—¡Ah, eso! Me había olvidado —exclamó con alivio Tas.
—Es obvio. Sin embargo, no ha ocurrido lo mismo con el Consejo de Kendermore. Ahora, ¡déjate de evasivas y partamos! —protestó la llamativa enana.
Unió la acción a las palabras, y propinó otro brusco tirón del kender, pero éste se aferró con la mano libre al borde de una pesada mesa con el firme propósito de no ceder ni un palmo de terreno.
La pelirroja enana abandonó el forcejeo, se dio media vuelta y se enfrentó al kender.
—No me gusta recurrir a esto, pero no me das otra opción. Woodrow, cógelo y vámonos de aquí.
El joven rubio se adelantó un paso, pero la voz de Tanis lo detuvo.
—Yo que tú no lo haría, muchacho.
El semielfo se enfrentó a Woodrow con los puños apretados. Junto a él se plantó Flint, torvo el semblante y la mano posada de manera significativa sobre el martillo que siempre llevaba colgado de su rotunda cintura.
—¿Qué significa esto, Tas? —demandó el semielfo con severidad.
—A mí también me gustaría saberlo —protestó Otik, mientras descargaba su irritación en el kender—. Has alterado la tranquilidad de la posada.
En efecto, tanto el personal de la cocina como su hija adoptiva, Tika, habían abandonado sus tareas al escuchar el alboroto y ahora los rodeaban expectantes. Tas cesó en sus forcejeos.
—Ésta dama pretende llevarme a Kendermore para que me case —explicó, en tanto eludía los ojos de sus amigos.
—¿Con ella? —Flint enarcó las cejas sorprendido.
—¡No me ofenda! —se indignó la mujer.
—Por supuesto que no, Flint. ¡Ni siquiera es una kender! —protestó a su vez Tas con arrogancia.
Tanis miró con fijeza a la llamativa enana.
—Veamos, ¿alguien me explicará lo que ocurre? ¿Quién es usted y qué demonios quiere de Tasslehoff? —instó con impaciencia.
La mujer contempló interesada el atractivo rostro del semielfo. Luego, alargó la mano.
—Me llamo Gisella Hornslager. ¿Y usted? —dijo con voz melosa.
—Tanis el Semielfo —contestó él, al tiempo que respondía con torpeza al firme apretón de manos de la enana.
—Como he dicho, Buzzfoot está bajo arresto por romper la promesa de matrimonio, de acuerdo con alguna ley de los kender —explicó la mujer, y luego, recorrió con la mirada la esbelta figura de Tanis—. Ahora, aunque me encantaría quedarme un rato y charlar, he de marcharme. No me es posible retrasar compromisos acordados, fechas previstas; ya sabe a qué me refiero.
—¿Es usted una cazadora de recompensas? —Flint, que no había apartado los ojos de la enana desde que entró en la posada, no salía de su asombro.
—Oh, no en el sentido exacto de la palabra. Mi negocio es el comercio y mi lema «Lo que quiera, lo tengo». El Consejo de Kendermore me encargó este trabajo, y pensé, «tejidos, perfumes, un kender… tanto da, mientras sea transportable…». —Se encogió de hombros, de manera significativa—. No quiero ser descortés, pero he de marcharme. Llevo en mi carro dos sacos de melones que madurarán hasta pasarse y el tiempo que pierdo me cuesta dinero. La Fiesta de la Cosecha de Kendermore se celebrará en poco más de un mes y esa carga vale la mitad de mis beneficios anuales. ¡Woodrow!
El joven se acercó obediente y alzó en sus fuertes brazos al kender, que no dejaba de retorcerse.
—Lo siento, hombrecillo —se disculpó con timidez.
Tanis lo detuvo; esta vez lo asió por el brazo. Tas se escabulló hasta el suelo y resopló despectivo en tanto se colocaba las ropas revueltas.
Gisella hizo un aparte con Tanis. La enana entrecerró los ojos, perfilados con negro kohl.
—Mira, amigo, si lo que buscas es dinero, te doy la mitad de lo que obtuve por este trabajo; quince monedas nuevas de acero.
Las palabras salieron de entre sus labios como si las paladeara y disfrutara de su sabor.
—¡Bromea! —bramó el semielfo, que no entendía que alguien tratara de «comprar» a Tasslehoff.
—¡Es un precio más que justo!
Tras su airada protesta, la mujer bajó el tono hasta volverlo confidencial.
—De acuerdo. Te daré veinte, pero ésta es mi última oferta.
Los ojos de Tanis centellearon irritados.
—Mi buena mujer, no se va por el mundo comprando y vendiendo a un kender como si fuera carne de caballo —masculló.
—¿No? ¿Por qué no? —Gisella se mostró sinceramente sorprendida.
—¡Porque hay ciertas cosas que no están en venta!
—Cariño, todo tiene un precio —ronroneó ella, al tiempo que apretaba la pierna contra la del semielfo.
Tanis se apartó con brusquedad y respiró hondo. Luego lanzó una mirada asesina a Flint, quien se reía a carcajadas en silencio.
—Preguntemos a Tas qué quiere —sugirió.
Todas las miradas convergieron en el kender.
—¿Y bien, Tas? ¿Qué es este lío del matrimonio? Nunca nos hablaste de que tuvieras novia —agregó el semielfo.
Tas se removió inquieto.
—Es que no la tengo…, para ser exacto. Veréis, hace ya mucho tiempo, alguien cayó en la cuenta de repente que no quedaban muchos kenders en Kendermore… porque no estábamos juntos lo bastante como para conocernos y casarnos. Así pues, a uno u otro se le ocurrió la idea de emparejar al azar a los recién nacidos. Es decir, un niño y una niña que nazcan en la ciudad en la misma época, contraerán matrimonio al cumplir los treinta y cinco años. Es una de las pocas leyes que cualquier kender recuerda. Excepto yo. Lo había olvidado por completo.
—¿Así que hay una chica que te espera en Kendermore para que te cases con ella? —inquirió Flint, mientras contenía la risa.
Tas parecía malhumorado.
—Imagino que sí. Ni siquiera la conozco. Creo que su nombre empieza con «D», o, al menos, tiene una «D». Dorcas… Dipilfis… Gimrod… Bueno, algo así.
Flint no resistió más y estalló en carcajadas.
—¡Me gustaría verle la expresión de la cara cuando descubra lo que se lleva! ¡Ja, ja! —barbotó regocijado el enano.
Tanis, por su parte, miró con fijeza el rostro del kender, surcado por infinidad de diminutas arrugas.
—Tas, ¿quieres casarte con esa chica?
El aludido hizo una mueca de indecisión.
—Jamás me lo he planteado. Sabía que algún día habría de casarme… pero más tarde… mucho más tarde.
—Bien, pues si no lo quieres, la actitud más caballerosa es que vuelvas a Kendermore y se lo digas a ella. O envía un mensaje por medio de la señorita Hornslager. Estoy seguro de que la chica lo comprenderá.
La sugerencia del semielfo sonaba razonable y el rostro de Tas se animó un poco.
—Supongo que sería lo mejor.
—Os aclaro que la señorita Hornslager no es tan comprensiva. Me han pagado para entregarles a un kender, no un mensaje. Cógelo de una vez, Woodrow —ordenó Gisella de un modo abrupto.
—No me trate como un saco de patatas —protestó el kender, cuyo rostro se había ensombrecido.
Flint disfrutaba de lo lindo con el mal rato que pasaba Tas. Cuando habló, su voz era maliciosa.
—No estoy seguro de que logre su propósito. Si fuera usted, no lo perdería de vista ni un segundo. Tal vez hoy esté dispuesto a acompañarla, pero cabe la posibilidad de que mañana se cruce en su camino una mariposa, y no lo vuelva a ver.
Gisella miró con fijeza a Tas y chasqueó la lengua.
—Cuando se te ocurra la idea de escabullirte, recuerda esto: el Consejo retiene prisionero a tu tío Saltatrampas hasta que hayas regresado. Están de verdad interesados en que vuelvas.
—¿Prisionero? ¡Pobre tío Saltatrampas!
De repente, Tas estrechó los ojos, receloso.
—Un momento, ¿cómo sé que es cierto que han encerrado a mi tío?
Por primera vez desde su llegada, Gisella se sintió incómoda. Un ligero rubor tiñó sus mejillas antes de responder.
—Bueno, no fue idea mía; pero me dijeron que te mostrara algo si causabas algún problema.
Al decir esto, la enana extrajo un pequeño saquillo de debajo de su blusa y desanudó los cordones. Encogió la nariz en un gesto de desagrado y mostró un hueso articulado, blanco y pulido, de unos cinco centímetros de longitud.
—Éste es su dedo.
—Sí, es de tío Saltatrampas. Lo reconocería en cualquier parte —confirmó impertérrito, tras un concienzudo examen.
—¿Le cortaron un dedo a tu tío? —preguntó Tanis horrorizado—. ¿Por qué hicieron una cosa tan espantosa por algo tan nimio?
—También me pareció repugnante —admitió Gisella, mientras guardaba otra vez el hueso en el saquillo.
La expresión confusa de Tasslehoff se trocó de súbito en otra de regocijo.
—¿Habéis creído que es su dedo? ¡Oh, sí que es divertido!
—Bueno, lo has declarado tú mismo, cabeza hueca —espetó Flint, mientras pateaba el suelo con furia.
Tanis estaba perplejo por completo.
—¡Oh, es realmente divertido! —repitió Tas.
El kender se dobló sobre sí mismo, se agarró el estómago con las manos y se retorció de risa, sin percatarse de la irritación de sus amigos.
—Tío Saltatrampas colecciona huesos de animales —dijo luego entre carcajada y carcajada—. ¡Ése es el que le trae buena suerte!
—Es obvio que esta vez no le funcionó.
El tono de Gisella fue severo. La enana guardó el saquillo de nuevo bajo la suave tela de la blusa. Tanis suspiró hondo y sacudió la cabeza.
—A estas alturas, ya tendría que saber que es una tontería sacarte de un lío, Tas. Renuncio; resuélvelo como quieras. Buena suerte, amigo. Te veré dentro de cinco años.
El semielfo estrechó la diminuta mano del kender y se encaminó a la salida. Flint, riendo a carcajadas, dio una afectuosa palmada a Tas y se fue en pos de Tanis.
—Que sea una boda bonita —deseó al alejarse.
—¡Esperad! Siento mucho lo que ocurre con tío Saltatrampas, pero… —protestó el kender.
Tasslehoff trató de seguir a sus amigos, pero Gisella y Woodrow se interpusieron en su camino. Abandonado, y también de algún modo víctima de una traición, el kender se mordisqueó los labios y observó expectante a la enana pelirroja. Ella arqueó las cejas en un gesto muy significativo.
—Bien, no hay más que hablar. Ésa partida de melones se estropeará si perdemos más tiempo —dijo por fin.
Tas vaciló, inseguro sobre qué actitud tomar. Justo en aquel momento, Otik salió de la cocina con una bolsa de provisiones en la mano.
—Pensé… que quizá le gustaría un recuerdo de su estancia en Solace —dijo con timidez el posadero.
Entregó la bolsa a Gisella y luego se limpió las manos en el delantal. La enana le dedicó una deslumbrante sonrisa al rechoncho posadero.
—¡Es usted un hombrecillo encantador!
Estampó un beso en la regordeta y enrojecida mejilla de Otik. Tika cruzó los brazos sobre el pecho con evidente desagrado y una expresión furibunda impresa en su semblante juvenil.
—Bien, Burrfoot, ¿nos acompañarás por las buenas o Woodrow empleará la fuerza? —preguntó Gisella con actitud desafiante.
Tas pensó en su tío, encerrado en alguna parte por culpa suya, y comprendió que no tenía alternativa.
—Iré con ustedes. Esperen sólo un momento a que recoja mis cosas —dijo.
Bajo la vigilante mirada de Woodrow, el kender volvió a la mesa que compartiera con sus amigos y tomó su jupak, aquella arma singular, ahorquillada en el extremo superior, con aspecto de honda, que todo kender lleva consigo.
—Estupendo. ¡Hasta la vista! —saludó Gisella a Otik, y salió al exterior de la posada.
Tas se despidió del ufano Otik y la enfurruñada Tika con un movimiento alegre de la mano y descendió por la escalera que bajaba en espiral en torno al tronco de vallenwood hasta el suelo.
—¡Caramba! ¡Vaya carromato!
Tas se sorprendió frente a la enorme galera cerrada que se encontraba junto a la base del árbol. El techo era arqueado, en lugar de recto; muchos de los remates de madera mostraban un intrincado trabajo de talla que denotaba la extraordinaria habilidad del artífice. Incluso el aspecto de las ruedas era de calidad: sólidas y con los radios de hierro forjado. En los costados del carro, pintadas en un rojo brillante, aparecían las palabras: «Gran Bazar del Señor Hornslager. Lo que quiera, lo tengo».
—¿Dónde está el señor Hornslager? —se interesó el kender.
Gisella sonrió con amplitud al tiempo que se palmeaba la pierna.
—Justo delante de ti, Bramblefoot. Es bueno para la marcha del negocio que la gente crea soy la señora de Hornslager. ¡Ésos infelices bobos suponen que han realizado un buen negocio al embaucar a la estúpida esposa del propietario!
Tas se echó a reír sin evitarlo. Luego recorrió a la carrera el trecho de rampa que restaba y se frenó en seco ante el fantástico carromato.
—¡Me muero de ganas de verlo por dentro! Imagino que tendrá objetos de todas partes del mundo; gemas, monedas de acero, golosinas…
—No, eso será lo que compre una vez que venda mis mercancías. Ahora mismo transporto algunas especias, unos rollos de telas, y unos melones que maduran a cada momento que pasa.
De inmediato, la enana se acercó presurosa al carromato y rebuscó impaciente en el interior de un morral de cuero colgado en el lateral. Tras revolver sin éxito un manojo de papeles, llamó con voz irritada, sin levantar la vista.
—¡Woodrow!
—¿Sí, señora? —respondió el joven, que se encontraba junto a ella.
La enana se sobresaltó.
—¡Oh, querido! Tienes la mala costumbre de acercarte como un fantasma —lo reprendió—. Instala al kender en el carro en tanto encuentro ese maldito mapa. Comprobaré si existe alguna ruta que nos ahorre tiempo durante el viaje de regreso. Si no es así, ya podemos tirar parte del cargamento.
Las orejas de Tas se alzaron interesadas.
—¿Mapa? ¿Busca un mapa? Tengo montones. Mi familia se dedica a dibujar mapas. Yo mismo soy cartógrafo. ¡Es mi actividad! —aseveró, petulante.
—¿De verdad?
La expresión de Gisella era una mezcla de esperanza y recelo.
—Claro que sí. Aquí tiene.
Tasslehoff sacó de su chaleco de piel un sorprendente montón de pergaminos enrollados.
Luego de estudiar con detenimiento los números y notas garabateados en el ángulo superior izquierdo de cada uno de ellos, entresacó por fin uno y lo extendió sobre el suelo. Los trazos aparecían algo desdibujados y las puntas del pergamino estaban desgarradas, pero, por lo demás, el mapa se encontraba en condiciones aceptables.
—Es extraño —comentó el kender, mientras pestañeaba sorprendido—. No aparece señalada la situación de Solace. Bueno, en realidad se trata de una población pequeña que, por otro lado, todos saben dónde se encuentra. Justo al oeste de Xak Tsaroth, que sí está marcada.
El dedo de Tas siguió una línea en el mapa desde la ciudad indicada en el pergamino hasta el punto en el que se hallaba Solace.
—Deduzco que llegó por la ruta del sur, desde Pax Tharkas, ¿verdad? Es lo que hace todo el mundo —comentó el kender.
Gisella asintió con un cabeceo, mientras estudiaba interesada el mapa, que apoyó sobre el hombro del kender.
—Fíjese en esto. La región de Balifor está a unos mil kilómetros de aquí, en dirección éste. —Tas trazó con el dedo una línea invisible que llegó al borde derecho del mapa—. Se encuentra justo al lado de la ciudad de Kendermore. Remontaremos algunas colinas y cruzaremos unos cuantos bosques, pero ahorraremos mucho tiempo si tomamos esta ruta en lugar de la del sur, mucho más larga. Si nos damos prisa, llegaremos a Kendermore en menos de un mes —concluyó tras realizar unos rápidos cálculos mentales.
Había algo en el plan del kender que desazonaba a Gisella.
—Déjame que eche una ojeada a eso.
Tomó el mapa y lo observó con expresión confusa.
—¡Ya sé en qué es diferente! —exclamó al poco—. No veo ninguna de las indicaciones para reconocer el terreno que había en mi mapa.
—¿El suyo lo había hecho un kender? —preguntó Tas y ella negó con la cabeza—. Ahí lo tiene. Los kenders usamos a menudo nuestras propias indicaciones, símbolos y medidas detalladas.
—¿Tales como «un pie de tío Bertie»?
La enana señaló unas palabras escritas en la parte superior del pergamino. Luego, al mirar a la parte izquierda, enarcó las cejas.
—¿Qué significa esto otro? «Donde encontré las piedras bonitas». ¿A eso llamas «indicaciones detalladas»?
Tas se encogió de hombros.
—Lo eran para tío Bertie.
Gisella estudió el pergamino con evidente incertidumbre.
—No sé, Tasslefoot. No conozco muchos de los nombres de las ciudades que aparecen marcadas en este mapa.
—Todas las importantes están, ¿no? Xak Tsaroth, Thorbardin, Neraka. ¡Todas!
El kender pateó el suelo, irritado por la desconfianza de ella.
—Su mapa no sería tan detallado como el mío. ¿Quiere llegar a Kendermore antes de que los melones se echen a perder o no?
Gisella frunció el entrecejo.
—Por supuesto que sí.
—Entonces, déjelo en mis manos —dijo el kender con grandilocuencia.
Después enrolló el mapa y lo guardó bajo su chaleco.
—Si hay algo en lo que soy hábil de verdad, es en llegar al punto al que me dirijo —agregó con petulancia.
Y, sin más, se encaramó al pescante del carro. Gisella, tras dar las últimas instrucciones a Woodrow, se metió en la parte trasera del carro.
El joven asintió en silencio y se acercó a los dos caballos para darles su ración de forraje. Uno de los animales tenía el pelaje grisáceo; el otro era blanco. En tanto comían, Woodrow les acarició los fuertes cuellos con aire ausente.
El joven no sabía mucho acerca de los kenders, pero algo que sí había aprendido en los escasos contactos que había tenido con los miembros de esta raza era que, en primer lugar, ninguno de ellos sabía nunca hacia dónde se dirigía, ni lograba llegar a ninguna parte. No obstante, no contradijo el firme aserto de Tasslehoff; al fin y al cabo, él no tenía prisa por llegar a ningún sitio.