó con la cabeza y el kender prosiguió—. Es una historia estupenda para el camino. Tú prepara tus cosas; yo me ocuparé de lo demás. Pasaré a buscarte por tu consultorio a primera hora de la tarde.

Phineas deseó con fervor ser capaz de encontrar su casa para cuando Saltatrampas llegara allí, aunque albergaba sus dudas.

Se levantó un golpe súbito de viento otoñal que barrió la superficie del estanque y golpeó de costado al barco de papel de Saltatrampas, que no demoró ni un segundo en hundirse bajo el agua.

El humano se preguntó, no sin cierta inquietud, si aquel percance era un mal presagio o un mero desastre marítimo.