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El comprador del alcázar de Vingaard

Las achaparradas fortificaciones del alcázar de Vingaard se encontraban en el terreno más plano de la llanura, hecho que contribuía a realzar su escasa altura. Onthar guió a la manada a lo largo de una barranca trazada por las avenidas de agua durante las inundaciones. Desde aquella posición, cuando todavía se encontraba a varios kilómetros de distancia, el alcázar tenía apariencia de un elevado pico de montaña. Para entonces, Sturm cabalgaba próximo a la línea de cabeza y, a la vista de la ancestral fortaleza solámnica, su espíritu se conmovió anhelante. Desde Vingaard, el Castillo de Brightblade distaba tan sólo una jornada a caballo.

—¿Por qué construye la gente edificios así? —le llegó la voz de Tervy, a su espalda.

—Un alcázar es una plaza fuerte, en donde se puede vivir y defenderse de los ataques del exterior.

—¿Lo habitan otros piel de hierro?

—Sí. Ellos y sus familias —respondió Sturm.

—¿Los piel de hierro tienen familia?

—¡Por supuesto! ¿De dónde imaginas que salen los pequeños piel de hie… los pequeños caballeros?

Una bruma se cernía sobre el viejo alcázar, que en la actualidad era poco más que unos cuantos muros ruinosos. Tras el Cataclismo, las hordas habían prendido fuego a la vetusta fortificación. Las murallas se mantenían todavía en pie, pero la torre era una simple carcasa vacía.

Ya más de cerca, descubrieron que la neblina no era otra cosa que una nube de polvo y humo, causada por el trasiego de muchos pies e infinidad de hogueras de campamento. Un abultado contingente de tropas acampaba en torno a la muralla exterior. No se divisaba el tremolar de ningún estandarte. Sturm no tenía idea de a quién podían pertenecer aquellas fuerzas, pero su presencia explicaba la necesidad de un cuantioso aprovisionamiento de ganado. Un ejército de aquellas características precisaba cantidades ingentes de comida.

Varios jinetes se situaron a los flancos de la manada y observaron con atención a los recién llegados. Sturm, a su vez, les dirigió una escudriñadora mirada. Los hombres de a caballo vestían unas simples armaduras, carentes de características que revelaran dónde y cuándo se habían fabricado, y se cubrían con yelmos de visores de rejilla. Portaban unas largas lanzas. Por sus hechuras y proporciones, parecía que aquellos jinetes fueran humanos, aunque, al mantenerse bastante alejados, Sturm no estaba seguro.

—Más hombres de piel de hierro —susurró intrigada Tervy.

—No todos los que visten armadura son caballeros —la corrigió—. Ten cuidado con ellos. Pueden ser perversos.

Sturm notó que los delgados brazos de la joven, enlazados a su cintura, se tensaban. Sin duda, la educación de Tervy adolecía de muchas cosas, pero sí sabía lo que era el mal.

Con el transcurso del día, la silueta del alcázar se agrandó, al igual que se incrementó el número de jinetes que flanqueaban la manada. Sturm, en su recorrido del circuito, llegó junto a Onthar.

—¿Qué opinas de esos jinetes? —preguntó al capataz.

—Caballería —respondió éste, sucinto. El hombre siguió masticando el largo tallo de hierba que tenía en la boca antes de proseguir—. Me alegro de que estén aquí. Su presencia ahuyentará a cualquier partida de salteadores.

Onthar ordenó hacer un alto a mediodía, con el objeto de dirigir unas palabras a sus hombres.

—Yo seré quien hable y quien haga el trato. Con semejantes interlocutores, no sería extraño que aquel que diga algo fuera de lugar, se quede sin cabeza. No sé si son mercenarios, o un nuevo ejército de algún señor en pie de guerra, pero no quiero problemas. Por consiguiente, mantened el pico cerrado y las manos vacías.

A un kilómetro del alcázar, una columna de hombres a caballo se dirigía al encuentro de la manada. Sturm se hallaba en aquel momento en el flanco derecho de la formación y divisó con claridad a los hombres montados. Onthar se les acercó y los vaqueros detuvieron la marcha de las reses, que comenzaron a pastar la hierba.

Desde su posición, Sturm no escuchó la conversación mantenida entre el capataz y los jinetes, pero Tervy farfulló algo entre dientes.

—¿Qué decías? —preguntó él.

—Que voy a leer sus palabras —replicó la joven.

—¿Qué vas a hacer qué?

—A leer sus palabras. Si miras con atención los movimientos de los labios, lees las palabras que pronuncian, aun cuando te encuentres tan lejos que no las escuches.

Sturm se volvió con brusquedad hacia Tervy.

—¿Te burlas de mí?

—Arráncame el corazón si te miento, Piel de Hierro. Onthar dice que ha traído a sus animales porque se ha enterado de que un gran señor compra ganado a un alto precio. El hombre con el gorro de hierro dice que sí, que les interesa toda la carne fresca que les pueda proporcionar.

—¿De verdad entiendes lo que dicen?

—Sí, si me dejas que los mire.

Sturm hizo dar media vuelta a Brumbar, de modo que Tervy dispusiera de una buena perspectiva de la reunión.

—Onthar dice que «trataré con el gran señor en persona, con nadie más». Gorro de Hierro dice: «Yo me encargo de los pequeños asuntos». «Escúchame», responde Onthar, «mi manada no es un pequeño asunto. O tu señor habla conmigo, o conduciré a mi ganado por las montañas hasta Palanthas, donde la carne de vaca siempre alcanza buenos precios». Gorro de Hierro está furioso; pero dice, «Iré a hablar con mi señor; esperad aquí a que regrese con sus instrucciones». —Tervy volvió su sonriente rostro hacia Sturm—. ¿Qué te ha parecido?

En efecto, el oficial de caballería, volvió grupas y galopó hacia el alcázar.

—¿Dónde aprendiste ese truco? —inquirió Sturm.

—Un anciano de nuestra cuadrilla practicaba este arte. Era el mejor explorador de las llanuras. Leía las palabras a la distancia de un tiro de arco, sin equivocación. Él me enseñó, antes de morir.

—¿Y dónde lo aprendió él?

—Según decía, le enseñó un kender.

Aguardaron bajo el inclemente sol hasta que el oficial regresó. Su hermoso corcel llegó haciendo cabriolas hasta donde Onthar esperaba repantigado en su achaparrado poni. Tervy estrechó los ojos para protegerlos de la deslumbrante claridad y reanudó la lectura de sus palabras.

—Dice que conduzca la manada dentro del… ¿pasto, o patio?

—Patio —confirmó Sturm—. El patio interior de la fortaleza.

—Sí, y «mi señor tratará en persona contigo». Onthar acepta.

A fuerza de silbidos y golpes de garrochas, los vaqueros pusieron en movimiento al ganado. Las novecientas reses cruzaron el angosto portillo del alcázar. El amplio patio acogió con holgura al numeroso hato. Una vez que entraron los últimos terneros, acosados por el restallar de látigos, unos soldados bajaron el rastrillo.

A lo largo de la muralla, se alineaban multitud de tiendas de campaña. Onthar y sus hombres ataron sus monturas a unas estacas y siguieron al altivo oficial.

—¿Son éstos todos tus hombres? —preguntó el soldado, cuyo rostro seguía oculto bajo el visor del yelmo—. Suponía que una manada tan numerosa requería más conductores.

—Si los hombres son buenos, no —respondió Onthar.

Entretanto, Sturm contaba las tiendas y calculaba. Cuatro hombres por tienda, sesenta tiendas hasta aquel momento… El caballero se removió inquieto, desasosegado.

Llegaron a un pabellón engalanado con brocados azul oscuro y orlas doradas. Los guardias adoptaron la posición de alerta y cruzaron las alabardas ante la entrada cuando el grupo se aproximó. El oficial les dirigió unas palabras y anunció a Onthar y a sus hombres. Los guardias reasumieron la posición de firmes. El orgulloso oficial les indicó con un gesto que tenían paso libre y el grupo entró al pabellón.

El interior era suntuoso. El suelo estaba cubierto con alfombras; los tapices, que colgaban de los postes del armazón, otorgaban al recinto la apariencia de un edificio sólido. Mientras los demás contemplaban embobados la riqueza circundante, Sturm se centró en los diseños de alfombras y tapices. El motivo que se repetía en todos era un dragón rojo rampante, con un haz de lanzas asido en una garra y una corona en la otra.

—Piel de Hierro —llamó Tervy, en un tono demasiado alto.

—Ahora no.

Una cortina de relucientes abalorios rojos separaba el acceso a la zona posterior. Onthar fingió indiferencia y apartó la cortina. Sturm pensó que los «abalorios» tenían una extraordinaria semejanza con verdaderos rubíes. Dos guardias cortaron el avance de Onthar, quien dirigió, tanto a ellos como a sus alabardas, una mirada displicente, como si su presencia le resultara aburrida. Más allá de los soldados, en el centro de la estancia, se hallaba un hombre alto, de constitución robusta, sentado a una mesa de tres patas revestida con un lienzo dorado. El hombre lucía una armadura de escamas esmaltadas en azul y rojo. Sobre la mesa descansaba un yelmo espantoso que remedaba los rasgos de la testa de un dragón.

El hombre levantó la cabeza. Aunque no era, ni mucho menos, viejo, tenía el cabello blanco. Lo llevaba largo, en una melena que arrancaba de una frente despejada y caía sobre los poderosos hombros. La piel era muy pálida.

—Entrad. Tú eres Onthar el Ganadero, ¿no es así? —preguntó.

—Cierto, señor. ¿Puedo preguntaros vuestro nombre?

—Soy Merinsaard, señor de Bayarn.

Sturm apretó los puños. ¡Merinsaard! ¡El nombre pronunciado por el fantasmagórico jinete de la tormenta! El caballero estudió con intensidad los duros rasgos de aquel rostro. El peligro que emanaba de este hombre era claro y perceptible, y Sturm trató de captar la mirada de Onthar para advertirle, pero no tuvo oportunidad.

En el recinto no se habían dispuesto sillas para el ganadero y sus hombres. El vulgo jamás se sentaba en presencia de un gran señor.

—Me complace que eligieras conducir tu excelente ganado hasta aquí —afirmó el señor de Bayarn—. Hace semanas que se agotó nuestro último suministro de carne fresca. ¿Cuántas cabezas traes?

—Novecientas, más o menos. Seiscientos bueyes, doscientas vacas, y cien becerros añojos. Nos llevaremos los toros sementales. —Onthar cruzó los brazos, sin manifestar nerviosismo.

Merinsaard tomó un libro y lo abrió; luego, con una afilada plumilla, hizo unas anotaciones.

—¿Cuánto pides por ellos, maese Onthar? —preguntó después.

—Doce monedas de cobre por becerro, quince por buey, y una pieza de plata por vaca —respondió con voz firme.

—Un precio alto, pero justo si se considera la calidad de las bestias que hay en el patio.

Onthar sonrió satisfecho. Merinsaard chasqueó los dedos y otros dos guardias entraron por una puerta situada a su espalda. Los soldados acarreaban un cofre que dejaron en el suelo.

—Ahí tienes tu pago —señaló el señor de Bayarn.

Onthar alargó las manos, sin el menor temblor, a pesar de la excitación que sentía. ¡Aquello representaba una fortuna! Su familia celebraría durante días su regreso con tan fantástico beneficio. Levantó la tapa del cofre y la echó atrás. Los goznes gimieron.

—¿Qué significa esto? —exclamó el ganadero.

El cofre estaba vacío. Sturm desenvainó la espada con presteza.

—¡Prendedlos! —gritó Merinsaard. Por las dos puertas irrumpieron en avalancha los soldados.

—¡Traición! ¡Emboscada! —los vaqueros se dispersaron. Sturm atrajo hacia sí a Tervy.

—¡Quédate a mi espalda! —le ordenó.

Uno de los soldados acometió con su alabarda al caballero, pero éste desvió la afilada punta con su acero. Los vaqueros, armados tan sólo con sus endebles garrochas, no tardaron en ser dominados por los soldados.

—¡Piel de Hierro! —gritó Tervy—. ¡A tu espalda!

Sturm se revolvió justo a tiempo para esquivar la mortífera embestida de otra lanza. Su contraataque alcanzó de lleno a su oponente, bajo el peto de la armadura. El hombre se desplomó; sangraba con profusión. Tervy volteó el cuerpo derribado y se apoderó de una pequeña hacha que llevaba sujeta al cinturón.

—¡Jeiaa, tirima! —aulló la muchacha.

—¡Tervy, no!

La advertencia del caballero llegó tarde. La joven se abrió paso a empujones entre los hombres enzarzados en la contienda y subió de un salto a la dorada mesa del cabecilla. «¡Por Paladine, qué valiente es la muchacha!», pensó admirado Sturm. Merinsaard se levantó de la mesa y dio un paso atrás; después se puso el yelmo y elevó las manos sobre la cabeza. El caballero gritó a Tervy que se alejara, pero la muchacha no le obedeció, sino que blandió el hacha y se la arrojó al señor de Bayarn.

La débil arma golpeó el peto de la armadura y salió rebotada. El pabellón retumbó con el estampido mágico de un hechizo invocado por Merinsaard. El aire se tomó sólido alrededor de Sturm, su espada se convirtió de pronto en un objeto demasiado pesado, inmanejable. Entonces, con un único y silente fogonazo, lo deslumbró una cegadora luz blanca. Las piernas le fallaron y cayó de rodillas. Alguien le arrebató su espada; los soldados enemigos se echaron sobre él y lo inmovilizaron contra el suelo ricamente alfombrado.

* * *

Se escuchó un gemido quejumbroso.

Sturm levantó los párpados y descubrió que no veía nada en absoluto. Ningún vendaje le cubría los ojos; por lo tanto, supuso que el efecto deslumbrante del hechizo aún no había desaparecido.

—¡Oh, estoy ciego! —gimió una voz.

—Silencio —ordenó el caballero—. Callaos todos. ¡Quién está aquí!

—Yo, Onthar —respondió el capataz.

—Y yo, Frijje.

—Yo también. —Al preguntar irritado Sturm quién era «yo», una voz apocada aclaró—. Ostimar.

Al parecer se encontraban todos allí, excepto Tervy. Los hombres estaban sentados en círculo, con las manos a la espalda, atadas a unos sólidos postes de madera.

—La chica golpeó al cabecilla con el hacha —dijo Frijje.

—¿De veras? —La voz de Rorin denotaba sorpresa.

—Sí, justo en el esternón. Pero la armadura ni siquiera se arañó.

—Callad —ordenó de nuevo el caballero—. El efecto del conjuro se está desvaneciendo. Puedo verme las piernas.

Al cabo de unos minutos, todos habían recobrado la vista. Onthar les pidió disculpas, en su modo torpe y brusco, por haberlos metido en aquel atolladero.

—No te mortifiques —respondió Sturm—. Ésta no ha de ser la primera manada que Merinsaard ha atraído al alcázar con el señuelo de esos rumores sobre un acaudalado comprador.

—¿Para qué necesita tanto ganado? —preguntó Frijje—. No cuenta con más de doscientos hombres.

—No es un simple ladrón de ganado —afirmó Sturm con convicción—. Si no me equivoco, prepara avituallamiento para un ejército mucho más numeroso.

—¿Qué ejército? —ahora, el sorprendido fue Onthar.

—Bueno, creo que…

El caballero no acabó la frase. La lona de la tienda se levantó, y dio paso al señor de Bayarn. Su rostro se ocultaba bajo el aterrador yelmo. Su imponente presencia surtió el efecto deseado.

—¡Por favor, no nos mate! —gimoteó Belingen—. ¡Somos gente pobre! ¡No obtendrá rescate por nosotros!

—¡Silencio! —atronó la voz del cabecilla. La máscara del yelmo giró en círculo y estudió con atención a un hombre tras otro.

—¿Quién de vosotros es el que la muchacha llama Piel de Hierro?

Todos guardaron silencio. Merinsaard extrajo una daga del cinturón y se golpeó la palma de la mano con la parte plana de la hoja. Recorrió con lentitud el círculo hasta detenerse frente a Belingen. Apuntó con la daga al vaquero.

—Existe un sencillo método para averiguar quién de vosotros lleva cota. —Su voz sonó amenazadora—. Probaré a enterrar mi puñal en vuestros asquerosos cuerpos, uno tras otro. —Merinsaard apoyó la afilada punta en el pecho de Belingen.

—¡No! ¡No lo haga! ¡Hablaré! —aulló el vaquero.

—¡Cierra el pico, estúpido! —le increpó Onthar. El señor de Bayarn se volvió hacia el capataz y le golpeó la cabeza con el pomo de la daga. Onthar se desplomó con pesadez, inconsciente.

—El próximo que diga una palabra, morirá —advirtió el cabecilla—. Excepto tú, amigo mío —añadió y clavó las pupilas en Belingen, que esbozó una obsequiosa sonrisa.

—Es ése —señaló con la barbilla—. El del bigote.

Sturm no movió un músculo y siguió mirando impertérrito al suelo. Las altas botas ajustadas de Merinsaard entraron en su campo de visión. El cabecilla llamó a sus soldados y un pelotón de alabarderos entró en la tienda. Cortaron las ataduras que inmovilizaban al caballero y lo pusieron de pie.

—Ése hombre, también —ordenó Merinsaard y señaló a Belingen.

Los guardias condujeron a los prisioneros por el patio.

—¿Y Tervy? —preguntó al fin Sturm.

—Ilesa. No le he causado daño alguno.

—Mátala, mi señor; no es más que una vulgar ladronzuela —intervino Belingen. El caballero le dirigió una colérica mirada.

Merinsaard, sin molestarse siquiera en mirar al vaquero, replicó con sequedad.

—Es sagaz y valiente; algo que no se puede decir de ti.

Entraron por el lado posterior de la estancia en donde había tenido lugar la reyerta. Tervy estaba sentada en la alfombra, junto a la mesa. Al ver a Sturm, se puso de pie de un salto. Un tintineo metálico reveló las cadenas que ataban a la muchacha a una de las patas del mueble.

—¡Piel de Hierro! ¡Sabía que vendrías en mi busca! —exclamó.

—No, jovencita. No es tan sencillo —dijo Merinsaard.

Los guardias entraron a empujones a los dos prisioneros y los obligaron a arrodillarse frente a la mesa; se quedaron tras ellos, apuntando con las armas. El señor de Bayarn tomó asiento, se desprendió del yelmo y prosiguió.

—Existe un pequeño problema. Entre un grupo de bastos vaqueros, me he encontrado con un joven arrojado, un guerrero que maneja espada, viste cota de malla y monta un caballo de guerra de las cuadras de Garnet. Y pregunto, ¿por qué un hombre así cuida ganado?

—Es un modo de ganarse la vida —respondió hosco Sturm.

—Sé quién es, mi señor —manifestó Belingen.

Merinsaard reclinó los codos en la mesa y se adelantó.

—¿Y bien?

—Se llama Sturm Brightblade y es un caballero.

El señor de Bayarn permaneció impasible, sin pestañear.

—¿Cómo lo sabes?

—Se lo oí decir y me sonó familiar. Luego recordé que, cuando aún era un muchacho, tomé parte en el saqueo del castillo de su padre.

—¿Qué hiciste? —Sturm se incorporó de un salto.

Uno de los guardias lo golpeó en las corbas y el caballero se desplomó sobre la alfombra.

—Ya veo. ¿Tienes algo más que decirme? —prosiguió Merinsaard.

—Sí. Busca a su padre, pero no lo encontrará, porque ha muerto. Yo era uno de los que irrumpieron en la torre interior. Prendimos fuego al edificio. Todos los caballeros se arrojaron desde las almenas para no perecer abrasados. —El rostro de Sturm se demudó. Belingen sonrió burlón—. Les causaba miedo un pequeño fuego.

—Gracias, eh… ¿cómo te llamas?

—Belingen, mi señor. Tu más devoto siervo.

—Sí, sí. —Merinsaard hizo un breve gesto con la cabeza y el soldado que estaba a la espalda del vaquero levantó su alabarda. La afilada hoja descendió y la cabeza del sorprendido Belingen rodó por el suelo. Se detuvo a los pies de Tervy, que barbotó, al tiempo que la apartaba de un puntapié.

—¡Chu’yest! —Su insulto no precisó de intérprete.

Sturm contempló los despojos con una mezcla de pesar y repulsión. Belingen había sido un necio despreciable, pero tal vez disponía de alguna otra información sobre su padre.

—Sacad de aquí esa basura —ordenó el señor de Bayarn.

Dos soldados cogieron el cuerpo por los tobillos y se lo llevaron a rastras.

—Un hombre al que se persuade con tanta facilidad para que traicione a sus camaradas no es útil para nadie —sentenció el cabecilla. Luego, se puso de pie—. ¿Así que eres Sturm Brightblade, de la casa de los Brightblade?

—Lo soy —respondió desafiante.

Merinsaard gesticuló una vez más. Uno de los soldados trajo un escabel para que Sturm se sentara. Después, los soldados salieron del pabellón y dejaron al caballero y a Tervy a solas con su señor.

—Me complacería muchísimo que te unieras a mi séquito —comenzó Merinsaard—. Un guerrero joven y experimentado como tú me sería de gran utilidad. Mucha de la escoria que está a mi servicio no es mejor que ese necio a quien he reducido la estatura en una cabeza. —El hombre enlazó las manos sobre el musculoso estómago y clavó su mirada en las pupilas de Sturm—. En muy poco tiempo, estarías al mando de unas tropas selectas, escogidas entre los mejores; caballería e infantería. ¿Qué te parece mi proposición?

La sangre aún humedecía el suelo; por lo tanto, Sturm meditó con cuidado su respuesta.

—Jamás he trabajado como mercenario —dijo de manera evasiva. Luego, señaló a Tervy—. ¿Dejarás libre a la muchacha?

—Si se comporta bien, ¿por qué no? —Merinsaard abandonó una llave sobre la mesa. El caballero la recogió y soltó el grillete que aprisionaba el delicado tobillo de Tervy.

—Antes de comprometerme, ¿puedo formular una pregunta? —inquirió Sturm. El señor de Bayarn inclinó la cabeza de modo afirmativo—. ¿En este ejército, ante quién responderé de mis actos?

—Ante mí, y ningún otro.

—¿Y ante quién respondes tú?

—¡Soy el señor supremo! —respondió con voz atronadora.

Sturm miró de soslayo a Tervy. La cadena estaba junto a su pie y la muchacha había posado la mano sobre el grillete forjado de un modo burdo.

—No te creo —dijo el caballero con voz tranquila.

Merinsaard se puso de pie como impulsado por un resorte.

—¿Dudas de mis palabras? —atronó.

—Los comandantes supremos no permanecen sentados en fortificaciones ruinosas y solitarias, ni confiscan ganado como vulgares saqueadores.

La pálida faz del guerrero se tornó púrpura por la ira. Sturm temió haber ido demasiado lejos. Quizá las próximas palabras de Merinsaard fueran para ordenar su muerte y la de Tervy. Pero no; el encendido color abandonó poco a poco el rostro de su adversario, quien volvió a sentarse.

—Eres muy perspicaz para ser tan joven —dijo Merinsaard por último—. Me ha sido encomendada la tarea de abastecer de comida y armas a un gran ejército que invadirá las regiones septentrionales de Ansalon muy pronto. Se trata de una labor en la que he puesto todo mi empeño. En lo que se refiere a mi señora… —Hizo una pausa, consciente de la importancia de la información que se disponía a revelar—. Ha delegado en mí el gobierno de todos los asuntos mundanos.

—Bien. Entiendo. —«¿Y ahora, qué?», se preguntó Sturm—. ¿Cuáles serían las condiciones de mi trabajo?

—¿Condiciones? No te ofreceré un contrato, si a eso te refieres. Pero oye, maese Brightblade: únete a nosotros y toda suerte de poder y gloria será tuya. Darás órdenes y conquistarás tierras. Entre los hombres, serás como un rey.

Sturm se volvió hacia Tervy, que a su vez giró el rostro hacia él, y lo apartó del señor de la guerra. Sus ojos se encontraron. La muchacha hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible.

Merinsaard aguardaba impaciente.

—Ésta es mi respuesta… —El señor de Bayarn se inclinó hacia adelante, expectante—. ¡Ahora!

Tervy dio un salto y tiró con todas sus fuerzas de la cadena. La pata de la mesa cedió y el pesado tablero cayó sobre las piernas de Merinsaard. Sturm se arrojó sobre el cabecilla y lo derribó, al tiempo que le sujetaba las manos.

Ésta vez no le daría la oportunidad de realizar ningún encantamiento cegador.

Entretanto, Tervy había recogido el brillante yelmo y se había situado junto a los forcejeantes adversarios. En el momento oportuno, golpeó con fuerza la cabeza de Merinsaard con el yelmo. El hombre soltó un alarido y quedó inmóvil bajo las crispadas manos de Sturm. Tervy lo golpeó una y otra vez.

—Ya basta —la detuvo el caballero—. Está inconsciente.

—¿Lo matamos?

—¡Por los dioses; eres una criatura sanguinaria! No, no vamos a matarlo. No somos asesinos. —A la vista del inconsciente Merinsaard, una idea arriesgada cobró forma en la mente de Sturm—. Ayúdame a quitarle la armadura.

—¡Ah, lo despellejarás! —exclamó regocijada Tervy.

El caballero puso los ojos en blanco, desesperado, pero no dijo una palabra. Luego, se apresuró a desatar las correas de la armadura del señor de la guerra.

* * *

El señor de Bayarn levantó la lona de acceso al pabellón. Los guardias del corredor se pusieron firmes. La fiera máscara del Señor de los Dragones se volvió hacia ellos.

—He inmovilizado a Brightblade —dijo—. Permanecerá aquí hasta mi regreso. Que nadie entre en esa habitación sin mi presencia, ¿comprendido? El hechizo paralizador se rompería. ¿Está claro?

—¡Sí, señor! —gritaron los guardias al unísono.

—Muy bien. —Merinsaard llamó con una seña a Tervy—. Vamos, muchacha.

La joven, con aire desdichado, se acercó a él, arrastrando las cadenas ceñidas a los tobillos con unos pesados grilletes de hierro.

—Cuando me des prueba de tu lealtad, te los quitaré —dijo el cabecilla con altivez.

—¡Oh, gracias, magnánimo señor! —replicó Tervy.

El hombre echó a andar; la muchacha le pisaba los talones.

—Lo hiciste muy bien —dijo Sturm cuando estuvieron más allá del oído de los guardias.

—¡Oh gracias, magnánimo señor!

—Deja esas tonterías.

Entre el laberinto de paredes de seda, Sturm encontró por fin la entrada a la habitación donde estaban prisioneros Onthar y sus hombres, e irrumpió con brusquedad en la estancia. Ostimar alzó la hundida cabeza y, al ver la máscara del dragón, su expresión de temor se trocó en otra de odio.

—¿Qué pasa ahora? —inquirió Onthar.

—Os dejaré marchar —respondió Sturm. Acto seguido, entregó la daga de Merinsaard a Tervy, que se apresuró a liberar a los desconcertados vaqueros.

—¿Donde están Sturm y Belingen? —preguntó Frijje.

—Beligen faltó a su honor y ha muerto por ello. —El caballero se despojó del yelmo—. En cuanto a Sturm, está con vosotros.

El joven caballero tuvo que refrenar a los entusiasmados vaqueros para que no prorrumpieran en vítores. Hasta el por lo común taciturno Onthar sonreía de oreja a oreja, y palmeó a Sturm en la espalda.

—No disponemos de tiempo para celebraciones —dijo el caballero deprisa—. Debéis llegar a vuestras monturas y salir de aquí.

—¿No nos acompañarás? —Rorin se sorprendió.

—Imposible. Mi destino está más al norte. Además, vuestra única oportunidad de escapar, amigos, es que Merinsaard prefiera vengarse de mí en lugar de capturaros de nuevo a vosotros.

Los hombres comprendieron muy bien el alcance de sus palabras. Onthar asió los brazos de Sturm.

—Nos enfrentaremos a las hordas de Takhisis si tú lo quieres, Piel de Hierro —afirmó con solemnidad.

—Tal vez llegue el momento en que debáis hacerlo —dijo Sturm sombrío—. Ahora, marchaos. Alertad a toda vuestra gente sobre Merinsaard. Y aseguraos de que nadie traiga hasta aquí reses, ovejas, o cualquier otra clase de abastecimientos. Recibirían el mismo trato que vosotros.

—Haré que corra la voz por todas las llanuras —juró Onthar—. Ni siquiera una perdiz entrará en los almacenes de Merinsaard.

Los vaqueros recogieron sus escasas pertenencias y se dirigieron a la salida.

—Hay algo más —añadió Sturm.

—¿Qué? —preguntó el capataz.

El caballero hizo una corta pausa antes de responder.

—Os llevaréis a Tervy.

—¡No! —protestó ella en voz alta—. ¡Me quedo contigo!

—Compréndelo. He de viajar rápido y ligero. Además, correrías un grave peligro a mi lado —dijo Sturm con voz grave.

—También estuve en peligro en la habitación de Merinsaard, cuando tiré la mesa y lo golpeé en la cabeza.

Sturm posó su mano sobre el hombro de la muchacha.

—Tienes más coraje que diez hombres, Tervy, pero lo que enfrentaré será más peligroso que espadas o flechas. Ha surgido en el mundo una magia maligna que se abatirá sobre mí con todo su peso durante los próximos días.

—No me importa. —Los labios de la muchacha temblaron.

—Pero a mí, sí. Eres una buena chica, Tervy. Mereces una vida larga y feliz. —Sturm se volvió hacia Frijje—. ¿Cuidarás de ella?

El joven vaquero estaba todavía sorprendido al escuchar que la muchacha había reducido al poderoso Merinsaard.

—¡Será ella quien cuidará de mí!

Así quedó decidido, aunque no sin lágrimas. Sturm vaciló un momento; luego, se inclinó y besó la tiznada frente de la joven; después, la empujó con suavidad hacia los vaqueros. Una punzada dolorosa estremeció su corazón como una herida recién abierta, pero el caballero sabía que en los días venideros sus probabilidades de sobrevivir eran escasas.

Los guardias se alarmaron al ver aparecer a Onthar y sus hombres. Sturm, con el yelmo que le ocultaba otra vez el rostro, ordenó a los soldados que les dejaran paso libre.

—Éstos hombres regresarán con más provisiones —dijo con voz atronadora.

—Sí, mi señor —replicó Onthar—. Mil cabezas, lo prometo.

El capataz tiró de las riendas y enfiló su poni en dirección al sur; espoleó los polvorientos flancos del animal y salió al galope. Los demás lo siguieron. Frijje y Tervy cerraban la fila. La muchacha volvió la cabeza y miró a Sturm hasta que lo perdió de vista; la muchacha mantuvo los puños apretados contra el pecho para dominar la tentación de agitar la mano en un último adiós.

Con las manos enlazadas a la espalda, Sturm se encaminó a largas zancadas por el pasaje central; actuaba como un general que inspeccionaba sus tropas. Se asomó a varias estancias hasta dar con lo que buscaba. El guardarropa de Merinsaard. Se despojó a toda velocidad de la armadura. El señor de Bayarn era más ancho de hombros y cintura que él, pero, por lo demás, ambos tenían más o menos la misma talla. Se puso una túnica de lana, un cubrecuello y unos guantes. Aunque el clima de las llanuras era caluroso, en las elevaciones más al norte haría frío por las noches. Después, se colocó el yelmo y se echó por encima de los hombros una larga capa que le llegaba hasta los tobillos. La capucha de la capa ocultaba sus cabellos oscuros. No perdería tiempo en buscar la espada que le había arrebatado; por ello, tomó «prestada» una de las de Merinsaard. Tas se sentiría orgulloso de él, se dijo pesaroso. El arma tenía una empuñadura sencilla y un acabado de plata pulida. La vaina era de cuero negro. Sturm se ajustó el cinturón bajo la capa.

A la entrada del pabellón, voceó:

—¡Mi caballo! —Un soldado corrió y regresó con un magnífico corcel blanco.

—El boticario informa que la cataplasma ha sanado el casco de Mai-tat —dijo el soldado con atolondramiento y voz temblorosa—. El hombre pide la gracia de vuestro perdón.

«¿Por qué no?», se dijo Sturm.

—Bien, le concedo la vida —proclamó, con una actitud que, esperaba, resultara lo bastante arrogante. Luego, metió un pie en el estribo y subió a Mai-tat. El fogoso animal cabrioleó sobre sí y obligó al soldado a retroceder deprisa.

Sturm abrió la boca para explicar el motivo de su ausencia, pero de repente se dio cuenta de que Merinsaard no haría semejante cosa.

—Regresaré antes del amanecer —dijo con sequedad.

—¿Se mantienen los mismos puestos de centinelas? —preguntó el hombre que había traído el caballo.

—Sí. —El caballero tensó las riendas para dominar al nervioso corcel—. No quiero errores, ¡o perderás la cabeza! —tronó amenazador.

Espoleó con levedad a su montura y salió al galope hacia el norte, en dirección al Castillo de Brightblade. A Sturm le pesaba no haber dispuesto de tiempo suficiente para dispersar el ganado encerrado en el patio de la vieja fortaleza. Pero no era el momento para tales pasatiempos; en el instante en que el verdadero Merinsaard recobrara el conocimiento y se librara de las ataduras, daría comienzo la caza de Sturm Brightblade.