35

La carretera a Garnet

Sturm olfateó el olor a tierra: tierra húmeda, flores, campos recién labrados. El sol le daba en los ojos. Se incorporó. Se encontraba en el puente de mando, solo. Tanto ventanas y puertas, como la mayor parte del tejado, habían desaparecido. Salió a cubierta. Argos estaba en la proa y observaba con su catalejo el paisaje que se extendía bajo sus pies. Cerca del que fuera el mástil de cola, se sentaban Kitiara, Tartajo, Remiendos y Pluvio. La mujer hablaba a toda velocidad y gesticulaba con las manos de forma exagerada.

—… ¡Y entonces Sturm se adelantó y cortó de un tajo el brazo del monstruo! —Todos los gnomos exclamaron «Oh», y Kitiara les describió a continuación el modo en que la extremidad se había descompuesto y hecho polvo delante de sus propios ojos. Tartajo divisó al caballero y fue a su encuentro.

—¡Ah, Sturm! Ya te d… despertaste. Acabamos de enterarnos de la t… tremenda aventura vivida a bordo de esta c… carabela maldita.

El hombre farfulló una frase evasiva, al tiempo que miraba a la guerrera.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

—En plena forma. ¿Y tú?

—Descansado. ¿Cuánto tiempo he dormido?

—D…dos noches y un día —le informó el jefe de los gnomos.

—¡Dos noches!

—Y un día —añadió Remiendos.

—Desperté hace sólo una hora —aclaró Kitiara—. He dormido como si estuviera muerta, pero ahora me siento mejor de lo que me he sentido en diez veranos.

—Es que estuviste a punto de morir. —Acto seguido, el caballero le relató cómo la había envenenado el Gharm y que la gema elfa había salvado su vida una vez más. La guerrera extrajo la amatista de debajo de su blusa. La piedra no sólo estaba sin color, sino también agrietada en cientos de minúsculas fisuras.

—No recuerdo haberla usado —dijo desconcertada.

—No lo hiciste tú. Fui yo.

Kitiara abrió los ojos de par en par, asombrada. Él se dio media vuelta y se encaminó hacia el comedor. El barril de agua estaba casi vacío; a pesar de la tibieza del líquido, Sturm se tragó un cazo entero. Fuera se escuchaban murmullos.

—Creí que los hombres de su orden no utilizaban la magia bajo ninguna circunstancia —susurró Alerón.

—No deben hacerlo —puntualizó Kitiara. La mujer iba a guardar el colgante bajo la blusa, pero al tocarlo, la gema se desmenuzó en cientos de fragmentos. Miró con tristeza los cristalinos añicos esparcidos sobre su túnica. «Se acabó el regalo de Tirolan Ambrodel», pensó. Luego los sacudió con aire ausente.

—Disculpadme, muchachos. Tengo que hablar con Sturm —informó a los gnomos.

Lo encontró apoyado en la batayola de estribor, con la mirada perdida en el verde paisaje que sobrevolaban.

—Ergoth del Norte —dijo, al llegar junto a él—. Alerón oteó una bandada de golondrinas de mar y las siguió. Las aves los guiaron hasta la costa. —Sturm observaba el paisaje, sin decir una palabra. Ante el persistente silencio del caballero, Kitiara habló.

—Un método muy poco científico, bajo mi punto de vista. Pero Alerón argumentó que «todo lo que produce un buen resultado es científico».

—Estoy mancillado —dijo él de manera inesperada, con voz tenue.

—¿A qué te refieres?

—He utilizado la magia. Es algo que tenía prohibido. Jamás me convertiré en caballero.

—¡Es ridículo! En Lunitari también usaste la magia cuando tuviste las visiones —protestó ella.

—Fue algo impuesto, no tenía elección. En la carabela me valí del poder de la joya para sanar tu herida en un acto voluntario.

—¡Pues pienso que hiciste lo que debías! ¿Acaso te arrepientes de haberme salvado la vida? —preguntó sarcástica.

—Por supuesto que no.

—Y, sin embargo, ¡piensas que estás mancillado!

—Lo estoy.

—Entonces, eres un necio, Sturm Brightblade, ¡un estúpido mojigato! ¿Crees de verdad que un montón de reglas anticuadas para la conducta de un caballero son más importantes que la vida de un compañero? ¿Más importantes que mi vida?

Sturm denegó con un vigoroso cabeceo.

—No, Kit. Hubiera dado la mía a cambio de la tuya, pero ha sido una cruel jugarreta del destino que me haya visto obligado a romper la Medida.

La guerrera apretó los puños, enfurecida. Cuando habló, su voz sonó tensa.

—No me había dado cuenta hasta ahora de lo poco que valoras la amistad. Quieres que te crea y acepte ese viejo y polvoriento código tuyo. Igual que Tanis. Él trató de convertirme en algo que no soy. ¡Pero no logró controlarme y tampoco tú podrás! —La mujer pateó las tablas de la cubierta, dominada por la cólera. Sturm enlazó las manos y las miró con fijeza mientras explicaba.

—El honor es un señor inflexible, Kit. El Código y la Medida no se crearon para que fueran cargas fáciles de llevar. Un caballero las soporta sobre su espalda cual pesadas rocas y es su peso lo que lo hace firme y recto. —Sturm levantó la mirada hasta encontrarse con la de ella—. Nunca lo comprenderás, porque todo cuanto esperas de la vida es que otros echen sobre sus hombros tu carga. Un amante, un sirviente, incluso un dragón broncíneo. De ese modo, en tanto otra persona soporte el peso del honor por ti, no te sentirás culpable de nada ni te enfrentarás a las consecuencias de tus actos.

El semblante de la mujer se demudó. Nadie le había hablado así jamás, ni siquiera Tanis.

—Muy bien. Se acabó —dijo ella con frialdad—. En el mismo momento en que esta pompa de jabón se pose en el suelo, tú y yo habremos terminado.

Kitiara se dio media vuelta y lo dejó solo. Sturm se quedó en cubierta, distraído en la contemplación del verde dosel de los árboles que se deslizaba bajo sus pies.

No volvieron a dirigirse la palabra.

* * *

—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Ojo con esas ramas!

El Señor de las Nubes entró en un claro del bosque. El ramaje de olmos, fresnos y abedules amenazaba con enganchar la nave. Alerón se hallaba sobre el techo del comedor para dirigir el aterrizaje. Chispa y Trinos habían abierto la boca de la bolsa de gas a fin de que escapara parte de la fuerza sustentadora. La nave había pasado rozando unas pesadas colinas antes de que el viento la hiciera descender. Sturm se situó en la proa y se ocupó de desviar las ramas peligrosas por medio del bichero que cogiera en el Werival, único recuerdo de las críticas horas vividas en la carabela hechizada. No tenían ancla ni rezón que los frenara; tan sólo contaban con la coordinación y el control de la bolsa de gas. Chispa y Trinos se colgaban de la cuerda que mantenía cerrado el globo medio vacío.

Las ramas de los árboles rozaron el casco y se quebraron al engancharse en los huecos de las ventanas del puente de mando. Los pájaros levantaron el vuelo con estruendosos píos, cuando la nave irrumpió en sus nidos.

—¡Claro al frente! —advirtió Sturm a voces.

—¡Preparados! —gritó Alerón.

La proa se hundió al dejar atrás los árboles. La quilla rozó con suavidad la hierba del prado, se arrastró unos cuantos metros y por último se detuvo. Sturm ensartó el bichero en la madera de la cubierta y saltó sobre la batayola. Aterrizó sobre el suelo de Krynn con ambos pies.

—¡Loado sea Paladine! —exclamó—. ¡Por fin tierra firme!

La rampa de embarque se abrió y los siete gnomos bajaron en tromba. Alerón inhaló hondo y se palmeó el pecho. Trinos inició un gorjeo interrogante.

—¿Ya podemos abrir la bolsa? —inquirió Chispa.

—¡Sí, sí, hemos aterrizado!

Los dos hombrecillos tiraron con fuerza de la costura zigzagueante. Una ráfaga de aire sulfuroso escapó del globo y la agotada embarcación se asentó definitiva y pesadamente sobre el terreno.

Kitiara descendió por la rampa y soltó en el suelo las escasas pertenencias que le quedaban. A pesar de lo abrupto y amargo de su separación, Sturm la siguió con la mirada.

La guerrera no prestó la más mínima atención a ninguno de los presentes y se mantuvo a distancia, ocupada en colgar la cantimplora del agua sobre una cadera y la mochila de cuero sobre la otra a fin de equilibrar el peso; luego se cargó al hombro el petate. Sturm sentía la imperiosa necesidad de hablarle, de decir una palabra de reconciliación, pero la expresión desabrida de ella lo refrenó.

—Bueno, Alerón, ha sido un viaje largo e insólito. Nunca lo olvidaré —se despidió Kitiara.

El hombrecillo estrechó la mano que le tendía.

—No lo habríamos logrado sin tu ayuda —respondió.

La guerrera se acercó a Carcoma, Argos, Trinos y Chispa.

—Seguid cavilando nuevas ideas. Será la única forma de evitar que el mundo se vuelva indolente y apático —les dijo con voz amable.

Luego se volvió a Bramante y a Remiendos.

—Adiós, muchachos. No os separéis…, formáis un equipo estupendo.

Por último, la mujer se dirigió a Pluvio y a Tartajo.

—Eres un tipo con suerte, Tartajo —dijo con voz cálida—. No existen muchas personas que logren realizar el sueño de su vida de un modo tan pleno como tú. Sigue volando, viejo amigo. Espero que aún vivas muchas aventuras.

—Cielos. No p… parece probable. He de redactar m… muchos informes y tendré que dar infinidad de c… conferencias. Después de todo, la Oficina Gnoma de P… patentes tiene que estar satisfecha de lo que hemos c… conseguido. Adiós, Kitiara. Fuiste una torre de f… fortaleza. —El gnomo saludó con una formal inclinación de cabeza.

—Sí que lo fui, ¿verdad?

—¿Hacia dónde encaminarás tus pasos? —inquirió el piloto.

—A donde me lleve el camino.

La guerrera medio esbozó su sesgada sonrisa. Luego alzó la mirada al cielo y dejó que los rayos del sol, que todavía no había alcanzado su cénit, acariciaran su rostro.

Sturm se mantuvo alejado del grupo. Sentía sobre sí todo el peso de su decisión y sabía que Kitiara estaba en lo cierto cuando dijo que su amistad había terminado. Con todo, comprendía que iba a echar de menos a la Kit de antaño, aquella compañera amante de la diversión, alegre, descarada…

Sin volverse a mirar atrás, Kitiara cruzó el soleado prado a largas zancadas, y se abrió paso entre la crecida hierba. Los dorados haces del astro bruñían los oscuros rizos de la mujer. El caballero se agachó para recoger sus bártulos y, cuando se incorporó, Kitiara había desaparecido en el frondoso bosque de olmos y abedules que cercaban la pradera.

—¿No vas tras ella? —le preguntó Remiendos.

—¿Por qué lo iba a hacer? —preguntó a su vez Sturm, mientras ataba el rollo de mantas con una tira de cuero y se lo ponía bajo el brazo—. Sabe cuidar de sí misma. Es lo que mejor hace.

El pequeño gnomo se rascó la nariz, perplejo.

—No lo comprendo. Creía que vosotros dos os casaríais algún día.

A Sturm se le cayeron de las manos los cacharros de cocinar. La olla de barro le machacó los dedos del pie. Miró boquiabierto al gnomo unos instantes.

—¿De dónde demonios has sacado esa peregrina idea? —articuló por fin.

—Bueno, sabemos que los hombres y las mujeres humanos se gritan y se pelean, y luego se casan y… ya sabes. —Remiendos enrojeció—, tienen niños.

El caballero se agachó de nuevo y recogió los cacharros esparcidos por el suelo.

—Aquél que quiera aspirar a su mano ha de poseer una fortuna y un poder que yo nunca tendré. —Sturm se echó al hombro la mochila—. El hombre que conquiste a Kitiara Uth Matar se armará con la paciencia de Paladine y la sabiduría de Majere, si quiere retenerla.

Los hombrecillos rodearon al caballero mientras éste acomodaba el resto de su equipaje.

—¿Dónde irás? —le preguntó Alerón.

—A Solamnia, adonde me dirigía cuando nos encontramos. Hay ciertas cosas que quiero investigar. Es muy vago el recuerdo que queda en mi memoria de las visiones que tuve en la luna roja, pero sé que el rastro de mi padre arranca en mi hogar ancestral, el Castillo Brightblade. Ésa es mi meta.

Las diminutas manos de los gnomos le palmearon Ja espalda, en una afectuosa despedida.

—Te deseamos toda la suerte del mundo, maese Brightblade. Posees una mente muy despierta para ser un humano —afirmó Carcoma.

—Eso es un cumplido; sobre todo, si proviene de un gnomo —replicó el caballero con ironía.

—N…nos ofreceríamos a llevarte hasta S… Solamnia, pero también nosotros nos encontramos sin m… medios de transporte.

Sturm no había caído en la cuenta de la situación de los hombrecillos hasta escuchar las palabras de Tartajo. Lo menos que podía hacer por ellos era brindarles su ayuda.

—¿Queréis que os escolte hasta Sancrist?

—No, no, ya te hemos retrasado bastante —se negó Argos—. Llegaremos sin problemas hasta Gwynned; allí habrá embarcaciones con destino a Sancrist.

—Te echaré de menos —dijo Pluvio con cariño y alargó su pequeña mano. El caballero se la estrechó con gran solemnidad. Uno tras otro, los gnomos se despidieron de él del mismo modo. Entonces, Sturm se alejó del grupo y se puso en marcha.

Qué ironía, pensó; haber llegado tan lejos sin apenas caminar. Tenía ahora los pies más delicados que antes de iniciar el viaje a Lunitari. Andar sería una merecida penitencia, decidió. Purgaría parte de su falta caminando y meditando sobre su transgresión. Quizá también lograse hacer frente a las consecuencias de las intrincadas elecciones que había arrostrado; procuraría vivir según el Código y la Medida.

—¡Adiós, adiós! —gritaron los gnomos. El caballero apartó de su mente tales quimeras y se despidió de los hombrecillos con un gesto de la mano. Eran buenas personas. Esperaba que no se vieran envueltos en más dificultades, aunque, dada su condición de gnomos, lo más probable era que se metieran en algún problema.

Entró en el húmedo bosque y se abrió paso entre los espesos matorrales. Lo confortaron las enredaderas y los arbustos de hojas verdes, plantas que no sangraban ni gemían cuando las pisaba. Lunitari era un mundo antinatural.

Tras un par de kilómetros de marcha a través del bosque, se topó con un fresco riachuelo y llenó su cantimplora. El agua estaba fría y tenía un regusto mineral. Fue un grato cambio después de beber durante semanas el agua de lluvia. Prosiguió vadeando la orilla del riachuelo a lo largo de seis kilómetros hasta llegar a un arqueado puente de piedra. Subió hasta una carretera que se alejaba ondulante de norte a sur. En la esquina del puente divisó un poste señalizador y se aproximó a él. En el lado sur indicaba «Caergoth ~ 20 Leguas» y en el del norte, «Garnet ~ 6 Leguas».

Sturm estalló en carcajadas hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas. ¡Los gnomos habían aterrizado en Solamnia, a menos de treinta kilómetros de donde emprendieron el vuelo! Siguió riendo, alegre por otras muchas cosas: por estar de vuelta en casa, no simplemente en Krynn (aunque no era mala cosa), sino en Solamnia. Lo inundó una cálida sensación de ligereza, de libertad; no había gnomos por los que preocuparse, ni constantes temores de las cosas extrañas que esperaban agazapadas a la vuelta de la esquina… y, además, se había liberado de la peculiar relación con Kitiara. Su separación podía compararse con la extracción de una muela picada y dolorosa; una clara sensación de alivio, aunque empañada por un soterrado sentimiento de pérdida, de un vacío en una parte de su ser.

El caballero tomó el camino a Garnet. Las carreteras de esta comarca convergían en la ciudad; por lo tanto, aquél era el mejor modo de llegar a las llanuras septentrionales. Se impuso un ritmo vivo. Con un equipaje tan ligero y sin nadie que dependiera de sus cuidados, arribaría a Garnet por la mañana, pensó. Mientras caminaba, se saturó de las vistas, los sonidos y los olores de su tierra natal. Los achaparrados pastizales y las onduladas colinas; los campesinos que voceaban en las cañadas, arreaban al ganado y lo conducían con las varas hasta los desvencijados rediles hechos con piedras. Hubo un tiempo en que la familia Brightblade poseía un importante número de cabezas de ganado, pero los habían perdido en las sublevaciones que asolaron las extensas haciendas de los caballeros de todo el país. ¿Quién sabía si aquellas bestias flacas y mal cuidadas que se arrastraban por las colinas eran la prole de la selecta manada de Brightblade?

No era la pérdida de ganado o tierras lo que mortificaba a Sturm en el derrocamiento de los Caballeros de Solamnia, ya que tales cosas no eran las que determinaban la valía de un caballero, sino la injusticia que ello implicaba. Las gentes sencillas atribuyeron el Cataclismo y los infortunios que le siguieron al arrogante orgullo de los caballeros. ¡Como si ellos hubiesen tenido la facultad de volver el mundo al revés y desgajar la tierra en pedazos!

Sturm se paró en medio de la carretera. Tenía los puños crispados. Se obligó a dominar la cólera y, con lentitud, distendió las manos. «Paciencia», se amonestó severo. «Un caballero ha de ejercer un férreo autocontrol, no perder los estribos; de lo contrario, no sería mejor que un bárbaro irascible».

* * *

Desde el momento en que Sturm tomó la carretera en el puente de piedra, hasta la tarde del día siguiente, no se cruzó con ningún otro viajero. Ésta circunstancia lo desazonó; el presentimiento ominoso se acrecentó al aproximarse a Garnet. Por lo común, se verificaba un constante trasiego de ganaderos y caravanas de comerciantes que deambulaban de una ciudad a otra, coincidiendo con el día de mercado de cada población. Un camino vacío siempre inducía a pensar que algo, o alguien, propiciaba que las gentes no salieran de sus casas.

El trazado de la carretera se hizo empinado y sinuoso al surgir sobre la llanura las colinas de Garnet. En aquel tramo encontró los primeros indicios de tránsito: marcas de herraduras, rodadas de carretas y huellas de pies, tanto desnudos como calzados con botas. Las señales se multiplicaron hasta dar la impresión de que por allí había pasado un pequeño ejército no hacía mucho.

Tras un recodo del camino, el caballero oteó una columna de humo que se elevaba en el aire. Por precaución, colocó la espada de modo que la empuñadura quedara al alcance de su mano.

El olor del humo impregnó el ambiente. Poco a poco, la escena se reveló ante sus ojos. Unos carros pesados, volcados en mitad de la carretera, eran pasto de las llamas. A juzgar por los estragos que para entonces había causado el fuego, llevarían horas ardiendo.

La llegada de Sturm levantó un revuelo entre los cuervos y otras aves carroñeras. El caballero descubrió unos cadáveres entre los despedazados restos de dos carros. Uno de ellos, grueso y ataviado con costosos ropajes, que pertenecía sin duda a un acaudalado comerciante, tenía dos flechas enterradas en el pecho. Junto a él, yacía el cuerpo de un hombre más joven, con la mano aún aferrada al mango roto de una maza.

El sonido de un ronco quejido hizo que Sturm se diera prisa en acercarse. Unos cuantos metros más allá, encontró a un hombre, fornido y musculoso, sentado al borde del camino, con la espalda reclinada contra un raquítico pino. Era un guerrero. Sangraba por una docena de heridas y a sus pies yacían los cadáveres de seis goblins.

—Agua —gimió el guerrero. Sturm sostuvo con su mano la cabeza del herido y acercó la cantimplora a los labios resecos.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —le preguntó al guerrero, calmada ya su sed.

—Bandidos. Atacaron los carros. Luchamos… —un golpe de tos interrumpió al hombretón—. Eran demasiados.

Sturm le examinó las heridas. No se precisaba ser un curandero para dictaminar que el hombre no tenía salvación y, por ser un guerrero, se lo dijo con llaneza. El hombretón le dio las gracias por su sinceridad, y el caballero le preguntó si podía hacer algo por él.

—No. Paladine os bendiga por vuestra bondad.

Tras el pino se escuchó el susurro del follaje. Sturm llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero entonces oteó el amplio belfo marrón de un caballo asomado entre las ramas. El moribundo guerrero lo llamó.

—Brumbar. Estás aquí. Buen chico.

El animal se abrió paso entre la vegetación y acercó su hocico al rostro de su amo. Era una bestia enorme y tan negra como el carbón.

—Veo que sois un hombre de armas —dijo con voz quebrada el guerrero—. Por favor, tomad a Brumbar de montura cuando me haya muerto.

—Lo haré. ¿Hay alguien en Garnet a quien queráis que notifique sobre vuestra suerte?

—No, nadie. Pero no vayáis a Garnet si apreciáis en algo vuestra vida. —Al hombretón se le cerraron los párpados y la cabeza se desplomó sobre su pecho.

—¿Por qué decís eso? ¿Por qué no he de ir a la ciudad?

—Aflojadme el peto…

Sturm desató los broches y apartó la coraza. Bajo la armadura, el hombre vestía una camisola acolchada; bordada a la altura de su corazón había una pequeña rosa roja. Sturm la miró con los ojos dilatados por el asombro. El moribundo era un caballero de la Orden del más alto rango, ¡la Orden de la Rosa! Sólo los Caballeros Solámnicos de noble linaje tenían acceso a tan elevada Hermandad.

—Las mismas fuerzas que destruyeron a los caballeros, controlan ahora Garnet —dijo el hombre entre jadeos—. Sé que sois uno de los nuestros. Allí correríais un grave riesgo… esos asesinos…

—¿Quién sois vos? ¿Cómo os llamáis? —inquirió apremiante Sturm, pero el Caballero de la Rosa ya no podía responderle.

Sturm sepultó con honor al bravo caballero. El sol se había puesto hacía rato cuando dio por concluida la tarea. Después, se acercó al caballo y revisó las alforjas que colgaban de su grupa. En una de ellas había raciones de tasajo y otros alimentos secos apropiados para el viaje. La otra, curiosamente, estaba repleta de cientos de monedas, todas ellas piezas pequeñas de cobre. Sturm comprendió. El fallecido caballero viajaba de incógnito, a causa del odio generalizado por la Orden. Había adoptado el disfraz de un guardia de escolta cuyos servicios se contrataban por unas monedas de cobre. Nadie habría imaginado que un Caballero de la Rosa llevara una vida tan humilde.

Sturm dejó la carretera que iba a Garnet y eligió un sendero que se adentraba en las tierras altas; una ruta difícilmente frecuentada por comerciantes o, al menos eso esperaba, por malhechores.

Pasó cerca de la ciudad durante la noche y divisó en lontananza el resplandor del alumbrado de las calles. Frenó a Brumbar con un suave tirón de las riendas y escuchó atento. El viento gemía al arremolinarse en los desfiladeros de las montañas. A lo lejos, un lobo aulló.