—¡Un océano! ¿Seguro, Woodrow? —exclamó Tas perplejo.
—No apostaría en ello hasta mi última moneda de plata. También puede ser un mar. ¿Cómo se diferencian a simple vista, a menos que uno disponga de un mapa? —replicó el joven con aire circunspecto.
El kender descendió del carro con premura y se metió en la densa barrera de maleza y árboles.
Woodrow y Gisella lo siguieron de cerca, la enana sin disimular la irritación que la dominaba.
—¡Ay! Éstas malditas ramas me han desgarrado la manga. ¡En los últimos kilómetros me he quedado sin vestuario! —se lamentó, en tanto trataba de apartar el follaje a su paso.
Tasslehoff irrumpió a través de los últimos arbustos y salió a un terreno pizarroso, plano, cubierto por una capa agrietada de barro reseco. El saliente terminaba de forma abrupta nueve metros más allá. Abajo, en el fondo distante del precipicio, rompían las olas.
El kender se corrió al borde del árido acantilado rocoso y se asomó al vacío. El límite de una vasta extensión de agua verdeazulada lamía la base del farallón. Tas cogió un trozo suelto de pizarra y lo lanzó al vacío. La piedra se perdió de vista en la caída, con lo que el kender llegó a la conclusión de que la distancia hasta el agua era muy, muy larga.
Tas miró hacia la izquierda. En aquella dirección, el acantilado retrocedía tierra adentro y ocultaba a la vista la línea de la costa que se extendía al norte. Unas gaviotas se cernían a unos palmos de su cabeza. Tas arqueó las cejas en un mudo gesto de desconcierto.
—Woodrow tiene razón. ¿En qué se basa la primera persona que hace un mapa para determinar si una gran extensión de agua es un mar, un océano, o sólo un lago enorme?
—Tú eres el cartógrafo —refunfuñó Gisella, que había llegado junto a él—. ¿Por qué no me lo explicas? Mientras lo piensas, cuéntame de dónde ha salido esta masa de agua. ¡Tal vez se había escondido tras la cordillera que olvidó tu tío Bertie! Y puesto a dar explicaciones, ¿cómo cruzaremos este «lago enorme» con el carromato?
—Déjeme pensar —respondió Tas circunspecto, con la frente arrugada en un gesto de profunda reflexión.
—No faltaría más —resopló Gisella malhumorada.
—¿Sabe? Estoy convencido de que esa expedición a través de la ciénaga nos ha desviado un poco hacia el sur de Xak Tsaroth. Es probable que en la ciudad alguien nos diga de dónde salió toda esta agua…
—¿Supones que este océano se evapora unos cuantos kilómetros más al norte? —chilló descompuesta Gisella.
La enana se arrepintió de haber perdido los estribos. Recobró el control y apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en la carne; luego, articuló con voz tranquila.
—Quizás en Xak Tsaroth nos digan dónde estamos y nos indiquen algún camino que se dirija hacia el éste. Si es que encontramos Xak Tsaroth, se entiende.
Gisella se frotó los ojos con aire fatigado.
—Pero será mañana. No tengo fuerzas para proseguir hoy. Acamparemos aquí —concluyó, mientras señalaba el llano terreno pizarroso—. Woodrow, querido, haz el favor de traer el carromato. ¡Dioses, me estalla la cabeza!
—Sí, señorita Hornslager.
El joven rubio echó a correr y desapareció tras los cercanos arbustos.
La enana, con un brazo en la cintura y la barbilla apoyada en la otra mano, contempló ensimismada las distantes olas. Sacudió apesadumbrada la cabeza y esbozó una amarga sonrisa.
—¡Qué ironía! Toda esa masa de agua y ni siquiera puedo darme un baño.
* * *
Tasslehoff escuchó por primera vez los ruidos antes de que amaneciera. Se encontraba tumbado, hecho un ovillo, junto a las ascuas agonizantes de la hoguera; disfrutaba de un sueño de lo más placentero y no quería despertar antes de que finalizara. Se hallaba en la tienda de un mercader; las paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo con frascos de todos los tamaños y tonalidades; unos contenían ovillos de cuerdas de brillantes colores, otros rebosaban de confituras y algunos guardaban juguetes mecánicos de cuerda. Una de las estanterías estaba dedicada en exclusiva a exhibir anillos adornados con gemas, y otra a prendedores tachonados de rubíes.
El propietario de la tienda, que no había aparecido en el sueño hasta aquel momento, se volvió hacia él y le dijo: «Debes llevártelo todo. Escóndelo antes de que alguien lo robe. ¡Sólo confío en ti!».
Entonces, en el estrecho filo que separa lo onírico y la vigilia, Tasslehoff oyó el ruido de antes. Irritado, apretó los ojos y enfocó la mente en las estanterías de la tienda. Pertinaz, el ruido se repitió; parecía que un grupo de mapaches trastearan dentro de un cubo de basura. Se despertó contra su voluntad y se incorporó con brusquedad, malhumorado.
A la mortecina luz del alba, el kender se encontró con tres pares de ojos oscuros, enormes, que lo observaban atentos desde la esquina del carromato. ¡Salteadores! ¡Bandidos! ¡Los atacaban! Tasslehoff se puso de pie de un salto y asumió la posición de lucha kender: las piernas abiertas, cada músculo tenso, dispuesto para actuar. Asió con la mano izquierda su jupak por la parte ahorquillada, giró sobre las caderas e imprimió un movimiento de vaivén al extremo recto de su arma en torno a la mano derecha.
—¡Ni un paso más, quienesquiera que seáis! —advirtió.
De repente, aparecieron más pares de ojos. Sin apartar la mirada de los intrusos, Tas dio un punterazo a Woodrow en las costillas.
El joven dormido gruñó ante el golpe inesperado, se incorporó sobre los codos y, al cabo, levantó hacia el kender unos ojos desenfocados y legañosos. Al advertir la actitud combativa de Tas, se puso de pie como impulsado por un resorte, al tiempo que cogía lo primero que encontró, un tronco que no se había quemado del todo en la hoguera nocturna. Entonces atisbó las pupilas que, a la rojiza luz del amanecer, relucían como la neutral Lunitari. Los ojos asomaban por debajo de la carreta, por los lados, por el techo. ¡Habían rodeado el vehículo!
En aquel momento, la puerta trasera del carromato se abrió con violencia y Gisella, con un batín rojo de fina seda, salió al exterior. Lo que se encontraba de pie junto a la parte trasera del carro, retrocedió de un salto y soltó una risita ahogada.
—¡Por todos los dioses! —se lamentó la enana—. ¿A qué viene tanto jaleo? ¡Fuera, fuera, pequeñas bestias!
Mientras hablaba, Gisella bajó un escalón; agitaba las manos en dirección al lugar donde un momento antes se encontraban los ojos.
—¡Señorita Hornslager, regrese al interior del carromato! ¡Nos atacan!
Woodrow subrayó su advertencia y blandió el trozo de madera con el único propósito de parecer valiente y arrojado.
—¿Atacados por unos enanos gully? —dijo Gisella con voz estridente—. No seas ridículo. Son más molestos que los tábanos, eso te lo aseguro, pero inofensivos por completo. ¡He dicho que fuera!
El último grito estaba dirigido a los ojos que se acercaban. Junto con las palabras de rechazo, la mujer agitó el repulgo del batín como la esposa de un granjero que ahuyenta a las gallinas con su delantal.
—¿Enanos gully? —inquirió Tas, al tiempo que bajaba su jupak.
El kender se adelantó un paso y escudriñó la penumbra. El aire estaba impregnando con el ahogado sonido de risitas incontrolables. Por fin, Tas vislumbró unas once criaturas achaparradas, que guardaban un vago parecido con los enanos, amontonadas en las inmediaciones de la puerta del carro. En lugar de marcharse, los gullys contemplaban expectantes a Gisella, cual palomas que esperan unas migajas de pan en la plaza de la ciudad.
Tas sabía por su amigo Flint, enano de las colinas, que los gullys, o Aghar, eran la casta más baja de la sociedad enanil. Se integraban en pequeños clanes, aislados del resto del mundo, y vivían en lugares tan miserables que ninguna otra criatura, incluidos la mayoría de animales, osaría habitar. Lo que sin duda les otorgaba una enorme intimidad, supuso el kender.
Tasslehoff no había visto de cerca a muchos gullys, si se exceptuaba a unos cuantos dedicados a labores domésticas o de limpieza, contratados por mercaderes de la clase media de Kendermore, como se autodenominaban; unos tipos ambiciosos y mezquinos en exceso. (Los enanos gullys, como sirvientes, no eran muy recomendables debido a su tendencia a hurgarse en la nariz, sin olvidar un magnetismo innato para atraer la suciedad sobre sí y sobre cuanto los rodeaba como por arte de magia). Sus fisonomías apenas presentaban particularidades diferenciales. Todos compartían una nariz gruesa y bulbosa, unas patillas encrespadas (también presentes en los rostros femeninos), y un cabello desgreñado con trazas de no conocer el uso del peine. Los varones vestían jubones y pantalones tan harapientos como sucios, sujetos con cordones o cuerdas deshilachados; las mujeres utilizaban vestidos, más parecidos a sacos que a atuendos, tan andrajosos y mugrientos como los ternos de sus compañeros. Y todos ellos calzaban zapatos tres tallas más grandes de lo necesario.
—Échalos, Woodrow, por favor. Éstos pequeños bribones son capaces de robarnos hasta las pestañas. Por otro lado, no retrasemos nuestra marcha —ordenó Gisella, en tanto se arrebujaba en el fino batín.
A la creciente claridad del alba, su joven ayudante contempló con manifiesto desaliento el numeroso grupo de gullys que se les aproximaban. Woodrow dirigió una mirada entre respetuosa y atemorizada a su patrona.
—¿Qué hago con exactitud, señora? —preguntó turbado.
Gisella, exasperada hasta el hartazgo por la agobiante cercanía de una docena de gullys, retrocedió un paso.
—¡No lo sé! ¡Algo resuelto y viril; blande contra ellos tu espada!
La sugerencia dejó al joven consternado. Vejada por su actitud vacilante, la enana puso los brazos en jarras y manifestó a voces su desprecio.
—¡Entonces, vomita tu asco en sus caras; así demostrarás tu hombría!
Los ojos de Woodrow fueron del madero asido en su mano a las mugrientas y curiosas criaturas. Los gullys estaban extasiados y contemplaban a Gisella con evidente admiración. El más audaz del grupo, un varón, factor tan sólo deducible por vestir pantalones en lugar de vestido, alargó una mano hacia el rojo cabello de la enana.
—¡Quieto! —gritó ella, y le apartó la mano de un cachete, mientras retrocedía a toda prisa al interior del carromato.
—¿Dónde tú conseguir pelo? —habló por fin el gully.
El hombrecillo, a quien el golpe no había desanimado, se adelantó y extendió una vez más los regordetes dedos hacia la llamativa melena. La bobalicona sonrisa impresa en su tiznado rostro dejó al descubierto un oscuro agujero en la dentadura, en el sitio en que debería estar un incisivo.
—¿Qué tontería dices? —barbotó la enana, y le propinó otro manotazo—. ¡Me crece así!
El gully negó con expresión obstinada.
—No ese pelo. Pelo no sale con color así.
Gisella se irguió arrogante mientras dedicaba una mirada ponderativa al hombrecillo.
—Te aseguro que mi cabello es natural —proclamó con voz firme—. Y añadiré que el tuyo tendría mucho mejor aspecto si te lo lavaras y peinaras en lugar de arrancártelo a mechones con las matas.
—Ser bonito. Tú, bonita —afirmó sonriente el gully.
—Gracias. El tuyo no está mal del todo —respondió ella condescendiente.
—¿Los echo, señorita Hornslager? —preguntó Woodrow.
—También deseaba preguntarle sobre su cabello —intervino Tas—. ¿Es natural? Me refiero al color. A mí, en particular, no me parece mal recurrir a un ligero toque cosmético. En cierta ocasión, cuando era más joven, me dibujé algunas rayas en la cara porque me daba vergüenza no tener arrugas. Por supuesto, las rayas no eran rojas. Pero el propósito era el mismo.
La enana lo miró de hito en hito pero no se dignó contestarle.
—Voy a vestirme. En cuanto salga, nos marcharemos —anunció con una voz fría como el hielo.
—¿Marchar? —Las orejas del enano gully se aguzaron—. Creí que quizá tú venir para usar polea. Nosotros fuertes. Hacerte buen trabajo —añadió el gully desconsolado.
—¿Hacerme un buen…? Vaya, ya hace mucho que…
Gisella se estremeció emocionada al rememorar una posada lejana en el tiempo y el espacio. Bueno, al menos tan lejana como una semana atrás y cien kilómetros de distancia… Captó de repente la expresión inocente impresa tanto en el rostro de su joven ayudante como en el del kender y comprendió que el gully y ella no hablaban del mismo tema.
—¿Usar polea? —repitió.
El cabecilla de los gullys palmeó entusiasmado al tomar sus palabras por una aceptación.
—¡Bien! ¿Cómo pagar tú?
—¡No, no! Sólo pregunto qué es con precisión ese trabajo de la polea.
—Fondu te enseña —ofreció él, y la asió de la mano antes de que Gisella alcanzara a protestar.
Tras ayudarla a bajar los escalones del carromato, la condujo hacia el norte, en el punto donde el acantilado se metía tierra adentro. Woodrow y Tasslehoff los siguieron de cerca, acompañados por los otros gullys que brincaban y bailaban muy animados en torno a los viajeros; los enormes zapatones levantaban ruidosos ecos en el farallón pizarroso. Siguieron la costa un corto trecho y, cuando el punto donde acampaban se perdió de vista, Fondu se detuvo y señaló un gigantesco ciprés que crecía solitario, justo al borde del acantilado. Gisella se impacientó.
—¿Y bien? ¿Me has hecho caminar descalza por este suelo áspero sólo para mostrarme un viejo árbol?
Con una mueca de dolor, la enana se apoyó en el hombro de Fondu para arrancar los punzantes guijarros clavados en la sensible piel de su talón.
El kender se corrió a la base del árbol. Con la vista en lo alto, tomó impulso y se subió a una robusta rama baja. Acto seguido, trepó con la fácil agilidad de un mono.
—¡Tasslehoff, baja ahora mismo de ese árbol! —gritó alarmada Gisella—. Si te caes, te matarás y no me presentaré ante el consejo con un amasijo de carne y huesos ensangrentados.
—Es muy amable al preocuparse tanto por mi bienestar —respondió el kender con irónica dulzura.
—¿Qué hay ahí arriba, Tas? —preguntó Woodrow.
Hubo un breve silencio mientras el kender se columpiaba de una a otra rama. Al poco tiempo, se escuchó su voz.
—Hay tres…, no, cuatro poleas. Enganchadas en parejas. En realidad son seis poleas, ya que dos de ellas están formadas por otros dos pares unidos entre sí. Todas se conectan por medio de cuerdas tan gruesas como mi brazo; pero son muy cortas. Deduzco que éste es el famoso trabajo de polea de Fondu.
—Sin duda.
Gisella se volvió hacia Fondu, vacilante. Le costaba creer que un puñado de enanos gully hubiera organizado un mecanismo tan elaborado y complejo. El rostro de Fondu se arrugó en una diáfana sonrisa.
—Venir muchos hombres y construir trabajo de polea. Ellos ser hombrecillos muy graciosos.
El gully parodió a los desconocidos constructores y después miró con el entrecejo fruncido al árbol mientras se acariciaba una barba imaginaría. Luego, de repente, caminó en círculos tropezándose con sus desmesurados zapatos, al tiempo que balanceaba los brazos. En medio de risas apenas contenidas, el grupo de gullys desfiló en pequeños círculos y pateó el suelo con contundencia.
—Presumo que los artífices fueron unos gnomos, pero lo deduzco porque sé que les gusta construir artilugios como éste, no por la representación de nuestros amigos que me siguen pareciendo enanos —exclamó Tas; y rio divertido de las grotescas piruetas de los gullys, mientras descendía del árbol.
—Ningún enano que se precie de tal tendría ese aspecto.
Gisella lanzó la acerba crítica mientras contemplaba el desfile con los ojos entrecerrados. Woodrow se acercó a Fondu.
—¿Ésos «hombres» colocaron las poleas y luego se marcharon?
El gully observó con desconfianza al joven humano.
—No, subir grandes cajas desde allí —respondió en tanto apuntaba al fondo del acantilado—. Entonces, marcharon. ¡Muchas preguntas! ¿Querer trabajo de polea, sí o no?
Gisella contuvo un escalofrío. Tras arrebujar sus voluptuosas formas en el batín, giró sobre sus talones y se encaminó hacia el campamento.
—Me temo que no —respondió—. Si sois tan amables de indicarnos la dirección a Xak Tsaroth, no os molestaremos más.
—¿Tú querer venir a Zaksarawth? ¡Conocerás Gran Bulp! ¡Nadie visita Zaksarawth hace mucho! —se alegró Fondu.
Sus compañeros gritaron y arrojaron puñados de tierra al aire. Gisella, Tas y Woodrow se alejaron de la polvareda que en un momento habían levantado los entusiasmados gullys.
—¿Por qué hacéis esto? —protestó la enana a gritos.
—Nosotros felices —dijo Fondu—. Ya sólo Aghar entrar en ciudad, pero tú especial. Gustará nuestra ciudad bajo suelo. Bonita.
—¿Una ciudad subterránea? —Gisella tragó saliva y se volvió hacia el kender—. ¡Creía que se trataba de una población extensa y bulliciosa!
—¡Lo es! —chilló Tas a la defensiva—. Al menos, eso es lo que indica mi mapa.
Extrajo el pergamino del interior del chaleco y lo extendió en el suelo.
—Ah, sí. ¡Tu maravilloso mapa! —exclamó mordaz la enana.
Woodrow se acuclilló junto al kender. Tras una somera ojeada, el joven señaló unas letras escritas a tinta, añadidas a continuación de la palabra «Krynn».
—¿Qué significa «P. C.»? —interrogó.
Gisella les arrebató el mapa con brusquedad; sus ojos se clavaron en las iniciales.
—¡Pre-Cataclismo, grandísimos idiotas! ¡Significa Pre-Cataclismo! ¡Nos hemos guiado por un mapa que data de antes de la hecatombe!
—¿De verdad? —preguntó dubitativo el kender—. Supuse que esas iniciales significaban «positivamente confirmado».
Aturdida, la enana sólo tuvo fuerza para sacudir la cabeza.
—Lo tengo bien merecido por hacer caso a un kender. ¡Pre-Cataclismo, por supuesto!
—Esto cambia las cosas, ¿verdad? —sugirió con aire inocente su joven ayudante.
—Un poquito —dijo Tas, al tiempo que tragaba saliva.
—¿Un poquito? —La enana lo contempló boquiabierta—. ¡Surgieron nuevas cadenas montañosas y se hundieron territorios enteros del continente que anegaron las aguas de mares antes inexistentes!
—Bueno, la mayor parte de las ciudades siguen en el mismo lugar —objetó el kender con un hilo de voz.
—¡Oh, sí, las que no sucumbieron la embestida de mares, montañas y volcanes! —gritó Gisella, perdidos los estribos.
Luego, exhaló un profundo suspiro de resignación.
»Bien, con esto se termina el tema. No navegaremos con un carromato por el mar. Volveremos sobre nuestros pasos, con lo que no queda la más remota posibilidad de llegar a Kendermore a tiempo para la Feria de Otoño. Será mi ruina.
—Carreta navegar por mar —comentó Fondu.
Gisella no hizo caso del grotesco hombrecillo y se encaminó al campamento, tan abatida, que incluso su voz evidenció un hondo desaliento.
—Vamos, Woodrow. Tenemos un largo recorrido por delante.
Pero Fondu la siguió, con paso vivo y desmañado, y tiró de los pliegues del batín.
—¡Carreta navegar por mar! —repitió.
Gisella se detuvo y se libró de su mano de un tirón.
—Sí, sería estupendo, Fondu —respondió condescendiente—. Vamos, Woodrow, Burrfoot. Apresuraos.
Pero el gully no se dio por vencido.
—¡Carreta no flota, pero barco sí!
—¿Qué tratas de decirnos, Fondu? —se interesó el joven humano.
El hombrecillo lo miró muy serio.
—Digo sólo a hermosa señora. Tu pelo ser raro… parecer fideos.
Sin más, asió a Gisella otra vez de la mano y la arrastró hasta el borde del precipicio.
—¿Ves? Barco —dijo, y señaló hacia abajo.
La enana, con aire desdeñoso, se soltó de su mano y echó una rápida ojeada al vacío.
—¡Vaya, que me condene! ¡El pequeño comechinches… ejem, el gully no mentía! Hay un bote allá abajo.
—¡Quiero verlo! —gritó Tas, al tiempo que se acercaba, seguido por Woodrow—. ¿Qué les induciría a dejar anclado un barco?
—No tengo ni idea —respondió Gisella—. De cualquier modo, las cosas no cambian. Todo cuanto poseo se encuentra en el interior de la carreta y no estoy dispuesta a deshacerme de ella —concluyó rotunda.
Fondu tironeó una vez más del batín de la enana.
—Llevar carro al bote.
—Woodrow, ¿quieres hacerme el favor de explicarle que no hay forma de bajar una carreta con carga completa por un escarpado de más de ciento cincuenta metros…
—De doscientos cincuenta metros, por lo menos —interrumpió Tas, quien se había tumbado en el suelo y se asomaba al vacío.
—… un acantilado de doscientos metros hasta un bote mecido por las olas? —terminó Gisella—. Me pones muy nerviosa, querido.
El último comentario iba dirigido a Woodrow, quien se había encaramado al ciprés y gateaba por una rama que crecía proyectada sobre el vacío. El joven carraspeó antes de hablar.
—Siento contradecirla, señorita Hornslager, pero juraría que…
—El dueño de ese bote fue el mismo que construyó el aparejo de poleas —terminó Tas por él—. Subieron hasta aquí de algún modo y apuesto a que lo hicieron por medio de este artilugio. ¡Nosotros lo utilizaremos para descender por el acantilado!
—Exacto —subrayó Woodrow.
—¡Trabajo de polea! ¡Trabajo de polea! —exclamó Fondu, mientras acompañaba sus gritos con brincos enardecidos.
—¡Un momento! —intervino Gisella, reacia a entregarse al entusiasmo general—. ¿Acaso contamos con gente suficiente para bajar tanto peso a lo largo de los doscientos metros que nos separan del fondo? ¿Pensáis que es tarea fácil cargar la carreta en el barco y, sin más, navegar?
—Tal vez, pero no debemos hacerlo —intervino Woodrow—. Sería robar.
—¡No lo sería! —se opuso Tas—. Sólo se trata de un préstamo. No lo usan en este momento e ignoramos cuándo regresarán. Fondu, ¿cuándo volverán?
—Dos días —respondió, al tiempo que levantaba cuatro dedos.
—¿Cuándo se marcharon? —preguntó Gisella.
—Dos días.
En esta ocasión, el gully levantó los diez dedos.
Los tres viajeros intercambiaron una mirada de perplejidad.
—¿Cuántos sois vosotros?
Fondu recorrió con la mirada las docenas de gullys presentes y con una amplia sonrisa, contestó:
—Dos, no más de dos.
—Oh, no —musitó Woodrow con un tono deprimido.
—No obtendremos una información muy precisa —dijo con voz cansina la enana—. Woodrow, eres bastante hábil para las cosas técnicas. ¿Qué necesitaremos para un «trabajo de polea»?
El joven se puso en cuclillas y trazó con un palo unas enigmáticas líneas sobre el terreno pizarroso. En breve, todos los gullys se habían agachado y garabateaban la roca en una hilarante parodia del humano. Tas rio alborozado y paseó entre los «cavilantes» hombrecillos.
Gisella, de pie junto al absorto joven, con los brazos cruzados sobre el pecho, no conseguía dominar por más tiempo la impaciencia.
—¿Y bien?
Pasó un par de minutos antes de que Woodrow levantara la cabeza de los complicados trazos y mirara a la enana.
—Señora, calculo que precisaremos el engranaje de poleas instalado en el ciprés, unos mil doscientos metros de cuerda, y, como fuerza de tracción, un tiro de caballos… y una docena, más o menos, de hombres fornidos. Pero es sólo una conjetura aproximada —agregó con modestia.
Con una actitud circunspecta, todos los gullys asintieron con la cabeza, en tanto señalaban los garabatos realizados por sus compañeros sin dejar de parlotear entre sí. Gisella, desesperada, levantó los brazos.
—Bien, no hay más que hablar. No disponemos de doce hombres fornidos y es evidente que no tenemos mil doscientos metros de cuerda. Si no hubiese invertido tantas piezas de plata en esos melones medio podridos, yo misma arrojaría la carreta por el acantilado para que hiciera astillas ese condenado barco.
Dicho esto, la enana se sentó desalentada en el saliente y apoyó la barbilla en los puños. Tasslehoff se acercó dando brincos hasta la postrada mujer.
—En lo que se refiere a la fuerza de tracción —dijo con optimismo—, aquí tenemos cuantos gullys queramos.
—¿Y cuánto es? ¿Dos? —remedó con acre humor la enana.
—Sé que su aspecto no es demasiado agradable y tampoco huelen muy bien, pero desean brindarnos su ayuda —instó el kender—, después de todo, la idea fue de Fondu.
El aludido sonrió de oreja a oreja.
—Nosotros contentos de jalar. ¡Jalar-aaaup divertido! Nosotros «jalaup» mucho para hombrecillos. ¡¡Jaaalaa aaaup!! —imitó mientras tiraba de una imaginaria cuerda.
—Muy bien, Fondu —lo interrumpió Gisella—. Nos dirás dónde encontrar los mil doscientos metros de cuerda, ¿verdad?
El gully hinchó el pecho, con jactancia.
—Fondu tiene cuerda. Gran cuerda de polea. Enseñar a señora de bonito cabello.
Los tres viajeros contemplaron boquiabiertos al gully y luego se miraron entre sí.
—¿Creéis que…? —susurró Gisella.
—Hombrecillos graciosos esconder cuerda —explicó Fondu—. Pero yo encontré. Yo olería. Mi nariz, olfato grande.
La enana dedicó un espectacular pestañeo al hombrecillo.
—¿Me mostrarás dónde la escondes?
Fondu, tan excitado que estuvo en un tris de caer de bruces al tropezarse con sus zapatones, la tomó de la mano y le dio un fuerte tirón para que se pusiera de pie.
—¡Venir, venir! —voceó, en tanto arrastraba tras él al objeto de su enardecida admiración.
Woodrow y Tasslehoff fueron en pos de la tambaleante pareja, acompañados por una caterva de arremolinados y sudorosos gullys.
Fondu llevó al grupo hasta un inmenso árbol hueco que se alzaba a menos de doscientos metros del acantilado. Gateó con celeridad y se encaramó a la rama más baja; acto seguido, desapareció por un agujero del tamaño de una canasta en el interior del tronco. Unos segundos después, su cabeza greñuda reapareció y el hombrecillo extrajo la punta de una basta cuerda de cáñamo a través de la hendidura.
—¿Ves? ¡Cuerda de polea! Tú no preocupas, hermosa señora —gritó el gully, mientras acariciaba el cabello de Gisella. La mujer apartó con brusquedad su mano, sin evitar un escalofrío.
En cuestión de segundos, Tasslehoff se encaró al árbol y metió la cabeza por el agujero a fin de echar una ojeada. Cuando la sacó, exhibía una sonrisa de oreja a oreja.
—¡El tronco está repleto de cuerda! —exclamó con entusiasmo—. ¡Rollos y rollos de soga! ¡Jamás en mi vida había visto tanta, salvo, quizás, en los muelles de Fort Balifor! ¡Guauu! ¡Ojalá mi tío Saltatrampas se encontrara aquí para verlo!
Gisella se frotó las manos.
—Muy bien, tripulación, nos espera un «trabajo de polea».
* * *
A pesar de emplearse en la tarea una docena de enanos gully, les llevó más de tres horas extraer la totalidad de la cuerda del hueco del tronco y extenderla en dos líneas paralelas que arrancaban desde la base del ciprés. Mientras tanto, Woodrow hacía pruebas con un corto pedazo de soga a fin de descubrir la forma correcta de colocarla en el ingenio de poleas. Una vez que la cuerda larga estuvo dispuesta, pasó dos sólidas lazadas al carromato, una al eje delantero y la otra al trasero. Realizar el trabajo fue mucho más simple que Gisella comprendiese el procedimiento.
—Conectaremos las dos poleas simples a los cabos atados a la carreta y las dos poleas dobles lo estarán a la rama saliente del ciprés. Hasta aquí ha entendido, ¿verdad?
—Por supuesto. No soy obtusa —proclamó la enana, aunque ¡maldito si se había enterado de algo!
—Bien. Cuando era un muchacho, utilizábamos a veces una cabria como ésta en la granja de mi primo —comentó Woodrow.
Gisella, ya vestida con un sencillo atavío verde apropiado para trabajar y las manos enfundadas en guantes de cuero, tomó asiento en el pescante junto a su joven asistente. Sus ojos fueron de la carreta a las poleas y de nuevo a la carreta.
—Aquí está todo cuanto poseo, Woodrow. ¿Estás seguro de lo que haces?
—Bastante seguro, señorita Hornslager.
La mirada de la enana regresó una vez más al artilugio y observó dubitativa la masa de cabos con la que se conectaba al árbol y con aquéllas unidas al carromato. Sus ojos se dirigieron después a las cuerdas atadas a varias rocas con el propósito de asegurar el ciprés. Carraspeó para aclararse la garganta.
—No he tenido muchas oportunidades de confiar en la gente —dijo al joven—. Las pocas veces que lo hice, el resultado no fue bueno, ni en lo personal ni en lo financiero. No obstante, ahora no hay mucho para elegir. Si tomamos la ruta del sur, me arruinaré por el retraso. Si bajamos por el acantilado… bueno, existe la posibilidad de que no pierda el dinero invertido. Es suficiente. ¡Fondu! ¿Dónde está Fondu?
El gully salió a trompicones de entre un grupo arremolinado de sus compañeros que se peleaban por apoderarse de un mugriento gorro.
—Yo aquí —anunció—. ¿Estar lista para trabajo de polea?
Un par de manos salieron del apelotonado montón de gullys y arrastraron al hombrecillo hasta la ondeante masa de cuerpos antes de que Gisella respondiera. Con cuidado de no acercarse demasiado, la enana se adelantó a los apilados gullys, hizo bocina con las manos y gritó.
—¡Fondu! ¡Que se pongan en fila! ¡En fila!
Unos segundos más tarde, el hombrecillo se abrió paso a fuerza de patadas y codazos entre el amasijo de cuerpos y separó con bruscos tirones a un enano tras otro. En cuestión de minutos, todos quedaron colocados y alineados a los lados de las dos cuerdas que se extendían a lo largo de cuatrocientos metros tierra adentro. Gisella pasó revista a la compañía; a muchos de sus integrantes les sangraba la nariz y tenían los ojos morados y las bocas tumefactas. No acabó de volverse de espaldas, cuando uno de ellos empujó al otro y se reanudó la reyerta hasta que Woodrow asió por el cuello a los dos agitadores y los separó con los brazos extendidos.
—Muy bien, Woodrow. Encárgate de las cuerdas —instruyó Gisella—. Con un caballo y seis gullys en cada una, bajarás la carreta sin demasiadas brusquedades; suave y con tiento… ¡Eh, hagamos de esta frase nuestro lema de hoy! «Suave y con tiento». ¿De acuerdo? Repetidlo todos.
Un desacompasado coro de voces que proclamaba «suave y con tiento» o variaciones semejantes, se alzó a lo largo de las filas de gullys.
—Correcto —aplaudió la enana—. Tas, tú y tus seis fornidos muchachos os encargáis de las líneas de contrapeso. Vuestro trabajo consiste en arrastrar la carreta hasta el borde del acantilado… —la voz de Gisella se quebró de manera notable al decirlo—… y luego sostenedla sin que pegue sacudidas mientras la bajamos hasta el fondo.
Durante un instante, todos se miraron entre sí. Después, la enana guiñó un ojo a Tas y éste quitó de una patada la piedra que bloqueaba una rueda de la carreta. Despacio, guiados por el kender, los seis Aghar de las líneas de viento arrastraron el carromato hacia el borde del precipicio. Entretanto, Woodrow, que tenía a su cargo un número tres veces superior de gullys de los que era capaz de controlar y, por lo tanto, había de enfrentarse con un número de problemas triplicado, se esforzaba por mantener tensas las cuerdas que se unían a las poleas.
Gisella contuvo la respiración cuando las ruedas delanteras sobrepasaron el borde del acantilado. Las cuerdas conectadas a las poleas delanteras se tensaron de golpe y el ciprés cimbreó de arriba abajo. Con las ruedas delanteras suspendidas sobre doscientos metros de nada, los enanos gully hicieron avanzar el carro centímetro a centímetro.
El corazón de Gisella latía como un caballo desbocado. La carreta, el árbol, los gullys, todo oscilaba ante su borrosa visión. Más tarde, las ruedas traseras crujieron al sobrepasar el borde y el vehículo, que bajó con brusquedad unos quince centímetros, se balanceó hacia atrás y hacia adelante. Los gullys encargados de las líneas de contrapeso aullaron en tanto clavaban los talones en la tierra prensada que se amontonaba bajo el ciprés, al verse arrastrados hacia el precipicio por la oscilante carreta que se había apartado del borde hasta quedar suspendida de las cuerdas de las poleas. Gisella se asió a la roca más próxima en busca de apoyo; las piernas le temblaban de tal modo que las rodillas se entrechocaban.
—¡Aguantad, aguantad! —bramó Tas mientras aferraba una de las líneas.
Entonces, se dio cuenta de que los gullys gritaban de puro placer, como chiquillos en una representación cuando aparece la bruja mala o el fantasma. Conforme la carreta alcanzó un equilibrio estable, los enanos gully abandonaron los resbalones y los gritos, el alboroto remitió. Gisella sufrió un vahído y se sorprendió porque continuaba de pie. La brisa mecía con suavidad el carromato suspendido de las cuerdas.
La enana tragó saliva para quitarse el nudo que constreñía su garganta.
—¡Estupendo! No ha ido del todo mal.
Luego, hizo bocina con las manos y gritó.
—¡Woodrow, suelta poco a poco! ¿Recordáis? «Suave y con tiento».
—«Sauce y pimiento» —farfullaron los gullys, todos a destiempo.
Asidos los ronzales de los caballos, Woodrow obligó a los animales a caminar marcha atrás, en dirección al acantilado. Después de que el carromato descendiera los primeros metros, el joven dejó de ver el vehículo, por lo que quedó expuesto a las instrucciones de Tas, quien se hallaba tumbado sobre una de las ramas del ciprés con el fin de comprobar que las cuerdas se deslizaban sin tropiezos a través de las poleas.
—Bien… Bien… un poco más despacio… la parte trasera está algo empinada… ¡Oops!, ahora está algo inclinada… todavía sigue caída… he dicho la parte trasera… la trasera, ¡la trasera!
Gisella corrió hacia el borde del acantilado.
—¿Qué ocurre? —voceó, y entonces divisó la carreta, unos treinta y cinco metros más abajo.
Una de las filas de gullys se había adelantado a la otra. La parte delantera del carromato estaba por lo menos metro y medio más alta que la trasera y la inclinación aumentaba a pasos agigantados.
—¡Está desequilibrada! —aulló la enana, y agitó los brazos enloquecida—. ¡Se oye el ruido de botellas que se rompen! ¡Enderezadla, enderezadla!
Pero los gullys, que no comprendían lo que pasaba, prosiguieron con su errática marcha hacia el mar. Desesperado, Woodrow soltó las bridas y tiró en vano del caballo que retrocedía más deprisa, en un intento por detenerlo. Por desgracia, el otro animal, sin nadie que lo condujera marcha atrás, frenó en seco.
El carromato se tambaleó con una brusca sacudida cuando algo del interior se soltó y se estrelló contra la pared trasera. Gisella se llevó las manos a los oídos cuando escuchó el eco de un nuevo estropicio en la pared del acantilado y luego, desesperada, se las llevó a los ojos cuando la puerta de la carreta se abrió de golpe y un surtido de melones, cojines y efectos personales, rodaron por el hueco abierto. Todas sus posesiones se precipitaron en espiral, durante un tiempo que a Gisella le pareció una eternidad, cientos de metros hasta caer en el fondo.
Para entonces, el vehículo colgaba casi en vertical. La puerta se abría y cerraba con la brisa y uno de los camisones de la enana, enganchado al picaporte, ondeaba como una bandera blanca que pidiera tregua. Al cabo de unos momentos, Woodrow detuvo el caballo y a la fila de gullys adelantados; corrió hacia la otra línea, todavía parada y los obligó a avanzar hasta conseguir que ambas se igualaran de nuevo. Todas estas maniobras tuvieron de música de fondo más ruidos de objetos que se hacían trizas. Woodrow se encogía estremecido con cada crujido. Con cada chasquido, Gisella se mordía con más fuerza los labios.
Por último, Tas anunció desde lo alto de la rama que el carromato estaba equilibrado.
—Tal vez no haya sido tanto como parece —añadió para consolar a la enana.
Mas, al advertir la mirada vacía de la mujer, fija en el horizonte, desistió en su empeño.
—Bien, intentadlo de nuevo —gritó a Woodrow—. No son precisas excesivas precauciones; no es mucho lo que queda dentro.
Por el rabillo del ojo vio que el rostro de Gisella se contraía al escuchar sus últimas palabras.
El carromato comenzó otra vez a descender por el acantilado en medio de tirones y sacudidas. Gisella no se molestó en vigilar el progreso de la carreta; en lugar de eso, tomó asiento en el romo saliente de una raíz del ciprés e inició un monólogo inconexo en el que había más cifras que palabras. Era obvio que calculaba cómo recuperar lo perdido unos minutos antes.
—Más despacio, más despacio —advirtió Tas al aproximarse la carreta al fondo.
Woodrow se alegró de que la pelirroja enana no observara la maniobra, porque le fue del todo imposible reducir la velocidad de bajada del vehículo en los postreros treinta metros. Los gullys tiraron de la cuerda con empeño; pero en vano. El joven humano percibió con claridad en las líneas la llegada del carromato, acompañado de un pesado golpe amortiguado por la distancia. Con los ojos entrecerrados, buscó en Tas la confirmación de sus temores.
—¡Chico, qué aterrizaje! —dijo el kender con un hilo de voz—. Las ruedas se han encorvado un poco, pero la carreta está en buenas condiciones.
Woodrow suspiró. Desalentado, con los hombros hundidos, se apoyó en uno de los caballos.
Tasslehoff descendió del árbol y se aproximó cauteloso a la enana.
—Ha llegado a la orilla —anunció, con tono despreocupado—. Lo mejor será que me deslice por una de las cuerdas y suelte las poleas para que bajemos los caballos y a usted y a todos los que continúen el viaje.
Gisella movió con levedad la cabeza al tiempo que respiraba hondo. El kender entendió su gesto como de aquiescencia y volvió al ciprés. Woodrow lo esperaba.
—¿Cómo se encuentra la señorita Hornslager? —se interesó.
—Lo superará —dijo Tas—. Sólo necesita descansar un rato. Aquél camisón enganchado en el picaporte acabó de hundirla. Es una pena que te lo perdieras, Woodrow. Las cosas volaban por todas partes. ¡Chico, qué espectáculo!
—No volverá a dirigirme la palabra —gimió el joven—. No la culparía si me despidiera y me dejara plantado aquí mismo, con estos gullys. En tal caso, ni siquiera sabría cómo regresar a casa.
—Te prestaría uno de mis mapas —ofreció Tas.
El semblante del joven se puso lívido, pero el kender no se percató de ello, ocupado en despojarse de correas, equipo y saquillos a causa del inminente descenso.
—En cualquier caso, no fue culpa tuya —añadió—. Gisella no te recriminará por lo ocurrido. Está un poco abatida, eso es todo. Reacción, por otro lado, bastante común entre los enanos. Por lo visto, es algo que no consiguen evitar. Cada vez que mi amigo Flint se deprime, no hay nada que le levante el ánimo hasta que él mismo cambia de humor.
Tras desembarazarse de todo, excepto la camisola, las calzas y los zapatos, el kender se preparó para acometer el descenso. Gateó a lo largo de la rama para alcanzar las poleas y acto seguido se aferró a una de las cuerdas.
—Buena suerte —le deseó Woodrow.
—Lo mismo te digo —replicó Tas, mientras agitaba una mano en señal de despedida.
Un momento después inició el largo, largo camino que lo separaba del barco, doscientos metros más abajo.