La carabela abandonada
No hubieran sabido decir cuándo se produjo el cambio. Fue lento; no advirtieron oscilaciones bruscas ni perturbaciones dramáticas. En algún momento, mientras se encontraban rodeados por los hinchados cúmulos blancos, El Señor de las Nubes cesó de elevarse hacia Krynn y descendió con lentitud en dirección al planeta. Sturm interrogó a Argos acerca de aquel fenómeno, pero el gnomo sólo farfulló algo sobre «la densidad de la materia en relación con el aire» y no añadió nada más. El caballero imaginó que ni el mismo Argos lo comprendía.
Fuera como fuese, lo cierto es que la órbita azul de Krynn pasó de estar encima de sus cabezas a encontrarse bajo sus pies y conforme se acercaban a su planeta natal, las corrientes de aire crecieron de intensidad y la navegación se hizo más veloz.
—Deseo que llegue el momento de aterrizar —comentó Kitiara—. ¡Como tenga que continuar comiendo palitos rosas y bebiendo agua mucho tiempo más, me saldrán cuescos de lobo por las orejas!
Remiendos, que escuchó el comentario de la guerrera, procuró que la mujer alejara la vista de Oro Viejo.
Poco a poco, la atmósfera se tornó más cálida y húmeda. Los viajeros agradecieron el aumento de la temperatura. Sin embargo, acostumbrados al aire liviano de Lunitari, el más denso y opresivo de Krynn les causó fatiga y cansancio; durante algún tiempo no tuvieron ánimos ni fuerzas para realizar el más mínimo esfuerzo.
—Por los dioses —jadeó Sturm, mientras ayudaba a Carcoma y a Chispa a manejar la vela de babor—. No me había sentido tan agotado desde aquella ocasión en que Flint y yo escapamos de los enanos del bosque, después de que Tasslehoff «tomara prestada» parte de su plata.
El día y la noche se sucedieron a un ritmo más parejo y el sueño del caballero se hizo más profundo y de más larga duración a medida que transcurrían las jornadas. Argos les informó que la travesía había comenzado hacía diecinueve días y que, según sus estimaciones, tardarían otros dos en tomar tierra.
El cielo permutó su perpetuo manto negro por un hermoso azul; en el horizonte proliferaron las nubes. Por fin, a través de los resquicios abiertos entre los hinchados cúmulos, entrevieron bosques, campiñas, montañas y mares. Todavía se encontraban a mucha altitud, pero al menos tenían la referencia de terreno sólido bajo sus pies.
La mañana del que sería su último día a bordo amaneció bochornosa y húmeda. Las velas colgaban fláccidas de los mástiles y se amontonaban en pliegues sobre la cubierta. Una neblina pegajosa se cernió sobre la nave; no se veía más allá de tres metros de la batayola. Alerón comenzó a vocear.
—¡Holaaa! ¡Holaaa!
—No se ve nada —comentó Kitiara, que tenía los ojos entrecerrados en un arduo esfuerzo por escudriñar más allá del blanquecino manto.
—Ni siquiera sabemos a qué altura volamos —añadió Sturm. Tenían la sensación de que El Señor de las Nubes se encontrara metido en una bola de algodón. Tartajo hizo acto de presencia en la cubierta; el jefe de los gnomos portaba un cabo al que había atado un rezón.
—D…deberíamos arrojarlo por la b… borda. Cabe la p… posibilidad de que se enganche en la c… copa de un árbol. Así nos detendríamos.
El gnomo se dirigió hacia la proa y dejó caer el rezón, que luego ató al bauprés. Cuando el hombrecillo regresó al centro de la nave, Kitiara le preguntó cuándo dejarían escapar el gas de la bolsa.
—Lo haremos c… cuando estemos seguros de hallarnos p… próximos a tierra, no antes.
La mujer fijó la mirada en la mugrienta bolsa suspendida sobre sus cabezas. El globo de lona se había deshinchado de forma gradual, de acuerdo con el aumento de la temperatura, y se removía en la floja red, como un animal salvaje que tratara de escapar furtivamente. Kitiara acarició la empuñadura de su daga. «Se acabaron las tonterías», pensó. «En el momento en que las condiciones me parezcan favorables, ¡yo misma la desgarraré!».
Alerón, todavía atareado en el manejo de las velas, señaló hacia la proa, por el lado de estribor.
—¡Fuego! —chilló.
Argos desplegó el catalejo y lo enfocó hacia el distante fulgor anaranjado que se divisaba entre la niebla. El astrólogo se quedó boquiabierto, estático; después apartó el telescopio y lo cerró.
—¡Bobalicón! —increpó al piloto—. ¿Nunca has visto amanecer?
—¿Cómo?
—¿Amanecer? —repitió Kitiara. La salida del sol sólo podía significar que se hallaban lo bastante cerca de tierra para que el astro surgiera como la bola de fuego que todos recordaban, y no como el disco amarillento que divisaban entre la luna roja y Krynn.
Al intensificarse el calor y el brillo del sol, la niebla se disipó. A trescientos metros por debajo de la nave, se extendía un océano; hasta donde alcanzaba la vista, no se divisaba otra cosa que las aguas verdosas del mar. El aroma del salitre impregnó el aire cuando los rayos ardientes del astro caldearon la superficie líquida.
Se levantó una suave brisa del norte y la nave se desplazó, lenta y cansinamente, a unos seis nudos de velocidad. Con el transcurso de las horas, la pegajosa humedad aumentó, y los viajeros se despojaron de las pieles y prendas de abrigo. Los gnomos incluso se desprendieron de sus zapatos, y sobre la cubierta resonó el suave trepidar de nueve pares de pies diminutos en un afanoso ir y venir. A fin de protegerse del ardiente sol, Remiendos troceó las camisas y preparó unos grandes pañuelos para todos; poco después, el grupo de gnomos parecía una banda de pequeños piratas.
También Kitiara se había librado de las pesadas ropas de abrigo y sólo vestía el pantalón de montar y un chaleco de cuero. Sturm se mostró remiso a despojarse de su túnica de manga larga y de las botas. La mujer observó las manchas de sudor que se extendían por su pecho y bajo los brazos, y llegó a la conclusión de que mantener una sobria dignidad podía convertirse en una carga muy pesada.
Lograron que la nave descendiera hacia el mar angulando las alas; el rezón rebotó en las crestas de las oías. Argos trabajó con tesón con su astrolabio para determinar su localización, pero al carecer de compás o cartas de navegación apropiadas, no alcanzó más que una estimación aproximada y a grandes rasgos. Aun así, lo intentó y al cabo de un rato había llenado toda la cubierta, desde el puente de mando hasta el codaste, con cifras y más cifras; el sudor se acumuló en las arrugas de su frente y goteó de forma molesta por la punta de su nariz. Kitiara y Sturm examinaron durante un rato los profusos cálculos del astrólogo hasta que la mujer, impaciente, inquirió.
—¿Y bien?
—Estamos en Krynn —respondió Argos. Kitiara contó en silencio hasta diez a fin de controlar su irritación. El gnomo prosiguió—. La mejor estimación que puedo ofrecer es que nos encontramos en alguna zona del Mar de Sirrion, a quinientos, mil o mil quinientos kilómetros de Sancrist.
—¿A quinientos, mil o mil quinientos? —repitió confuso Sturm.
—Sin un compás es muy difícil ser más preciso. —El gnomo se quitó una gota de sudor que colgaba pertinaz de la punta de su nariz—. Estoy seguro de que se trata de uno de esos tres múltiplos de quinientos.
—¡Fantástico! Lo mismo podemos alcanzar la Bahía de Thalan dentro de cuatro días, como morirnos de hambre mientras llegamos a una isla que se encuentra a miles de kilómetros de distancia. —Kitiara levantó los brazos sobre su cabeza.
—No pereceremos de inanición —apuntó Alerón.
—¿Ah, no? ¿Cómo estás tan seguro?
—Ahí hay un barco —respondió con tranquilidad, al tiempo que señalaba con un dedo hacia el mar.
Las cifras que tanto trabajo le habían costado a Argos se borraron en un instante al ser pisoteadas por todos en su afán de asomarse por la borda. A babor, Silueteadas contra el horizonte, otearon unas velas blancas y los mástiles de una embarcación. Argos sacó su catalejo, pero Kitiara se lo arrebató de las manos.
—¡Eh! —protestó el gnomo, pero la mujer se había llevado el instrumento al ojo y escudriñaba las aguas.
La nave era una carabela de dos palos, de origen dudoso; no llevaba mascarón de proa ni se distinguía nombre alguno en el castillo de proa. De los mástiles, no colgaba ningún estandarte o bandera. La cubierta estaba muy limpia y el lustrado maderamen, reluciente.
—¿Tienes alguna idea de dónde procede? —inquirió Sturm.
—No. No veo a ningún miembro de la tripulación.
—Busca en los aparejos. Navegan a todo trapo, y lo normal es que alguien esté subido a las jarcias.
—Ya lo he hecho, pero tampoco ahí he divisado a nadie.
La velocidad de El Señor de las Nubes aminoró al entrar en un estrato bajo de aire, que soplaba en otra dirección. Las velas de parches orzaron y se sacudieron con impotencia. En tanto Sturm y los gnomos se ocupaban de fijarlas y orientarlas de nuevo, la mujer estudió con interés la enigmática embarcación.
—¿Una nave pirata quizás? ¿O de contrabando? —musitó para sí. Existían muchas razones para ocultar el nombre de un barco, pero pocas eran legales. Kitiara llamó al caballero.
—¡Sturm! ¡Sturm, acércate!
—¿Qué ocurre?
—¿Por qué no alcanzamos a la nave y la abordamos?
El hombre llegó hasta el borde del techo del puente de mando e hizo visera con la mano para resguardarse los ojos del sol y mirar a la guerrera con intensidad.
—¿Para qué?
—Tal vez lleve alimentos y agua fresca.
Su argumento tenía mucho peso. Sturm estaba tan harto de judías secas y plantas de Lunitari como cualquiera de sus compañeros. Aceptó la proposición.
—Podemos hacerlo. El rezón sigue colgando, así que tendremos que cuidarnos para no romperle los aparejos o rasgar las velas.
El misterioso barco mantenía el mismo rumbo, con todo el velamen desplegado. Cuando El Señor de las Nubes sobrevoló cerca del costado de babor, Kitiara descubrió que el timón estaba amarrado. Las vidrieras del castillo de proa también tenían echados los postigos y todas las portañolas del casco estaban cerradas. En un día caluroso y de viento en calma como aquél, haría un calor bochornoso en el entrepuente, pensó la mujer.
—Soltad las velas —ordenó Sturm. Trinos y Bramante las desplegaron y la nave dio un brusco salto hacia adelante. Él rezón se enganchó en el estay del palo mayor y frenó a El Señor de las Nubes, que giró sobre sí. De pronto, volaron con la popa por delante, arrastrados por la carabela.
—¿Ahora qué? —quiso saber Alerón, mientras se asomaba por la borda.
—Alguien tendrá que bajar para amarrarnos —sugirió el caballero—. Lo haría, pero temo que este cabo sea demasiado fino para mi peso.
—No me mires —dijo Kitiara—. Ya he tenido escaladas de sobra en este viaje.
Remiendos se ofreció para el trabajo; era el más pequeño y también el más ágil. El gnomo descendió por la cuerda hasta el remate del mástil y, una vez que alcanzó la cruceta, agitó los brazos e indicó con un gesto que había llegado bien.
—¡Busca un cabo más grueso, amárralo y sube con él hasta nuestra nave! —dijo Sturm a voces. Remiendos asintió con la cabeza y se descolgó por el aparejo hasta la cubierta de la carabela. Encontró una soga gruesa enrollada junto al palo del trinquete y se la echó al hombro. Poco después estaba de vuelta en El Señor de las Nubes.
—Sí, señor, éste es mi aprendiz —dijo Bramante con orgullo.
—¿Viste señales de vida en ese barco? —le preguntó Kitiara.
Remiendos dejó caer en el suelo el resto del rollo de soga antes de responder.
—No. Todo está muy limpio y cuidado, pero no hay ni un alma.
Sturm bajó al camarote. Cuando regresó a cubierta, llevaba su espada; tras colocarse el cinturón en bandolera, pasó una pierna por encima de la batayola.
—Será mejor que me adelante y eche una mirada.
—Te seguiré —dijo Kitiara.
—Y yo —propuso Remiendos. Todos los gnomos se mostraron dispuestos a ir tras él, pero Sturm se negó.
—Alguien ha de quedarse a bordo. Arregladlo como queráis, pero no podéis venir todos.
Treinta metros son muchos cuando esa distancia hay que salvarla descolgándose por una cuerda, pensó el caballero, que tuvo que hacer un alto a medio camino, mareado por el calor. Se enjugó el sudor que le entraba en los ojos, sin dejar de preguntarse cómo iba a subir después a pulso. Sintió un gran alivio cuando sus pies tocaron la lustrosa y oscura madera de roble del peñol. A continuación, Kitiara inició el descenso enroscando en la soga sus piernas desnudas.
La cubierta estaba tal como la había descrito el pequeño Remiendos: pulcra y ordenada. Aquello no le gustó nada a Sturm; los tripulantes no habrían abandonado una embarcación que estaba en excelentes condiciones sin tener un buen motivo.
Kit se dejó caer de un salto en la cubierta y sobresaltó al hombre, que se revolvió al tiempo que desenfundaba la espada.
—¡Tranquilo, soy yo! Estoy en el mismo bando, ¿recuerdas?
—Lo siento. Éste barco me ha puesto los nervios a flor de piel. Si te parece bien, iremos hasta la proa: tú por el lado de estribor y yo por el de babor.
Completaron el recorrido sin descubrir nada anormal, excepto que no había señales de ningún miembro de la tripulación. Junto al bauprés había una escotilla, y la guerrera propuso bajar por ella al interior de la nave.
—Aún no. Inspeccionemos antes la popa.
En aquel momento, Argos y Tartajo llegaban a la cubierta. El astrónomo manejaba una escuadra de carpintero y el jefe de los gnomos blandía un martillo, al parecer, las únicas «armas» que habían encontrado a bordo. Ahora más que nunca parecían unos diminutos piratas al abordaje de una desafortunada embarcación.
—¿Habéis d… descubierto algo?
—Nada.
La rueda del timón estaba, como advirtiera antes Kitiara, atada con fuerza y sólo se desplazaba unos centímetros a la derecha o a la izquierda, según la dirección en que el viento y las olas empujaban el timón. Sturm intentaba encontrar algún indicio que apuntara cuánto tiempo hacía que estaba amarrada, cuando Kitiara dio un sonoro respingo.
—¡Mirad!
Clavado en la pared del alcázar había un cuervo; un cuervo muerto, disecado, con las alas y la cola extendidas.
—Esto lo he visto en otras ocasiones —dijo Kitiara—. Alguien ha lanzado un hechizo sobre este barco y como protección del maleficio se ha clavado ese cuervo. ¡Tenemos que salir de aquí!
—Tranquilízate. —La voz de Sturm era reposada—. No he advertido vestigios de fuerzas mágicas activas. Entremos y veamos si al menos identificamos el barco.
Empujaron la puerta de listones. Los goznes de bronce gimieron. En el umbroso interior del alcázar hacía un calor sofocante. Unas delgadas franjas de luz proyectaban unas sombras extrañas en la estancia.
—Tartajo, abre los postigos, por favor.
El gnomo se dirigió hacia el juego de luces y sombras situado a la derecha y durante un momento se escuchó el suave y repetido roce del pestillo al correrlo. Las contraventanas se abrieron y la luz inundó la cabina.
—Aquí está el capitán —dijo Kitiara con voz lúgubre.
El señor de la carabela estaba sentado a la mesa, fija la ciega mirada de sus cuencas vacías. Los huesos del cráneo estaban limpios y secos por completo; las manos esqueléticas reposaban sobre el tablero de la mesa, con los dedos entrelazados. El capitán llevaba una ostentosa casaca de brocado azul, ornada con borlas y galones dorados. Como toque macabro final, los despojos de su última cena aún se encontraban en un plato frente a él. Tartajo hurgó en los huesecillos de la carcasa.
—Pollo. Una g… gallina, diría yo —anunció.
Sturm tomó la copa de peltre colocada junto a la mano derecha del muerto y la olió. No había trazas de la existencia de veneno en el recipiente vacío. Al dejarla otra vez sobre la mesa, se fijó en el anillo de plata que el hombre lucía en uno de los dedos. Levantó con toda clase de cuidados la esquelética mano pero, a pesar de todo, los huesos se desmoronaron al tocarlos. Sturm alzó el anillo hacia la luz, a fin de buscar alguna inscripción o el cuño del orfebre, pero la sortija era un simple aro de plata algo oxidado, fabricado en cualquier parte y por cualquier persona.
Kitiara se había agachado para atisbar debajo de la mesa.
—¡Eh! ¿Qué es eso? —Cuando se incorporó, sujetaba entre las manos otra calavera—. Esto se encontraba entre los pies del Capitán Hueso. Alguien le cortó la cabeza a este muchacho. Se nota la señal del hacha aquí, mira. —La guerrera dejó la horrenda reliquia en la mesa y se agachó de nuevo—. Bonitas botas. Piel de gamo y hebillas de plata. Nuestro capitán era todo un dandi.
—Me pregunto quién sería —musitó Sturm.
—¡C… cielos! —Tartajo se hallaba cerca de las ventanas de popa y había topado con un arcón forrado en cuero. El gnomo soltó la sencilla cerradura y el contenido quedó desvelado: montones de monedas de oro y piedras preciosas. Kitiara emitió un penetrante silbido mientras se apoderaba de una esmeralda singularmente hermosa.
—Ahora lo comprendo. Éste es un barco pirata —comentó.
—¿Qué te induce a pensarlo? —inquirió Argos.
—¡No se amasa un botín semejante con textiles o con la pesca!
La guerrera levantó la tapa de un segundo cofre. Éste se encontraba repleto hasta el borde de pequeñas cajas de madera. Kit abrió una de ellas y se asomó para descubrir el tesoro que guardaba; un instante después, encogía la nariz y soltaba un estrepitoso estornudo.
—¡S… salud! ¿Qué es? —se interesó Tartajo.
—Especias… ¡Pimienta! —respondió entre resuellos al tiempo que cerraba de golpe la tapa. Sturm se asomó por encima de su hombro.
—Las especias son más escasas que el oro y, por lo tanto, más preciadas —afirmó rotundo—. Éste cofre es sin duda más valioso que el otro.
—¡Bah! Cuando llegue el momento, quiero mi parte en oro y joyas —insistió la mujer. Sturm la miró de hito en hito.
—¿Tu parte? Creí que te preocupaba el maleficio.
—Con los bolsillos repletos de oro, hago frente a cualquier hechizo de este mundo. —Acompañando la acción a las palabras, Kitiara se guardó monedas y gemas a puñados.
La puerta de la cabina se abrió con brusquedad. Todos sufrieron un sobresalto, pero sólo se trataba de Pluvio.
—Creí oportuno venir a advertiros. Se acerca una fuerte tormenta —dijo el meteorólogo—. A decir verdad, aseguraría que se trata de un potente ciclón.
—No tardaremos mucho. Sólo el tiempo suficiente para recoger el botín. —Kitiara se inclinó sobre el cofre y trató de arrastrarlo hacia la puerta, pero apenas logró moverlo de sitio—. ¡No os quedéis ahí parados como bobos! ¡Ayudadme!
—No tenemos tiempo para tesoros, Kit. Regresemos a El Señor de las Nubes —replicó Sturm.
Ella cesó en sus esfuerzos y levantó la vista hacia el caballero.
—¿Crees que debemos?
—¿A qué te refieres?
—A regresar a nuestra nave. ¿Por qué no nos quedamos a bordo de ésta?
—Porque ignoramos lo ocurrido aquí —protestó Sturm—. Todos los indicios sugieren que podría irse a pique en el momento en que entremos en la tormenta.
—Lo mismo puede suceder con El Señor de las Nubes.
Tartajo se removió inquieto e interrumpió la discusión de los humanos.
—¡Por favor! Yo r… regreso ahora mismo —y salió disparado por la puerta de la cabina. Argos se encogió de hombros.
—Me hubiese gustado investigar más a fondo este barco, pero mi puesto está junto a mis colegas. —El astrólogo saludó con la cabeza y empujó a Pluvio hacia la salida.
—¿Vienes o te quedas? —exclamó Sturm con tono de enfado cuando se quedaron solos.
—Me quedo. —Ella cruzó los brazos sobre el pecho con gesto testarudo.
—En ese caso, estarás sola. —El hombre salió a cubierta. Soplaba un viento frío del sur; las velas se hincharon y la carabela dio media vuelta y enfiló rumbo al norte. Unos nubarrones grises con ribetes púrpuras avanzaban con rapidez a ras del agua. En cuestión de minutos, ambas naves se habrían metido en el sombrío banco.
Los gnomos escalaban por la soga sin mayores problemas, y cuando Sturm alcanzó el final del mástil, los hombrecillos trepaban por la batayola de la nave. El Señor de las Nubes se agitaba y tiraba del cabo como un pez enganchado a un anzuelo. Sturm miró con inquietud la restallante soga, pero por fin la asió y comenzó a escalar.
Una bocanada de llovizna menuda y templada, heraldo de la inminente tormenta, azotó al caballero. Sturm se limpió el rostro y levantó la mirada. Los gnomos habían arriado las velas, pero la bolsa de gas, impulsada por el viento, arrastraba con fuerza la nave. Se izaba a pulso, palmo a palmo, y evitaba pensar en las encrespadas olas que batían veinticinco metros más abajo.
El aguacero irrumpió súbito y torrencial y lo empapó hasta los huesos en cuestión de segundos. El hombre no cejó en su empeño; sin embargo, tenía la sensación de no avanzar y de que El Señor de las Nubes continuaba tan lejano como al principio.
—¡Holaaa, Sturm! ¡Holaaa!
—¿Alerón, eres tú? —contestó a voces.
—¿Sturm, me oyes? ¡La soga está mojada y se estira con tu peso! ¡La tensión es excesiva! —gritó el invisible gnomo.
—¡Regreso a la otra nave!
La oscura silueta de El Señor de las Nubes era apenas perceptible.
—¡Volveremos a buscaros! —la voz era cada vez más tenue—. ¡Que Reorx os guarde!
El caballero resbaló por la guindaleza hacia el ondeante mástil. La robusta verga de roble le propinó un seco golpe en las costillas que lo dejó sin aliento, la soga se escapó de sus manos y se precipitó al vacío; su cuerpo chocó contra una de las velas, a la que se agarró con desesperación. La suave lona cedió bajo sus agarrotados dedos y se desgarró poco a poco. Por último, Sturm se desplomó sobre cubierta, cegado, empapado y sin aliento.
Los gnomos cortaron el cabo que los sujetaba a la carabela y El Señor de las Nubes se remontó en el aire hasta perderse de vista. Kit se acercó a Sturm, que seguía tendido boca abajo, y le dio la vuelta.
—¿Puedes ponerte de pie? ¿Puedes caminar? —voceó, a fin de hacerse oír en el ululante viento. Al asentir él en silencio, la mujer lo ayudó a incorporarse y ambos se dirigieron hacia el alcázar. Sturm se derrumbó sobre el suelo de madera, cerca de la mesa del capitán, y trató de recobrar el aliento. Kitiara recorrió la estancia, cerró los postigos y ajustó con firmeza las troneras.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó en la oscuridad.
—Sí.
—¿Se han marchado los gnomos?
—Se vieron forzados a… cortar el cabo para salvar la nave… —Lo interrumpió un lacerante golpe de tos.
La guerrera chasqueó el yesquero que había sobre la mesa y encendió una gruesa vela. La llama temblorosa arrancó destellos fantasmagóricos en la calavera del capitán muerto y Sturm, tras escurrir su empapado pañuelo, cubrió con él el lúgubre cráneo.
—¿Se empeñaba en mirarte? —dijo Kitiara sarcástica. La mujer alargó una mano para sujetarse, ya que el suelo subía y bajaba con la regularidad de un balancín. Sturm hizo caso omiso de su comentario y sugirió.
—Tendremos que arriar las velas. Si nos coge un viento racheado, zozobraremos.
—No subiré ahí arriba con este vendaval.
—No es preciso que vengas. Cortaré los estays de las velas bajas. Con seguridad se las llevará el aire, pero con eso será suficiente. —El hombre se dirigió a la puerta de la cabina, con la espada ya desenfundada.
—¡Espera un momento!
Kitiara había encontrado un cabo de amarre en una de las gavetas de la cabina y se acercó al caballero.
—Levanta los brazos —le indicó. Luego rodeó el pecho del hombre con la cuerda y la anudó.
—No se te ocurra darte un chapuzón —le advirtió burlona.
—Procuraré no hacerlo.
Cuando Sturm abrió la puerta, recibió la embestida del ventarrón. Avanzó tambaleante hasta el palo mayor y cercenó los aparejos de la vela con golpes rápidos y precisos. La lona aleteó como algo vivo al quedar libre de la verga. El caballero pasó debajo de la arboladura, se encaminó hacia el palo del trinquete y repitió la misma operación. La nave se desplazó con más suavidad al quedar sólo las gabias y las cebaderas, y Sturm regresó al alcázar.
—Ya no se mueve tanto —comentó Kitiara mientras abría la puerta. Las ropas y el cabello del hombre chorreaban agua.
—¿Qué hacemos ahora?
—Bajemos a explorar —sugirió la guerrera.
—¿Has olvidado el maleficio?
El semblante de Kitiara se tornó tenso.
—No, no lo he olvidado. Pero si lo que hemos visto aquí es un ejemplo de lo que hay a bordo, no me preocupa en exceso. —Acto seguido golpeó levemente la calavera cubierta con el pañuelo. El cráneo se desprendió de las vértebras y cayó sobre la mesa. Quedó boca arriba, las cuencas vacías prendidas con fijeza en los intrusos.