—¡No lo entiendo!
Era la décima vez que Tas repetía aquella frase en el transcurso de la mañana. El kender estaba sentado en el pescante del carromato, flanqueado por Gisella y Woodrow, con el mapa desplegado por completo sobre las rodillas.
—El poblado de los que-shu estaba situado en el punto donde debía estar, justo en medio de la llanura. Recorremos el Camino de la Salvia del Éste, que también está en su sitio; pero esto debería ser una planicie, ¿correcto? —preguntó, en tanto trazaba un arco con el brazo y señalaba al frente—. Entonces, ¿de dónde han salido estas montañas? ¿Ha tenido lugar un terremoto o algo así? ¡Todo está cambiado! —concluyó, y dio unos golpecitos en el mapa con el índice.
Gisella chasqueó la lengua para incitar a los caballos a que subieran la pendiente.
—A mí no me lo preguntes. Al fin y al cabo, el experto autor del mapa eres tú —expresó con evidente sarcasmo.
—Dije que trazaba mapas, es cierto. Pero jamás afirmé que éste fuera uno de ellos —protestó el kender, con intranquilidad.
—Lo realizó su tío Bertie —intervino el inocente Woodrow.
—Bueno, no tengo la completa seguridad de que el autor fuera él —aclaró Tas—. Tío Saltatrampas me regalo un fajo de mapas cuando alcancé la mayoría de edad y me dijo que éste perteneció a tío Bertie. Ahora que lo pienso, nunca lo he visto. Tal vez, ni siquiera sea tío mío.
Gisella pasó por alto su cháchara.
—¿Cómo llegaste a Solace? Supongo que, como cartógrafo aficionado, recordarás la ruta que seguiste —le preguntó.
—Por supuesto que la recuerdo. Vine por el sur y crucé Thorbardin y Pax Tharkas, igual que usted.
—Disculpa si pregunto, pero ¿por qué no cogimos el mismo camino para regresar? —intervino Woodrow.
Tas levantó las manos en un gesto exasperado.
—No me mires a mí. Gisella era la que tenía prisa y quería tomar un atajo. ¡Me limité a sugerir la dirección!
—No sé a qué viene esta discusión —intervino la enana, con el entrecejo fruncido—. Al mapa de Tasslehoff le faltan unas cuantas ciudades, algunas montañas; nada irremediable. La calzada está despejada y avanzamos a buen ritmo. ¡Sigamos adelante!
Al escuchar sus palabras, la expresión ofendida de Tas se tornó en una de satisfacción y Woodrow se sumió una vez más en el silencio.
De hecho, la mañana había transcurrido con absoluta tranquilidad, sin ninguna novedad digna de mención. Al despertar, se encontraron con que el grisáceo cielo lluvioso del día anterior había dado paso a otro despejado y azul. Tas se levantó temprano y, guiado por el rumor del agua que corría, llegó al arroyo. Se despojó de sus calzas manchadas de grasa y las lavó sobre una roca a la orilla del riachuelo. Al poco tiempo se habían secado con el calorcillo del naciente sol.
Woodrow, que tenía un sueño muy ligero, despertó al oír al kender que se marchaba. El joven, sin hacer ruido, cogió el saco de grano guardado bajo el pescante y dio de comer a los caballos, en previsión de la larga jornada que los aguardaba. Tras llenar el balde de los animales con agua fresca, se aventuró en la arboleda donde encontró varias zarzas cargadas con un tardío rebrote de moras.
Poco después, Gisella abandonó su lecho de mullidos almohadones y salió al exterior con las botas color frambuesa, una túnica naranja brillante y pantalones a juego, tan ajustados, que parecían pintados sobre su piel. Los rayos de sol arrancaron ardientes destellos de su cabello rojo al colarse entre las ramas de los árboles bajo los que se sentaron los tres viajeros, en torno a las cenizas de la fogata, a fin de dar cuenta del desayuno compuesto por los restos fríos del relleno de judías, las recién cosechadas zarzamoras, y agua fresca del arroyo.
Partieron del claro donde acamparan la noche anterior con un ánimo excelente y, tras una hora de camino, dejaron atrás las montañas. En el horizonte gris azulado se perfiló el poblado de los bárbaros queshu; el trazado de la calzada transcurría a menos de un kilómetro del pueblo y, cuando pasaron frente a él, divisaron con claridad la muralla pétrea que lo cercaba. Tras los muros se alzaban contra el cielo azul los tramos altos de algunos templos construidos con enormes bloques de piedra, así como un espacioso palenque. Los ojos de los bárbaros, habituados al parecer al tráfico de la calzada, observaron su paso desde lo alto de la muralla pero no hicieron el menor intento de detenerlos.
Pasado el poblado de los queshu, los viajeros se detuvieron para comer. Gisella, algo reacia, rebuscó en los escondrijos de las mercancías que transportaba y sacó un pequeño trozo del exquisito y costoso jamón ahumado de Tarsis. En tanto masticaba su ración, Tas dirigió la mirada hacia el este y oteó el escarpado perfil de la cadena montañosa por la que ahora ascendían.
—Empezamos a ir cuesta abajo —intervino Woodrow al advertir el ligero declive—. Quizás esta cordillera no figuraba en tu mapa por ser relativamente pequeña.
La faz del kender se animó de forma notable. Le satisfacía encontrar la respuesta a los misterios.
—Sí, tal vez ésa sea la razón —admitió.
No tardó mucho en hacerse más pronunciado el declive de la pendiente. Gisella tiró de las riendas con firmeza a fin de evitar que los caballos descendieran la ladera a todo galope. Por fortuna, poco después, el bosque perenne de alta montaña dio paso a los frondosos robles y arces de los cerros bajos.
—Desde aquí es una corta tirada en línea recta hasta Xak Tsaroth —anunció Gisella, al tiempo que aflojaba la tensión de las riendas.
El carromato se bamboleó, brincó y levantó nubes de polvo cuando los caballos se lanzaron al galope. El pequeño cuerpo del kender rebotó como una pelota, pero la alocada carrera fue tan de su agrado, que Tas estalló en carcajadas de puro deleite aun cuando se asió con todas sus fuerzas al pescante para no salir arrojado por el aire. La fuerza del viento arrancó un torrente de regocijadas lágrimas que se desbordaron incontenibles por sus mejillas.
De repente, al otear más allá de las cabezas de los caballos, Tasslehoff parpadeó desconcertado. ¿Era por su visión borrosa a través de las lágrimas, o…?
—¡Mirad! —clamó, mientras señalaba al frente.
Gisella entrecerró los ojos y escudriñó allí donde apuntaba el índice del kender. Pero su percepción diurna no era tan aguda como durante la noche cuando, al igual que todos los enanos, su visión infrarroja le permitía captar las formas del entorno. Ahora, con la luz del día, el paisaje se volvía borroso unos veinte metros más allá de las cabezas de los caballos. Al no vislumbrar peligro alguno, no aminoró la velocidad de la marcha.
Lo que Tasslehoff apuntaba, pero ella no advertía, era que el camino acababa de pronto cincuenta metros más adelante, como si los constructores de la calzada se hubieran marchado sin finalizar el trabajo.
Unos instantes después, los caballos lanzados a la carrera resbalaron con brutalidad en un terreno pantanoso, y arrastraron tras de sí al carromato y a sus tres desprevenidos pasajeros. Tas salió disparado por el aire, calzas azules arriba y copete abajo, y aterrizó entre dos protuberancias de terreno encharcado y cubierto de musgo. El kender sacó las manos del somero charco cenagoso y se sacudió el limoso verdín. Acto seguido se puso en pie y contempló con amargura sus calzas, flamantes y limpias hasta hacía un momento. Dio un paso en dirección al carro, pero resbaló al pisar una de las escurridizas protuberancias sumergida bajo la turbia superficie y cayó de bruces. ¡Dioses, qué fría estaba el agua!, refunfuñó para sus adentros. Se incorporó con esfuerzo una vez más, y logró por fin llegar hasta el carromato; allí se sacudió como un perro mojado.
Woodrow, que no había salido despedido del carro, descendía en aquel momento del pescante con el fin de tranquilizar a los aterrorizados caballos, hundidos en el cieno hasta las cernejas de los corvejones.
—¡Mis ropas! ¡Se han estropeado! ¡Qué desastre!
Los alaridos de Gisella llegaron del otro lado de los caballos, a la izquierda del carromato. Woodrow avanzó con toda clase de precauciones entre las traicioneras protuberancias, mientras se hundía en ocasiones hasta las rodillas en el légamo. Por fin divisó a su patrona.
La mujer se encontraba sentada en la ciénaga, despatarrada, los brazos apuntalados tras la espalda en un ímprobo esfuerzo por incorporarse. Estaba sumergida en las turbias aguas hasta los amplios senos. Tan solo un par de centímetros de su traje conservaban el brillante color naranja. La enana dio un respingo cuando una rana saltó desde su hombro al cenagoso líquido.
Tenía el cabello rojo empapado y un mechón le caía sobre los ojos y se le metía en la boca. Al librarse de él con un furioso resoplido, divisó al kender, que había rodeado el carro en pos de Woodrow. Sus ojos oscuros se clavaron iracundos en Tas.
—Supongo que esta ciénaga tampoco figuraba en tu mapa; supongo que esto no es una pequeña sorpresa sin importancia que nos tenías guardada, ¿verdad?
* * *
Gisella se acomodó en el travesaño superior de la escalera trasera del carromato y vació el agua de sus botas con gesto resignado.
—Jamás volverán a ser las mismas —comentó deprimida—. Y me costaron una de las mejores noches de mi vida… —La enana se interrumpió con brusquedad al advertir la atenta mirada del kender fija en su rostro—. Eh…, olvidemos lo que pagué por ellas.
La mujer se había cambiado de ropa y vestía un sobrio (para su estilo, se entiende) conjunto de túnica y pantalón de color púrpura y unas sencillas botas negras.
Las calzas de Tasslehoff se le habían quedado pegadas a las piernas y le causaban una desazonante picazón, pero el kender no disponía de otro par de repuesto.
—Supongo que no tendremos más remedio que dar media vuelta y tomar la ruta del sur, después de todo —refunfuñó Gisella—. No llegaremos a Kendermore para la feria. Mis melones… Con el beneficio de su venta, habría renovado mi guardarropa…
—No estoy muy seguro, señora —dijo Woodrow, que apareció tras el carromato—. Me refiero a regresar y tomar la ruta del sur. He desenganchado los caballos y he recorrido con ellos un buen trecho de la ciénaga. La profundidad del agua se mantiene; en algunos sitios incluso desaparece y hay terreno seco.
El joven se apartó el rubio cabello de los ojos y contempló expectante a la enana.
—¿Y bien? —La paciencia de Gisella llegaba a su fin—. ¿Qué quieres decir, Woodrow?
—Que el agua no supera los diez o doce centímetros en la mayor parte del pantano; cierto que no resultará una tarea fácil con esas ruedas tan pesadas, pero a una marcha lenta y regular creo que lo atravesaremos sin excesivos problemas.
—¿Adónde llegaremos? ¿A Xak Tsaroth? Ni siquiera sabemos si nos encontramos cerca de esa ciudad. Ni tampoco hasta dónde alcanza el límite de este cenagal.
—No hay nada que dure toda la eternidad, señora.
La inopinada actitud filosófica del joven propició una triste sonrisa en la enana.
—La cabeza me va a estallar —se lamentó Gisella.
—Conozco un remedio para las jaquecas —ofreció Tas, servicial, y alargó las manos hacia las sienes de la mujer—. Sólo tiene que ponerse dos…
—Gracias, pero no —lo interrumpió Gisella, y se escabulló en el interior del carromato.
—… dos hojas secas de eucalipto —concluyó Tas con acento indiferente—. Pero, haga lo que quiera.
El kender subió al pescante y reanudaron la marcha. Woodrow tomó a los caballos por la brida y caminó despacio en dirección a una distante arboleda que se divisaba en lontananza. El joven mantuvo la vista fija en el terreno y eligió un paso entre las agrupaciones de musgo y las eneas de los cañaverales. El fango y el cieno actuaban como trampas succionadoras a cada paso que daba y el joven se esforzaba en engarfiar los dedos de los pies para evitar que las botas quedaran apresadas en el lodo. La lluvia del día anterior y el calor dejaron tras de sí la estela de una pegajosa humedad. La túnica gris de Woodrow colgaba en pesados pliegues sobre su cuerpo fibroso, el repulgo aparecía deshilachado allí donde el joven había desgarrado una tira que se anudó en torno a la frente a fin de enjugar el sudor. Entre aplastar mosquitos, patear culebras y procurar guardar el equilibrio, Woodrow no tuvo un momento de reposo.
Tasslehoff iba sentado junto a Gisella, quien mantenía las riendas en un simulacro ostentoso de conducir a los animales a pesar de que era su joven ayudante el que los dirigía.
El terreno era una sucesión de áreas pantanosas de aspecto seco en apariencia y vastos charcales de aguas someras. Al frente, a unos quinientos metros, surgía una extensión de matojos y árboles; los tres viajeros tenían la ferviente esperanza de que aquella floresta marcara el final de la ciénaga.
—¿De dónde procede toda esta agua? —inquirió Gisella—. No hemos visto lagos, ni siquiera un mísero riachuelo, desde que pasamos el poblado que-shu.
Tas desenrolló el mapa y señaló un punto con el índice.
—Ha de venir del arroyo que baja de esta pequeña cordillera situada justo al norte de Xak Tsaroth.
La enana resopló despectiva.
—Ése pedazo de basura no tiene más utilidad que como envoltorio de desperdicios —espetó en tanto golpeaba el reverso del mapa.
El kender articulaba una desabrida réplica cuando Woodrow se detuvo de golpe y ladeó la cabeza.
—¿Percibís ese rumor? —inquirió en voz baja.
Tanto Tasslehoff como Gisella guardaron silencio y escucharon con atención. Distante, llegaba el sonido característico del romper de las olas.
—¡Ajá! —exclamó el kender—. Ahí está el río que os anuncié.
Woodrow se mostró escéptico.
—Ése sonido lo produce algo más grande que un río —sentenció.
—Sólo hay un modo de averiguarlo —dijo Gisella.
Sin más, la enana chasqueó la lengua para que los caballos reanudaran la marcha. El joven ayudante asió una vez más las bridas hasta que alcanzaron la arboleda; luego desapareció entre los espesos matorrales. Regresó en un abrir y cerrar de ojos. Su semblante estaba tan blanco como en su momento debió de estarlo su grisácea túnica.
—¿Qué ocurre, Woodrow? —inquirió preocupada Gisella.
—No es un río, señora —respondió con voz estrangulada—. La extensión de agua se prolonga hasta donde alcanza la vista.
La primera reacción de la enana fue quedarse sin aliento.
Luego, dos pares de ojos interrogantes se volvieron hacia el kender.
Gisella, recobrada el habla, preguntó al tiempo que golpeaba una y otra vez el pecho de Tas con el índice.
—¿También olvidó tu tío Bertie indicar la existencia de un océano?