El hombrecillo rojo
A aquella altura, el aire era tan limpio y penetrante como una espada elfa. A bordo de El Señor de las Nubes se había perdido toda sensación de movimiento al carecer del constante y rítmico batir de las alas; por el contrario, daba la impresión de que fueran el sol, las estrellas, y la misma Lunitari, los que se desplazaban, y que la nave permanecía varada en la bóveda celeste. Aquélla peculiar percepción en el vuelo producía un curioso estado de intemporalidad. Sólo el reloj de cuerda del puente de mando denunciaba el paso del tiempo.
Después de cinco horas en el aire, Lunitari se había hundido bajo sus pies lo bastante para semejar una gran esfera. De Krynn no había rastro, y aquello preocupaba de un modo extraordinario a los viajeros.
Argos les aseguró que su planeta natal aparecería en el espacio cuando Lunitari cambiara su curso de traslación.
—Tenemos más de un cincuenta por ciento de probabilidades de llegar a Krynn —dijo el gnomo con gesto adusto—. Al tratarse de un cuerpo celeste más pesado, ejercerá una mayor atracción que nos arrastrará, al igual que absorbe más cantidad de luz solar que Lunitari. Con todo, nos mantendremos alerta para soltar la cantidad justa de gas etéreo cuando llegue el momento propicio de descender en nuestro planeta.
A Sturm le aburría el extraño e invariable vuelo; por esta razón, continuó en la cubierta inferior, donde los maderos de la quilla y las cuadernas crujían como en cualquier otra embarcación normal. El caballero había sentido siempre una apasionada atracción por los barcos de vela y aquel sonido lo confortaba.
El parche que cubría el boquete ya estaba terminado, aunque no constituía, por cierto, un ejemplo magistral de construcción naval. Las planchas, listones y pedazos de madera se habían clavado y ensamblado, al parecer, en el primer sitio que habían caído. Los gnomos cruzaban por encima del remiendo con total tranquilidad, pero Sturm no se fiaba de que aguantara su peso; por lo que rodeó el parche y se dirigió al extremo de la parte delantera, que en otras embarcaciones se conoce como «castillo». Allí, el casco estaba libre de bártulos y de los tabiques medianeros que habían sido arrancados hacía algún tiempo, dejando a la vista los baos y las cuadernas. Era como encontrarse en el interior del esqueleto de una enorme bestia, todo huesos y nada de carne.
El caballero subió por la escala de proa hasta el puente de mando. No había timón; puesto que habían desguazado la cola, no tenía ninguna función que cumplir y resultaba un peso innecesario. Todos los accesorios, trabajados con delicadeza en cobre, habían sido arrancados del mismo modo para aprovecharlos como chatarra o tan sólo para aligerar el peso de la nave. El sillón de Tartajo se había salvado del febril desmantelamiento; sin embargo, los mullidos cojines de terciopelo no se veían por ninguna parte.
Kitiara estaba allí, sentada en el suelo, con la mirada perdida en la nada que asomaba por los ventanales.
—¿Estás enferma, Kit?
—¿Lo parezco?
—No. —Sturm se sentó frente a ella. La guerrera apartó la mirada y comenzó a juguetear con aire distraído con los cordones de los pantalones.
—Sturm, ¿todavía tienes visiones? —dijo al cabo de un momento.
—No. Hace algún tiempo que han desaparecido.
—¿Las recuerdas?
—Por supuesto.
—¿Cuál fue la primera?
—Pues fue aquella que… cuando vi… —La expresión tranquila del semblante de Sturm se tornó perpleja—. ¿Algo relacionado con mi padre? —La frente del hombre se llenó de arrugas al tratar de rememorar la visión.
—¿Y qué me dices de la última? —insistió Kitiara.
—Había un hechicero… creo. —Él sacudió la cabeza.
—Lo hemos perdido. —La voz de la mujer fue tenue—. Se ha desvanecido el efecto que sobre cada uno de nosotros obró la magia de Lunitari. Tú has olvidado la naturaleza de las visiones. Y mi fuerza mengua por momentos. Mira. —Kitiara asió su daga con ambas manos y presionó con los pulgares en la parte plana de la hoja. El delgado acero se dobló con dificultad hasta formar un ángulo obtuso.
—En mi opinión, eres muy fuerte —comentó Sturm.
—Ayer habría partido en dos esta hoja con sólo dos dedos. —La guerrera arrojó a un lado la daga con gesto irritado. Sturm, por el contrario, parecía complacido y sus palabras lo confirmaron.
—Estamos mejor sin esas facultades.
—¡Es fácil de decir para ti! A mí me gustaba ser fuerte… ¡Poderosa!
—En cada generación han vivido y han muerto guerreros poderosos; los del pasado olvidados por los del presente y los del presente abocados a desvanecerse en la memoria del futuro. Es la integridad, no la ferocidad ni la astucia, lo que hace un héroe de un simple guerrero, Kit.
Ella irguió los encorvados hombros y respondió con gran determinación.
—Estás equivocado, Sturm. El éxito es lo único que perdura en el recuerdo. Lo que cuenta es triunfar, nada más.
Él intentó replicarle, pero en aquel momento se abrió de golpe la puerta del puente de mando y una bocanada de aire helado precedió la entrada de Carcoma. El gnomo, que llevaba la cabeza envuelta con harapos de franela y guata, se detuvo en el umbral y señaló con un gesto dramático hacia la popa.
—¡El dragón! —gritó—. ¡El vuelo de Cupelix es inestable!
Toda la tripulación estaba arracimada en la popa, y cuando Sturm y Kitiara se les unieron, la concentración de peso propició una abrupta inclinación hacia atrás.
—¡Separaos! ¡No podemos quedarnos t… todos en el mismo lugar! —gritó Tartajo.
—Has tartamudeado. —Alerón sacudió la cabeza y lo miró de hito en hito.
—No importa ahora —intervino Kitiara, con la mirada fija en Cupelix. El dragón iba muy rezagado, quince metros más abajo de El Señor de las Nubes; mantenía las alas en posición de planeo y sólo las batía de tanto en tanto. El largo cuello se doblaba en una pronunciada curva y las poderosas patas traseras, que por lo común apretaba contra el vientre al volar, colgaban fláccidas. Kitiara hizo bocina con las manos y lo llamó.
—¡Cupelix! ¡Cupelix! ¿Me escuchas?
—Sí, querida mía.
—¡Puedes lograrlo, bestia! ¿Me oyes? ¡Puedes hacerlo!
—No. Se acabó… demasiado agotado.
La cola del dragón se derrumbó y el animal se tambaleó.
—¡Bate las alas, maldito! ¡No te des por vencido, eres un dragón broncíneo! ¡Ésta es tu oportunidad, Cupelix! ¡Tu oportunidad de ir a Krynn!
—No puedo más… estaba escrito, querida Kit.
—¿Podemos hacer algo? —preguntó Sturm a voces.
—Decid a otros que vivo. Pedid a otros que visiten Lunitari.
—Lo haremos —gritó Pluvio.
—Que traigan libros… Que vengan filósofos… Que…
La voz telepática se desvaneció. Los movimientos de las alas se debilitaron por momentos. Kitiara aferró a Alerón por el cuello de una forma tan brusca que lo levantó en el aire.
—¿Por qué no puede volar? —inquirió con furia impotente—. ¿Por qué pierde altura?
—El aire es demasiado tenue y sus alas no son lo bastante grandes para soportar su peso a tanta altura. —El gnomo estaba medio ahogado. Sturm forzó a la mujer a soltar su presa; ella dejó a Alerón en el suelo y el gnomo emitió un ronco resuello.
—El Señor de las Nubes siguió elevándose porque contaba con dos pares de alas y la bolsa de gas. Él no tiene ni lo uno ni lo otro —añadió el gnomo una vez recuperado.
—Adiós.
Kitiara se abalanzó sobre la batayola. El astro carmesí se había reducido a un círculo del tamaño de un plato; en contraste con la esplendente luna, se perfilaba la oscura figura del dragón, una silueta atormentada. Cupelix, mal llamado Pteriol, se precipitó en una horripilante caída a plomo. Alerón hizo un precipitado comentario sobre el frustrado vuelo del dragón. Los macizos músculos de la espalda del reptil se contraían por brutales calambres; las alas se retorcían con espasmos. Por fin, tras un colosal esfuerzo sin duda doloroso, el dragón recobró el equilibrio y redujo la velocidad del descenso. Tras él dejó una estela continua de escamas broncíneas, arrancadas por la terrible tarea realizada.
—¡Cupelix! ¡No me dejes! ¡Nuestro trato! —Kitiara estaba desesperada—. ¡Estoy perdiendo la fuerza! ¿Me oyes? Te necesito… nuestros planes…
Sturm la asió por los hombros y tiró de ella para apartarla de la batayola, pero los dedos de la mujer se aferraban, con todas sus fuerzas, a la suave madera, crispados como garfios.
—Adiós, querida Kit —fue lo último que oyeron antes de que el acariciante roce de la voz telepática del dragón se perdiera en el silencio. Argos subió al techo del puente y oteó la luna con su catalejo, pero no percibió nada.
—¡Adiós, dragón! —gritó y cerró con un golpe seco su telescopio; luego, bajó de nuevo a la cubierta. El grupo de hombrecillos se dispersó en silencio.
Kitiara se echó a llorar, con el rostro enterrado en el pecho de Sturm, quien, aún más turbado por las lágrimas de la mujer que por el trágico fracaso del dragón, sólo pudo articular: «Lo siento».
De repente, ella lo rechazó de un empujón.
—¡Bestia estúpida! ¡Habíamos hecho un trato! ¡Nuestros planes, nuestros fabulosos planes! —Kitiara se sintió avergonzada y se limpió las lágrimas a manotazos, pero no pudo evitar que su voz temblara—. Todos me abandonan. No hay nadie en quien pueda confiar.
El hombre sintió que su compasión por la mujer se evaporaba.
—¿Nadie en quien puedas confiar? ¿Nadie? —preguntó con frialdad.
La mujer guardó un obstinado silencio. Sturm se dio media vuelta y la dejó sola en la cubierta.
* * *
Cupelix, vencido por las alturas que había soñado conquistar, planeó en una amplia espiral hacia la luna que fue, y siempre sería, su hogar. Los músculos le ardían a causa del agotamiento, y el odioso frío de las capas altas del aire le había entumecido el corazón y el alma. Sobrevoló los paisajes familiares, envueltos en el velo de la noche, hasta que los farallones que rodeaban su valle pasaron bajo sus patas descolgadas. Al llegar a las ruinas del obelisco, se posó, y la astada cabeza cayó con un sordo golpe en la arena rojiza. El polvillo le entró en las fosas nasales y lo hizo estornudar.
—Salud —oyó que alguien decía.
—Gracias —respondió con debilidad el dragón—. Un momento… ¿quién ha hablado?
Una figura diminuta apareció tras uno de los montones de lastre dejados por los gnomos, con quienes guardaba cierta semejanza el pequeño personaje, con la diferencia de que éste era barbilampiño y todo él —piel, ojos, ropajes— rojo.
—Fui yo —contestó la pequeña criatura—. Es el deseo que por lo general se expresa cuando alguien estornuda.
—Ya lo sé —dijo impaciente el dragón, que se sentía demasiado agotado para resistir la dialéctica gnoma—. ¿Quién eres?
—Tenía la esperanza de que me lo dijeses tú. Hace un día que desperté y vago desde entonces.
Cupelix se levantó sobre sus patas traseras y plegó las alas con toda clase de cuidados, ya que tenía las articulaciones doloridas. Soltó un gemido siseante, más fuerte que el de cien serpientes juntas.
—¿Te duele? —le preguntó solícito el hombrecillo rojo.
—¡Mucho!
—He visto un frasco de linimento por ahí. Quizá te vendría bien un poco. —El diminuto personaje se llevó los dedos a los labios y musitó—. Aunque, no sé muy bien qué es un linimento…
—No importa, Hombrecillo Rojo. Haz el favor de ir a buscarlo.
—¿Es ese mi nombre?
—Si te gusta, lo es.
—Parece muy apropiado, ¿verdad? —el simpático personajillo se alejó al trote en busca del frasco de El Eficaz Ungüento Del Doctor Dedo; de pronto se detuvo y se giró.
—¿Cómo te llamas? —inquirió.
—Cupelix.
El dragón consideró su situación. Sí, estaba condenado a vivir en esta luna pero, al menos, tenía con quien hablar. Bien mirado, las circunstancias no eran tan trágicas. Su voz resonó en el valle.
—¡Hombrecillo Rojo! ¿Te apetece comer algo?