El sello del clérigo
Bajo una angosta escotilla arrancaba una escala que descendía a las sombrías entrañas de la carabela. Kitiara se tumbó sobre el vientre e introdujo la vela en el hueco. Una bocanada de aire caliente y enrarecido emergió del agujero; pero no se advertía ningún peligro. La mujer bajó los peldaños de la escala; Sturm la siguió, con la mano posada en la empuñadura de su espada.
La escalera terminaba en un simple cuarto de almacenaje en el que no vislumbraron más que cuerdas, lonas de velas, y cadenas. La mujer fisgoneó en derredor con la esperanza de encontrar más tesoros, pero sólo halló ratas muertas. Sus restos, como los otros en el barco, eran un montón de huesos.
—¿No te parece extraño que todos los cadáveres que hemos visto sean esqueletos? —musitó Sturm.
Los dos guerreros pasaron por la abertura de una estrecha mampara a un cuarto más amplio, un área de carga. Allí, la vela que portaba Kitiara alumbró algo más siniestro que simples cuerdas o lona: un arsenal repleto de espadas, lanzas, escudos, petos de bronce, cotas de malla, venablos, arcos, proyectiles de plomo para arrojar con hondas…; un armamento suficiente para equipar a un pequeño ejército. Sturm empujó con la punta de la bota una adarga redonda.
—Éstos son escudos forjados por enanos. Fíjate, llevan impreso el cuño del Gremio de Armeros de Thorbardin. Y aquel peto tiene la marca de los Thanes de Zahman —dijo Sturm, al tiempo que recogía el pectoral. El frío metal estaba pulido de un modo tan perfecto que tenía un acabado de plata; a pesar de su grosor de tres centímetros, sorprendía su escaso peso—. Son unas armas de primera calidad. ¿Por qué necesitarían unos piratas un arsenal tan abundante? —añadió meditabundo el caballero.
—Quizá procede de un saqueo.
—Quizá, pero el espacio en un barco es primordial. Podrían haberse apropiado de unas cuantas armas, las mejores, para su propio uso, pero no esta ingente cantidad.
—¿Qué es aquello? —siseó Kitiara, apuntando con un dedo.
—El castillo de proa, donde duerme la tripulación.
Al cruzar el umbral de la puerta, un espectáculo espeluznante se ofreció ante sus ojos. La cabina estaba repleta de esqueletos.
Hilera tras hilera de huesos limpios y blanquecinos se apilaban a ambos lados del casco. Algunos aparecían estirados, pero otros estaban retorcidos por la agonía padecida antes de morir. No todos los restos pertenecían a seres humanos. Algunos, por el tamaño y estructura, correspondían a enanos, y otros, aún más pequeños, tal vez soportaran cuerpos de kenders o gnomos. Sin embargo, aquellos despojos tenían algo en común: todos estaban amarrados por los tobillos a una misma cadena.
—No me gusta nada. Aquí ha intervenido un poder realmente maligno. Salgamos. —La voz de Sturm fue apenas un susurro. El hombre retrocedió.
—¿Qué hay tras esa puerta de ahí enfrente? —quiso saber Kitiara.
—La cubierta del bauprés, donde se guardan las anclas.
En el centro de la armería descubrieron una gran escotilla cuadrada por la que, según dijo Sturm, se accedía a la bodega. Levantar la tapa no iba a ser tarea fácil. Alguien se había ocupado de fijarla mediante una docena de gruesos pernos de hierro. Sturm se quedó pensativo un momento y consideró que quizá fuera un error extraerlos, pero la guerrera asió un hacha de guerra de entre las armas apiladas en la estancia y partió la cabeza de varios pernos con un golpe contundente.
—¡Detente! —gritó el caballero—. ¿No se te ha ocurrido pensar que la escotilla está atrancada para impedir que salga algo?
La mujer se detuvo en mitad de un viraje.
—No —dijo parca, y dejó caer el hacha sobre el siguiente perno—. Tal como lo veo, esos pobres diablos han muerto por una plaga o algo parecido. Somos los primeros seres vivos que están a bordo de esta embarcación hace, quizá, meses, y por lo tanto todo lo que encontremos nos pertenece por el derecho de salvamento. Si quieres tu parte, será mejor que me eches una mano. —Con esto, Kitiara decapitó el último perno.
Aunque reacio, Sturm metió los dedos bajo el reborde de la escotilla y entre ambos la levantaron. La sólida tapa de madera de roble y cobre se desplomó de costado y cayó sobre un montón de armaduras. El resonante estampido levantó ecos a todo lo largo de la carabela.
Kitiara acercó la vela a la abertura. Soplaba una corriente de aire frío y la mujer protegió la llama con la otra mano. La débil luz ambarina iluminó el oscuro hueco.
La bodega, en apariencia, estaba vacía.
Unos amplios escalones de planchas de madera descendían al interior. Kitiara plantó el pie sobre el primero.
—No lo hagas —advirtió Sturm.
—¿Qué demonios te ocurre? Unas cuantas calaveras y huesos sueltos, y ya te asustas de tu propia sombra. ¿No sientes curiosidad? ¿Dónde está tu famoso arrojo de caballero?
—Vivo y en excelentes condiciones, gracias.
La guerrera bajó unos cuantos peldaños más y se volvió hacia él.
—¿Vienes o no?
Sturm le indicó con un gesto que aguardara un momento y se acercó a uno de los montones de escudos. Eligió uno de estupenda manufactura enanil, lo acopló a su brazo y pertrechado de tal guisa descendió por la abertura en pos de la mujer.
—Está muy oscuro —dijo Kitiara. La llama alumbró un poste situado al pie de la escalera. La madera estaba cubierta por una capa de polvillo negro y grasiento.
—¿Hollín? —sugirió.
—Tal vez. —El caballero apoyó una rodilla en el suelo. El piso de madera estaba abrasado—. Aquí abajo ha habido un incendio. Es una suerte que el barco no se haya hundido. —El hombre se limpió el hollín de las manos. Un fuego a bordo era una de las pruebas más peliagudas por la que podía atravesar una embarcación.
—¿Hay algo debajo de este suelo? —inquirió la guerrera.
—Sólo la sentina. —A la mortecina luz de la vela Sturm creyó percibir algo y llamó a Kitiara—. Acerca la luz aquí —susurró.
—¿Qué es?
En el maderamen, cerca de la escalera, se percibían las marcas de cuatro arañazos tan largos y profundos que habían traspasado la capa carbonizada y habían dejado al descubierto la madera que no había ardido. Las muescas estaban separadas entre sí unos siete centímetros y tenían al menos treinta de largo.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Kitiara.
—Las señales de unas garras —respondió ella con expresión circunspecta, al tiempo que desenfundaba su espada.
Próximo a la serviola, un macizo cilindro, el extremo inferior del mástil que pasaba a través del techo, partía en dos la mampara. A los lados del mástil, se alzaban unas puertas; ambas habían sido bloqueadas de manera firme, aunque con evidente precipitación, por medio de tablones. La barricada de la puerta de la derecha aparecía intacta, pero la de la izquierda estaba forzada, reventada en dos… desde el otro lado.
—«Eso» entró por aquí —manifestó Kitiara.
—¿Has dicho «eso»?
Sin responder a su pregunta, la guerrera cruzó con toda clase de precauciones a través de la destrozada barrera y penetró en la bodega adyacente. Sturm no pasaba por el estrecho hueco y se vio forzado a desgajar algunos de los tablones. Las chamuscadas planchas de madera se quebraron con un sonoro chasquido.
En aquella zona de la bodega, hacía aún más frío que en la parte anterior, pero no había señales de fuego. Encontraron esparcidos por el suelo más huesos, espadas rotas, sables y yelmos abollados; vestigios de una lucha encarnizada. Kitiara casi se cayó al suelo al tropezar con otra forma, todavía envuelta en una mohosa túnica marrón. Entre los pliegues, surgió un destello dorado.
—Era un clérigo. La túnica, los amuletos, son de la clase que portaría un hombre piadoso —dijo Sturm, mientras rebuscaba entre los dobleces de la tela, de donde extrajo un colgante de cobre. Lo acercó a la luz—. Una rosa. El símbolo de Majere. Al menos, adoraba a un dios del Bien.
El caballero dejó el colgante sobre el oscuro paño con gesto reverente. Kitiara se adelantó hacia la pared opuesta, de donde arrancaba una escala que subía hacia el castillo de proa. Alguien había serrado más de la mitad de los peldaños. La maciza base del palo del trinquete también se introducía en la bodega; a un costado, había otra puerta también clausurada con tablones. Estaba intacta.
—¡Sturm, ven aquí!
El hombre pasó sobre el esqueleto del clérigo y se acercó a Kitiara, que alumbraba con la vela la puerta reforzada con tablas. Alguien había entretejido unos hilos escarlatas de un extremo a otro sobre la tosca barrera; los filamentos convergían en el centro, en un prieto nudo, precintado con un pegote de cera en la que se percibía la marca de un sello.
—¿Alcanzas a leerlo? —preguntó Kitiara.
Sturm lo observó con fijeza, los párpados entrecerrados.
—Hay dos frases. «Majere nos proteja» y «Obedece la voluntad de Novantumus». —El caballero volvió la mirada a los despojos del clérigo—. Él debía de ser Novantumus.
Kitiara metió la punta de su espada tras el sello.
—¿Qué vas a hacer? —la increpó el caballero.
—Hay algo valioso al otro lado de esta puerta y veré de qué se trata.
—¡También puede ser «eso» que mató a estos hombres!
—¿Hola? ¿Hay algún monstruo ahí? —La guerrera golpeó con los nudillos en la puerta.
La sarcástica pregunta no obtuvo más respuesta que el rugido de la tormenta en el exterior y los constantes crujidos del maderamen de la embarcación.
—¿Ves? No hay peligro.
—No te permitiré que lo fuerces. —Sturm la apartó de un empellón.
—¿Que no me permitirás…? ¿Quién eres tú para darme órdenes, Sturm Brightblade? —bramó encolerizada, al tiempo que soltaba su brazo de un tirón.
—Repito que no consentiré que rompas ese sello. Puede acarrearnos la muerte.
Kitiara se abalanzó hacia la puerta, con la espada en su diestra, pero el caballero interpuso el escudo y desvió su golpe. La mujer rugió enfurecida, dejó la vela en el suelo y adoptó una actitud de combate.
—¡Apártate de mi camino! —exigió amenazante.
—Cálmate y reflexiona en lo que vas a hacer. ¿Buscas un enfrentamiento del otro lado de la puerta? Mira a tu alrededor, Kit. ¿Crees de verdad que fue una plaga la que acabó con todos esos hombres armados?
—Entonces, se mataron entre ellos para obtener el tesoro. ¡Fuera de mi camino!
Sturm inició una réplica, pero la guerrera se le echó encima. El hombre retrocedió, sin el menor deseo de hacer uso de su propia espada, y se limitó a mantener el escudo en alto para detener sus furiosas acometidas. Ésta situación se prolongó hasta que Kitiara, ofuscada por la ira, levantó la espada y asestó una brutal estocada dirigida a la cabeza del hombre. El acero golpeó oblicuamente en el canto del escudo y resbaló hacia un lado. El arco trazado por la hoja estrelló el filo contra la puerta y el impacto hizo añicos el quebradizo sello de cera.
—Ya lo has hecho —protestó él, jadeante.
Kitiara, sin soltar la espada, arremetió contra la puerta. Sturm observó estupefacto los vehementes envites de la mujer.
—¡Por fin! ¡Por fin! —no cesaba de exclamar fuera de sí.
Se produjo un instante de total silencio, al que siguió un estruendoso crujido. Kitiara salió despedida por los aires y se desplomó con estrépito sobre los huesos esparcidos en el suelo. La espada escapó de entre sus dedos. El refuerzo central de la puerta estaba combado hacia fuera y agrietado. Sturm tiró el escudo y se acercó a Kitiara para incorporarla. Al otro lado de la puerta se escuchó un nuevo crujido; el tablón inmediato al anterior se partió en dos.
—¿Qué es eso? —gritó la mujer.
—No lo sé, pero «eso» irrumpirá en cualquier momento. ¡Salgamos de aquí!
Corrieron tan deprisa que olvidaron recoger la vela. Atravesaron las profundas tinieblas de la bodega de popa y subieron a trompicones la escalera que llevaba a la armería. Kitiara enfiló hacia el pequeño almacén de las cuerdas, pero Sturm la llamó.
—¡Ayúdame a bajar la trampilla!
Lucharon a brazo partido con la pesada tapa de la escotilla y la dejaron caer sobre la abertura. Después ascendieron por la escala que arrancaba del almacén hasta la cabina del capitán; Kitiara arrastró unos pesados cofres sobre el acceso del piso y lo bloqueó. Sobre sus cabezas, resonaba el repiqueteo de la lluvia y el gemido del viento tras los postigos de las troneras. Los dos se quedaron muy juntos, en medio de la oscuridad, jadeantes, atentos a cualquier sonido.
La cubierta tembló bajo sus pies y se escucharon chasquidos de madera que se astillaba. La cosa, fuera lo que fuese, se iba abriendo camino y machacaba cuanto encontraba a su paso.
—He perdido la espada —susurró Kitiara, avergonzada. Ella, una experimentada guerrera, veterana de muchas batallas, había sido tan estúpida de extraviar su única arma cuando cayó sobre los huesos de los cadáveres.
—No te lo reproches —dijo Sturm—. Las espadas no salvaron a la tripulación de este barco.
—Gracias, me sirve de consuelo —replicó irónica.
Un estruendoso clamor de metales al entrechocar entre sí les hizo dar un respingo. El ruido provenía de la armería. Sturm tensó la sudorosa mano en torno a la empuñadura de su arma. El estruendo bajo sus pies arreció a medida que «eso» descargaba su furia contra las piezas de armamento almacenadas en el área de cargo. A juzgar por los golpes y los chirridos, todos y cada uno de los objetos metálicos del arsenal estaban siendo machacados, retorcidos y destrozados. Entonces, de golpe, sobrevino un profundo silencio.
Sturm y Kitiara, movidos por un impulso inconsciente, se acercaron el uno al otro hasta que sus brazos se rozaron en la oscuridad.
—¿Oyes algo? —susurró él.
—Sólo a ti. ¡Shhh!
Sopló una fuerte ráfaga de aire que abrió de par en par la puerta de la cabina. El ciclón estaba en pleno apogeo y la lluvia entró a raudales en el cuarto. Sturm luchó contra la resistencia del viento para cerrar la puerta, pero antes de lograrlo vislumbró, bajo la mortecina luz de la tormenta, que la tapa de la escotilla principal, próxima al palo mayor, estaba levantada.
—¡Ha subido a cubierta! —gritó, coreado por el ventarrón—. ¡Se encuentra en cualquier parte del barco!
—Cerraremos esa escotilla o el barco se hundirá, ¿no es cierto? —dijo Kitiara. Él asintió en silencio. El caballero se sentía exhausto, desalentado. Sin motivo aparente, recordó a los gnomos y se preguntó en qué tontería estarían ocupados en aquel preciso momento. «Ojalá me encontrara con ellos para verlo», deseó con fervor.
—¿Preparado? —la voz de Kitiara lo sacó de sus reflexiones. La mujer corrió el pestillo y los dos salieron a la cubierta azotada por la turbonada.
Antes de que dieran dos pasos, el agua del mar los había calado hasta los huesos. En la cubierta, era más perceptible el balanceo impreso por las olas. La nave se alzaba y se hundía entre montañas de agua; el horizonte tan pronto se perdía de vista bajo los pies, como se encumbraba hasta alcanzar el remate de los mástiles. Sturm y Kitiara, agarrados de la mano, avanzaron tambaleantes en dirección al palo mayor. Perdieron el equilibrio en un par de ocasiones al sufrir el embate de las espumosas olas. Cuando por fin llegaron a la escotilla, descubrieron que la tapa no sólo estaba desplazada, sino que tenía trozos de madera hendidos, agrietados. Apenas colocaron la trampilla en su sitio, cuando por encima del rugido del embravecido mar escucharon una risa estridente, espeluznante.
Sturm oteó a derecha e izquierda en busca del origen del repulsivo sonido; en cambio, Kit levantó la vista. En lo alto, asido al aparejo sobre sus cabezas, se hallaba «eso». Su aspecto era horripilante, de una lividez fantasmagórica. Parecía un hombre famélico y cetrino; sin embargo, su tamaño no era normal. La criatura superaba en mucho los dos metros. Sus ojos eran saltones y rojos cual ascuas ardientes; las manos ganchudas acababan en unas uñas aceradas de cinco centímetros de largo. De la cabeza, redonda y pelada, sobresalían unas orejas altas y puntiagudas. La criatura lanzó un penetrante aullido; al hacerlo, dejó al descubierto unos colmillos largos y amarillentos y una lengua negra y puntiaguda.
—¡Por los dioses! ¿Qué es eso? —barbotó Kit.
—No lo sé. ¡Cuidado!
La criatura había saltado desde las jarcias hasta los estays que colgaban del palo mayor. Se balanceó bajo la berlinga y maniobró hasta asentar los pies sobre la verga. Desde su nueva posición, los observó con avidez, en tanto repetía el desgarrador aullido.
Los dos compañeros retrocedieron con cautela por la resbaladiza cubierta, sin apenas prestar atención a la flagelante lluvia ni a las embestidas del mar. Una vez dentro de la cabina, cerraron deprisa la puerta y echaron el pestillo.
Kit, jadeante, se dio media vuelta. Los ojos casi se le salieron de las órbitas. Un extraño resplandor blanquecino inundaba la zona trasera del alcázar. Tampoco allí se encontraban solos.