A la mañana siguiente, Phineas bajó la escalera que llevaba al consultorio con pasos desganados. Se limpió los ojos, inflamados y legañosos, con una punta de la camisola blanca. Chasqueó los labios y torció el gesto en una mueca de asco; tenía en la boca un gusto horrible, metálico, como si hubiera chupado una espada oxidada. Sin duda, era consecuencia del jarro de cerveza kender que había tomado antes de dormirse la noche anterior.
Abrió la puerta de la sala de consulta, aún envuelta en la oscuridad; encendió un trozo de vela y se encaminó directamente al anaquel donde guardaba la botella de cristal verde que contenía el elixir especial de su propia creación. Aquél brebaje era el remedio de Phineas para todo cuanto no se trataba con vendas, tapones de cera, o gafas de papel, ni fuera objeto de extracción, como un diente o una uña clavada en la carne. Lo recetaba contra jaquecas, molestias estomacales, dolor de pies, reumatismo, garganta irritada, hinchazón de ojos, sarpullidos, mal aliento, lenguas tumefactas, estreñimiento, y un sinfín de dolencias que aquejaban a los habitantes de Kendermore.
Para su sorpresa, la pócima, de sabor muy acre, era en realidad efectiva para los dolores de estómago y el mal aliento. Cobraba un precio elevado por su elixir; argumentaba que los misteriosos ingredientes procedían de «regiones peligrosas y lejanas, donde se recibía a los forasteros con espada y fuego, por lo que rara vez escapaban con vida». Los ojos de los kenders se abrían de par en par al contemplar la botella verde, y por lo general, un suave silbido escapaba de entre sus labios cuando asían con avidez tan exótica medicina.
Phineas tomó un sorbo y se enjuagó varías veces la boca. Los ingredientes especiales de su brebaje eran unas cuantas cerezas machacadas y hojas de eucalipto que recogía en el cubo de desperdicios de la cercana botica. Ningún misterio, por lo tanto, en la fabricación ni en los componentes; por supuesto, jamás había utilizado un hueso de minotauro licántropo en sus pociones, como le había asegurado al kender la noche anterior.
Al recordar a su visitante nocturno, los ojos de Phineas se posaron en la bandeja de madera sobre la que reposaba el pliego doblado.
—El tal Saltatrampas era un redomado bribón. ¡Quizá superior a mí! —admitió el humano en voz alta.
Con aire ausente, desplegó el pergamino. Era un mapa. Iba a estrujarlo entre los dedos cuando, de repente, una palabra escrita en una esquina captó su atención.
La palabra era «tesoro».
Phineas frunció pensativo el entrecejo, alisó con torpeza el pergamino y lo extendió sobre el mostrador de modo que el resplandor de la vela cayera sobre él. A la luz de la llama parpadeante, sus ojos entrecerrados estudiaron con atención el papel. Dedujo, por el desgastado título que aparecía en el extremo superior, que se trataba de un mapa de la ciudad de Kendermore. No obstante, era difícil de distinguir los detalles marcados en el antiguo y frágil pergamino. Necesitaba más luz.
La ventana de la sala de consulta daba al oeste, por lo que el hombre ni siquiera se tomó la molestia de abrirla; a aquella hora tan temprana, la claridad que entraba era insuficiente para su propósito. Phineas se encaminó a la reducida sala de espera y abrió las contraventanas de par en par a fin de dar paso al sol naciente. La dorada luz del amanecer se filtraba bajo el grueso toldo de lona. El hombre extendió el mapa sobre el banco situado bajo la ventana y arrastró un desvencijado taburete en el que dejó caer sus corpulentas posaderas. La banqueta emitió un sonoro crujido de protesta, cosa que ocurría de forma habitual cuando Phineas se acomodaba en cualquier asiento fabricado para un kender.
Y no es que pesara en exceso, al menos en relación con la media de su propia raza. Era de estatura mediana, tronco rechoncho en forma de barril y extremidades flacas como palillos. Las manos eran de un blanco lechoso y ni un solo gramo de músculo recubría su estructura. Entre sus semejantes, se lo había considerado siempre un alfeñique de quien no cabía esperar el menor peligro. Pero comparado con los kenders, era grande y corpulento; una de las principales razones por las que vivía en Kendermore.
Phineas, en tanto se mordisqueaba las uñas, repasó el viejo pergamino en busca de la palabra «tesoro». Lo revisó por segunda, por tercera vez, sin localizarla. ¿Acaso los ojos le habían jugado una mala pasada? Estaba seguro de haberla visto en el lado derecho del mapa, próximo al borde. El humano centró su atención en aquel punto.
—¡Buenoz díaz, doctor Dientez! —saludó la aguda voz ceceante de una niña kender.
Phineas dio tal respingo, que estuvo en un tris de salir despedido del chirriante taburete. La propietaria de la voz asomó la cabeza por la ventana.
—¿Eztá ya abierto? —preguntó—. Tengo ezte terrible dolor de muelaz y, puezto que ahora no hay nadie ezperando, me podría…
—No, todavía no «estoy abierto» —bramó enojado Phineas—. ¿Ves algún letrero en la puerta que lo indique?
—Bueno, no, pero la ventana zí lo eztá y creí que ze le había olvidado colocar el letrero. Laz muelaz me duelen muchízimo y… ¡Eh!, ¿qué ez ezo? ¿Un mapa?
El hombre apartó con brusquedad el pergamino y lo escondió de los fisgones ojos de la chica. Después levantó la mirada a la ventana. Una tira de lienzo blanco, anudada en lo alto de la cabeza, rodeaba con fuerza las mandíbulas de la kender.
—¿Te refieres a esto? Bueno, sí, es un mapa. Verás, trasladaré mi consulta y… en fin, sólo consideraba la nueva ubicación —improvisó con precipitación—. Por cierto: la ventana sí está abierta, pero la consulta no.
—¿Y cuándo lo eztará? —insistió, al tiempo que se acariciaba con cuidado la mejilla izquierda.
—¡No lo sé! —gritó impaciente—. ¡Vuelve por la tarde!
—¿Regrezo aquí o a zu nueva dirección?
Phineas la miró con ojos asesinos. Por lo general, los kenders no le resultaban molestos, como les ocurría a la mayoría de los humanos; pero esta chiquilla lo había sacado de sus casillas. Tal vez influía la resaca…
—¡Aquí! ¡Vuelve aquí! —gritó exasperado.
—¡De acuerdo! —respondió alegre la chiquilla—. ¡Adioz, lo veré ezta tarde!
Agitó la mano e inició una sonrisa que no llegó a esbozar. Luego, mientras se sujetaba la mandíbula con la mano, se alejó por la retorcida calle empedrada.
Con rapidez, antes de que otros kenders fisgones hicieran acto de presencia y metieran las narices en sus asuntos, Phineas extendió el pergamino de nuevo y lo revisó con meticulosidad. Un plano de las calles de Kendermore era lo más parecido a una caja repleta de retorcidas serpientes. No había dos calles paralelas —ni siquiera rectas— y todas ellas, a excepción de las avenidas principales, eran callejones sin salida. Phineas notó que los nombres de las vías públicas más importantes cambiaban, en apariencia, de forma indiscriminada. Tomó como ejemplo una cuyo nombre conocía porque se encontraba cercana al consultorio; allí se llamaba «Avenida del Cuello de Botella», pero dos manzanas más allá, en dirección éste, la misma vía llevaba el nombre de «Calle Recta» (apelativo, por otro lado, del todo inadecuado a juzgar por el trazado impreso en el mapa, que podía calificarse de cualquier cosa menos de recto), y después, justo a continuación de la palabra, la calle recibía un nuevo nombre: «Bulevar Bildor».
Y, como si todo aquello no fuera ya bastante embrollo, el cartógrafo había utilizado sus propias indicaciones que describían importantísimas marcas señalizadoras tales como: «la casa de Bertie», «aquí es donde está el nido del petirrojo», y «rodal de violetas».
Phineas llegó a la conclusión de que, a través del mapa, el enrevesado trazado de la ciudad adquiría la categoría de maremágnum. Sin embargo, preguntar una dirección a un kender era tiempo perdido, puesto que la respuesta sería, más o menos: «Gire a la derecha —¿o es a la izquierda?—, en el gran árbol verde, luego rote sobre sí mismo dos veces, pase frente a los geranios rojos —preciosos, ¿los ha visto?—, y, antes de que se dé cuenta, ¡estará allí!».
Una vez más, la palabra brotó en el extremo derecho del pergamino, pero en esta ocasión lo hizo justo frente a sus ojos. De hecho, «tesoro» formaba parte de una frase —factor que quizás había dificultado su búsqueda—, y que decía: «Aquí se halla un tesoro de gemas y anillos mágicos sin parangón». Unas fuertes pulsaciones martillearon las sienes del hombre. Phineas, con las manos temblorosas, cogió un pedazo de carbón del montón que se apilaba junto al brasero y dibujó un círculo en torno a la frase. Fue entonces cuando reparó en el signo que aparecía justo debajo de la gloriosa palabra.
Era una flecha. Una flecha que señalaba el margen derecho del mapa y cuya punta angulosa en «V» terminaba justo en el borde del pergamino. Phineas acercó el rostro al papel hasta que lo rozó con la nariz; a tan corta distancia, se advertía que la orilla estaba un poco raída, cual si se hubiera desgarrado a lo largo de un doblez.
¡El mapa se había partido en dos y la localización del tesoro se hallaba en la otra mitad!
Phineas soltó un alarido al tiempo que sacudía enfebrecido la cabeza y sus ojos recorrían ávidos el mapa en busca de una respuesta diferente. Quizá la flecha no se refería al tesoro, quizá… Pero, tras unos momentos delirantes, el hombre admitió que no había equivocación. No existía nada en absoluto en aquel extremo del mapa. Es más, tenía la certeza de que toda la ciudad de Kendermore, según él la conocía, se encontraba representada en el pergamino que sostenía en las manos.
Entonces, ¿qué había al otro lado del mapa?
¿Y dónde estaba?
Phineas realizó un esfuerzo a fin de tranquilizarse y razonar. Era más que probable que tuviera en sus manos un hallazgo único, la oportunidad de su vida. La venta de las gemas y los anillos mágicos le proporcionaría pingües beneficios con los que viviría con holgura largo tiempo. Mas, primero había que conseguir el mapa completo.
¡Saltatrampas! El kender le había dicho que aquella era su posesión más valiosa, así que, por lógica, conocía su importancia. Tal vez el extravagante kender tuviera la otra mitad. Pero ¿cómo encontraría a Saltatrampas en una ciudad tan extensa? En aquel momento, los latidos de su corazón martillearon en sus oídos cual el galope de cien caballos desbocados.
Con el entrecejo fruncido, el hombre se asomó por la ventana abierta; resopló y se burló de su propia estupidez. El golpeteo que notaba en los oídos no lo causaba el latir de su corazón, sino un desfile matinal que discurría calle abajo.
Los desfiles —si como tal se entendía cualquier clase de manifestación pública—, eran un acontecimiento diario en Kendermore. El amplio abanico de eventos susceptibles de celebración iba desde lo ridículo hasta lo sublime. Éste en particular tenía el cariz de pertenecer a la primera categoría, pensó Phineas malhumorado al divisar la banda de música. Los estridentes chiflidos de cinco pífanos y tres atronadores címbalos constituían el fragoroso acompañamiento de un kender de mediana edad que no cesaba de vocear con las manos como bocina, encaramado en el techo de un carromato demasiado escorado. Dos jovencitas kenders que lucían botas altas hasta la rodilla, faldas cortas, y blusas de talle bajo, portaban un estandarte que promocionaba la elección de alguien para el cargo de alcalde.
—¿Para qué queremos de alcalde a una ginoesfinge? —aulló el kender—. ¡Porque hasta ahora ninguna lo ha sido, por eso! Kendermore se fundó sobre las bases de libertad e igualdad —bueno, quizá no se utilizaron con exactitud estas palabras—, ¡pero afirmamos que la ginoesfinge merece que le demos una oportunidad! ¡Además, estos seres conocen unas adivinanzas estupendas!
Los pífanos prorrumpieron en una ensordecedora rechifla y los címbalos batieron con ritmo enloquecedor. La multitud prosiguió calle abajo, a los gritos y a los vítores.
Olvidado por un momento del mapa, Phineas sacudió la cabeza con gran regocijo. Una ginoesfinge para alcalde, ni más ni menos. Que él supiera, las ginoesfinges eran las hembras de una especie de criaturas con cuerpo de león; su tamaño igualaba al de los ogros, aunque eran mucho más inteligentes que aquéllos, y tendían a devorar todo cuanto les resultara molesto. Sólo en Kendermore podía darse la circunstancia de que alguien sugiriera cosa semejante. Por otro lado, la ciudad tenía alcalde y Phineas no había oído que se hubiesen convocado nuevas elecciones. Claro que, los kenders rara vez programaban algo.
Kendermore ya tenía alcalde. Phineas parpadeó cuando una idea —más bien el recuerdo de unas palabras— se abrió paso en su mente. Saltatrampas había dicho algo muy extraño, contradictorio, la noche anterior. Primero comentó que estaba encarcelado. Pero, a continuación, había añadido que su sobrino iba a contraer matrimonio con la hija del alcalde. Tal vez uno, o ambos asertos, habían sido sólo divagaciones de un viejo loco; entre ellos no existía una posible conexión. Sea como fuere, y ante la falta de alguna otra pista, todo parecía indicar que el mejor camino para encontrar a Saltatrampas era dirigirse al alcalde, quienquiera que fuese. El rostro de Phineas se iluminó con una sonrisa de puro deleite y satisfacción.
El paso del desfile había dejado una estela de kenders bajo la ventana del consultorio.
—Doctor Huesos…
—Me hace falta un corte de pelo y…
Sus voces estridentes lo hicieron volver a la realidad. Phineas sacudió la cabeza.
—¿Alguno de vosotros sabe dónde encontraré al alcalde? —preguntó brusco.
—¡En el ayuntamiento! —corearon al unísono.
—Gracias —respondió lacónico—. Hoy no habrá consulta; es fiesta, ya sabéis, el desfile, la ginoesfinge, y todo lo demás.
Con esto, cerró las contraventanas en las narices de los sorprendidos kenders. A través de los postigos se escucharon los iracundos improperios de sus decepcionados clientes, pero su mente se hallaba ya camino del ayuntamiento, a la caza de un loco o…
Phineas se negó a pensar en la alternativa implícita en aquel «o».