Al anochecer, después de que Tasslehoff, Gisella y Woodrow dejaran atrás Solace y se encaminaran en dirección éste, cayó una suave llovizna. Las estribaciones de los Picos del Centinela reemplazaron poco después los bosques que rodeaban la población. El carromato avanzaba pendiente arriba a un ritmo constante y seguro, mientras pasaba frente a pinos achaparrados y álamos; el aire estaba impregnado con el olor húmedo de la artemisa y el agridulce de los crisantemos silvestres. El camino se internaba por un estrecho valle entre dos riscos de las montañas, pero era un paso desbrozado y casi limpio de raíces. Los caballos prosiguieron su trote agradable bajo el sol poniente.
Sentada entre Tasslehoff y Woodrow en el pescante, sujetas las riendas con una mano, Gisella se enjugó la frente húmeda con un pañuelo de color naranja brillante.
—¡Dioses, qué calor! —se lamentó—. Menos mal que la lluvia lo hace más soportable. Es una temperatura excesiva para esta época del año.
Las gotas de lluvia empapaban su llamativo cabello pelirrojo y se deslizaban en sinuosos hilillos brillantes entre los rizos.
—Creo que es un mal presagio —intervino Woodrow.
Era la primera opinión que, tanto Tas como Gisella, lo habían oído expresar en voz alta. También el pelo del joven chorreaba y le colgaba en mechones, tiesos como flechas. Al apartarse el flequillo de los ojos, saltó por el aire un chorro de gotas.
—¿Un mal presagio? —inquirió el kender, cuyo copete tenía el mismo aspecto mojado o seco.
Tas levantó el rostro al cielo y guardó bajo el chaleco el pergamino del mapa a fin de preservarlo de la lluvia.
—¿A qué te refieres con exactitud? —inquirió después.
—Cuando a finales del otoño hace calor, es que se avecina un crudo invierno —respondió Woordrow.
—Eso es una pauta o comportamiento cíclico del tiempo, no un augurio —comentó Gisella—. No creo en vaticinios ni soy supersticiosa.
El joven contempló a la enana con una expresión mezcla de lástima e incredulidad.
—¿De verdad? ¿No le importaría pasar junto a un nido de pájaros en una noche de luna llena? ¿O beber cerveza en una jarra desportillada? ¿O… o utilizar una vela que se encendió ante un cadáver?
—Nada de eso me quita el sueño. ¿Qué ocurriría si lo hiciera?
—¡Oh, cosas horribles! —exclamó Woordrow con voz estrangulada—. Si se pasa junto a un pájaro que está incubando en una noche de luna llena, todos los hijos nacerán de un huevo. Beber cerveza en recipientes astillados significa que te robarán antes de finalizar el día. —El joven se mordisqueó nervioso las uñas antes de proseguir—. Pero, lo peor de todo, es que quien encienda una vela utilizada en presencia de un cadáver después de que éste haya sido enterrado o quemado, recibirá la visita del espíritu del muerto. A veces, si esa alma ha abandonado hace poco el cuerpo, ocupará el de la persona viva a la que se presenta.
Al finalizar su alocución, el natural semblante pálido de Woordrow se había tornado lívido.
—¡Eso es ridículo! —se mofó Gisella, sin el menor tacto.
La oscuridad creciente hacía cada vez más dificultosa la marcha de los caballos, que tropezaban con las raíces que asomaban en el camino. La enana tiró impaciente de las riendas.
—Lo que he dicho es tan cierto como que existen los dioses, señora —afirmó el joven con solemnidad.
—No creo en tales cosas, incluidos los dioses —masculló Gisella. Luego, añadió en voz alta—. ¿Has sido testigo de alguna de esas maldiciones?
—Por supuesto que no, señora —contestó él, y reprimió un escalofrío—. Me he cuidado bien de soslayar semejantes hechos.
—Sería interesante nacer de un huevo, si lo recordaras, claro —señaló Tas, aunque, acto seguido, frunció el entrecejo con gesto preocupado—. Sin embargo, no me gustaría nada que me robaran. Por otro lado, no me importaría mantener una charla con un espíritu. Tal vez me revelara el escondrijo de sus joyas y demás posesiones puesto que no las necesitaría. Al menos, me diría qué se siente al estar muerto, si se está siempre triste, alegre, o lo que sea.
Gisella se echó a reír.
—Ningún espíritu hablará contigo, Burrfoot —dijo regocijada—. Al menos, no mientras tengan la posibilidad de elegir entre tú y yo.
—No bromee con estas cosas, señora —advirtió Woodrow en voz baja—. A los espectros no les gusta.
—Y a mí no me gusta esta tonta conversación —replicó ella con desasosiego. Después extendió una mano con la palma hacia arriba—. La lluvia amaina. No obstante, ha oscurecido demasiado para proseguir el viaje.
Gisella tiró de las riendas y condujo a los caballos fuera del camino. Luego saltó del pescante, tomó a los animales por las bridas, y los llevó hasta un claro que se abría a la derecha de la calzada, protegido por un alto seto de arbustos que exhibían los tonos rojos y ocres del otoño. Tras detener el carromato, se dirigió a la parte posterior.
—Woodrow, ocúpate de los animales, por favor. Y no pierdas de vista a Burrfoot. Buscaré un sitio donde tomar un baño —dijo la enana, al tiempo que subía a la galera.
Obediente, el joven bajó del pescante y desenganchó a los caballos. Después sacó de debajo del asiento un saco de arpillera con grano seco y se dirigió, canturreando en voz baja, hacia los animales. Al llegar a su lado, les acarició los sedosos belfos y ellos respondieron con suaves y afectuosos empujones. Woodrow dejó el saco en el suelo y tomó dos puñados de grano que los caballos mordisquearon con avidez de sus palmas abiertas. Cuando se lo comieron, el joven les preparó una cantidad suficiente para cenar.
—He de ocuparme de otros quehaceres, amigos míos. Disfrutad de vuestra comida. Más tarde, os traeré agua.
Los caballos relincharon satisfechos.
—En verdad te aprecian —dijo admirado Tas, que presenciaba la escena sin molestarse en disimular su curiosidad.
El joven se encogió de hombros con aparente indiferencia, pero sonrió orgulloso.
—También les he tomado afecto en las pocas semanas que llevo de ayudante de la señorita Hornslager. —Luego, oteó en derredor y sugirió—. Busquemos unas piedras grandes con las que asegurar las ruedas del carromato, ¿quieres?
Woodrow regresó al camino, con los ojos fijos en el suelo, y Tas corrió tras él para ayudarlo.
—¿Hablas con los animales? —preguntó interesado el kender, en tanto procuraba levantar una roca casi tan grande como su torso—. Raistlin, un amigo mío, es capaz de ello a veces, cuando hace un hechizo. Pero los animales, sin embargo, no se muestran muy amistosos con él.
—No hablo con ellos; no con palabras —explicó el joven—. Más bien parece que los comprendo, capto sus sentimientos, su estado de ánimo. Tan sólo tengo problemas con las lagartijas y alguna clase de pájaros. —Woodrow tomó el enorme pedrusco de los brazos del tambaleante kender—. No es preciso que las piedras sean tan grandes. ¿Por qué no recoges un poco de leña?
Mientras Tas se dedicaba a la nueva tarea, él regresó al carro y dejó caer la roca tras una de las ruedas delanteras; acto seguido la aseguró con unos cuantos puntapiés.
—Con esto será suficiente —dijo—. El terreno es casi llano.
Con varias piedras más pequeñas, Woodrow formó un círculo para la fogata, a unos dos metros del carretón. Cuando terminó, el kender apareció en el claro con una brazada de pinas secas y encendaja apropiadas para la hoguera. Woodrow, entretanto, reunió un haz de leña seca y palos delgados.
—¿Cómo aprendiste? —inquirió Tas—. Me refiero a comprender a los animales.
—No lo sé. Observo y escucho. Siempre me he comunicado con ellos. Es algo que todos podrían hacer si tan sólo prestaran un poco más de atención.
—Sí, te entiendo. Flint afirma que hablo demasiado —reflexionó pensativo el kender—. Tal vez ésa es la razón por la que jamás he oído hablar a ninguno.
—Sí, tal vez. En fin, cambiemos de tema, ¿sabes cocinar? La señorita Hornslager es incapaz de hervir agua, y yo lo he intentado, pero…
—¡Oh, soy un cocinero estupendo! —proclamó Tas sin falsa modestia—. ¡Preparo guisado de conejo y nabos aderezados y empanada de bellotas!
—No disponemos de ninguno de esos ingredientes. La señorita Hornslager vive todo el año en la carreta, por lo que tiene que viajar con poco peso. Tan sólo transporta sus cosas personales, y lo que tenga para efectuar los trueques o pagos. A decir verdad, no la he visto cerrar muchos tratos en las semanas que estoy con ella. Al menos, en lo que se refiere a negocios…
Woodrow enrojeció al recordar las descocadas «transacciones» de la enana, pero Tas no lo advirtió.
—Entonces, ¿con qué provisiones contamos? —preguntó.
—Por el momento, sólo nos queda un pollo famélico, un paquete de judías secas, tres rollos de telas con hilos de oro, dos cajones de melones que más nos vale no tocar siquiera, dos hurones vivos, que deben seguir vivos —advirtió mientras estrechaba los ojos—, y unas especias raras, la mayor parte de las cuales están esparcidas por el suelo del carro, aunque también hay otras guardadas en frascos.
—No es mucho que digamos, pero creo que podré sacar algún partido del pollo y las judías.
La expresión de Woodrow era de total escepticismo.
—Lo encontrarás todo dentro del carro, en una alacena adosada a la parte delantera. Utiliza cuanto sea comestible, excepto los hurones y los melones.
Dicho esto, se puso en cuclillas y preparó la leña para la hoguera.
Tas subió a la parte trasera del carro; suponía que encontraría a Gisella, pero la enana no se hallaba allí. Por fortuna, el interior estaba iluminado por un fanal que colgaba de un gancho junto a la puerta. El kender miró boquiabierto a su alrededor. Por dentro, el carromato era mucho más amplio de lo que parecía visto desde el exterior. Al costado derecho, desde el suelo hasta el techo, había adosadas unas estanterías estrechas sobre las que aparecían, apilados en orden, unos frascos de botica de cristal verde, cerrados con corchos; algunos estaban vacíos, pero la mayoría contenía hierbas secas. Las estanterías estaban también ocupadas con una variada gama de artículos diversos, desde velas fabricadas con la cera amarilla de abejas, hasta una bandeja, cubierta con un paño de terciopelo negro, en la que se amontonaban sortijas tachonadas de gemas centelleantes y polícromas. La mano de Tas se acercó anhelante a los anillos.
—¡No se te ocurra tocar las sortijas! —advirtió desde el exterior la voz de Woodrow—. Las gemas son falsas, pero la señorita Hornslager las vende como verdaderas. Además, no sólo sabe el número exacto de piezas, sino también el lugar que ocupa cada una en el tablero expositor.
La mano de Tas retrocedió presta.
—¡No las tocaré! —respondió desasosegado mientras se preguntaba si el joven humano leería la mente con la misma facilidad que comprendía a los animales—. Hace mal en dejarlas a la vista, donde cualquier desaprensivo las robaría —añadió con un hilo de voz.
Tas se esforzó por apartar los ojos de las relucientes sortijas y examinó el resto del carromato. Toda la parte izquierda se veía abarrotada de mullidos cojines forrados con telas de abigarrados colores y apilados sobre una manta de pieles, negra azabache. Él kender supuso que se trataba del lecho de Gisella. En el rincón, se encontraba un recargado biombo, lacado en negro. En la parte delantera del carro, Tas divisó las ropas de la enana, dobladas y apiladas con esmero sobre un montón de almohadones.
Su estómago lanzó un sonoro gruñido que recordó al kender el objeto que lo había llevado allí. Tal como Woodrow le había dicho, encontró un armario ancho y poco profundo y, en el interior, un pollo descabezado pero sin desplumar, colgado de una pata; debajo se había colocado un pequeño cubo a fin de recoger la sangre que goteaba. El pollo estaba desangrado por completo, y Tas lo descolgó; también encontró el saquillo de judías secas. Asimismo, localizó unas hierbas que olían a salvia e hinojo en dos de los tarros verdes (pero sólo después de haberlas probado todas, para asegurarse, claro). También cogió un limón casi seco —una exquisitez a pesar del moho—, así como unas cacerolas y escudillas. Después salió del carro y se unió a Woodrow junto al fuego.
—La señorita Hornslager está tomando un baño en el arroyo que corre al final de esa arboleda —le informó el joven, al tiempo que le entregaba un cubo medio lleno con agua—. Toma, utilízala para preparar la cena; los caballos no querían más.
Tas encogió la nariz con desagrado y cogió el balde de madera que le alargaba Woodrow. Se tranquilizó al descubrir que no había espuma en la superficie del líquido y, más aún, al ver que las bestias disponían de su propio cubo para abrevar.
Echó la mitad de las judías en una escudilla y las cubrió con el agua fresca y clara del arroyo; luego acercó el recipiente al fuego a fin de que las alubias se reblandecieran al caldearse el líquido. Por último, emplazó sobre su regazo el pollo y lo desplumó.
—¿Dónde aprendiste a cocinar? —inquirió Woodrow, en tanto añadía unos palos para avivar el fuego.
—Observaba cómo lo hacía mi madre —respondió con acento cariñoso—. ¡Era capaz de convertir en un festín un trozo de pan cocido una semana atrás! El aroma de su guiso de mangosta provocaba que nuestros vecinos de Kendermore acudieran en tropel. Se organizaban tales alborotos, que el Consejo le prohibió que lo hiciera. Era una cocinera fantástica.
—¿Era? ¿Acaso ha muerto?
—No creo. —Tas frunció el ceño—. Pero hace mucho tiempo que no la veo.
—Si mi madre viviera, la visitaría tan a menudo como me fuera posible —susurró Woodrow, al tiempo que removía las brasas con exagerada brusquedad—. También mi padre murió.
—Entonces ¿eres huérfano? ¡Oh, lo siento! —dijo afectuoso Tas, sin dejar de arrancar plumas al pollo—. ¿Cómo murieron?
El joven parpadeó varias veces antes de responder.
—Mi padre pertenecía a una familia de Caballeros de Solamnia. Y como tal lo educaron. No obstante, no le importaba demasiado el cometido de la caballería sino prestar su ayuda a la gente. Ésa fue su perdición.
Tas adivinó lo que seguiría. Sabía por su amigo Sturm Brightblade que los Caballeros de Solamnia, en su día guardianes de la paz del reino, habían vivido perseguidos y amenazados por los habitantes de la región de Solamnia. La mayoría de la gente culpaba a los caballeros, por error, de los desastres del Cataclismo. El kender no lo comprendía a pesar de que Sturm se lo había explicado muchas veces. El padre de su amigo era un caballero que envió al sur a su esposa y a su, por entonces, joven hijo, hasta que las cosas se restablecieran. No obstante, Sturm no había tenido noticias de su padre desde entonces.
—Hace unos diez años —prosiguió Woodrow—, mi padre acudió en auxilio de un granjero vecino. El hombre estaba herido y aseguraba que varios hombres, en apariencia caballeros, habían saqueado su casa y lo habían abandonado, dándolo por muerto. Mi padre ayudaba al granjero a ponerse de pie, cuando otros vecinos, alertados al igual que mi padre por los gritos en demanda de auxilio, llegaron en tromba a la granja, con horcas y hachas. Divisaron a un Caballero de Solamnia inclinado junto al hombre herido y, sin pronunciar una palabra, sin hacer una sola pregunta, se abalanzaron sobre él y lo asesinaron.
Woodrow hizo una breve pausa. Su voz era firme y clara, pero sus ojos estaban humedecidos.
—El granjero trató de detenerlos, pero era demasiado tarde. Horas después, nos relató entre sollozos la muerte sin sentido de mi padre.
El tierno corazón de Tas parecía a punto de estallar.
—¿Y tu madre? —susurró, en tanto se limpiaba la nariz con la manga de la camisa.
—Murió poco después, en un parto prematuro. Era un niño, que tampoco sobrevivió.
Los enrojecidos ojos del joven miraron sin ver las llamas de la hoguera. Por una vez, Tas se encontró sin saber qué decir. Entonces se le ocurrió una idea.
—Ven a visitar a mis padres cuando lleguemos a Kendermore. Es decir, si viven…
—Eres muy amable, pero no sería lo mismo.
—Supongo que no. —El kender frunció el entrecejo—. ¿Por eso estás con Gisella?
—Más o menos. Cuando mis padres murieron, mi tío —un hermano de mi padre— me acogió en su casa.
—Fue un buen detalle —lo interrumpió Tas, con tono animoso.
—Padre y tío Gordon estaban muy unidos —prosiguió Woodrow, al tiempo que añadía otro tronco al fuego—. He reflexionado mucho sobre ello y he llegado a la conclusión de que intentaba recuperar a su hermano, para decirlo de algún modo, a través de mí. Repetía una y otra vez lo mucho que me parecía a él. Sea como fuere, el caso es que deseaba que fuera su escudero, y para ello me entrenó día tras día. —Woodrow negó tristemente con la cabeza—. Pero yo sabía cómo y por qué había muerto mi padre y no quería integrar la orden de caballería. Se lo dije a tío Gordon, con la menor brusquedad posible. Sin embargo, hizo como que no me oía; continuó recitando incansable el Código y la Medida. No tuve más remedio que marcharme, escapar.
—Sí, no tenías otra opción —respondió turbado el kender.
El relato había agotado al joven, que exhaló un tembloroso suspiro.
—Me olvidaba de tu primera pregunta. Conocí a la señorita Hornslager en la feria de Sanction. Necesitaba un trabajo, y ella un asistente. En consecuencia, aquí me tienes.
Durante un rato los dos guardaron silencio; los pensamientos de Tas retornaron a su propia familia.
—Tengo un tío, hermano de mi madre, que se llama Saltatrampas. Ya sabes, al que el Consejo de Kendermore tiene preso y le han quitado su hueso de la suerte por culpa mía. —Tas levantó la mirada del pollo y contempló anhelante a Woodrow—. ¿Será un mal presagio el que le hayan arrebatado su amuleto?
El joven sonrió por primera vez desde que se iniciara la conversación.
—Desde luego, no diremos que es un buen augurio.
El kender negó con tristeza con la cabeza en tanto arrancaba las últimas plumas al pollo.
—¡Pobre tío Saltatrampas! —exclamó apesadumbrado.
Woodrow alargó la mano hacia el ave.
—Lo destriparé —ofreció—. Si hay algo que aprendí a hacer bien como escudero, fue a limpiar las piezas de caza.
—Me hará falta un palo para atravesarlo y asarlo —dijo el kender, mientras le entregaba el pollo a Woodrow.
En tanto el joven se alejaba en dirección al arroyo, Tas se restregó las manos en la hierba a fin de desprenderse de las plumas pegadas a los dedos y se las aclaró en el agua que a tal propósito apartara con anterioridad. Acto seguido escurrió las judías, añadió un puñadito de salvia y otro de hinojo y removió la mezcla. Para entonces, Woodrow regresó con el pollo asido por el cuello.
—Aquí tienes. Limpio, reluciente y sonrosado.
Tas cortó el limón y restregó el ave por dentro y por fuera con el escaso jugo que logró exprimir. El siguiente paso consistió en rellenar el pollo con la mezcla de judías y especias. Entretanto, Woodrow clavó en el suelo dos grandes palos, con los extremos en forma de horquilla, a ambos lados de la hoguera. Después, mientras Tas sujetaba con firmeza el ave, el joven lo atravesó con un palo delgado y recto de forma que sobresaliese por los extremos; en silencio, colocó las puntas sobre las horquillas de tal modo que el animal quedó centrado sobre las ardientes ascuas.
—Perfecto —suspiró satisfecho Tas.
El kender se recostó contra una de las sólidas ruedas del carromato y cerró los ojos.
—Vigilaré la cena —se ofreció el joven, aunque sabía que el hombrecillo se había quedado profundamente dormido.
Woodrow tomó asiento frente al fuego, con las piernas cruzadas y la mirada, fija y ausente, en las candentes brasas.
Mientras tanto, Gisella subía deprisa el suave declive que llevaba hasta el campamento iluminado por la hoguera y se detenía de tanto en tanto para quitarse las punzantes pinochas que se clavaban en las delicadas plantas de sus pies descalzos. La enana sabía que sus correrías nocturnas hasta el más cercano arroyo —y en ocasiones, hasta quien la aguardaba junto a él—, escandalizaban a Woodrow.
Gisella sonrió burlona. El joven había comentado que era muy atrevida al arriesgarse a correr por el bosque cubierta sólo con una toalla. Pero la enana sabía cuidar de sí misma. Además, encontraba mucho más molesto el deterioro que el polvo y sudor de un día de viaje ocasionaban en su piel, que el posible encuentro con una bestia salvaje. El baño a la luz de la luna en las heladas aguas del riachuelo había resultado fabuloso, aunque ahora la piel húmeda se estremeciera al recibir el beso del aire nocturno.
La enana se arrebujó en la delgada toalla y se apresuró anhelante al invitador calor del fuego. Al llegar al borde del claro se detuvo de golpe; un delicioso aroma impregnaba el aire, y le daba la bienvenida.
—Receta de Tasslehoff —aclaró Woodrow al advertir la complacida expresión de su rostro.
El joven había apartado el pollo del fuego y lo desprendía del palo que lo atravesaba.
Gisella se acercó con premura y tomó asiento junto a la hoguera sobre un cubo boca abajo. Rozó con los dedos del pie las piedras que rodeaban la fogata; cuando halló un lugar en el que la temperatura era agradable, posó los pies, al tiempo que daba un suspiro de satisfacción. Contempló al kender, que se había despertado, y acomodaba la cena en un gran plato de estaño.
—Quizá tu amigo, ese guapo semielfo, tuviera razón al asegurar que valías más que unas monedas de acero. ¡Ummm, estoy hambrienta!
La enana alargó una escudilla para que Tas le sirviera su ración.
—Muchas gracias —dijo el kender, aunque no estaba seguro de considerar como un cumplido las palabras de Gisella.
Tas inclinó el plato de modo que unos tiernos pedacitos de pollo cayeran en la escudilla que le tendía la enana, a lo que añadió una porción del relleno de judías. Tras servir a Woodrow y a sí mismo, Tasslehoff tomó asiento, dispuesto a cenar.
Woodrow comió su porción en silencio, mientras observaba a su patrona. Las manos de Gisella eran un remolino de actividad y la boca masticaba incansable. Antes de que el joven hubiera terminado un par de bocados, la enana había dejado el plato limpio.
La mujer se arrellanó, con los brazos en torno a la cintura, y se arrebujó en el fino lienzo con el que se cubría. Sus ojos medio entornados semejaban las pupilas de un felino adormecido.
Woodrow no había conocido a muchas mujeres y había tenido trato aun con menos, pero sospechaba que Gisella Hornslager no era un ejemplo típico ni representativo del sexo débil. Eran sus propias leyes las que regían su vida en todos los terrenos, ya fuera en lo comercial o en lo privado, y no le importaba un ápice lo que la gente pensara. Su apetito era voraz… y no sólo por la comida. El joven se sonrojó al rememorar su proceder al «negociar» con los hombres durante las últimas semanas. Había procurado no prestar atención a los gemidos y jadeos que salían por las ventanas del carromato, algo imposible de lograr ya que, en tales ocasiones, le ordenaba apostarse justo frente a la puerta como un centinela. Después, concluida la aventura, no se mostraba en absoluto avergonzada cuando se reunía con él; más aun, encontraba una gran satisfacción en proferir groseros coméntanos hasta lograr que la sangre se agolpara en sus mejillas.
La mujer no temía a nada, salvo la posibilidad de no comprar algo que ansiaba. Woodrow había llegado a la conclusión de que, aunque discrepaba con su estilo de vida desenfrenado, la enana era respetable por su coraje y la firmeza de sus convicciones.
—¿Qué miras tan fijo? —preguntó ella de forma inesperada, los ojos abiertos de par en par.
La mujer recorrió con la mirada el cuerpo magro y musculoso del joven y esbozó una insinuante sonrisa.
—¿Acaso has cambiado de idea acerca de mi oferta inicial sobre la forma de pago a tus servicios?
Woodrow clavó los ojos en su plato y se concentró en la comida.
—N…no —tartamudeó, y enrojeció de nuevo—. Necesito esas monedas de acero, señora.
Ella se encogió de hombros, sin mostrarse ofendida.
—Como gustes. Aunque sabes que prefiero los trueques para liquidar pagos, siempre que sea posible.
Gisella tomó un palo y removió las ascuas.
—Déjame el mapa, Burrfoot —pidió.
Tas se chupó la grasa de los dedos con mucho ruido y rebuscó bajo su chaleco, del que extrajo un rollo de pergamino que entregó a la enana.
—Hemos viajado poco más de medio día. Calculo que llegaremos a Xak Tsaroth mañana a última hora —explicó Tas.
Gisella hizo caso omiso de su comentario, acercó el mapa a la luz de la fogata, y lo examinó con interés. El kender, con intención de ayudarla, señaló con el dedo por detrás del pergamino, en el punto próximo adonde aparecía Xak Tsaroth.
—Nos encontramos aquí —anunció.
Gisella percibía la sombra del dedo del kender reflejada en el pergamino.
—Ummm, sí —admitió—. Parece que es un cómodo recorrido en línea recta desde aquí hasta… —acercó la cara al extremo derecho del mapa y concluyó—. Bueno, todo el camino hasta el mismo Balifor.
Tasslehoff se levantó de un brinco.
—Le dije que la llevaría hasta allí antes de que los melones se echaran a perder. Si hay algo que un Burrfoot conoce bien, es un mapa.
No obstante, Gisella contempló pensativa los trazos del pergamino, sin dejar de mover la cabeza, dubitativa.
—Bien, así lo espero… —musitó.
Con todo, no apartó los ojos del pedazo de papel, en tanto se preguntaba qué era lo que echaba en falta. Algo no encajaba.
Continuó con la misma idea mucho después de que Tasslehoff y Woodrow se quedaran dormidos.