PRÓLOGO

La caída de la tarde era el momento del día en que el sosiego se adueñaba de la posada El Ultimo Hogar, en la ciudad de Solace. Los tres amigos, sentados a su mesa favorita, cercana a la chimenea, hacían planes para el futuro:

—¿Dónde irás primero, Tas?

La pregunta la formuló Tanis el Semielfo. El joven se había acodado en la oscura mesa de roble y apoyaba con comodidad la barbilla en la palma de la mano. Frente a él se encontraba Tasslehoff Burrfoot, su amigo kender. El otro asiento lo ocupaba Flint Fireforge, un orondo enano.

El tufillo del humo cosquilleó en la nariz del kender e impregnó los ciento veinte centímetros de su aniñada figura, desde la punta de sus polainas azules hasta el copete de pelo castaño claro. El olor familiar le levantó un poco el ánimo ya que, cosa rara en él, se sentía un poco triste; muy pronto se despediría de sus mejores amigos y no los volvería a ver hasta pasados cinco años; era mucho, muchísimo tiempo. El compenetrado grupo de siete compañeros se había separado a fin de investigar los rumores que corrían sobre guerras y conflictos en varios puntos del continente, y también para atender algunos asuntos personales; el día acordado para el reencuentro había sido cinco años a partir de la fecha.

—La verdad es que todavía no lo he pensado. Donde me lleven los pies, imagino —respondió el kender con ambigüedad.

Después, echó la cabeza hacia atrás, levantó la jarra vacía y la puso boca abajo; aguardó a que la última gota de sabrosa cerveza resbalara poco a poco hasta su boca expectante. Por fin, una gota pequeña y espumosa se desprendió de la jarra. Tas chasqueó la lengua con satisfacción y se limpió los labios con la manga. A continuación, miró a Tanis con los ojos entrecerrados a causa de la ligera humareda que flotaba en la umbrosa taberna.

—¡Tengo amigos por todo Krynn que esperan ansiosos mi próxima visita! —aseveró con convicción.

Los ojos de Flint centellearon joviales bajo las espesas cejas canosas.

—¡Apuesto a que sí! ¡Y también a que han estado muy ocupados en la instalación de cerraduras nuevas a prueba de kenders! —comentó mordaz el enano, al tiempo que soltaba una carcajada que hizo temblar sus mofletudos carrillos y el encrespado bigote.

Incluso Tanis, el eterno pacificador, sonrió divertido, aunque lo disimuló con una mano sobre la boca.

—¿De verdad lo crees? —preguntó Tas con sincero interés.

El kender sonrió y en su juvenil rostro se marcaron infinidad de minúsculas arrugas que le confirieron el aspecto de un cristal astillado. Aquéllas arrugas faciales eran una característica de su raza y por ello resultaba difícil calcular con cierta exactitud la edad de un kender.

—Las cerraduras de hoy en día —prosiguió Tas— son muy débiles. ¡No ofrecen la menor protección! ¡No sé cómo hay gente que supone que sus propiedades se hallan a buen recaudo en estos tiempos!

—Sobre todo, si anda cerca un kender —refunfuñó en voz baja Flint.

Por la mirada de advertencia que le dirigió Tanis, el enano comprendió que sus agudos oídos de elfo habían captado sus palabras. Tanis solía defender al kender de los arbitrarios insultos de Flint, aunque, en honor a la verdad, Tas jamás se había ofendido.

El enano se llevó dos dedos a los labios y emitió un sonoro y agudo silbido. En la posada no había casi nadie, y enseguida se acercó a la mesa la hija adoptiva del posadero: una chiquilla de mejillas sonrosadas, ojos despiertos y cabello rojizo rizado.

Una ligera brisa entraba por las rendijas de las ventanas. En unas cuantas semanas más, los hielos del invierno empañarían los cristales de colores. Aquél día, sin embargo, había sido caluroso en extremo; en especial, si se consideraba que ya había comenzado el otoño. «El último coletazo del verano», lo llamaba Flint. Si a eso se unía el calor de la chimenea siempre encendida, no era de extrañar que la muchacha tuviera el cabello pegado a la frente y que una mancha de sudor se marcara en su tosca túnica gris.

—¿Qué desea, señor? —preguntó la chica con actitud diligente.

En su voz no se advertía esa desgana tan común entre las camareras más avezadas. Dentro de unos años, pensó entristecido Flint, las «atenciones» fuera de lugar y las impertinencias de los parroquianos acabarían con su cándido entusiasmo.

—Tika… Te llamas así, ¿no?

A la pregunta del enano, la jovencita respondió de modo afirmativo con un enérgico cabeceo. Flint esbozó una sonrisa bonachona y prosiguió.

—Bien, Tika, trae dos más…

Tanis apuró de un trago su jarra y la dejó junto a las vacías de sus amigos.

—Que sean tres —corrigió el enano—. Tres jarras de la mejor cerveza de Otik. Yo invito.

—Muy bien, señor.

Tika hizo una breve reverencia y se alejó presurosa entre las apiñadas mesas que sorteó con habilidad.

La posada El Último Hogar tenía forma de letra ele. El techo era bajo, por lo tanto, ofrecía un ambiente muy acogedor cuando la clientela no era muy numerosa; no obstante, en las noches de gran concurrencia, la gente se apiñaba. Las paredes eran gruesos troncos oscuros, sellados entre sí con una fina capa de alquitrán que impregnaba el aire de un olor agradable y familiar para los parroquianos habituales de la posada. Unas mesas, pequeñas y redondas, llenaban el recinto, aunque Otik también había incluido una mesa larga con bancos para propiciar la conversación entre desconocidos.

La cocina, un lugar ruidoso y activo, era el trazo breve de la ele. El bullicio de las sartenes que chocaban entre sí, los gritos del cocinero y el aroma de las famosas patatas especiadas de Otik, se percibían a cualquier hora del día.

Pero la característica que otorgaba a la posada su personalidad singular era que la habían construido entre las sólidas ramas de uno de los vallenwoods, una especie de árboles gigantescos de crecimiento rápido que abundaban en Solace. De hecho, la totalidad de las casas de la ciudad, a excepción de la forja y de algún otro edificio, se asentaba entre las ramas de los vallenwoods, a varios metros del suelo. La villa era diferente a cualquier otra, de una belleza increíble y, sin embargo, práctica en caso de necesitar una defensa. Unas rampas bajaban en espiral en torno a los troncos hasta el suelo, mientras que unos pasos colgantes, que el aire mecía con suavidad, enlazaban unos árboles con otros y conectaban negocios, familias y amigos.

Los tres compañeros sentados frente a la chimenea parecían absortos en sus pensamientos cuando Tika regresó con las bebidas. Las pupilas de la jovencita se detuvieron en el atractivo rostro de Tanis: tez curtida, frente amplia, ojos almendrados, pómulos altos y cabello espeso y ondulado, algo revuelto y despeinado. Sin embargo, cuando sus ojos se posaron, de forma inconsciente, en el magro y nervudo torso del semielfo, en los músculos perceptibles con total claridad a través de la camisa, la muchacha se azoró y derramó un poco de cerveza sobre la mesa.

—¡Oh, lo siento… es el calor! —se disculpó, al tiempo que limpiaba el líquido con una esquina del delantal.

—No es nada —la tranquilizó Tas—. En realidad, has tirado muy poco. Me sorprende que acertaras la jarra sobre la mesa, dado el modo en que mirabas a…

—Gracias, Tika —intervino Flint, quien silenció así el resto del comentario, demasiado espontáneo, del kender.

La jovencita, ruborizada hasta la raíz del cabello, salió disparada y se escondió en las sombras de la cocina.

—Tas, no tenías por qué avergonzarla —reconvino el enano.

—¿Avergonzar a quién? ¿A qué te refieres? ¡Ah, Tika! Bueno, no es culpa mía si se le cae la cerveza por llenar las jarras hasta el borde; aunque a mí, en particular, me gusta que las camareras sean generosas y que el líquido se derrame por los bordes.

Con eso, Tas metió un dedo en la espuma y se lo llevó a la boca. Flint puso los ojos en blanco, como gesto de desagrado.

—A veces, creo que en esa cabeza hueca no guardas ni un gramo de sentido común. No debiste comentar que la muchacha miraba a Tanis.

La expresión de Tas fue de sincero desconcierto ante el rapapolvo del enano.

—¡Pero si es cierto! Las chicas siempre se fijan en Tanis. ¿No te has dado cuenta de las miradas que le echa Kitiara? ¡Puff! ¡Hay ocasiones en que me siento tan azorado que realizo un esfuerzo para no apartar la vista! Aunque a ella le da lo mismo. Me pregunto por qué…

Tanis interrumpió al kender con un sonoro carraspeo. Las curtidas mejillas del semielfo se veían rojas.

—¿Os importaría no hablar de mí, como si no estuviera? —inquirió, y miró con gesto adusto al descarado kender—. Tas, a lo que Flint se refería era…

El semielfo se interrumpió y buscó las palabras adecuadas para que el otro comprendiera la situación. No obstante, al advertir en el rostro aniñado una curiosa y desconcertada expresión, desistió.

—¡Oh, olvídalo! —concluyó, con un suspiro resignado.

—Todavía no nos has dicho adónde irás, Tanis —intervino Flint, con el propósito de cambiar de tema.

Acto seguido, el enano extrajo un trozo de madera y una navaja de las profundidades del chaleco de cuero que se empeñaba en llevar en cualquier época del año. Se reclinó en el respaldo de la silla y comenzó a tallar con precisa meticulosidad la figurilla casi terminada de un pato. Tanis se frotó la mejilla rasurada y, sin apartar los ojos de las azuladas llamas de la chimenea, respondió a la pregunta del enano con expresión ausente.

—No lo sé… Me gustaría recorrer los alrededores de Qualinost.

Flint levantó la cabeza con brusquedad, y lo observó con detenimiento. Los ojos del semielfo, fijos en el fuego, ardían. La llegada al mundo de Tanis había sido más problemática que la de la mayoría de los seres. Su madre, una mujer elfa a quien forzó un humano, había muerto al dar a luz. Un tío, hermano de su madre, se hizo cargo del mestizo recién nacido y, aun cuando lo atendió como a sus propios hijos, Tanis jamás se sintió por completo aceptado, ni entre los elfos, ni entre los humanos. Es más, con el transcurso de los años, la herencia de su sangre mezclada se hizo más y más patente en sus rasgos físicos; su estatura era algo inferior a la inedia humana, pero aventajaba a la mayoría de los elfos.

Entonces se produjo el cambio de actitud de su familia elfa con respecto a él. Tan sólo Laurana, por aquel entonces una hermosa jovencita, le prodigó atenciones y lo distinguió con un afecto especial que encontró eco en el joven mestizo. Aquello propició que la tensión ya latente entre Tanis, su tío y primos —los hermanos de Laurana—, llegara a tal punto que la situación se tornó casi insostenible. El semielfo optó por marcharse de Qualinost, pero en su interior quedó un gran vacío. Sabía que llegaría el día en que regresaría y se enfrentaría con la realidad, con su tío y… con Laurana. Aquélla idea le producía un gran desasosiego. La situación se agravaba porque su tío poseía el título de Orador de los Soles, por su condición de regente de los Elfos de Qualinesti.

Flint posó su mano en el hombro del semielfo y le dio un apretón afectuoso.

—Sabes que aquí siempre tienes un hogar, muchacho —lo animó.

Tanis apartó la mirada del fuego y sonrió al enano, pero la sonrisa no se reflejó en sus atormentadas pupilas. Se suponía que se trataba de una despedida alegre, y el semielfo no la ensombrecería con el recuerdo de Qualinesti. ¡Habría tiempo de sobra para eso! Por consiguiente, se esforzó en adoptar una expresión frívola y adoptó un ligero tono de chanza.

—Sí, lo sé, gracias. Como también sé, Flint Fireforge, o no te conozco bien, que pasarás estos cinco años con tus tallas delante de la chimenea.

El aludido rebanó con brusquedad un trozo demasiado grande de la figurilla que sostenía entre los dedos.

—¿Y qué? ¿Qué hay de malo en que lo haga? —refunfuñó.

Tanis comprendió, por la indignación manifiesta en la voz de Flint, que aquello era con exactitud lo que había planeado hacer. Tas no calló su opinión en tanto removía la lumbre del hogar.

—No hay nada malo en ello, Flint, pero, al cabo de una hora, te aburrirías. ¡Eh, se me ha ocurrido una idea! Me quedo una temporada contigo para hacerte compañía y…

—¡Y nada! —lo cortó terminante el enano—. ¡No tendré pegado a mis talones a un kender cerebro de mosquito! ¿No se os ha ocurrido que, tal vez, me apetezca aburrirme un poco después de tanto tiempo de aguantar que invadieseis a diario mi casa, chicos?

A Tanis le pareció cómico que el enano empleara el término «chico» al referirse a él. Después de todo, tenía cerca de cien años, aunque, por su físico, pareciera un joven de veinte. Claro que, tampoco Flint era un crío; había cumplido más de ciento cuarenta, lo que para los de su raza equivalía a los cincuenta de un humano.

Flint prosiguió con su retahíla de quejas.

—Por un lado Raistlin, con la nariz metida siempre en algún libro. Por otro, Sturm, estoico y circunspecto en exceso. Y ni hablar de Kitiara, enzarzada en una lucha constante con el bruto de Caramon… o en otra clase de forcejeos contigo, Tanis.

El fingido gesto huraño de Flint se suavizó, al tiempo que propinaba al semielfo un codazo amistoso en las costillas. Tas echó la silla hacia atrás y apoyó los pies encima de la mesa. De pronto, recordó que sus amigos habían partido.

—¿Encontrará Sturm a su padre en Solamnia? —preguntó.

Sturm Brightblade y Kitiara Uth Matar se habían marchado de Solace aquel mismo día, al amanecer. Él, empeñado en la tarea de descubrir el paradero de su progenitor, de quien se vio forzado a separarse doce años atrás. Ella, a correr una nueva aventura.

—Si sir Brightblade sigue con vida, estoy seguro de que Sturm lo hallará —aseguró Tanis con convicción—. Con Kit a su lado para ayudarlo en la empresa, no fracasará.

Los leños del hogar chisporrotearon; una brasa candente saltó por el aire y cayó sobre la pierna izquierda del kender. Tas soltó un alarido y brincó como un poseso. Sin embargo, su curiosidad era más fuerte que el dolor de la quemadura.

—¿Por ese motivo se marchó Kit? ¿Para ayudar a Sturm a buscar a su padre? —inquirió, mientras golpeaba con la palma de la mano la abrasada calza azul.

—Ni ella misma sabe qué motiva sus actos, ni tampoco lo que espera de la vida —replicó adusto Tanis, sin mostrarse desconcertado por las acrobacias del kender.

La brasa se extinguió por fin; Tas metió el dedo en el chamuscado boquete que exhibían sus calzas azules.

—Bueno, sea lo que fuere, lo conseguirá —opinó el kender—. Kit es tan…

—¿Fogosa? —remató Tanis por su cuenta y riesgo.

—Resuelta, era el término elegido —respondió el ingenuo Tas.

—Sí, sí; lo es —aseveró el semielfo, y esbozó una significativa sonrisa.

—Los que me preocupan son esos dos redomados estúpidos que tiene por hermanos —refunfuñó Flint—. Me importa un bledo lo que opinen los demás, pero, a mi entender, Raistlin es demasiado joven para someterse a esa endemoniada prueba en la Torre de Alta Hechicería. Lo matarán. Y el infeliz Caramon… En fin, no sé qué haría sin él.

Tasslehoff frunció el entrecejo, pensativo.

—A mí me parece que es justo a la inversa —comentó, aunque procuró que sus palabras no resultaran crueles—. Raistlin es el que no haría nada sin la ayuda de Caramon. Excepto morirse, claro.

Los gemelos, Caramon y Raistlin Majere, hermanastros de Kitiara, también habían partido. La intención del endeble Raistlin era someterse a la peligrosa prueba que, tarde o temprano, todos los hechiceros afrontaban; para ello, se dirigía a la Torre de Alta Hechicería de Wayreth. Su fornido hermano Caramon insistió en acompañarlo como escolta durante el viaje.

—La familia… —dijo entre dientes Tanis, con la mente perdida en remotas reflexiones.

—¡Eso es! —exclamó alborozado Tas, al tiempo que se ponía en pie de un brinco—. ¡Eso será lo que haré! Visitaré a mi familia. ¿Qué será de ellos?

Flint levantó la vista de su trabajo con evidente sorpresa.

—¿Es que no lo sabes? ¿Qué me dices de tus padres? —gruñó.

—Tampoco sé nada de ellos. No he tenido noticias en los últimos tiempos.

—Entonces, ni siquiera sabes si aún viven. —Ésta vez el sorprendido fue Tanis.

—Si hubiesen muerto, alguien me lo habría comunicado; digo…

—Pero si no saben dónde estás, ni sabes dónde están, ¿cómo esperas que alguien te localice para informarte de la muerte de unas personas cuyo paradero desconoces?

El enano interrumpió con brusquedad la sarta de incongruencias, sacudió la cabeza, y resopló.

»¡Lo que me faltaba! ¡Hablo como un kender!

Su denuesto pasó desapercibido a Tas, que se hallaba ensimismado en el recuento de sus familiares.

—Está tío Remo Lockpick, un primo segundo de un tío materno de mi padre, creo. Posee una colección de llaves maravillosa. Grandes, pequeñas, ligeras, pesadas. Una está adornada con gemas azules tan voluminosas como tu cabeza. Me pregunto para qué quiere alguien una llave así —dijo, mientras se frotaba la barbilla con gesto pensativo.

Por su parte, Flint y Tanis se preguntaron para sus adentros para qué necesitaba un kender ésa o cualquier otra clase de llave, habida cuenta de la destreza natural de esta raza para la «manipulación».

—También está tío Wilfre —prosiguió Tas—. Pero nadie lo ha visto desde… bueno, a decir verdad, ni siquiera lo conozco. Sin embargo, mi tío favorito es un hermano de mi madre… creo. Es un Furrfoot, no un Burrfoot. Como os imaginaréis, la semejanza de los apellidos produce una gran confusión en las fiestas familiares. En cualquier caso, tío Saltatrampas se quedó con nosotros después de que su esposa muriera durante la luna de miel. Al menos, él supuso que había muerto.

—¿Qué quieres decir con «supuso»? —exclamó Tanis—. Suena a tragedia.

—Oh, sí. Cuando lo relata tío Saltatrampas, da la impresión de que escuchas una leyenda romántica.

Tas levantó su jarra vacía y pidió otra ronda. En apariencia, el kender acometería una de sus inacabables historias.

—Por favor, la versión corta —le rogó el enano—. No quiero que nuestros amigos me encuentren escuchando tus cuentos dentro de cinco años.

Tas puso los ojos en blanco.

—¡Muy gracioso, Flint! Jamás os he contado una historia que durase cinco años, y no será porque no conozco unas cuantas que… Bien, dejémoslo. Como decía, tío Saltatrampas y su esposa habían decidido no hacer su viaje de luna de miel por los lugares acostumbrados; en consecuencia, allí fue con exactitud adonde se dirigieron. Mejor dicho, lo intentaron.

Como era habitual en él, la narrativa de Tas resultaba confusa.

—¿Adónde se dirigieron? —preguntó Flint, con una paciencia que estaba muy lejos de sentir.

No acababa de pronunciar la última palabra, cuando el enano se había arrepentido de abrir la boca.

—De verdad, Flint, ¡no te enteras de nada! —replicó exasperado Tas—. ¿A qué otro lugar se va de luna de miel sino a la luna? ¡El sitio más apropiado, desde luego!

—¿Fueron a la luna? —La voz de Tanis denotaba incredulidad.

—No —corrigió Tas—. Pero pusieron todo su empeño en lograrlo. Compraron una pócima mágica en la Feria de Primavera, en Kendermore. Cada uno de ellos bebió la mitad, cerraron los ojos, y pensaron en la luna, tal como el vendedor les había dicho que hicieran. Sin embargo, cuando tío Saltatrampas abrió los ojos, se encontraba todavía en medio del bullicio de la feria. Y su esposa había desaparecido. El vestido de boda se encontraba en el suelo, junto a sus pies. ¡Caramba! Ésta historia siempre me entristece. Quizá mi tío no se concentró lo suficiente, ¿no?

—Seguro que no se concentró lo bastante. Pero no en lo que se refiere a la luna —se mofó Flint, al tiempo que se sacudía las virutas pegadas a la barba—. Es obvio que la chica se dio cuenta a tiempo del lío en que se metía y huyó mientras él mantenía los ojos cerrados. Una demostración de intuición sobresaliente para una kender.

Tas hizo caso omiso del sarcasmo del enano.

—Tío Saltatrampas sostiene que ha de estar muerta; de lo contrario, habría hallado el medio de volver con él. Sin embargo, a mí se me ocurre que está en Lunitari. Apuesto a que se siente muy, muy sola. ¡Eh! ¿Cómo nos verá a nosotros desde allí?

—Lo que sí es seguro es que no pasará hambre —dijo Flint—. ¡La luna es un gran queso rojo!

El encrespado bigote del enano ocultó su burlona sonrisa. Por el contrario, la expresión del kender era circunspecta en exceso.

—No sé de qué estará hecha Lunitari, pero me parece muy improbable que sea de queso. Algo rojo, sí, desde luego. Pero no se trata de algo tan vulgar y pastoso…

Flint soltó una estruendosa carcajada.

El monólogo de Tas llegó a su fin cuando la pesada puerta de roble de la posada se abrió de golpe. Las hojas otoñales rojizas de los vallenwoods entraron arremolinadas en el local, arrastradas por el viento. En el umbral se encontraba la criatura más extravagante que los tres amigos habían visto en su vida. La mujer, enana a juzgar por sus proporciones achaparradas, era increíblemente voluptuosa para una hembra de su raza. Vestía una blusa de un color frambuesa brillante, las mangas anudadas a las muñecas, y ajustada al máximo en torno a sus voluminosos senos que amenazaban con romper las tirantes lazadas en cruz que la cerraban. Un cinturón de cuero amarillo marcaba su talle de avispa. Los pantalones, de cuero color púrpura, le envolvían las piernas como una segunda piel. Remataba el conjunto un par de botas altas, a juego con el color de la blusa. En cuanto a su rostro, tanto los labios como las mejillas resplandecían con el mismo tono insólito, rojo como grana, de su deslumbrante melena, larga y frondosa. Sobre el cabello lucía un sombrero amarillo adornado con plumas rojas.

—¡Ah, por fin llegamos! —exclamó mientras contenía un suspiro de alivio.

Luego, recorrió con la mirada el local; plantada firme, con los brazos en jarras, parecía más alta de lo que en realidad era. La posada se sumió en un profundo silencio; incluso el golpeteo de las cacerolas en la cocina cesó. La recién llegada giró la cabeza como si hubiese recordado algo de repente.

—¡Woodrow, ven aquí! —llamó a voces.

—Sí, señora —graznó una voz nerviosa.

Un hombre joven apareció por la puerta y se deslizó con discreción entre el quicio y la mujer, como si procurara no estorbar su magnificencia. Él joven era alto, de constitución fibrosa. De sus rasgos sobresalían la nariz, firme y aguileña, y el pelo rubio pajizo que parecía cortado con un tazón sobre la cabeza. Vestía, en contraste con la enana, unos sencillos pantalones de tela gris y una camisa acolchada de manga larga, del tipo que se llevaba bajo una cota de malla.

Era evidente que sus ropas habían conocido tiempos mejores; la tela estaba descolorida, con algún que otro desgarrón y varias costuras sueltas. Por si fuera poco, los puños de la camisa le quedaban dos dedos por encima de las muñecas.

—Deja de llamarme «señora» —lo reprendió la enana con voz afable—. Me haces sentir vieja. ¡Te aseguro que no soy tan mayor!

Al decir esto, la mujer le guiñó un ojo con coquetería y el joven llamado Woodrow se sonrojó hasta la raíz del cabello.

—Sí, señora —respondió, y tragó saliva.

Ella lo observó un momento y le acarició la mejilla.

—¡Ah, tan joven! Pero… así me gustan —masculló.

Luego, apartó de él los ojos de forma abrupta y oteó el umbroso interior del local. Tras el mostrador se hallaba Otik, quien la contemplaba boquiabierto, mientras se limpiaba las manos en el delantal.

—¡Hola! —lo saludó la enana con el movimiento de una mano.

El posadero, sin salir todavía de su asombro, se acercó presuroso a la mujer. Al detenerse junto a ella, la rolliza figura tembló como un flan.

—Un hombre con un aspecto tan digno e importante como el suyo ha de ser por fuerza el propietario de este establecimiento, ¿no? —ronroneó la enana.

Otik esbozó una sonrisa bobalicona.

—Eh… sí, l… lo soy —tartamudeó—. ¿En qué podemos servirla? ¿Tal vez desea una habitación? ¿Quizás una cena? Tenemos la mejor comida de todo Solace…, de todo el sur de Ansalon.

—Sin duda. Pero, quizá más tarde. En realidad, busco a alguien. Un kender llamado Tasslehoff Burrfoot. Me dijeron que tal vez lo encontraría aquí.

Los tres amigos habían observado con interés toda la escena. Al escuchar su nombre, Tas se levantó de un brinco y se acercó a todo correr.

—¡Soy yo! ¡Me llamo Tasslehoff Burrfoot! ¿Acaso he ganado algún premio y viene a entregármelo?

Tas hizo una pausa, asaltado por la duda.

»¿He perdido algo? ¿Lo ha perdido usted? —preguntó interesado.

—No con exactitud —respondió la voluptuosa enana, al tiempo que lo miraba de pies a cabeza—. La verdad, no comprendo tanto alboroto por ti.

Tras musitar estas misteriosas palabras, alargó la mano y cerró los dedos con fuerza en torno a la delgada muñeca del kender.

—Ven conmigo, ahora; tengo prisa.

La enana dio media vuelta y trató de arrastrarlo hacia la puerta. Tas, desconcertado, sin entender lo que ocurría, clavó los talones en el suelo y se resistió.

—¡Vamos, muévete! —lo reprendió ella—. No dispongo de todo el año, ¿sabes?

El kender forcejeó, decidido a soltarse de la enana, que insistía en arrastrarlo hacia la salida.

—¡Un momento! ¿Quién es usted? ¿Adónde me lleva? No me gustan sus modales, son muy poco amables —protestó a gritos.

Tanis y Flint se pusieron de pie y se aproximaron. En aquel momento, la desconocida recordó algo.

—¡Oh, lo siento! ¡Me había olvidado de esta formalidad!

Con un tono oficioso, anunció.

»Tasslehoff Burrfoot, te arresto por transgredir la sección treinta y unodiecinueve, apartado cuarenta y siete, párrafo diez, subpárrafo tal o cual, del Código de Conducta Kender.

Sin más, propinó un tirón de la muñeca de Tas y se encaminó a la salida.

—Parece serio de verdad —dijo el kender, sin moverse ni un centímetro—. ¿Qué significa con exactitud?

—Que has roto tu promesa de matrimonio. Te has metido en un buen lío, Burrhead.