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El secreto del Castillo de Brightblade

Maitat era tan veloz como hermoso y, poco tiempo después, la oscura silueta del alcázar de Vingaard se hundió tras el horizonte meridional. Guiándose por las estrellas, Sturm se encaminó rumbo noroeste. Un afluente del río Vingaard se extendía recto hacia el norte y las colinas de Verkhus hacia el oeste. En la fértil franja de terreno inserta entre los dos accidentes geográficos, se alzaba el Castillo de Brightblade.

Los cascos del blanco corcel tamborileaban un cantarín solo en las vacías llanuras. En varias ocasiones, Sturm hizo un alto en su precipitada huida a fin de captar el eco de la persecución. Pero, aparte del canto de los grillos en la hierba alta, la llanura permanecía sumida en el más profundo silencio.

Unas pocas horas antes del amanecer, Sturm aminoró la velocidad del galope y se acercó a unas ruinas envueltas en las sombras. Se trataba de una vieja cabaña y un mojón de lindes territoriales, ahora demolido. El tocón del poste señalizador aún conservaba la parte inferior de la inscripción tallada. Se percibían unos pétalos de rosa y, debajo, un sol y una espada desnuda: la representación gráfica del nombre de los Brightblade, es decir, Hoja Resplandeciente. Sturm había llegado a los límites meridionales de su feudo ancestral.

Chasqueó la lengua y apremió a su montura para que reanudara la marcha. Los campos más allá del mojón, que él recordaba como una tierra rica en pastos y un vergel de huertos y árboles frutales, se habían convertido en un paraje yermo, ahogado por las malas hierbas. Las primorosas hileras de manzanos y perales de antaño eran poco más que unos matorrales silvestres. Las plantas rastreras hacía tiempo que habían reconquistado la calzada. Sturm prosiguió la marcha, con los labios apretados en una fina línea, obligado de tanto en tanto a agacharse para esquivar las ramas bajas.

La zona del plantío estaba hendida, según recordaba, por el cauce del riachuelo; y, en efecto, así seguía siendo. Condujo a Maitat hasta la somera corriente de agua. El arroyo corría a lo largo de un par de kilómetros hasta la misma base de los muros del Castillo de Brightblade. El corcel trotó sobre las frescas aguas.

El cielo clareaba por el este cuando los muros grises asomaron por encima de las copas de los árboles. A la vista de los perfiles de las almenas y las torres, Sturm sintió un nudo en la garganta. Pero no era lo mismo que cuando se marchó; las espesas matas de enredaderas trepaban por las murallas, bloques enteros de piedras se habían desmoronado, y las torres, cuyos techos habían ardido hacía años, se alzaban desnudas hacia el cielo.

—Vamos —dijo en voz baja al caballo y le dio un suave golpe con los talones. Mai-tat inició un lento galope que levantó surtidores de agua a cada paso. Remontó la orilla oeste del riachuelo y se abrió paso por la fangosa ribera. En la cara oeste del castillo se encontraba la puerta principal. Los cascos del caballo repicaron sobre el camino de guijarros, entre los que crecía la hierba, que llevaba al portón. Privados de la luz del sol naciente por su situación, los muros parecían negros.

El angosto foso era poco más que una zanja cenagosa; sin el dique que desviara el cauce del riachuelo, el agua no quedaba retenida en torno a las murallas. Sturm aflojó la marcha al alcanzar el puente. Las crueles palabras de Belingen acerca de los caballeros que se arrojaron al foso resonaron en su mente. El canal ya no era más que un cenagal oscuro y pantanoso.

De la puerta de acceso sólo quedaban los herrumbrosos goznes, sujetos a las pétreas paredes con clavos de hierro de más de un palmo de largo. Una densa alfombra de hojarasca y maderos carbonizados cubría las losas del patio. Sturm levantó la mirada a la torre del homenaje, que se alzaba al frente. Los huecos de las ventanas se abrían al exterior en un mudo y eterno bostezo; los estragos del fuego habían plasmado en los antepechos oscuras lenguas de hollín. Sturm sintió la imperiosa necesidad de gritar a voces: «¡Padre, Padre, he regresado a casa!». Logró, no obstante, domeñar el inútil impulso. Nadie escucharía su llamada. Nadie, excepto las sombras de los muertos.

Había señales de que el patio se había utilizado recientemente para albergar animales. Se advertían numerosas huellas de ganado, y Sturm comprendió que el campamento de Merinsaard en el alcázar de Vingaard no era el único asentamiento empleado por las tropas invasoras para reunir provisiones. Lo dominó una cólera sorda, ardiente, ante la idea de la sórdida finalidad dada al noble edificio del Castillo de Brightblade.

Dio la vuelta a la torre y entró al patio norte. Allí estaba la pequeña poterna por la que su madre y él habían escapado. Vio de nuevo a su padre y a su madre enlazados en un último abrazo de despedida, mientras la nieve caía en remolinos a su alrededor. Lady Ilys Brightblade jamás superó el frío de aquel adiós y su carácter se trocó, hasta el final de sus días, impasible, rígido y amargo.

En aquel momento, Sturm descubrió el cuerpo. Desmontó y condujo a Mai-tat por las riendas. Llegó hasta la figura que yacía boca abajo y le dio la vuelta. Era el cadáver de un hombre, muerto no hacía mucho —un día, dos a lo sumo. Le habían atravesado la espalda con un golpe certero. Los rígidos dedos del cadáver aún asían una bolsa de lona. Sturm forzó el puño crispado y abrió el saquillo. El mezquino valor del contenido quedó al descubierto: unas monedas de plata, unas toscas joyas y varias gemas semipreciosas. El que había asesinado a este hombre, no lo había hecho con el propósito de robarlo. De hecho, a juzgar por la daga y las ganzúas colgadas de su cinto, el propio muerto debió de ser un ladrón.

Sturm siguió adelante. Encontró los residuos de una fogata de campamento y las ropas de un petate, todo ello revuelto y pisoteado. Bajo una manta azul de crin, descubrió otro cuerpo. Éste también había muerto atravesado con una espada. Los objetos habituales de un campamento aparecían esparcidos por los alrededores; una sartén de cobre, ollas de arcilla, odres de agua…, también otras monedas de plata y un rollo de tejido de seda. ¿Acaso los ladrones se habían enzarzado en una reyerta a causa de la posesión del botín? De ser así, ¿por qué el vencedor no se había llevado todo consigo?

Una oscura entrada, carente de puerta, bostezaba en el muro, cerca de Sturm.

Lleva a las cocinas —musitó el caballero. Ató a Mai-tat al tocón de un poste y se dirigió al acceso. Los rayos del sol se colaban a través de las hendiduras de la derruida torre, pero muchas estancias todavía permanecían inmersas en la más profunda tiniebla. Sturm regresó al destrozado campamento de los ladrones y elaboró una antorcha con un pedazo de madera y unas tiras de tela. Absorto en la tarea, escuchó un movimiento en el sombrío dintel. El caballero se giró raudo, lista la espada. No vislumbró nada.

Los cadáveres de los ladrones habían trastocado la idea concebida en torno a su regreso al castillo. Sturm había imaginado un recorrido, presidido por la nostalgia y la tristeza, por los aposentos de su viejo hogar; una búsqueda de claves que le revelaran la suerte corrida por su padre. Sin embargo, un aura siniestra se cernía sobre las nobles piedras. Resultaba evidente que no había un solo lugar que se hubiese librado de los sutiles tentáculos del Mal; ni siquiera el ancestral feudo del Caballero de Solamnia.

Las cocinas estaban desmanteladas por completo, saqueadas mucho tiempo atrás. Ni siquiera quedaban los ladrillos de los hogares, ni los morillos. Las telas de araña tapizaban cada viga y dintel. Sturm llegó al gran salón, en el que su padre siempre había cenado con grandes señores, tales como Gunthar Uth Wistan, Dorman Hammerhand, y Drustan Sparfel de Garnet. La enorme mesa de roble había desaparecido. En las paredes se percibían los agujeros en los que estuvieron insertos los candelabros de bronce. La chimenea, con sus símbolos tallados de la Orden de la Rosa, había sido mutilada de manera deliberada.

Entonces, escuchó de nuevo el ruido. Sturm estaba seguro de que se trataba del sonido de unos pasos.

—¿Quién va? ¡Salid, quién sea, y mostraos!

Levantó la antorcha hacia el techo abovedado. Los arcos de piedra estaban cubiertos por un apretado enjambre de murciélagos. Asqueado, Sturm cruzó el salón y llegó a las escaleras, uno de cuyos tramos subía a los aposentos privados, mientras que el otro descendía a los sótanos. Sturm plantó el pie en el primer escalón de subida.

—Hola… —susurró una voz. El caballero quedó petrificado. Bajo la capucha, se le erizó el cabello.

—¿Quién va? —llamó.

—Por aquí… —La voz provenía de la zona inferior. Con la espada en la mano derecha y la antorcha en la izquierda, Sturm descendió los peldaños.

Allí abajo hacía frío. La llama de la antorcha parpadeó, agitada por la corriente de aire que subía por el hueco de la escalera. La bajada moría en un corredor que se bifurcaba a ambos lados, y recorría los cimientos de la antiquísima ciudadela sobre la que se había construido el castillo.

—¿Hacia dónde? —gritó Sturm con audacia.

—Por aquí… —susurró la voz una vez más. El tenue murmullo, cual el último aliento de un moribundo, le resultaba extrañamente familiar. El caballero se encaminó por el pasillo de la izquierda.

No había recorrido cincuenta metros, cuando tropezó con un tercer cadáver. Aquél era diferente a los anteriores; no se trataba de un ladrón. Era un hombre más viejo, con la barba sin afeitar y el rostro curtido por el viento y el sol. El muerto se había desplomado en el suelo, con la espalda reclinada contra la pared. Tenía una daga enterrada en el pecho. Resultaba curioso que su brazo derecho estuviera doblado, apoyado sobre la cabeza, y que uno de los dedos apuntara rígido hacia abajo. Sturm estudió su rostro. Le era familiar…; de repente, lo reconoció. Era Bren, uno de los compañeros de exilio de su padre. Si aquel hombre se encontraba allí, cabía la posibilidad de que Angriff Brightblade no estuviera muy lejos.

—¿Qué señalas, viejo amigo? —inquirió apremiante Sturm.

Luego, abrió la capa del hombre con la esperanza de encontrar alguna pista del paradero de su padre. Al hacerlo, el brazo derecho de Bren se deslizó y apuntó hacia arriba, justo encima de su cabeza. Sturm levantó la antorcha. No vio otra cosa que un hachero de hierro… que estaba torcido.

El caballero lo observó con más detenimiento y vislumbró un somero arañazo que marcaba el bloque pétreo de la pared. Al parecer, el brazo del hachero giraba y, al hacerlo, dejaba una señal en el muro. Sturm asió la parte inferior y empujó. El candelero rotó sobre su eje, de acuerdo con la marca de la pared.

El suelo retumbó y un tremendo chirrido atronó el pasadizo. Una sección del suelo se levantó frente a Sturm y dejó al descubierto una oscura cavidad subterránea. En todos los años que había habitado en el castillo, jamás supo de la existencia de aquella cámara secreta.

—Baja…, baja… —dijo la ronca voz fantasmal. Por primera vez el caballero percibió una presencia que acompañaba a las palabras. Giró sobre sus talones a toda velocidad y se encontró frente a frente con la aparición, una silueta tenuemente rojiza, vestida con lo que parecía una capa de pieles. Sturm dio un paso adelante. A la débil luz de la antorcha no pudo distinguir los rasgos del rostro, pero sí vislumbró un largo bigote. ¡Era el mismo hombre que había visto en la tormenta!

—¡Acércate, quienquiera que seas! —incitó, al tiempo que adelantaba con un brusco movimiento la antorcha.

El rostro que reveló la luz de las llamas era un fiel reflejo del suyo. El caballero dejó caer la antorcha.

—¡Gran Paladine! —barbotó y retrocedió unos pasos. Sus talones resbalaron en el borde del escalón superior que descendía a la cámara secreta.

—¿Qué significa esto?

—Baja… Baja… —repitió el fantasmagórico Sturm. Aunque sus labios no se movieron, la voz fue rotunda.

Al caballero le temblaron las manos; recogió la antorcha del suelo y demandó.

—¿Por qué estás aquí? ¿De dónde vienes?

—De muy lejos…

Sturm lo contempló con los ojos desorbitados. El espíritu lo instó una vez más a que descendiera a la cueva secreta.

—Está bien. Lo haré.

Apenas Sturm pronunció la última palabra, la fosforescente silueta se desvaneció.

El caballero dio media vuelta y se enfrentó a la escalera, pero, más allá del débil fulgor emitido por la antorcha, todo era tinieblas. Sturm respiró hondo y bajó.

En la cámara subterránea hacía un frío espantoso, y el caballero se alegró de haberse vestido con la gruesa túnica de Merinsaard. Al final del tramo de escalones, unos tres metros por debajo del nivel del pasillo, se encontró con otros tres cuerpos. No se percibía ninguna señal de violencia en los cadáveres, pero en sus rostros se leía con claridad el espantoso fin que habían tenido. Sin duda, la losa de acceso se había cerrado y habían quedado atrapados en el interior; en las horas ulteriores, habían perecido por asfixia.

Sturm se apartó de los cadáveres de los ladrones. Al girar, la luz de la antorcha se reflejó en algo metálico. El caballero se adentró en la negrura aterciopelada, precedido por el perceptible velo de su aliento. El fulgor de las llamas incidió sobre una armadura completa.

Sturm tragó saliva para librarse del nudo que se le había hecho en la garganta. Su mano, temblorosa, limpió el polvo del relieve grabado en el acero. Lo era. Sí, lo era. Había encontrado la armadura de su padre. Peto y espaldar, grebas, cujas, guanteletes, yelmo… todo estaba allí. La excelente armadura de guerra cincelada con el motivo de la rosa. Del frontal del yelmo, descollaban unos altos cuernos. En comparación con aquella hermosa pieza, el viejo tocado de Sturm, todavía abollado por el hacha de Rapaldo, semejaba una pobre y burda imitación.

La armadura colgaba sobre un armazón de madera. Al acariciar con amor la bruñida superficie, Sturm percibió bajo el peto los fríos aros de la cota de malla. A la altura de la cintura, sujeto por una sencilla cinta escarlata, encontró un amarillento pergamino. En la deteriorada hoja, unas simples palabras, escritas con el vigoroso trazo de Angriff Brightblade: «Para mi hijo».

En aquel momento, la emoción que embargó el espíritu de Sturm fue tan arrolladora que lo dejó sin respiración. El cuerpo de un ser humano podía languidecer y morir, pero las virtudes que lo destacaran como un líder de hombres, como Caballero de Solamnia, se encarnaban en el imperecedero metal. Con aquello, la vida de Sturm culminaba en parte su objetivo. Sólo le restaba descubrir qué había sido de su padre.

Se despojó de las ropas de Merinsaard y, polvorienta o no, vistió la armadura. Le encajaba bien, casi a la perfección. Un poco ancha de hombros, quizá, pero su cuerpo se desarrollaría, abrigado por ella. Se abrochó las espinilleras sobre las botas y alzó el peto de la cruceta de madera. Debajo, colgada de una clavija, se encontraba la espada.

La guarnición trazaba una grácil curvatura y la hoja aparecía tan pulida y brillante como en el momento de salir de la forja. La larga empuñadura estaba forrada con un áspero alambre, sin duda con el propósito de asegurar una firme sujeción aun cuando se empapara de sangre. El pomo, de forma ovalada, era de bronce y llevaba esculpido el símbolo de la rosa.

Sturm no lo soportó más. Las lágrimas afluyeron a sus ojos y se deslizaron por las mejillas; no hizo el menor intento de enjugarlas; dejó que corrieran en libertad. No había llorado de aquel modo desde la noche en que se separó de su padre, hacía doce años.

La espada salió con facilidad de la clavija. El balance era perfecto, la empuñadura encajaba en la mano de Sturm corrió si la hubieran hecho para él. Desenvainó la espada de Merinsaard y la arrojó lejos, contra las frías losas del suelo. Luego, enfundó el arma de su padre en la negra vaina que colgaba de su cinto y se colocó el peto. Cuando se abrochaba las hebillas situadas bajo los brazos, escuchó un extraño zumbido.

La espada de Merinsaard emitía un resplandor. La vibración provenía del arma. Sturm arrojó sobre ella el soporte de madera de la armadura pero, boquiabierto por la sorpresa, vio cómo la espada se alzaba en el aire y se desembarazaba, sin el menor esfuerzo, del pesado armazón. Acto seguido, flotó en dirección a la escalera. Sturm, recogió veloz el yelmo de su padre y fue tras ella. La espada plateada ascendió por el hueco y salió de la cámara subterránea. Luego, sin una sola vacilación, atravesó el gran salón, las desmanteladas cocinas y llegó al patio. Allí estaba Maitat, estático como una estatua de alabastro. El inquieto caballo jamás había estado tan inmóvil. La espada, con la punta por delante, se acercó a él y trazó un círculo en torno al cuello del animal, el afilado vértice apenas rozando la piel. El fulgor se expandió hasta envolver a Mai-tat. El corcel se retorció y se convulsionó en medio del blanco aura. Sturm se adelantó, dispuesto a acabar con la agonía del animal, pero el calor abrasador que irradiaba la espada lo detuvo. El resplandor se intensificó hasta alcanzar un nivel ígneo. Entonces, estalló un fogonazo de luz cegadora, seguido de un trueno. La fuerza expansiva lanzó a Sturm contra el muro y lo dejó sin respiración.

Una risa, ronca y profunda, se propagó por el patio. Sturm notó que el vello de la nuca se le erizaba. Medio asfixiado, tosiendo, el caballero se frotó los párpados. Al abrir los ojos, no vio a Maitat. En su lugar, estaba Merinsaard, armado y rebosante de furia. El timbre de su voz fue atronador.

—¡Vaya, Brightblade! ¿Es éste el tesoro por el que has viajado desde tan lejos? ¿Es tan valioso como para dar la vida por él?

Sturm retrocedió un paso; las sienes le latían por la impresión recibida al aparecer el señor de Bayarn.

—Siempre merece la pena recobrar las reliquias de un pasado noble. Pero no tengo intención de morir. No ahora —replicó una vez que recobró la voz.

El caballero blandió la espada Brightblade en posición de defensa. Merinsaard trazó amplios círculos en el aire con su arma, pero no inició ningún movimiento de ataque. En cambio, alzó hacia lo alto la plateada espada y habló con voz tonante.

—¿Sabes lo que sacaste de mi campamento de forma tan descuidada, necio imprudente? Ésta espada es la llave de todos los planos negativos. ¡Es Thresholder, el umbral, la vía al poder! Te permití escapar, miserable gusano. A los cinco segundos de dejarme atado y amordazado, estaba libre y planeaba el mejor modo de seguirte. ¿No te parece divertido que tú mismo, suplantándome, me condujeras hasta aquí en mi forma equina?

Una bocanada de viento caliente azotó el rostro de Sturm.

—¡Es una pena que ya no seas un caballo! —espetó el caballero con osadía—. ¡Así, al menos, eras una criatura útil!

Un proyectil de fuego plateado se desprendió de la punta de Thresbolder y se elevó en espiral al techo de la torre donde, al estallar, hundió las tejas, que volaron por el aire. Sturm se escabulló en las cocinas justo a tiempo de esquivar una lluvia de rocas que se precipitó sobre el lugar que ocupaba un momento antes. Merinsaard soltó una carcajada.

—¡Huye, hombrecillo! ¡Ahora sabrás contra quién has osado enfrentarte!

El señor de la guerra se abrió paso derribando muros; blandía su espada, que dejaba tras de sí unos chisporroteantes arcos de luz ardiente. Sturm entró en el gran salón y eludió una lengua zigzagueante de fuego que abrió surcos socarrados en las losas del suelo. Merinsaard jugaba con él. Si lo deseaba, haría que todo el castillo se desplomara sobre su cabeza.

El caballero ansiaba hacerle frente y presentar batalla, pero en un terreno elegido por él. Arriba, en las abiertas almenas, no había tanta posibilidad de que los escombros se precipitaran sobre él. Entonces, Sturm guió al enajenado señor de la guerra hasta el segundo piso y a lo largo de un corredor donde se encontraban sus antiguos aposentos. El caballero llegó al final del pasillo en el mismo momento en que Merinsaard entraba en él. El guerrerohechicero lanzó unos proyectiles de fuego en el vacío corredor; éstos abrieron un boquete en el grueso muro. Sturm corrió, dejó atrás el tercer y cuarto piso, y llegó a las almenas.

—¡Vuelve, joven Brightblade! ¡No te esconderás para siempre! —se burló Merinsaard.

Un halo de ira y maldad impregnaba todo el castillo. Sturm llegó a una sección del suelo donde el entramado de madera había ardido. Caminó tambaleante a lo largo de una viga carbonizada; calculó que Merinsaard, más pesado, no lo seguiría. Después se parapetó tras los escombros de una torre desplomada y se esforzó en trazar algún plan de ataque.

Al llegar a la zona quemada, el señor de Bayarn cruzó los brazos sobre el pecho y musitó las palabras de un hechizo en una lengua arcaica, gutural. A su frente, se amontonaron unas oscuras nubes y el señor de la guerra caminó sobre ellas. Durante el trayecto, reía de modo siniestro. Sturm, en un intento desesperado de detener su avance, empujó una sección del desgajado muro. La espada mágica se balanceó atrás y adelante y los bloques de piedra se deshicieron en gravilla.

—¿Adónde irás? —sonrió satisfecho Merinsaard—. Has llegado al final del castillo, Brightblade. ¡Serías la vergüenza de tu padre! Él sí que era un guerrero de verdad, diez veces más hombre de lo que tú serás jamás. Mis hombres lo persiguieron durante meses después de que saquearan el castillo. Los sobrevivió a todos, incluso a los Rastreadores de Leereach.

—¿Qué tenías contra él? —gritó Sturm—. ¿Por qué deseabas su muerte?

—Era un caballero y un guerrero. Mi señora no podía dejarle con vida si queríamos que nuestro plan de conquista llegara a buen fin. —Un proyectil de fuego sesgó la parte alta de la torre derruida—. ¡Qué gran ironía que mueras con su armadura! ¡Qué supremo momento de gloria para mi Oscura Soberana!

«Tiene razón», pensó Sturm. «No me queda dónde escapar, y tampoco soy el gran hombre que fue mi padre». El muro curvado de la torre se cerró tras él. El caballero levantó la mirada. No había sitio donde ir… sólo hacia abajo.

Unas gotitas de fuego estallaron junto a los pies de Sturm. El joven saltó y se aproximó peligrosamente al borde de la almena.

—Salta, muchacho. Así me privarías de la satisfacción de la venganza. ¿Por qué no lo haces? Sería una muerte mucho más fácil de la que tengo en mente para ti.

Merinsaard se encontraba a menos de cinco metros. Sturm miró hacia abajo. Una larga, larga caída.

—Vamos, da un paso. Salta. Para ti, todo habrá terminado en un momento —siseó el hechicero.

No quedaba esperanza. Era el fin. Sturm no volvería a ver a sus amigos ni descubriría el misterio que envolvía el paradero de su padre. No le quedaba más que elegir el modo de morir. Un simple paso, y el olvido. ¿No era el deseo de todo hombre? ¿Un final rápido, fácil, cuando llegara su hora? «¡Pero tú no eres un hombre cualquiera!», le gritó su mente. «¡Eres hijo y nieto de Caballeros de Solamnia!». Aquél pensamiento sacudió el temor paralizador que atenazaba su corazón.

Enderezó los hombros y se enfrentó a Merinsaard. La punta de la espada Brightblade se alzó hacia el pecho del hechicero.

—No acepto tu oferta —dijo con frialdad—. Si eres el guerrero y gran señor que dices, deja que tu espada se cruce con la mía y veamos quién alcanza el éxito con honor.

Merinsaard sonrió; al hacerlo exhibió la blanca dentadura. El deslumbrante fulgor de Thresholder se apagó y Sturm asumió la posición de lucha. El hechicero alargó su acero hacia el caballero y, sin previo aviso, una ráfaga de fuego se disparó de la punta. El proyectil alcanzó a Sturm en el pecho y lo arrojó contra el muro de la torre.

—Como ves —dijo Merinsaard—, no soy un hombre de honor.

Con estas palabras, levantó sobre su cabeza la espada, dispuesto a asestar el último y mortífero golpe. Sus ojos se dilataron de forma desmesurada, las pupilas se le tornaron blancas. Sturm se esforzó por blandir la espada de su padre en un desesperado intento de defensa.

De repente, Merinsaard lanzó un gorgoteo y se tambaleó. El joven caballero vio con asombro que tenía una flecha clavada en la espalda. A cierta distancia, Silueteada contra el brillante cielo de la mañana, se recortaba una figura que manejaba un arco.

Sturm se puso de pie. Merinsaard asió el borde de la almena con sus manos enfundadas en guanteletes de malla, pero los aros metálicos no encontraron agarre y el guerrerohechicero se precipitó hasta el patio distante. Se escuchó un alarido, un golpe sordo y, después, silencio.

Sturm corrió hacia las escaleras. El misterioso arquero había desaparecido. Al llegar al patio, constató que Merinsaard estaba muerto, las pupilas sin vida fijas en las enmohecidas losas del suelo del patio. Thresholder yacía lejos de sus exangües dedos. Sturm la contemplaba absorto, cuando, de improviso, la espada estalló en llamas y se desvaneció con un estruendoso crujido. Las piedras, donde un momento antes reposara, quedaron carbonizadas.

El caballero se tambaleó y buscó apoyo en la pared de la torre. Trataba de poner orden en sus ideas para comprender lo que había ocurrido, cuando una nueva flecha se clavó en el suelo, delante de sus pies. Las plumas grises que remataban el esbelto astil negro cimbrearon por el impacto.

Sturm levantó la cabeza y vislumbró al desconocido arquero sobre la muralla exterior. El misterioso personaje levantó la mano, en un mudo gesto de despedida, se metió por una torreta de centinelas y desapareció en las sombras.

El caballero se agachó y examinó la flecha. Atado al astil, justo tras la punta, había un papel. Desanudó la cinta y leyó:

«Querido S

»Imaginé que vendrías aquí. Y, en efecto, lo has hecho; ¡te has enfrentado a un hechicero en una batalla perdida! Como habrás comprobado, mis nuevos amigos no juegan limpio. Pero, yo tampoco, y decidí inclinar la balanza a tu favor, en recuerdo de nuestra pasada amistad. ¡Tal vez no tengas tanta suerte la próxima vez!

».PD: Fuiste, como siempre, un botarate al permitirle que te apuntara con su espada mágica».

—¡Kitiara! —clamó Sturm. Su voz se perdió en las viejas piedras, en el cielo—. ¡Kitiara, ¿dónde estás?!

Pero Sturm sabía que se había ido, que la había perdido para siempre.