—Y, recuerda, déjate estos tapones de cera en los oídos durante dos semanas. Cuando te los quites, tu audición habrá mejorado de forma considerable.
El kender, un aserrador llamado Semus, inclinó la cabeza hacia un lado y contempló con aire perplejo a Phineas Curick; acto seguido se golpeó con suavidad el oído con su jupak. Phineas se aproximó al kender.
—¡Consérvalos durante dos semanas! —gritó.
—¡Gracias, doctor Oídos! ¿Me escucha usted bien? —chilló a su vez Semus, al tiempo que esbozaba una sonrisa de satisfacción.
Phineas asintió y ayudó al radiante kender a bajar de la silla; luego lo encaminó hacia la sala de espera.
—Son diez monedas de cobre —pidió, mientras extendía la mano.
El kender rebuscó en sus bolsillos y un momento después sacaba un puñado de caramelos pegajosos.
—Me temo que hoy ando algo corto de dinero. Quizá le vendrían bien unos cuantos tablones para arreglar un poco este cuchitril. Añadir unas cuantas estanterías y cosas por el estilo…
—No, muchas gracias.
Sin más, Phineas le arrancó los tapones de los oídos al sobresaltado kender y lo puso de patitas en la calle. El humano, un hombre calvo de mediana edad, se sacudió las manos en un gesto concluyente y regresó a la consulta. En la sala de espera se encontraban diez kenders, sentados en un largo banco adosado a la pared norte del cuarto.
Hacía año y medio que Phineas Curick practicaba una peculiar especialidad médica en Kendermore. Aunque viviera cien años, pensaba para sí, jamás comprendería a esta raza. Día tras día, acudían a montones a su consulta con sus dolores y molestias y enfermedades imaginarias; y, día tras día, les recetaba píldoras de azúcar, tapones de cera, leche cuajada, o mostaza, a sus fieles pacientes. En realidad, la única práctica médica que conocía era la extracción de dientes. Aunque también requerían sus servicios para tal efecto.
Cosa curiosa, para los kenders con dolor de muelas, era el doctor Dientes; para los que sufrían de los oídos, doctor Oídos; para aquellos con problemas en las articulaciones, doctor Huesos. Ningún achaque revestía excesiva gravedad, pero tampoco carecía de importancia.
—¿Quién es el siguiente? —inquirió.
Los diez kenders sentados se levantaron de un brinco… o al menos lo intentaron. Sólo uno de ellos quedó de pie y se encaminó con tranquila seguridad a la sala de consulta. Los otros nueve se cayeron al suelo, con las piernas y los brazos enredados en un confuso revoltijo, los cordones de los zapatos anudados por una causa misteriosa a las patas del banco. Phineas no se sorprendió. Había presenciado muchos acontecimientos en la abarrotada sala de espera; la mayor parte de las dolencias reales que atendía se las causaban allí mismo sus pacientes. Los altercados se producían de forma regular, y de estas situaciones sacaba provecho ya que, una vez concluida la contienda, siempre había dientes rotos que extraer, narices sangrantes que taponar, etc., etc. Con todo, admiraba el peculiar ingenio de los kenders.
Phineas hizo caso omiso de los característicos improperios mordaces, cruzó con cuidado sobre los cuerpos revueltos y siguió a su nuevo cliente a la sala de consulta.
Se lavó las manos en el agua fría y turbia contenida en una jofaina de barro, al tiempo que dedicaba una sonrisa a su paciente.
—Acomódate en esa silla —invitó—. ¿Qué te ocurre? ¿Algún diente, un oído… o quizá necesitas un corte de pelo?
—Sí, sí, todo. También el corte de pelo —respondió el kender, un individuo joven a juzgar por el oscuro cabello castaño y el rostro exento de arrugas—. Pero, lo principal, son mis ojos. Cuando salgo a la calle, a plena luz del día, no veo nada durante un rato y luego, cuando regreso de la deslumbrante claridad del exterior a las sombras de adentro, tampoco veo nada.
—¿Ése es el problema? —preguntó el doctor, en tanto preparaba un enorme compás de calibre, pinzas y tenazas de hielo, en una bandeja de madera situada junto a la silla.
El kender dirigió una inquieta mirada a las herramientas dispuestas en orden sobre la batea.
—Un pequeño problema, sí, ya que soy el portero de la posada de Kendermore. ¿Para qué utilizará esas cosas? —inquirió, mientras se acurrucaba en el rincón más alejado de la silla.
—No te preocupes. Sólo tomaré unas medidas.
Phineas abrió las tenazas de hielo y colocó las puntas en las sienes del kender. A continuación las cerró con lentitud y estudió con atención el resultado, al tiempo que exclamaba repetidos «Ummm» y «Ajaa».
—¡Correcto! —declaró por último.
Con cuidado para no alterar la abertura de las tenazas, Phineas se acercó a una hilera de monturas de gafas de alambre colocadas en la pared que tenía a la espalda. Un momento después encontró las que encajaban con la medida y las colocó sobre la bandeja. Nuevamente se dio media vuelta y rebuscó en uno de los numerosos cajones del escritorio, del que sacó dos rectángulos de pergamino oscuro encerado y los introdujo en las ranuras que normalmente deberían ocupar los cristales de las gafas. Por último, colocó un artilugio sobre la nariz del kender y cerró las patillas en torno a las orejas.
—Llevarás estas gafas durante dos semanas. Cuando te las quites, tu visión habrá mejorado de forma considerable.
—Pero es que no veo absolutamente nada, doctor Ojos —protestó el kender, en tanto trataba con aire asustado de encontrar los brazos del sillón para bajarse del asiento.
—Si vieras, no habrías venido a mi consulta —puntualizó en tono paciente Phineas.
El rostro del kender se iluminó bajo las oscuras gafas.
—¡Eso es cierto! ¡Gracias, doctor Ojos!
—Sólo cumplo con mi trabajo —contestó el hombre con modestia—. Me debes veinte monedas de cobre.
Era un precio elevado para unas gafas de papel, pero de algún modo compensaría la pérdida de ingresos del anterior paciente.
—Me temo que no veo bien —se disculpó el kender—. Tome usted mismo el dinero.
Abrió un saquillo atado a su cinturón con una cuerda. Phineas cogió veintitrés monedas, más otras dos por este nuevo servicio.
—Gracias. Vuelve cuando quieras.
El kender, con los brazos extendidos, echó a andar; chocó contra el marco de la puerta y rebotó en un esqueleto que colgaba en el camino a la sala de espera. Phineas lo guió hasta la puerta de la calle.
De los nueve pacientes anteriores, sólo quedaban dos. Al parecer, los restantes habían partido tras desanudar los cordones de sus zapatos. O, quizá, se habían marchado en tropel, amarrados todos en un gran nudo, especuló Phineas.
Uno de los dos pacientes era una joven cuyos índices habían quedado atrapados, vaya uno a saber cómo, en los extremos de un palo hueco. El otro era un obrero de la construcción que se había clavado la pernera del pantalón en una tabla.
Al advertir Phineas el reflejo del sol poniente en los cristales de las ventanas, dio por finalizada la jornada de trabajo.
Acompañó hasta la salida a los contrariados kenders, y les aconsejó que regresaran al día siguiente. Cerró la puerta tras ellos y apagó la única fuente de luz del cuarto, un pequeño y mortecino candil de aceite.
Phineas se felicitó por su buena suerte mientras limpiaba los instrumentos en la parte trasera de su «consultorio». ¡Los kenders eran unos pacientes maravillosos, incluso para alguien que no era médico! Si bien era cierto que rara vez curaba por completo a ninguno de sus clientes, el sentimiento de culpa se acallaba con la certeza de que les proporcionaba un gran alivio psicológico en momentos de ansiedad. Y tal circunstancia era valiosa de un modo u otro, ¿o no?, pensó.
—Diez piezas de cobre por consulta —se respondió a sí mismo, al tiempo que reía satisfecho.
En aquel momento escuchó un ruido en la sala de espera; se secó las manos en el salpicado delantal y voceó irritado.
—¡He cerrado! ¿No has visto el letrero? Vuelve mañana.
Nunca se sabía lo que ocurriría, puesto que echar la llave a la puerta principal no era garantía de que los kenders no se colaran en cualquier momento en el consultorio.
Pasaron unos segundos durante los que reinó un completo silencio. Desconcertado, Phineas se dirigió a la sala de espera, sumida en las sombras.
—¡Hola! —saludó una voz grave desde la oscuridad.
El hombre, sobresaltado, brincó y chocó contra una estantería abarrotada de recipientes de cristal que tintinearon al chocar entre sí.
—¿Quién demonios eres y qué quieres? ¡Me has dado un susto de muerte! —espetó indignado.
—Soy Saltatrampas Furrfoot. Encantado de conocerte. —Una pequeña mano estrechó la suya—. Mis amigos me llaman Saltatrampas. Lamento haberte asustado. La verdad es que los humanos sois un manojo de nervios, pero imagino que no lo podéis remediar. ¿Sabías que tu puerta estaba atascada?
Phineas, recobrado del sobresalto, escudriñó las sombras en un esfuerzo por divisar a su interlocutor.
—No estaba atrancada, sino cerrada —replicó con sequedad—. Y se supone que deberías encontrarte en el otro lado. Vuelve mañana.
—¿Por qué no enciendes una vela o lo que sea? ¡Está muy oscuro!
—¿Es que no me has oído? ¡He dicho que el consultorio está cerrado!
—Ya te oí, pero no creía que lo dijeras por mí, puesto que lo que me trae es cuestión de vida o muerte.
Phineas suspiró resignado; las emergencias eran el pan nuestro de cada día en Kendermore.
—¿Qué te ocurre? —preguntó con voz cansada.
—Acabo de perder mi dedo y…
Los ojos del hombre se desorbitaron alarmados.
—¡Dioses misericordiosos! ¿Por qué no lo dijiste antes?
Sus conocimientos de medicina eran muy limitados, pero sabía que si un kender se desangraba hasta morir en su consultorio, repercutiría de modo negativo en el negocio. Alargó las manos en la oscuridad hasta topar con los hombros del herido y lo condujo hacia la sala contigua, iluminada por unas velas. Luego cogió del estante un largo rollo de tiras de tela blanca que utilizaba como vendaje. En su nerviosismo, ni siquiera miró al herido.
—¡Acomódate en el sillón y pon el brazo en alto! —ordenó.
Con el rollo de vendas bajo un brazo y en las manos una jofaina llena de agua limpia, Phineas se volvió hacia el kender; esperaba encontrarlo en un baño de sangre.
Saltatrampas Furrfoot se hallaba, tal como le había indicado, sentado en el sillón y la mano —con todos y cada uno de sus cinco dedos—, levantada sobre la cabeza.
—¡Fuera de aquí! —bramó Phineas furioso, al tiempo que agarraba al kender por la nuca—. No estoy de humor para chanzas.
Sorprendido de verdad, Saltatrampas se libró de su presa.
—No bromeo —protestó—. He perdido mi dedo. Perteneció a un minotauro, o tal vez a un hombre lobo; no es nada fácil diferenciarlos. Colecciono huesos peculiares e interesantes; éste, en particular, me traía buena suerte. Y era, por cierto, precioso: articulado, pulido, blanco. Parecía de alabastro. A decir verdad, no lo perdí. El Consejo de Kendermore lo ha tomado prestado, pero ésa es otra historia, aunque está relacionada con el motivo por el que no regresaré mañana. ¿Me ayudarás o no? En verdad, es importante, porque, de lo contrario, no hay duda de que mi vida corre peligro.
Aturdido por completo, Phineas observó largo rato al kender, en silencio. El tal Saltatrampas Furrfoot presentaba un aire demasiado cosmopolita para un tender. El humano calculó que debía de haber rebasado ampliamente la madurez, a juzgar por la extensa red de diminutas arrugas marcadas en su rostro, los mechones grises esparcidos por el cabello cobrizo recogido en el habitual copete, y el timbre profundo de su voz. Se cubría con una costosa capa de terciopelo de un tono púrpura tan oscuro que casi parecía negro y las calzas eran del mismo color inusual. La túnica, verde esmeralda, iba sujeta con un cinturón ancho de cuero negro que disimulaba una barriga incipiente. En torno a la garganta, colgaba un collar de huesos de un color blanco ceniciento sobre cuya procedencia Phineas prefirió no especular. Las cejas rojizas, en las que se entremezclaban algunas canas, se arquearon en un gesto interrogante sobre sus ojos verde oliva, algo almendrados.
—¿Y bien? —inquirió el kender impaciente—. ¿Me ayudarás o no?
—¿Quieres que pida al Consejo que te devuelva el hueso? —preguntó atontado, todavía inmerso en la más absoluta confusión.
—Oh, no. Sería imposible. Me hace falta otro hueso del dedo de un minotauro —explicó el kender con tranquila seguridad.
Phineas se frotó las sienes con aire fatigado y se dejó caer en el mullido asiento de un taburete. Vivía rodeado de kenders el tiempo suficiente para saber con certeza que no habría modo de eludir aquella conversación.
—O sea que esperas que te proporcione otro hueso de minotauro —repitió, arrastrando las palabras.
—De un dedo. Te quedaría muy agradecido. Aquél era mi talismán de buena suerte, ¿sabes? Me temo que me ocurrirá algo espantoso si no lo reemplazo cuanto antes.
—¿Crees que morirás?
—Tal vez, aunque no es eso lo que más me preocupa. A decir verdad, hasta podría resultar interesante; depende, claro está, del modo de morir. Perecer bajo las ruedas de la carreta de un campesino no sería ni la mitad de fascinante que, pongamos por caso, despeñarse por un acantilado y caer en las fauces de un león que arde por los cuatro costados. ¡Ésa sí que sería una experiencia colosal! —Los ojos del kender brillaron entusiasmados ante tal perspectiva—. Aun así, no correré el riesgo.
Phineas dirigió una peculiar ojeada al excéntrico personaje antes de responder.
—Pero no soy médico de animales. Ni siquiera boticario. ¿Por qué suponías que encontrarías en mi consulta lo que buscabas?
—Para serte sincero, he de admitir que no ha sido a ti al primero que he recurrido. Sin embargo, en los sitios que he visitado antes de venir aquí no he encontrado nada que se pareciera a mi hueso; claro que tampoco había nadie a quien preguntar si tenía dedos de minotauro. No obstante, he dado con algunas otras cosas que asimismo necesitaba.
Al decir esto, extrajo de entre los pliegues de su capa un ovillo de cuerda, cuatro colmillos, y una redoma que contenía un líquido azul. Phineas miró de reojo el collarín del kender y reprimió un escalofrío.
—¿No te haría el mismo servicio alguno de esos huesos? —sugirió.
—Si fueran de dedos, claro que sí —replicó irritado Saltatrampas—. Pero es evidente que no lo son.
Ahora que ya sabía lo que el kender esperaba de él, Phineas recobró la presencia de ánimo. Abrió uno de los cajones del escritorio, de donde sacó una bandeja de madera, con cuidado de no dejar caer los numerosos huesecillos que contenía. Escogió el de mayor tamaño y lo posó con esmero sobre la palma de su mano.
—Es tu día de suerte, Saltatrampas. Uno de los componentes del elixir curativo más potente —y caro— de cuantos preparo es, ni más ni menos, que los huesos de dedos de minotauro. De hecho, el que aquí ves perteneció a una de esas bestias que era, al mismo tiempo, un licántropo; es decir, una de las criaturas más portentosas que hayan existido. Un tema fascinante, el de la licantropía. Hay quienes opinan que dicha enfermedad no afecta a los minotauros, pero aquí mismo tenemos la prueba de lo contrario. Es un objeto en verdad extraordinario… e indispensable. Dado que tú mismo eres coleccionista, comprenderás muy bien el gran valor de esta pieza única. No obstante, puesto que significa tanto para ti, a fin de preservar tu vida y todo lo demás, renunciaré a él. Siempre y cuando, claro, recupere lo que me costó. Es todo cuanto pido.
Finalizada su elaborada fábula, Phineas alargó la mano a fin de que el kender examinara el hueso y contuvo el aliento a la espera del resultado.
—¡Es magnífico! —exclamó con entusiasmo Saltatrampas.
Luego, con un ágil movimiento, tomó el hueso y lo colocó sobre su palma.
—Jamás te pagaré su verdadero precio —se lamentó—. Sin embargo, ¡te daré a cambio mi posesión más valiosa! —El kender rebuscó entre los pliegues de su capa de terciopelo. La codicia centelleó en los ojos de Phineas. Cuando Saltatrampas sacó la mano, empuñaba un pliego doblado de pergamino viejo que dejó en la palma extendida del doctor. ¡Un billete de banco!, pensó Phineas. ¿Qué otra cosa si no? El humano no cabía en sí de gozo. ¡Por fin se había cruzado en su camino un kender acaudalado! Dominó la excitación y no se mostró demasiado ansioso.
—Gracias. Eres muy amable —dijo, mientras se guardaba en un bolsillo el billete—. Si necesitas de mis servicios en alguna otra ocasión…
—Lo recordaré —aseguró el kender.
Entonces, el radiante Saltatrampas se dirigió a la oscura sala de espera y habló, al tiempo que guardaba su hueso de «minotauro».
—Siento marcharme, pero he de regresar a la cárcel. Aunque, en realidad, no es una cárcel. De hecho, es un lugar bonito; siempre y cuando te gusten los sillones tapizados y los estampados de flores. Pero no quiero estar fuera mucho tiempo o empezarían a preocuparse. Si precisas mi ayuda para cualquier cosa, sólo lo pides. Soy amigo íntimo del alcalde, ¿sabes? Mi sobrino se casará con su hija. ¡Hasta la vista!
Y sin más, el kender cruzó el cuarto en penumbra y salió por la puerta.
Phineas, boquiabierto, inmóvil, miraba perplejo el lugar que un momento antes ocupara Saltatrampas Furrfoot. ¡Buena se la había jugado! Para cuando reaccionó, era demasiado tarde para alcanzar al kender. Sin duda, Furrfoot era un viejo chiflado que había escapado de la cárcel de la ciudad. ¡Un billete de banco! ¡Ja! ¡Emparentado con el alcalde! ¡Ja, ja!
Cosa curiosa, el humano no se enfadó demasiado por el engaño de Saltatrampas. En cierto modo, admiraba su habilidad para lograr lo que quería, del mismo modo que había admirado al kender que ató al banco los cordones de los zapatos de todos los demás pacientes.
Phineas se encogió de hombros, apagó las velas y se encaminó a la escalera que subía a sus aposentos privados, en el piso superior. En el camino, sacó del bolsillo el «billete de banco» y lo arrojó en la bandeja de instrumental sin dirigirle siquiera una mirada. Lo tiraría a la basura al día siguiente, junto con los restos del esqueleto de rata que había vendido al kender como huesos de minotauro. Hacía una semana que Phineas había encontrado la reseca carcasa del roedor, muerto mucho tiempo atrás, en el armario de los medicamentos. Lo había barrido y dejado en el cogedor de madera, con la intención de echarlo a la basura más tarde, pero después lo olvidó por completo. Así pues, cuando Saltatrampas le pidió un hueso de minotauro, Phineas, un estafador nato, recordó el esqueleto de la rata y creyó que merecía la pena al intento.
Había dado resultado. ¡Saltatrampas se había tragado el anzuelo!
Phineas esbozó una mueca burlona. El tal Furrfoot era un bribón redomado, pero no sería el único que reiría aquella noche.