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—¡Orden! ¡Orden!

El mazo del alcalde Merldon Metwinger rebotó sobre la sólida mesa de madera que hacía las veces de Estrado del Tribunal del Consejo de Kendermore. Los representantes del poder legislativo de la ciudad se reunían un jueves de cada cinco y todos los lunes en cuya techa figurara el número dos. Los viernes que tuvieran techa impar, el alcalde presidía la audiencia, día en que se juzgaban los casos delictivos, así como también se resolvía cualquier disputa doméstica o de comunidad. Hoy era uno de esos viernes.

Una de las obligaciones del alcalde consistía en reunir a los miembros del consejo para que actuaran de jurado en los casos criminales, el Día de Audiencia. A pesar de que en los registros de la ciudad aparecía una lista con los nombres de los sesenta y tres concejales electos, la mayoría de ellos pertenecientes a los gremios más importantes de Kendermore, el alcalde Metwinger se encontraba hoy acompañado en el estrado tan sólo por cinco ediles. Tras ímprobos esfuerzos había conseguido encontrar a seis en su recorrido matinal por la ciudad, pero había «extraviado» a uno de ellos en el camino al ayuntamiento.

El venerable kender se frotó la frente con aire distraído y dejó que su mano subiera hasta la cabeza y rascara el cráneo adornado con un copete canoso. Bajo las largas patillas, símbolo de sangre noble entre los de su raza, sus mejillas aparecían todavía arreboladas por la agotadora búsqueda de los concejales y el vano esfuerzo por llamar al orden a la asamblea. El alcalde se estremeció al llegarle una corriente de aire; se arrebujó en su toga púrpura, ribeteada con pieles, y se subió el cuello hasta la puntiaguda barbilla. Dirigió una fugaz ojeada a su derecha y contempló el origen del frío soplo de viento.

A menos de un metro del extremo del Estrado del Tribunal, un amplio hueco se abría al exterior donde debería encontrarse la cuarta pared de la sala. La suave llovizna otoñal y las ocres hojas desprendidas de los árboles se arremolinaban a los pies del alcalde. No pasaría mucho tiempo antes de que el viento arrastrara al interior los copos de nieve que se apilarían en el borde del suelo y nadie sabría dónde terminaba éste y dónde comenzaba el vacío. Metwinger tomó nota mental para resolver esta situación, aunque estaba seguro de que echaría de menos la espléndida vista de que disfrutaba.

Aquélla sala era una de las muchas existentes en el segundo piso de un edificio de cuatro alturas destinado a todos los ministerios públicos y despachos gubernativos. Situado cerca del centro de la ciudad, el inmueble se había construido hacía más de un siglo. Siguiendo la tradición kender —o tendencia arquitectónica—, cada piso estaba más inacabado que el inmediato inferior, por lo que la última planta tenía el aspecto de hallarse en plena construcción. La primera planta, constituida por dos inmensos salones, estaba finalizada, aun cuando había sido despojada largo tiempo atrás de cualquier objeto valioso. El segundo piso estaba casi acabado, si se exceptuaba la pared exterior de la sala de audiencias. El tercero contaba con todas las paredes externas, pero carecía de unas cuantas puertas necesarias; los constructores kenders preferían finalizar una habitación antes de colocar los dinteles para dejar la situación del emplazamiento al antojo del ocupante en lugar de decidirlo ellos de forma arbitraria. ¡Se habían dado casos de albañiles que quedaron atrapados en un cuarto sin salida! La mayor parte de la cuarta planta eran vigas al descubierto, marcos de ventanas y algún que otro tabique medianero.

Como cabía esperar, poco después de terminar el edificio, surgió el primer problema: los constructores habían olvidado incluir una escalera que conectara los cuatro pisos. Los ocupantes de las plantas altas se vieron forzados a escalar las paredes de piedra y acceder a las habitaciones a través de las diminutas ventanas. De este modo, la falta de la pared exterior de la sala de audiencias constituyó una gran ventaja. Sin embargo, las quejas por accidentes mortales sufridos en el acceso diario al ayuntamiento, en especial entre los sucesivos alcaldes, indujo a que se construyera, al cabo de unos diez años, una elegantísima escalera central de madera barnizada, diseñada en espiral, y que trepaba a lo alto en un constante círculo decreciente. (El paso llegaba a ser de verdad angosto en el último tramo).

Al pueblo kender le gusta mucho la política, pero no hay causa en la que ponga más entusiasmo que en aquella cuyo fin primordial satisfaga su constante necesidad de cambio. Merldon Metwinger era el alcalde número 1397 de la ciudad. No todos habían pertenecido a la raza kender. De una de las paredes de la sala del consejo colgaba el retrato del cuadragésimo séptimo alcalde, un duende llamado Raleigh que obtuvo gran prestigio por el acierto de su gestión y que había ostentado el cargo durante casi un año. Según los rumores, Raleigh presentó la dimisión tras una disputa acaecida a raíz de la misteriosa desaparición de su olla de oro. Mil trescientos cincuenta alcaldes habían vestido la codiciada toga de terciopelo púrpura en las subsiguientes tres centurias. Merldon Metwinger había tomado posesión del cargo hacía poco más de un mes, período que, si bien no establecía un récord, sí superaba la media de permanencia en el puesto.

Elegido por accidente cuando sus conciudadanos confundieron sus anuncios de prestamista por carteles propagandísticos electorales, Metwinger descubrió que disfrutaba con tan pomposa situación; en particular, le gustaba la toga púrpura que contaba con un sinnúmero de bolsillos secretos.

Al dirigir la mirada a la concurrencia de la sala, el alcalde Metwinger se frotó las manos en un anticipado gesto de malicioso regocijo; la jornada prometía ser un excitante Día de Audiencia. Dos ancianos kenders de cabello blanco disputaban con brío a causa de una depauperada vaca lechera cuyos ojos estaban desorbitados por el terror; cada uno de los litigantes tiraba de las orejas del animal que asomaban a través de unos agujeros practicados en un raído sombrero de paja. A Metwinger le habría gustado verlos subir la vaca por las estrechas escaleras hasta la sala de audiencias.

También se hallaban presentes y aguardaban su turno ante el tribunal, un hombre y una mujer kenders, obviamente casados a juzgar por el modo en que se miraban el uno al otro. Junto a ellos, otra kender con aspecto de matrona agitaba iracunda un rodillo de amasar frente a un chiquillo rubicundo al que asía por la oreja puntiaguda. Metwinger observó que un kender cincuentón, que parecía muy contento, se abría paso entre la concurrencia y tomaba asiento en silencio. Tras él entraron dos damiselas muy bien vestidas —con la cólera impresa en sus semblantes—, que avanzaron desgarbadas, a trompicones, ya que cada una de ellas calzaba un zapato rojo perteneciente sin duda al mismo par. Metwinger estaba impaciente por escuchar su caso.

—La Audiencia da comienzo —proclamó el alcalde, al tiempo que golpeaba una vez más la mesa con su mazo—. ¿Quién es el primero?

—¡Yo!

—¡Yo!

—¡Nosotros!

—Escucharé en primer lugar a los dos de la vaca —ordenó el alcalde Metwinger.

Los demás se sentaron en medio de murmullos de enfado y comentarios alusivos a la madre del alcalde.

Los dos granjeros se adelantaron con aire respetuoso, empecinados en no soltar las orejas de la vaca. Se presentaron como Digger Dunstan y Wembly Cloverleaf.

—Verá, su señoría, Dorabell es mía… —comenzó Digger.

—¡Bossynova es mía y lo sabes bien, Digger Dunstan! —protestó el otro, mientras le asestaba un posesivo tirón a la oreja del animal—. Dorabell… ¡vaya nombre más idiota para una vaca! ¡Y quítale ese estúpido sombrero! ¡A ella le gustan más las plumas sujetas tras las orejas!

—Bien, eres un gran experto en estupidez, Wembly Cloverleaf —se mofó el primero—. ¡Cabeza hueca, sesos de mosquito, remedo de granjero! Te la llevaste de mi prado…

—¡Después de que tú te la llevaras del mío!

—¡No es cierto, pedazo de buey!

—¡Sí que lo es, engendro de ogro!

—¡Te digo que no!

—¡Que sí!

Como era de esperar, estalló una trifulca. Los dos granjeros se abalanzaron el uno contra el otro sobre el escurrido lomo de la aterrorizada vaca y se agarraron por el cuello. Muy pronto, todos los asistentes a la asamblea habían decantado sus preferencias por uno u otro bando y se sumaron al altercado, alentados por los gritos de ánimo de concejales y alcalde.

La propia vaca zanjó la batalla. Mugió frenética, corrió entre el tropel de kenders, pasó ante el Estrado del Tribunal y enfiló al hueco que se abría al vacío. El alcalde estiró el cuerpo sobre el tablero de la mesa y se las ingenió para asir al aterrorizado animal por el collar, justo a tiempo de detenerlo a unos centímetros del precipicio.

—Así que ambos afirmáis que os pertenece —dijo después entre jadeos.

—¡Era mía en principio! —aullaron ambos, al tiempo que calmaban a la vaca.

Metwinger se arregló la toga y tomó asiento de nuevo. Mientras los observaba acariciar amorosos al animal, al alcalde se le ocurrió una idea súbita.

—En tal caso, os la repartiréis —sentenció, pensando que su ocurrencia no sólo era brillante sino también justa en absoluto.

Los dos litigantes lo contemplaron perplejos.

—¿Qué la cortemos en dos? —balbuceó Digger.

—¡Oh, no! No es ésa la solución a la que me refiero —protestó indignado el alcalde—. Lo que quiero decir es que habréis de compartirla. Tú, Digger, la tendrás los días impares, y tú, Wembly, los pares.

—¡Pero su cumpleaños cae en día impar! —se lamentó Wembly.

—¡Y el Día de Todas las Vacas es par! —se quejó Digger.

—Muy bien, así se compensa lo uno con lo otro —opinó el alcalde quien, tras dedicarles una sonrisa de disculpa, inquirió—. ¿Quién es el siguiente?

—Una sentencia brillante —susurró el concejal Arlan Brambletow, quien opinaba en secreto que la toga de terciopelo rojo le sentaría como anillo al dedo.

Metwinger estaba radiante de orgullo por su magna sabiduría. El Consejo de Kendermore jamás contó con la presidencia de un alcalde tan brillante, se dijo. Hinchado de vanidad, indicó con un gesto que se aproximara el kender de aspecto feliz, quien expuso su queja contra la ciudad.

—No se trata en realidad de una queja, su alteza —aclaró el hombre, muy nervioso por la presencia del alcalde.

Metwinger enrojeció de placer.

—Llámame Señoría. No soy un rey, ¿sabes? No todavía, en todo caso. Prosigue con tu historia.

—Verá, hace poco el ayuntamiento ha empedrado una nueva calle cerca de mi casa; demasiado cerca, a decir verdad.

—Adivinaré lo que te molesta —interrumpió el alcalde, que había atendido quejas semejantes con anterioridad—. El equipo de construcción era muy ruidoso, muy silencioso, o muy descuidado en su trabajo. O quizá tus impuestos han sufrido un fuerte incremento.

El kender estaba perplejo.

—Oh, no, ninguna de esas cosas. Es decir, tal vez la subida de los impuestos sí haya sido un poco exagerada… Pero los obreros eran unos tipos muy amables; hice amistad con ellos dado que construyeron una calle que atraviesa mi casa justo por el centro.

El alcalde se reclinó en el respaldo de su sillón, e inquirió con acento aburrido.

—Entonces, ¿cuál es tu queja?

—Señoría, no creo que el trazado de la calle estuviera proyectado a través de mi casa. Al menos, nadie me lo advirtió.

—El ayuntamiento está muy atareado, ¿sabes?, y no puede informar a un vecino de estos pequeños asuntos. Imagino que pretendes que el municipio altere sus planes y desvíe la calle —concluyó con un suspiro.

El kender parecía alarmado.

—Oh, no, señoría. ¡Nunca había tenido tantos amigos! Entran, salen, van, vienen… ¡pasan carruajes procedentes de todo el mundo! Lo que en realidad me gustaría es obtener un permiso para abrir una posada.

El alcalde movió la cabeza con aire pesaroso.

—En tal caso, solicítalo al Departamento de Expedientes de Permisos para Posadas; sube las escaleras, el primer cuarto a la derecha… ¿o es a la izquierda?

El alcalde subrayó sus indicaciones y señaló hacia la parte posterior de la sala, a la izquierda de la habitación, pero el kender no manifestó ninguna intención de marcharse. En lugar de eso, negó con la cabeza.

—No, está equivocado. Estuve allí y me informaron que es usted quien expide las licencias.

—¿Dijeron eso? —bramó Metwinger—. Entonces, ¿qué demonios hacen ellos?

El alcalde se volvió hacia los miembros del consejo en busca de respuestas. Todos se encogieron de hombros menos uno, Bario Twackdinger, el panadero, un tipo muy servicial.

—¿No trazan las nuevas calles? —aventuró.

—Qué más da —suspiró resignado Metwinger—. Si dicen que nosotros somos los que concedemos las licencias, será cierto. Muy bien, abre una posada. ¿El siguiente?

Al mismo tiempo que el flamante y autorizado posadero salía feliz por la puerta, un barrigudo humano calvo penetró en la sala. Phineas Curick se sentó en la última fila de bancos y controló su nerviosismo. Le había llevado horas llegar hasta allí. Creía saber la localización del ayuntamiento, pero en algún momento había tomado un giro equivocado y hubo de detenerse y preguntar la dirección. Las indicaciones recibidas le habían llevado a los arrabales de Kendermore, casi fuera de los límites de Goodlund.

No obstante, lo que más le perturbaba, era constatar que la exasperación había obnubilado su habitual sentido común. ¡Qué ocurrencia preguntar por una dirección a los kenders!

También le irritaba el hecho de que por último había encontrado el ayuntamiento por casualidad. Con la cabeza gacha, farfullaba disgustado mientras se encaminaba hacia donde creía se encontraba su consultorio, y había estado en un tris de chocar contra la pared de un inmueble. ¡La calle por la que caminaba terminaba en el mismísimo muro oeste del ayuntamiento! En un estado de absoluto aturdimiento, no cayó en la cuenta del lugar en que se encontraba hasta que un kender, preocupado por su aspecto, se acercó a prestarle auxilio. El buen samaritano vestía un uniforme sobre el que lucía prendida una insignia; la chaqueta le quedaba tan pequeña que los botones estaban a punto de estallar. El hombrecillo lo guió al interior del edificio y le ofreció un vaso de agua.

—¿A quién demonios se le ocurre poner una casa en medio de la calle? —se lamentó quejoso Phineas.

—Oh, todas las calles llevan al ayuntamiento —explicó solícito el guardia kender.

El humano lo miró con expresión estúpida y sacudió la cabeza.

—Olvídalo —dijo por fin—. ¿Dónde está la prisión?

—En Kendermore no hay prisión; no tendría sentido. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso eres tú un prisionero?

—¡No, no lo soy! —rugió Phineas ofendido.

El humano tenía la completa seguridad de que Saltatrampas había dicho que estaba en la cárcel. Con el ceño fruncido, Phineas discurrió otro modo de formular la pregunta.

—Si Kendermore retuviera a alguien como prisionero, ¿dónde se le encerraría?

—Bueno, eso depende… Por cierto, ¿no tienes algún caramelo?

De no ser por la expresión de genuina inocencia impresa en el rostro del kender, Phineas habría sospechado que el hombrecillo le exigía un soborno. De cualquier modo, el resultado sería el mismo.

—No lo sé. Echaré una mirada —respondió el humano.

Metió las manos en los bolsillos y sacó su contenido: dos monedas de acero y un cortaplumas. Con un suspiro, dejó sus escasas posesiones en las extendidas palmas del kender.

—Lo siento, no llevo caramelos. Y ahora, dime, ¿de qué depende?

—¿Eh?

El guardia estaba absorto en el funcionamiento del mecanismo de la navaja. Por último, regresó al mundo y enfocó la mirada en el humano.

—Dependería de lo que hubiera hecho y a quién. ¿Cómo se llama?

—Creo que su nombre es Saltatrampas Furrfoot, pero no sé el motivo por el que lo encarcelaron.

El kender levantó los ojos y lo observó irritado.

—No sabes adónde vas ni a quién visitas y además también ignoras lo que ha hecho.

Phineas se sintió como un estúpido, lo que contribuyó a acrecentar su mal humor. El único comentario de Saltatrampas, aparte de que estaba en prisión, fue que su sobrino se casaría con la hija del alcalde. El semblante del humano se iluminó.

—Creo que guardaba cierta relación con el alcalde.

—Dado lo poco que sabes, has tenido la buena fortuna de dar conmigo para sacarte del embrollo —replicó jactancioso el guardia, al tiempo que hinchaba el pecho, con lo que los botones casi saltaron—. Hoy es Día de Audiencia, así que el alcalde… veamos, ¿es Metwinger este mes? No estoy seguro, ya que hoy sustituyo a mi hermano en su puesto. Nuestro respetable alcalde celebra la audiencia en el tercer piso; si te das prisa, quizá todavía estés a tiempo de hablar con él.

Con esto, el kender salió de nuevo al exterior del edificio con el cortaplumas de Phineas entre sus pequeñas manos y las monedas que tintineaban en su bolsillo.

El humano torció el gesto mientras el satisfecho kender se alejaba. Luego se bebió el agua de un trago y subió a la carrera la espiral cada vez más estrecha de las escaleras hasta alcanzar el tercer piso. Una vez allí recorrió todos los cuartos, uno tras otro; estaba al borde del paroxismo cuando llegó al último, en el que encontró a una mujer de la limpieza, a juzgar por la fregona en la que se apoyaba y el cubo colocado boca abajo en el que se sentaba. La kender parecía mucho más interesada en su juego de canicas que en ordenar y arreglar la habitación. Le dijo que la audiencia se celebraba en el segundo piso, no en el tercero. A buen seguro, fue en aquella planta donde Phineas localizó, por fin, la sala en la que se reunía el consejo.

No tenía idea del procedimiento a seguir, así que se sentó atrás para observar. En cualquier caso, había otros que aguardaban turno antes que él, incluido el matrimonio que en aquel momento presentaba su caso.

—… Por tanto le dije, «éstas son mis piedras especiales: mis ágatas, mis amatistas, y mis bermejos rubíes». Las colecciono, ¿comprende, señoría? «Así que no se te ocurra tocarlas».

Quien hablaba era la mujer, una kender de aspecto acaudalado, cuya edad resultaba difícil de calcular ya que, aun cuando su rostro tenía muchas arrugas, sus manos por el contrario eran suaves y delicadas.

—¿Y qué hizo? —preguntó al alcalde.

—Tocarlas —respondió éste, inseguro.

—¡No sólo las tocó, sino que las metió en su cubilete de piedras!

El rostro de la kender era una mezcla de ultraje y asombro.

—¿Las puso en su jarra de cerveza? —inquirió perplejo el alcalde.

—No, señoría. Eso es lo que piensan todos cuando les digo que colecciono cubiletes demoledores de piedra —intervino el marido con tono divertido.

Su edad era tan indescifrable como la de su esposa. Tenía el cabello de un castaño apagado, sujeto en un tirante copete del que escapaban unos mechones que le daban un aspecto desgreñado. También lucía una barba corta y rala, cosa poco habitual en un kender.

El hombre se acercó al Estrado del Tribunal y se dirigió sólo al alcalde.

—¿Sabía que la historia del extraño cubilete demoledor de piedras gnomo —un artefacto en forma de tambor, accionado por manivela, utilizado para triturar las piedras hasta pulverizarlas— es extensa y muy interesante? No, seguro que no lo sabía. De hecho, muchos expertos opinan que a lo largo de centurias los cubiletes de piedra han jugado un papel primordial en la configuración del mundo tal como hoy lo conocemos. ¡Tal vez ninguno de nosotros estaríamos vivos a no ser por los cubiletes de piedra! Mucha gente no lo sabe, pero…

—¡Yo sí lo sé! —protestó la esposa, al tiempo que se llevaba las manos a las orejas—. ¡No escucho otra cosa, en especial desde que pulverizaste mis piedras más bonitas!

El hombre se volvió hacia su esposa y trató de disculparse.

—No fue culpa mía que tus gemas se trituraran. Las dejaste donde cualquiera se las podría haber llevado, así que las guardé en el cubilete. Por desgracia, olvidé que estaban allí cuando pulvericé posteriormente unas piedras.

—¿Cómo que las dejé donde cualquiera las hubiera cogido? ¡Estaban en una caja, metida a su vez en otra, que escondí bajo una baldosa suelta frente a la chimenea! —gritó ella, al tiempo que le propinaba un puñetazo en el brazo.

—¡Exacto! —exclamó el marido, quien se alejó prudente, en tanto se frotaba el brazo dolorido—. ¡Todo el mundo sabe que el primer sitio en donde se debe buscar es bajo las losas sueltas del suelo! ¡A nadie se le ocurriría buscar dentro de un cubilete! ¿No está usted de acuerdo, señoría?

—¿Eh? ¿Cómo?

Metwinger, cogido por sorpresa, levantó la mirada que tenía clavada bajo la mesa. La discusión lo aburría y se había quedado absorto en la contemplación de las brillantes hebillas que adornaban las botas del concejal Barlow Twackdinger.

»Eh… sí —articuló, con un gesto de culpabilidad impreso en su semblante—. En mi opinión, alguno de vosotros habrá de desarrollar una nueva afición. Es evidente que la colección de gemas no es la elección más apropiada para una mujer cuyo esposo es aficionado a los cubiletes demoledores.

El alcalde se disponía a sugerir una solución específica para su caso cuando, ante su sorpresa, la pareja exclamó al unísono:

—¡Una idea brillante!

Y, sin más, salieron por la puerta cogidos de la mano; sus voces se escucharon conforme descendían por la escalera.

—Bien, cariño, habrás de ser tú quien cambie de afición —opinó la esposa con voz animada—. Al menos, mis gemas son valiosas.

—¿Valiosas? ¡Querida, mis cubiletes demoledores sí son una inversión que no tiene precio!

La sesión del consejo prosiguió con los asuntos pendientes. De pronto, un tender irrumpió en la sala con una carretilla repleta de ladrillos. El recién llegado, con la frente perlada de sudor, explicó que su vecino había arrojado aquellos ladrillos desde la ventana de su casa hasta su propia vivienda, un piso más abajo. Según parecía, no era aquello lo que le molestaba, porque les daría un buen uso. El problema era que los adobes no se habían detenido en su casa, sino que habían caído a la planta inmediatamente inferior al romper el frágil y delgado suelo de su vivienda y ahora tenía dificultades para que se los devolviera el vecino de abajo. Phineas inclinó la cabeza sobre el pecho y no tardó mucho en quedarse dormido.

—¡Eh! ¿Dónde están mis botas? —interrogó Barlow Twackdinger de manera inesperada.

Los ojos del concejal, sobre su enharinada nariz, contemplaron inquisitivos al alcalde, sentado a su derecha en el Estrado del Tribunal. Éste asumió una expresión de aparente desconcierto al encontrar las forradas botas en uno de sus innumerables bolsillos y farfulló una disculpa.

—Oh, habrás metido los pies en mi toga y, de un modo u otro, tus botas se cayeron dentro.

Dicho esto, se las entregó a Barlow, aunque antes sus dedos acariciaron las brillantes hebillas y las afelpadas punteras.

—Son muy bonitas —añadió—. A pesar de estar manchadas de harina.

—Claro que son hermosas. ¡Y mías!

El inesperado aserto lo hizo el consejero Windorf Wright, dirigente del gremio de granjeros de Kendermore, al tiempo que arrebataba las botas de las manos de Bario. Windorf era de constitución más corpulenta que la media normal de un kender. Vestía un jubón de color rojo brillante que le quedaba demasiado ajustado para resultar cómodo; llevaba la cabeza afeitada hasta el ralo copete a fin de que sus orejas, delicadas y puntiagudas, lucieran en todo su esplendor.

—¡No serán tuyas hasta que me hayas pagado las gallinas y las hortalizas que me prometiste a cambio!

En esta ocasión, el que intervino fue Feldon Cobblehammer, quien se lanzó a través de la mesa a tal velocidad que pareció un borrón azul en movimiento, y logró su propósito de arrebatar las codiciadas botas a Windorf.

En el estrado estalló una refriega y al poco volaban por el aire tres pares de botas. Huroneando con alegre despreocupación en medio del revoltijo de concejales, el alcalde encontró unos cuantos colmillos de animal, un juego de dados de madera —que eran iguales a los que le habían desaparecido en fecha reciente— y unos pastelillos de aspecto muy apetitoso. No acababa de guardarlos en un bolsillo cuando alguien lo asió por el copete y le propinó un tremendo martillazo con su propio mazo. Metwinger se desplomó inconsciente en el suelo, junto al Estrado del Tribunal.

Phineas despertó con un sobresaltado ronquido. Una rápida ojeada a su alrededor le hizo ver que todos los asistentes a la asamblea, excepto él, se hallaban enzarzados en la trifulca. La muchedumbre, como una descomunal pelota viviente, rodaba imparable en dirección a la puerta… ¡y a su asiento! Se puso de pie de un salto, se lanzó de cabeza hacia el rincón de la izquierda, lejos del acceso, y aterrizó de bruces entre las dos últimas filas de asientos, a escasos centímetros de la inexistente pared del exterior.

Incorporado sobre los codos, giró la cabeza y miró a su espalda. La silla que antes ocupara estaba convertida en astillas tras el paso de la algarada. Embotellada en el quicio de la puerta, la arracimada masa de cuerpos salió despedida en un revoltijo de piernas y brazos ondeantes, secundado por gritos de júbilo salvaje. Incorporándose al unísono, los integrantes de la bola viviente se lanzaron escaleras abajo hacia el vestíbulo con el propósito de reanudar la interrumpida contienda.

Solo en la estancia, Phineas se puso de pie poco a poco al tiempo que sacudía la cabeza para librarse del aturdimiento en que se hallaba sumido desde hacía horas. Había salido de su casa a la caza de un premio prometedor para vagar por toda la ciudad y casi perecer aplastado por una muchedumbre de kenders exaltados. Y todo ¿para qué? ¡Para nada! ¡Aún no tenía la más remota idea de dónde se encontraba Saltatrampas!

—¡Vaya, qué espléndido Día de Audiencia! —farfulló una débil voz que salió tras el Estrado del Tribunal. Una pequeña mano asió el borde de la mesa y tras ella apareció el dueño de la voz. Phineas reconoció la desgreñada cabeza del alcalde Metwinger, con el copete deshecho por completo. Al divisar al humano en la parte trasera de la estancia, arqueó las cejas sorprendido.

—¡Hola! —saludó después.

Phineas no salía de su estupefacción, pero procuró ser cortés en sus preguntas.

—Buenas tardes, señoría. ¿Acaso estas trifulcas son un hecho cotidiano?

Metwinger procuró arreglarse el desordenado cabello. La cabeza le zumbaba y no se encontraba muy bien.

—Oh, por supuesto que sí —respondió con un soplo de voz—. Las reyertas se inician después del segundo o tercer caso. Lo último que recuerdo es que alguien me golpeó con mi propio mazo.

El alcalde Meldon Metwinger logró ponerse de pie y se sacudió las mangas de la túnica. Entonces cayó en la cuenta de que ya no vestía la toga de terciopelo púrpura, sino una capa azul brillante que se parecía mucho a la que llevara puesta al inicio de la audiencia el concejal Feldon Cobblehammer. Alisó los pliegues de la esclavina y decidió que aquel color le sentaba a las mil maravillas.

Phineas se acercó presuroso, decidido a aprovechar aquel inesperado golpe de suerte.

—Señoría, tengo entendido que usted sabe el paradero de un tal… —El humano anduvo con pies de plomo en caso de que el tema incitara el enojo del alcalde—… de una persona llamada Saltatrampas Furrfoot.

—Saltatrampas… Saltatrampas… Conozco a un montón de Saltatrampas. Descríbemelo.

Phineas entornó los ojos en un supremo esfuerzo por concentrarse. La mayor parte del encuentro nocturno con el kender había transcurrido en medio de la penumbra.

—Lleva el cabello sujeto en un copete, tiene el rostro lleno de arrugas, y no es muy alto…

El humano comprendió consternado que aquella descripción encajaba con todos y cada uno de los kenders existentes desde la aparición de su raza.

—Colecciona huesos raros —añadió a la desesperada.

—¡Ah, ese Saltatrampas! —exclamó rotundo el alcalde—. ¿Por qué no lo dijo antes? ¡Es un gran amigo al que aprecio mucho y pronto seremos parientes! Su sobrino y mi hija Damaris están comprometidos desde la cuna, ¿sabe? Sí, claro que sé dónde está. Lo metí en prisión.

Para su sorpresa, Metwinger hizo tal afirmación sin que en su voz se percibiera preocupación o remordimiento.

—¿Ha hecho prisionero al futuro tío político de su hija? ¿Qué delito ha cometido?

Phineas hizo la pregunta a pesar de que en lo más hondo de su conciencia una vocecilla le decía que no comprendería la respuesta.

—¡Oh, ninguno! —contestó despreocupado el alcalde—. Su sobrino se retrasaba para la fecha prevista de la boda, así que enviamos a un cazador de recompensas en su búsqueda; que, por cierto, es el procedimiento habitual seguido con los novios obstinados en mantener su soltería. Teníamos que hacer algo que nos asegurara su regreso y pensamos que lo mejor era encerrar a su tío favorito. Y ahora, si no le importa, me retiro. Tengo una fuerte conmoción.

El alcalde se dio media vuelta en dirección a la puerta, pero sus pasos fueron tambaleantes. Phineas se interpuso en su camino y lo agarró por el brazo.

—Siento molestarlo con todo esto, señoría, pero he de liquidar una deuda pendiente —improvisó de forma atropellada.

Metwinger levantó los ojos vidriosos al rostro del humano.

—Si tengo dinero, se la pagaré —dijo, y rebuscó en los bolsillos—. ¿A cuánto asciende…?

—No, señoría. No me refiero a usted, sino a Saltatrampas Furrfoot. Si pudiera charlar un rato con él, estoy seguro de que llegaríamos a un acuerdo —explicó Phineas, mientras hacía un gran esfuerzo para mantener la calma.

El alcalde se sujetó al borde de la mesa, ya que el suelo de la sala, con total desconsideración a su estado, se mecía y se hundía bajo sus pies. ¡Qué bonitos colores tenían las chispas que danzaban en el aire!, pensó para sí.

—Él no está aquí —articuló tras un gran esfuerzo.

—Sí, eso ya lo sé, señoría. ¿Dónde lo tienen prisionero?

—En la cárcel, querido amigo —farfulló de forma incoherente Metwinger, en tanto se encaramaba a la mesa—. En el palacio. Ésta noche celebramos una fiesta. Ponte tu traje azul para que haga juego con mi nueva capa…

Sin más, el alcalde se derrumbó sobre la fría madera y cerró los párpados.

—Gracias, señoría —dijo Phineas con un suspiro de alivio.

El humano salía a toda prisa de la sala cuando un súbito aguijonazo de culpabilidad lo hizo detenerse. Contempló al amodorrado alcalde; ¿se marcharía dejándolo en aquel estado? Después de todo, era médico; bueno, más o menos. Phineas no creía que Metwinger muriese; en el peor de los casos, su señoría se sentiría como si en lugar de cabeza, tuviera una calabaza cuando despertara.

Justo en aquel momento, varios kenders entraron por la puerta; reían alborozados; el humano los reconoció como algunos de los concejales que se sentaran en el Estrado junto al alcalde. Phineas ideó con rapidez la acción a seguir; sin pensarlo dos veces, corrió hacia los recién llegados.

—¡Ha ocurrido un terrible accidente! El alcalde se ha dado un golpe en la cabeza. ¡Atendedlo mientras voy en busca de ayuda! —gritó.

Sin más, el humano salió corriendo por la puerta. Estaba seguro de que los concejales no seguirían sus instrucciones; esperar con paciencia no era una de las principales virtudes de los kenders. No tardarían en decidir que lo que le hacía falta al alcalde era una zambullida en agua fría o tal vez un trozo de tarta de grosellas y lo sacarían de allí a empujones. Metwinger estaba en buenas manos. Phineas bajó las escaleras deprisa.

¡Al fin había encontrado a Saltatrampas!