Oro viejo
La segunda travesía de El Señor de las Nubes fue muy diferente a la primera; aquélla, con el incesante ronroneo del motor y el poderoso tremolar de las alas había dado a los que iban a bordo una sensación de actividad, la de recorrer un trayecto. La actual moción silente propiciada por la bolsa de gas había creado un ambiente de letargo que se propagó a todos los miembros del grupo. Había poco que hacer en lo que se refería al gobierno de la nave y, cuantos menos cometidos se presentaban, tanto más crecía la abulia.
Además, los gnomos empezaron a pelearse. Antes intercambiaban observaciones sarcásticas o suaves golpes de vez en cuando, y a los pocos segundos los habían olvidado y ninguno les daba importancia. Pero ahora, encerrados en el desmantelado casco de El Señor de las Nubes, el talante, noble por naturaleza, de los hombrecillos, se había perdido. Bramante y Remiendos tuvieron un altercado por la forma correcta de almacenar la pequeña reserva de cordaje que les quedaba. Carcoma perdió de manera paulatina su extraordinaria capacidad auditiva hasta recobrar un nivel normal y Chispa le hablaba a gritos todo el tiempo. Argos gritaba a Chispa por haber gritado a Carcoma. Alerón sostuvo un combate con Trinos y, horas después, todavía eran perceptibles las marcas rojas de las bofetadas en las mejillas de ambos. Y Pluvio, el pobre y sensible Pluvio, se acurrucó en un oscuro rincón y se puso a llorar. Tartajo fue en busca de Sturm.
—Las cosas se están p… poniendo muy feas. Mis c… colegas se comportan como una banda de enanos gully. Están aburridos; no t… tienen que realizar ninguna empresa importante, como derribar un obelisco.
—¿Qué puedo hacer? —se interesó el caballero.
—T…tendremos que encargarles algún c… cometido, algo que distraiga sus mentes de esta lenta t… travesía.
—¿Qué clase de cometido?
—Quizás Argos p… podría dirigir la confección de una relación c… con las estrellas; que les p… pongan nombres.
—No traería más que discusiones.
—P…podríamos hacer una hornada de p… panecillos.
—No queda harina —le recordó Sturm—. ¿Se te ocurre algo más?
—Bueno, p… podrías enfermarte de gravedad.
—Oh, no. Tus buenos colegas son capaces de cortarme en trozos para descubrir qué es lo que me pasa. ¿Algo más?
Los hombros del gnomo se hundieron en un gesto de derrota.
—Era m… mi última idea.
«Es serio», pensó Sturm. «Jamás había oído que un gnomo se quedara sin ideas». El caballero se atusó el bigote y propuso.
—Quizás haya un modo de conseguir que la nave se mueva más rápido.
—¿Sin m… motor?
—Los barcos que surcan los mares tampoco lo tienen. ¿Cómo lo hacen?
—Déjame p… pensar. —Tartajo apoyó la barbilla en los puños y frunció el entrecejo—. Con remos, velas, animales que los arrastran d… desde la orilla, magia… —En este punto el gnomo intercambió una mirada desaprobadora con el caballero—. C… con ruedas de paletas accionadas por fuerza muscular, remolcados por ballenas o s… serpientes marinas… —Las azules pupilas del gnomo se iluminaron—. Discúlpame, pero he de c… conferenciar con mis c… colegas.
—Estupendo. —Sturm siguió con la mirada a Tartajo, que se alejaba a toda prisa con brincos de alegría.
Al poco tiempo, de la cubierta inferior llegaron unos vítores generalizados. Los porrazos y los crujidos confirmaron de manera definitiva que la desusada indolencia de los gnomos había llegado a su fin. El caballero sonrió y buscó a Kitiara.
La mujer no estaba en el comedor; entonces, Sturm se dirigió a la cubierta inferior. Al pasar frente al umbral, ahora sin la puerta, del camarote de proa, vio que los gnomos se habían reunido allí. Chispa y Alerón dibujaban como locos sobre los tablones del suelo.
—No, no. Tenéis que incrementar el grado del arco, en relación con el ángulo de incidencia —indicaba Argos.
—¡Lo que hay que oír! Hasta un tonto sabe que se debe disminuir la superficie planar —rebatió Chispa, con un golpe de su pequeño puño sobre las tablas.
—¡Sí, un tonto, sí!
Sturm se alejó del camarote. Los gnomos se sentían de nuevo felices.
Descendió por la corta escalera hasta la bodega. La temperatura allí abajo era glacial; el delgado parche apenas impedía que entrara el aire pero no el frío. Encontró a Kitiara en un rincón, sentada en una de las robustas cuadernas. La mujer estaba bebiendo de su frasco de agua.
—Pareces cómoda —le dijo.
—Oh, lo estoy. ¿Te apetece un trago?
Sturm tomó la botella que le ofrecía y la llevó a sus labios, pero antes de beber, percibió el aroma dulzón de vino.
—¿De dónde lo has sacado?
—Cupelix me lo dio. Es vino de Ergoth.
El caballero tragó una pequeña cantidad. El caldo tenía un sabor dulce, pero al bajarle por la garganta lo abrasó. Se puso rojo, y Kitiara rio y le hizo burla.
—Es engañoso, ¿verdad? Al principio parece almíbar y luego te cocea como una mula a la que le ha picado una avispa —explicó.
—Creí que preferías la cerveza —comentó él, al tiempo que le devolvía el frasco. Kitiara echó otro trago antes de responder.
—La cerveza es para los buenos ratos, las buenas comidas y la buena compañía. El vino dulce de Ergoth es para los momentos melancólicos, la soledad, y los funerales.
—No deberías sentirte melancólica. Por fin, volvemos a casa. —Sturm se agachó en cuclillas frente a ella y Kitiara se recostó en la combada cuaderna.
—A veces envidio tu conformidad, pero en otros momentos me revienta. —Cerró los ojos y preguntó de manera inesperada—. ¿Te has preguntado alguna vez cómo será el resto de tu vida?
—Sólo en un sentido básico. Una faceta de la caballería es la aceptación del destino que te haya sido asignado por los dioses.
—Yo jamás podría pensar así. Quiero ser la artífice de mi futuro. Por ese motivo, me hacen tanto daño las oportunidades perdidas. Tenía fuerza y ahora está desapareciendo. Tenía un dragón como aliado, y también lo he perdido.
—¿Y Tanis?
Ella le clavó una fría mirada.
—Sí, maldita sea tu sinceridad. También perdí a Tanis. Y a mi padre. —Kitiara hizo dar vueltas la botella, ya casi vacía—. Estoy harta. Haré una promesa, Sturm, y tú serás mi testigo. De hoy en adelante, razonaré, reflexionaré, planearé y calcularé; todo cuanto sirva para alcanzar mi propósito será bueno, y aquello que lo dificulte, será malo. No confiaré en nadie, excepto en mí misma; no compartiré nada con nadie, excepto con mis más leales camaradas de armas. Seré la regente de mi propio reino, éste —dijo y se palmeó la pierna—, y no temeré a nada, salvo al fracaso. —Kit volvió el rostro hacia Sturm. Su mirada estaba ofuscada—. ¿Qué te parece mi resolución?
—Has bebido demasiado. —Él se levantó, dispuesto a marcharse, pero la mujer lo llamó.
—Hace frío aquí —protestó quejosa.
—Entonces, ven al camarote.
Kitiara levantó los brazos y trató de izarse. No se había incorporado gran cosa, cuando se hundió de nuevo en la cuaderna.
—Será mejor que no lo intentes. Ven aquí —dijo a Sturm.
Se acercó y la mujer lo agarró por la manga. Aún le restaban fuerzas suficientes para tirar del hombre y hacerle que se sentara junto a ella. Sturm quiso protestar, pero Kit lo empujó contra la cuaderna y se acurrucó a su lado.
—Quédate aquí un poquito —dijo, con los ojos cerrados— para darme calor.
Sturm se encontró tumbado y sin poder moverse en la parte más gélida de la nave, con Kitiara acurrucada bajo su brazo izquierdo. Poco a poco, la respiración de la mujer se hizo lenta y regular. Él estudió el rostro que asomaba bajo las pieles de la capucha; el cutis había perdido bastante su habitual bronceado en las últimas semanas; las oscuras pestañas y los negros rizos parecían fuera de lugar en una guerrera tan ruda. Sus labios estaban algo entreabiertos y su aliento olía a vino dulce.
* * *
Unas horas más tarde, en lo que antes era el comedor, los gnomos les presentaron su gran diseño para mejorar la velocidad de El Señor de las Nubes. Trinos había diseñado todo el plan con tiza y trozos de carbón a todo lo ancho de una pared. Sturm se sentó en el suelo y se dispuso a escuchar con atención. Kit estaba de pie, apoyada en la pared, bastante apartada de él; tenía el gesto tenso, los labios prietos. Al parecer, la resaca le había agriado el humor. Alerón inició su disertación.
—Como veréis, nuestro plan se basa en equipar a El Señor de las Nubes con unas velas que se acoplarán a ambos lados de la bolsa de gas. Eso, y desplazar el exceso de peso hacia la proa para inclinar el casco, incrementará nuestra velocidad en… ¿en cuánto lo calculaste, Argos?
El astrónomo repasó las anotaciones garabateadas en el puño de su camisa.
—Un sesenta por ciento, o lo que es lo mismo, unos doce nudos —explicó.
—¿Con qué fabricaréis las velas? —inquirió Sturm.
—Con las ropas que reunamos. Tú y Kitiara contribuiréis también con todo cuanto podáis. ¡Ejem! Bien, si no tenéis más preguntas…
—¿Y qué me decís de los mástiles, las vergas y las jarcias? —interrumpió el caballero.
Carcoma levantó la mano y Alerón tomó asiento. El carpintero explicó con cierta jactancia.
—Yo encontré una solución a ese problema. Con escoplos y cepillos, cortaremos los baos y la batayola en fragmentos largos. Luego, atados con cuerdas, harán las veces de vergas.
—Déjame que les diga lo de las jarcias —pidió Bramante.
—Pero yo también sé cómo se harán —protestó Carcoma.
—¡Deja a Bramante que lo explique! —ordenó Remiendos. El carpintero se dejó caer en el suelo con un gruñido.
—Vamos, empieza de una vez —apremió Alerón.
—Estúpido sabelotodo —musitó entre dientes Carcoma.
—Se pueden trenzar en cualquier grosor de cabo que sea preciso. —El cordelero subrayó sus palabras con un chasquido de dedos y después regresó a su sitio. Sólo Remiendos aplaudió tras el breve informe. Sturm se incorporó.
—¿Manos a la obra? —propuso.
Formaron el «círculo de costura» en el comedor de la nave. En el centro, creció con rapidez un considerable montón de prendas de vestir alrededor del cual todos tomaron asiento. No resultó una tarea fácil. Sturm no sabía coser y Kitiara se negó en redondo a hacerlo. La guerrera limitó su colaboración a cortar con una daga las costuras de las ropas cedidas. De todos los gnomos, sólo Bramante y Remiendos, lo que no era de extrañar, se mostraron expertos con las agujas. De hecho, su maestría era tal, que también cosieron a la vela las ropas que llevaban puestas. Más tarde, debieron cortar todas las costuras para recuperarlas.
Después de hacer una breve pausa para comer y descansar un poco, reanudaron el trabajo. Unas cuantas horas después —era difícil calcular el tiempo en la noche perpetua—, las endebles velas confeccionadas con retales quedaron terminadas. Carcoma y Chispa, entretanto, habían cortado unas cuantas vergas de los baos más grandes de la nave. Había llegado el momento de aparejar a El Señor de las Nubes para la navegación.
Ataron al aparejo de la bolsa de gas los extremos de las vergas, entre las que desplegaron las velas, que no eran más que simples rectángulos que excedían de sobras la batayola de cubierta. Una vez colocadas, la nave viró con lentitud hacia un nuevo rumbo. Por lo común, los barcos tenían timón, pero ese no era el caso de El Señor de las Nubes.
—¿Cómo dirigiremos este cacharro? —preguntó Kitiara.
—Hay que orientar las velas —respondió Sturm. El caballero estaba muy animado al ver que el aire hinchaba el estrafalario velamen de parches.
Entre todos, amontonaron los enseres y equipaje que les restaban en la parte delantera de la nave y ésta comenzó a desplazarse con renovado brío. Resultaba claramente perceptible el soplo del viento en la cubierta, y la embarcación inició un pronunciado vaivén que recordaba el movimiento de un caballito de balancín. El semblante de Kitiara adquirió un tono verdoso. El aparejo crujía y se tensaba. Las estrellas y las lunas surcaron la bóveda celeste a una velocidad cada vez más incrementada.
En lontananza surgieron unos cúmulos de nubes. Al cabo de un tiempo, la nave se zambulló en un banco de niebla vaporosa y húmeda que, al entrar en contacto con la embarcación, derritió la capa de hielo que velaba los cristales de ventanales y portillas; los pisos de la cubierta se tornaron peligrosamente resbaladizos. Sin embargo, no tardaron mucho en atravesar las nubes y, cuando salieron del albo muro, apareció ante sus extasiados ojos una magnífica perspectiva: el refulgente orbe azul de Krynn, un ingrávido oropel de plata y cristal suspendido en el espacio, frente a ellos.
A aquella distancia, su apariencia tan frágil y pequeña semejaba una canica de vidrio en la mano de un niño. Nuevos bancos de nubes se alzaron alrededor de la nave, aunque la tripulación de El Señor de las Nubes los esquivó con maniobras de las velas. En algunos de los cúmulos, restallaba el fugaz destello de los relámpagos. Pluvio los contempló anhelante; hacía meses que no había experimentado un fenómeno meteorológico natural. A diferencia de Kitiara, el gnomo estaba loco de alegría por haber perdido su «don»; caminar a todas horas envuelto en una tormenta era algo que no le deseaba a nadie, había declarado el buen Pluvio.
Un suceso peculiar se produjo mientras cruzaban con precaución por el laberinto de nubes y relámpagos. Los debilitados ecos del trueno retumbaron en el aire; pero, entremezclado con los últimos retazos de las agonizantes detonaciones, Sturm percibió otro sonido, un distante clamor, como una llamada de trompetas.
—¿Has oído? —le preguntó a Chispa, que se encontraba junto a él.
—No. ¿Qué?
El sonido se repitió, más claro y cercano.
—¡Ahí está de nuevo! —exclamó el caballero.
—¡Qué extraño! Parece un… —Antes de que el gnomo pudiera acabar la frase, un ánade silvestre, verde y dorado, se precipitó contra la vela.
—¡Un pato! —barbotó Chispa.
El ánade tenía un tamaño considerable y su impacto medio arrancó de los finos palos la frágil vela. El animal se enredó en el aparejo y cayó a los pies del gnomo.
—¡Eh! ¡Hemos cazado un pato al vuelo! —gritó alborozado.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Bramante.
—Ha dicho que nos echemos al suelo —dijo Remiendos, ya tumbado boca abajo sobre la cubierta.
—¡No, por Reorx, ha atrapado un pato! —exclamó Alerón.
Chispa levantó los pliegues de la vela, y el ánade asomó la cabeza. Sus pupilas negras, como cuentas de vidrio, observaron con total hostilidad a la tripulación de El Señor de las Nubes.
—¿De dónde habrá salido? —se preguntó Pluvio.
—¿De dónde va a ser? ¡De un huevo, cabeza hueca! —replicó Carcoma.
—Agarradlo —intervino Kitiara—. Los patos son un plato sabroso.
Al igual que ellos habían perdido sus dones al alejarse de la influencia de Lunitari, así había ocurrido también con las plantas, que ya no tenían su habitual variedad de sabores y su textura era correosa y su sabor insípido. A la guerrera se le hizo la boca agua al pensar en el pato asado, dorado, crujiente.
—No es mucho para once. Si hubiesen sido mas… —dijo Sturm.
—¡Patos a la vista! —voceó Bramante. Por estribor se perfilaba una mancha oscura contra el gris de las nubes: una bandada de ánades.
—¡Hay que esquivarlos! —gritó el caballero—. ¡Si chocan contra nosotros, nos destrozarán!
Los gnomos se abalanzaron hacia el aparejo y arriaron con precipitación la vela de babor. La nave se escoró y eludió a la bandada, pese a que se meció con violencia bajo la bolsa de gas, como un péndulo. Varios ánades se estrellaron contra el casco y salieron rebotados; otros sobrevolaron la cubierta en medio de escandalosos chillidos. Viraron, revolotearon y, presas del pánico, se golpearon contra los costados del puente de mando. Por suerte, ninguno se estrelló contra las alas ni la bolsa de gas.
—¡Es absurdo! —opinó Kitiara—. ¿Cómo pueden alcanzar tanta altura unos patos?
Chispa se asomó por la batayola. El gnomo sujetaba con firmeza bajo su brazo al primer pato que había caído en la cubierta.
—Quizás ésta es su ruta cuando emigran —sugirió.
—Una teoría interesante —opinó Argos—. ¿Se limitarán a volar en círculos durante los tres meses o tendrán algún punto de destino?
Entretanto, Kitiara había amarrado las patas del animal con una tira de cuero y las alas con un trozo de cuerda. Al advertir que Remiendos observaba atentamente sus movimientos, preguntó irritada.
—¿Prefieres hacerlo tú?
—No, me preocupa que le hagas daño.
—¡Hacerle daño! ¡Tengo intención de comérmelo!
—¡Oh, no! Es muy bonito, con esas plumas doradas y verdes…
—Sí, y aún tendrá mejor aspecto asado en la cazuela.
Los patos que yacían inconscientes en la cubierta, eligieron aquel preciso momento para levantarse y alzar el vuelo en medio de agudos graznidos. En unos pocos segundos, todos se habían marchado a excepción del ánade que Kitiara había amarrado; el animal lanzó unos gritos desesperados a sus compañeros que lo abandonaban.
Remiendos lo contempló un largo rato, y luego se lo entregó a Kitiara. Dos lagrimones se deslizaron por las mejillas del gnomo, y cuando la mujer cogió al ánade, no pudo contener un ahogado sollozo.
—¡Por todos los dioses! —exclamó la guerrera—. Quédatelo, Remiendos. ¡Que te diviertas!
—¡Oh, lo haré! —El pequeño gnomo salió disparado hacia la puerta de los camarotes con el pato en los brazos—. Ya le he encontrado un nombre: Oro Viejo. Por sus plumas doradas, que parecen tener siglos. —La puerta se cerró tras el feliz hombrecillo.
—Vaya, ahora en lugar de tener pato para cenar, hay una boca más que alimentar —refunfuñó Kitiara.
—No te preocupes. Ése animal es uno de nosotros: vuela muy alto y muy lejos del hogar —fue el comentario final de Sturm.