La caída del obelisco
Unas horas más tarde, la voz del dragón, que llamaba a voces, los sacó de su sueño tranquilo. Los gnomos se levantaron con premura, ansiosos por reanudar la tarea. Por el contrario, Sturm, que sentía los músculos agarrotados, se desperezó antes de incorporarse y se frotó los párpados para ahuyentar el sueño y el cansancio. Todavía sentado en la manta, buscó a Kitiara, pero no la vio por los alrededores. Por fin se incorporó; tenía la boca seca. En uno de los abigarrados montones de enseres variopintos encontró un frasco con agua. Mientras bebía un trago del fresco líquido, apareció la mujer. La guerrera arrojó a un lado el serrucho que traía en la mano.
—¿Qué demonios gritaba esa bestia? No entendí lo que decía —inquirió.
—Quiere que procedamos con la demolición.
—Estupendo. Estoy lista.
Los hombrecillos recogieron todos los recipientes de cristal y loza que encontraron, para transportar el vitriolo que verterían en las junturas de plomo. Se pusieron en fila, con las jarras y vasijas asidas como espadas, y aguardaron circunspectos, cual soldados prestos a entrar en combate. Kitiara, burlona, los saludó firme y les dijo que su momento de gloria había llegado. Luego, acompañada por Sturm, se dirigió al interior de la torre.
Cupelix los esperaba muy excitado y se removía inquieto sobre una y otra pata alternativamente. Su voz también denotaba su ansiedad.
—Todos mis libros y manuscritos están a salvo. Los Micones se han encargado de ponerlos a buen recaudo en un rincón seguro de las cavernas.
No había razón para demorar por más tiempo la última fase del rescate, así que el dragón se aproximó al agujero. Entrar por él no resultaría una tarea fácil ya que su enorme corpachón igualaba el contorno. Cupelix enroscó de manera apretada la cola contra el pecho y empezó a introducirse por el triangular hueco.
—Mete ahora las alas. ¡Ciérralas más! Eso es —lo instruyó Sturm.
—Por fortuna, soy un ejemplar muy esbelto —comentó el dragón con cierta sorna. Tras unos cuantos esfuerzos, logró por fin pasar a través de la abertura y sólo su cabeza asomó sobre el pavimento. Miró a su alrededor y esbozó un comentario.
—Creo que voy a echar de menos este sitio.
—¡Vamos, muévete! —lo urgió Kitiara. La cabeza del dragón se hundió. Cupelix cayó a plomo doce metros antes de tener oportunidad de abrir las alas para frenar la caída. El impacto del golpe, cuando se precipitó sobre el suelo de la caverna, sacudió la estructura del obelisco hasta los cimientos. Para el dragón, sin embargo, aquello no representó más que una pequeña voltereta y su voz telepática llegó a los humanos advirtiéndoles que se encontraba bien y que podían iniciar los trabajos. Sturm y Kitiara salieron al exterior.
—Cupelix está a cubierto —avisó el caballero al jefe de los gnomos.
Tartajo se llevó dos dedos a la boca y emitió un penetrante silbido.
—¡Comenzad con el vertido! —gritó.
Sus compañeros, repartidos a intervalos regulares en la plataforma más alta de los tres andamiajes, aplicaron el vitriolo en las oscuras franjas de plomo. Al momento, de las paredes emanaron unas volutas de vapores nocivos, y los hombrecillos comenzaron a toser, a excepción de Bramante y Remiendos, que se habían fabricado un Filtro Buconasal Para Emanaciones Cáusticas, Fase II. A cualquier observador avispado no le habría pasado desapercibido que los tales «filtros» estaban elaborados con unos viejos pañuelos y un par de tirantes. Acabada la primera hilera, Tartajo voceó:
—¡Bien! ¡Descended al siguiente nivel e impregnad esa franja!
Los gnomos bajaron primero las improvisadas retortas a la plataforma inferior. Chispa se descolgó entre el intrincado repertorio de cuerdas y tablones y, al posar el pie en la madera, dio una patada al recipiente. El aceite de vitriolo se derramó y comenzó a corroer la madera y el cordaje en un visto y no visto.
—¡Cuidado! —voceó Sturm. Los soportes cedieron bajo los pies de Chispa y se rompieron en dos. El gnomo trató con desesperación de recuperar el equilibrio, pero fue inútil. Por fortuna, Kitiara reaccionó y se plantó de un salto al pie del andamio, justo a tiempo de extender los brazos y recoger el cuerpo del mecánico.
—Te estoy muy agradecido —dijo Chispa.
—Sin duda.
Entretanto, las paredes del obelisco soltaban nubes de vapor, bajo las que se percibían unos regueros negruzcos que chorreaban por el mármol allí donde el vitriolo había licuado el plomo. El corrosivo fluido penetraba con perseverante eficacia en las uniones por lo que, media hora después de comenzada la operación, los gnomos ya habían bajado a la cuarta plataforma. Sturm, que observaba con interés la reacción de la estructura, hizo un comentario.
—Parece que sí, que lo diluye; sin embargo, no da la impresión de que afecte al conjunto.
—El efecto es acumulativo —explicó Tartajo—. Sin el soporte de las uniones, cada bloque cederá bajo el peso de los que tiene encima. Para cuando hayamos alcanzado el nivel del suelo, toda la estructura se habrá desviado de la vertical al menos un metro. La cuarta pared no soportará la fuerte tensión de un desequilibrio tan acusado, y el obelisco se desplomará.
Con lentitud, el púrpura oscuro del cielo fue clareando hasta adoptar un profundo rosado. Sturm frunció el entrecejo.
—Pronto saldrá el sol. ¿Afectarán las descargas el proceso?
—¿Cómo no? —La voz de la mujer sonó tensa—. Lo más probable es que la torre se nos venga encima. —Se acercó en un par de zancadas al pie del andamio y apremió a voces—. ¡Daos prisa! ¡Se acerca el amanecer!
Como era de esperar por su condición de gnomos, el trabajo bajo la presión del inminente amanecer provocó accidentes que se sucedieron de forma continua. Quemaduras con vitriolo, caídas y esguinces de tobillos se multiplicaron como una plaga contagiosa.
Las estrellas se difuminaron en un cielo cada vez más claro. Los habituales trazos brillantes de los meteoros recorrieron fugaces el horizonte de un extremo al otro y, al instante, la profunda quietud se rompió por una vibración en el aire que sólo fue perceptible a Kitiara.
—¡Fuera de ahí! ¡Rápido! —vociferó.
Los gnomos saltaron de los andamios como ratones que escapan de un edificio en llamas. Las vigas crujieron y se resquebrajaron al empaparse de vitriolo derramado; una espesa capa de grisáceos vapores nocivos velaba todo el tercio inferior del obelisco.
—¡Corred! —gritó Sturm—. ¡Corred tan lejos y tan rápido como podáis!
El caballero levantó en volandas al regordete y lento Carcoma y se lo echó al hombro. Kitiara se ocupó de Bramante y Chispa, los últimos en abandonar el andamiaje. Corrieron hacia donde se encontraba El Señor de las Nubes, tras el costado de la torre cuya pared no había sufrido la mordedura del vitriolo. Dejaron atrás la nave y ya alcanzaban la zona donde el terreno iniciaba su suave ascenso hacia los lejanos farallones, cuando se produjo un horrendo sonido rechinante que sobrepasó el estruendo de la primera descarga de energía. El valle retumbó.
Chispa, a pesar de su incómoda posición bajo el brazo de Kitiara, volvió la cabeza hacia atrás.
—¡Los bloques están cediendo! —exclamó con regocijo.
Todos frenaron su alocada carrera y miraron hacia atrás. Sus ojos se quedaron prendidos en el extraordinario evento que se desarrollaba.
Unas descargas de rayos azulados zigzaguearon restallantes desde el pináculo del obelisco, pero no alcanzaron los distantes taludes que abrazaban el valle, sino que se descargaron sobre el seco terreno, a cien metros de la base del monumento. El obelisco presentaba una inclinación perceptible. Bloques enteros se hundieron en el suelo. Por un instante, pareció que la descomunal aguja resistiría la pérdida de aquellos bloques, pero el peso de las secciones superiores fue más de lo que pudo aguantar la debilitada base. El gigante pétreo de ciento cincuenta metros de alto comenzó a inclinarse, de manera lenta e inexorable. El mármol se resquebrajó bajo la desmesurada presión. El pináculo se desprendió de la estructura cuando ésta todavía estaba a medio camino del suelo y, al desplomarse, levantó el fragor de cien truenos. Bloques enteros de cuatro metros por dos, y noventa centímetros de grosor, se precipitaron sobre el terreno esponjoso que se abrió en profundos cráteres. El obelisco se derrumbó como un árbol talado; secciones de varias toneladas de peso se desgajaron unas de otras en medio de atronadores crujidos. El remate en forma de pirámide centelleó y una miríada de chispas blancas y azules lo adornaron con una efímera corona. Un resplandor fantasmagórico, como un fuego fatuo, se alzó sobre la henchida nube de polvo, mudo testigo de la caída del gigante, y luego se disipó.
El sordo retumbar se desvaneció. Un profundo silencio cayó sobre el valle.
—¡Dioses! —musitó Tartajo con solemnidad.
—Funcionó —dijo Alerón.
—En verdad, sí —susurró Remiendos.
De pronto, Kitiara irrumpió en un largo y estridente grito de victoria al tiempo que daba saltos de alegría.
—¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos!
Sturm se sorprendió a sí mismo; sonreía de oreja a oreja, satisfecho.
No obstante, a medida que se acercaron al derrumbado coloso, un reverente silencio se adueñó de los componentes del grupo. Los inmensos bloques de mármol yacían erectos, un tercio de su volumen hundido en el suelo. Sturm los contempló maravillado. La peculiar estructura del obelisco todavía era reconocible. El caballero escaló unos bloques apilados cerca de la, hasta entonces, base de la torre. El cúmulo de polvo provocado por el derrumbamiento se elevaba en el aire y formaba un anillo bermejo que flotaba en el cielo. Al hombre lo asaltó una idea extraña: ¿Podrían los astrónomos de Krynn percibir aquel anillo de polvo? La peculiar corona se extendía kilómetros y kilómetros, y su color era más oscuro que el de la superficie de la luna. Y, si los astrólogos lo vislumbraban, ¿plantearían teorías, pronunciarían eruditos discursos sobre la causa y el significado del evento?
Todo el grupo se reunió en la base del obelisco. Parte de la bóveda se había desplomado sobre el agujero del pavimento y había dejado un pequeño resquicio por el que sólo una persona muy pequeña podría pasar. Kitiara llamó a Remiendos.
—Entra y llama al dragón —le instruyó—. Comprueba que se encuentre bien. He tratado de comunicarme con él, pero no me ha contestado.
Remiendos se apresuró a meterse bajo la arqueada piedra y, como respuesta a su llamada, todos percibieron un telepático «¡Victoria!».
—Está vivo —proclamó Tartajo ante la evidencia.
—Retiremos todas estas piedras —dijo Sturm.
—Apártate, pequeño Remiendos. ¡Voy a salir!
El joven gnomo escapó a gatas de la bóveda, y todo el grupo retrocedió. La masa de bloques saltó por el aire y Cupelix emergió, el ancho rostro iluminado por una radiante sonrisa; los enormes dientes centelleaban. El dragón echó la cabeza hacia atrás y una profunda inspiración ensanchó su pecho.
—¡Regocijaos, amigos mortales! ¡Soy libre!
—No te ha sido difícil levantar esos bloques de piedra —comentó Kitiara.
—Así es, mi querida Kit. Al romperse la estructura ¡también quedó roto el hechizo restrictivo! —Cupelix respiró hondo y absorbió la tibia brisa con anhelantes boqueadas—. ¡Qué dulce es el primer aliento en libertad!, ¿no os parece?
Tras los primeros minutos de regocijo, nadie sabía muy bien qué hacer a continuación. Tartajo, con expresión meditabunda, propuso algo.
—Supongo que deberíamos iniciar los preparativos para nuestra marcha. Es decir, suponiendo que El Señor de las Nubes se eleve sólo con la bolsa de gas etéreo.
—Lo hará —afirmó con rotundidad Kitiara. Sturm le dirigió una mirada interrogante, a lo que la mujer respondió con una sonrisa propia de la Kit de antaño.
Cupelix extendió las alas. En el cerrado confinamiento del obelisco, jamás las habría desplegado en toda su magnificencia y ahora, al contemplarlas, emitió un gruñido de satisfacción. El dragón se elevó en el aire con un poderoso impulso y, con un aleteo pausado, exhuberante, ganó altura. Giró, planeó, se cernió sobre el grupo, colgado inmóvil en el aire, las alas henchidas por las corrientes de aire. Llegó a tanta altura que se redujo a un punto dorado en el cielo y después cayó en picado, con un salvaje abandono; por un instante pareció que se estrellaría en las ruinas del obelisco, pero en el último momento eludió el suelo por medio de una grácil curva.
Sturm apartó la mirada del jubiloso dragón y se encontró con que los demás se habían marchado y lo habían dejado solo. Kitiara trepaba por los montones de ruinas; los gnomos se habían dispersado entre los bloques de mármol y tomaban medidas, discutían y disfrutaban coa alborozo de su triunfo.
La guerrera encontró en medio de los escombros los maravillosos tapices que viera en la guarida de Cupelix. Estaban hechos girones, pero aquí y allá se percibían fragmentos enteros que eran identificables. El dragón no se había tomado la molestia de salvar las deterioradas colgaduras, y la mujer se preguntó el porqué de tal actitud. Vislumbró un trozo del cuadro de La Asamblea de los Dioses, la parte en la que aparecía el rostro de la Reina Oscura. El tamaño del regio semblante entramado, casi igualaba la altura de Kit; con todo, la mujer enrolló el fragmento y se lo ciñó a la cintura; no sabía el motivo, pero sintió la imperiosa necesidad de salvar aquel pedazo de tela.
—¿Te apetece dar una vuelta? —dijo Cupelix.
Kitiara levantó la vista y se encontró al dragón cernido sobre ella; el batido de las poderosas alas levantó nubes de polvo en las ruinas. La mujer vaciló un breve instante.
—Me gustaría. Pero nada de acrobacias —dijo con voz recelosa.
—Por supuesto que no. —Las fauces del dragón se distendieron en una de sus peculiares sonrisas intimidantes.
Se posó junto a la guerrera y cuando ésta se hubo acomodado sobre su cuello le preguntó si estaba preparada.
Acto seguido, se lanzó al aire en un ascenso directo y vertiginoso que dejó a Kitiara sin aliento. Luego, con un batir de alas lento e indolente, voló en círculos sobre las ruinas y la nave.
La mujer sintió renacer la misma exaltación experimentada durante los primeros minutos de vuelo en El Señor de las Nubes, cuando contempló todo Krynn tendido a sus pies. Y así, con el corto cabello revuelto por el aire y el semblante iluminado por una amplia sonrisa satisfecha, la contempló el atónito Sturm.
—¡Eh, Sturm Brightblade! ¡Yuuu… juuu! —lo saludó al pasar sobre su cabeza—. ¡Deberías probar esto!
Los gnomos vitorearon entusiasmados cuando Cupelix se elevó en un ascenso vertical. El caballero observó con detenimiento la estampa del dragón, con Kitiara a su espalda, en un vuelo vertiginoso. Su espíritu se conmovió con un extraño desasosiego. No era que temiese por la seguridad de Kit. Había algo en la imagen de la mujer que cabalgaba sobre el dragón, que despertaba un frío terror en lo más hondo de su ser.
La voz de Argos lo sacó de tan inquietantes sensaciones.
—Me alegro de que lo pasen tan bien, pero deberíamos iniciar los preparativos para la marcha —dijo el gnomo con aspereza.
Sturm agitó las manos para llamar la atención de Kitiara y con un gesto le indicó que bajara. Tras varios fingidos ataques en picado sobre los escombros, los gnomos y Sturm, Cupelix aterrizó y la mujer desmontó de un salto. Tenía el rostro arrebolado.
—Gracias, dragón. —Luego, palmeó a Sturm en el hombro—. Pongámonos en marcha; no tenemos por qué perder todo el día aquí —dijo.
Los humanos y los gnomos se encaminaron hacia la nave, que permanecía amarrada a las estacas clavadas en el suelo. En un momento de vandalismo creativo, Chispa y Trinos habían llegado al acuerdo de seccionar las inútiles alas así como la cola; por ello, la embarcación ostentaba una apariencia austera y truncada.
Kitiara, sonriente, tarareaba una marcha castrense.
—¡Levanta esos pies, soldado! —dijo al enlazar su brazo al de Sturm.
—¿Por qué estás tan contenta? Existe la posibilidad de que la nave no alce el vuelo.
—Estoy segura de que volaremos. Así ocurrirá.
—Me comportaré como un cabeza a pájaros si con eso contribuyo a que se levante del suelo. —Ella se rio de su tono circunspecto.
Los gnomos ya habían cargado la nave con alimentos, agua y unos cuantos utensilios para casos de emergencia: los tablones sobrantes, las herramientas, los clavos, etc., etc. Sturm se agachó junto al casco de la embarcación y comprobó que la quilla se asentara con firmeza en el terreno. Los gnomos subieron deprisa por la rampa, pero los dos guerreros hicieron una pausa, con uno de los pies en el maderaje y el otro todavía en el rojizo suelo.
—¿Creerá alguien que hemos estado aquí? —preguntó él, mientras recorría con la vista el panorama—. Parece una fantasía descabellada.
—¿Qué importa? Sabemos dónde hemos estado y lo que hemos hecho; aunque jamás se lo contemos a nadie, nosotros lo sabremos.
Los dos subieron por la rampa y la cerraron tras de sí. Después de asegurarla, Sturm se dirigió a la cubierta y Kitiara desapareció en la bodega.
Cupelix descendió en picado, batió las alas con fuerza, y aterrizó con grácil suavidad junto a El Señor de las Nubes.
—¡Espléndido, amigos míos! He vuelto a nacer… no, ¡he nacido por vez primera! Libre por fin de ese sarcófago pétreo, soy un nuevo dragón. ¡En adelante, ya no me llamaré Cupelix, sino Pteriol el Aeronauta!
—Encantado de conocerte, Pteriol —dijo Remiendos.
—Mejor será que nos pongamos en marcha mientras haya luz de día —interrumpió el caballero. Tartajo se mostró de acuerdo.
—Sí, sí. Escuchad; cada uno se colocará junto a los cabos de amarre. Cuando dé la señal, soltad los nudos.
—Adviérteles que recojan las cuerdas. Son las últimas que nos quedan —intervino Bramante.
—¡Y recoged los cabos! —gritó Tartajo—. ¿Preparados? —Los gnomos, lanzaron gritos afirmativos—. Muy bien. Atentos… ¡soltad amarras!
El grupo desanudó los cabos casi la mismo tiempo. A Pluvio, situado en la popa, le había tocado en suerte un nudo bastante prieto y se demoró un poco más. La nave se balanceó a uno y otro lado, los maderos de la quilla crujieron.
—¡Tenemos mucho peso! —gritó Alerón.
En aquel momento, retumbó bajo sus pies el ruido inconfundible de maderos que se quebraban. El lado de estribor se alzó con brusquedad y todos salieron despedidos hacia babor y rodaron en un confuso revoltijo; Sturm se golpeó la cabeza contra la estructura del puente de mando. Luego, con un crujido ensordecedor, El Señor de las Nubes se enderezó y comenzó a elevarse con lentitud.
—¡Holaaa! —llamó Pteriol—. ¡Habéis perdido algo!
El caballero y los gnomos se asomaron por la borda. Se elevaban muy despacio y habían alcanzado una altura de unos quince metros; desde allí, se divisaba claramente una amplia sección de la quilla y un bulto oscuro de metal caídos en el rojizo terreno.
—¡El motor! —aulló Chispa. Trinos emitió un alarido semejante al grito de un halcón. Ambos se precipitaron hacia la escalera que bajaba a la bodega. Cerca de la escotilla de la cubierta inferior, Chispa se dio de bruces con Kitiara, que silbaba una tonada popular de Solace.
—¡Rápido! ¡Hemos perdido el motor! ¡Volvamos a recogerlo! —gritó el excitado gnomo.
La mujer cesó de silbar.
—No —respondió con firmeza.
—¿No? ¿No?
—Desconozco todo lo relacionado con la navegación aérea; no obstante, sí sabía que la nave tenía demasiado peso para elevarse. En consecuencia, tomé las medidas oportunas para aligerarla de cualquier carga superflua.
—¿Cómo lo hiciste? —inquirió Sturm.
—Serré los maderos alrededor del motor.
—¡No es justo! ¡No hay derecho! —protestó Chispa, que parpadeó para librarse de las ardientes lágrimas. Trinos emitió sonidos que expresaban el mismo sentir.
El caballero golpeó con suavidad los hombros de los gnomos.
—Tal vez no sea justo, pero no había otra solución. Construiréis otro motor en Sancrist —los tranquilizó con voz serena.
Tartajo y Alerón se dirigieron a la escalerilla.
—Más vale que inspeccionemos ese agujero. Cabe la posibilidad de que la quilla haya quedado seriamente dañada; por no mencionar el hueco abierto.
Llamar «hueco» a aquello era subestimarlo. Un descomunal boquete, de cuatro metros por tres, ocupaba el espacio donde antes estuviera el motor alimentado con la energía de los rayos.
—Dioses —musitó Tartajo, con la mirada fija en el suelo, cada vez más lejano, porque, para entonces se encontraban a treinta metros de altitud—. Es muy interesante. Deberíamos haber construido una claraboya en la quilla desde el principio.
—Tenlo en cuenta para la próxima ocasión —le dijo Sturm, que se mantenía apartado con prudencia del impresionante agujero—. Lo taparemos de alguna manera, aunque sólo sea para evitar que alguien se precipite por él.
Al caballero no le había sorprendido demasiado la acción de Kitiara. Era típica de ella: resuelta, directa y un tanto brutal. Fuera como fuese, lo cierto es que por fin habían levantado el vuelo.
Las escamas broncíneas de Pteriol centellearon al pasar bajo la nave. El dragón se elevaba en espiral y batía las alas sin prisas. El Señor de las Nubes se dirigió con lentitud rumbo al oeste; el obelisco poco a poco quedó atrás.
Alerón se aproximó al agujero hasta que la punta de los pies sobresalieron por el borde del maderamen de la quilla y levantó de un tirón los vendajes que cubrían sus ojos. Sus turbadoras pupilas negras enfocaron algo en lontananza.
—¿Qué es aquello? —preguntó, señalando al distante suelo.
—No veo nada —dijo Tartajo.
—Alguien camina ahí abajo.
—¿Un hombre-árbol? —sugirió el caballero.
—Es muy pequeño para tratarse de uno de ellos. Camina de forma diferente, me recuerda a… —Alerón se restregó los ojos con sus diminutos puños—. ¡No! ¡No puede ser!
—¿Qué? ¿Qué es?
—Parece un gnomo… ¡Parece Crisol!
—Imposible. Crisol murió. —Sturm frunció el entrecejo.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! Pero es igual a él. Hasta las orejas tienen la misma forma graciosa. —Alerón se separó las suyas en un gesto expresivo—. ¡Pero ahora está todo rojo!
De la cubierta superior llegó una exclamación. Argos también había columbrado la figura del caminante con su catalejo. Sturm, Tartajo y Alerón subieron corriendo. El astrónomo no dudó en identificarlo como el malhadado químico.
—¿Es un fantasma? —preguntó Remiendos con voz temblorosa.
—Me extrañaría —dijo Argos—. Acaba de dar un buen tropezón.
—¡Entonces, está vivo! ¡Regresemos a buscarlo! —gritó Carcoma. Chispa, Bramante y Trinos secundaron la idea. Tartajo carraspeó para llamar su atención.
—No podemos —explicó con tristeza—. Carecemos de control de altitud o dirección.
Pluvio sollozó y Carcoma se enjugó los ojos con la manga.
—¿No haremos nada para rescatarlo? —inquirió Sturm con voz tensa.
Justo en aquel momento, Pteriol pasó como un meteoro por el lado de babor, hizo un brusco giro y cruzó por encima de la bolsa de gas. Todos los ocupantes de El Señor de las Nubes percibieron con nitidez sus telepáticos gritos de satisfacción.
—¡El dragón! ¡El dragón lo recogerá! —exclamó Pluvio.
—Sí. Sí que podría. —Kitiara se mostró de acuerdo.
—Tú eres su preferida. Pídeselo —propuso Carcoma.
La figura broncínea pasó zumbando como una flecha por estribor. El remolino de aire creado por las inmensas alas zarandeó la nave en deriva.
—¡Eh, dragón! ¡Cupelix! ¡Por todos los dioses, quise decir Pteriol! —El reptil se zambulló tras la proa de la nave y se deslizó con celeridad bajo la quilla. Kitiara protestó malhumorada.
—No me oye. ¡Sorda bestia estúpida!
—Está ebrio de libertad —comentó Sturm—. No se le puede culpar después de haber pasado cientos de años enclaustrado en el obelisco.
—¡Pero estamos perdiendo de vista a Crisol!
El pequeño Remiendos estaba en lo cierto. La nave flotaba sobre las escarpadas paredes del valle y la diminuta forma rojiza se confundió con el terreno escarlata hasta resultar invisible incluso para Alerón. Los gnomos miraban en silencio mientras El Señor de las Nubes se alejaba más y más de su amigo, al que habían perdido por segunda vez. En medio de ahogados sollozos, Carcoma se apartó del grupo y bajó a la cubierta inferior. Regresó poco después con un martillo, un serrucho y unos alicates que arrojó por la borda.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Sturm con tono perplejo.
—Crisol necesitará herramientas —y Carcoma alzó el rosado semblante hacia el hombre.
Argos, Tartajo y Alerón se apartaron de la batayola. Chispa y Trinos se demoraron unos segundos más y luego también se marcharon, seguidos a continuación por Bramante, que arrastró tras él a Remiendos. Pluvio y Carcoma se quedaron, aun cuando el valle apenas era visible.
—No lo creo —musitó el meteorólogo—. Crisol estaba muerto. Nosotros mismos lo enterramos.
—Quizás haya algo de verdad en lo que afirma el dragón —intervino Kitiara. Carcoma le preguntó a qué se refería—. Cupelix asegura que nada muere en Limitan —explicó la mujer.
—¿Quieres decir que no era Crisol, sino algo que se parecía a él?
—No lo sé. No soy un clérigo ni un filósofo. Hasta en Krynn corren historias de muertos que caminan. Con la magia exuberante de Lunitari, no sería extraño que Crisol hubiese regresado.
Nadie fue capaz de refutar su suposición. La guerrera contuvo un escalofrío, se subió el cuello de la capa y se dirigió a la cubierta inferior. Pluvio y Carcoma se quedaron solos junto a la batayola.
* * *
Sobrevolaron muchos de los lugares que habían recorrido a pie: la pradera, ahora viva con la vegetación nacida a la luz del día, y la cadena de colinas, carente de yacimientos mineros. Vista desde arriba, la fugaz jungla ofrecía una apariencia inquietante. Las plantas se mecían y ondeaban como el encrespado oleaje de un mar agitado por el viento. Incluso aquel portentoso espectáculo resultaba monótono y aburrido tras contemplarlo durante un rato, y Sturm se dirigió hacia la bodega para echar una ojeada a la reparación que se llevaba a cabo en el boquete de la quilla.
El caballero se quedó sin habla cuando vio lo que hacían los gnomos. Carcoma y Remiendos estaban tumbados boca abajo sobre unas delgadas planchas de madera colocadas sobre el agujero. Aquéllas finas tablas, de no más de dos centímetros de grosor, era todo cuanto había entre los hombrecillos y una larga, larga caída en el vacío. Pluvio y Chispa les pasaron otro trozo de madera, más corto, para que lo clavaran de través. Y de aquel modo azaroso, improvisado y lleno de peligros, los gnomos reparaban poco a poco la desfondada quilla.
Desde la proa, Kitiara bajó la mirada hacia la luna roja. En tres horas de ascenso constante, se habían distanciado de la superficie lo bastante como para que no se percibieran los relieves del terreno y en aquel momento el paisaje semejaba una ondulante pieza de terciopelo rojo, tan monótono, como el negro perpetuo del espacio. Cupelix, a Kitiara el nuevo nombre del dragón le causaba risa, volaba tras la nave, un poco más bajo; el reptil se sentía fatigado por el constante esfuerzo y hacía rato que había dejado de dar vueltas y hacer piruetas en el aire; su aleteo era ahora un trabajo perseverante, lento, inmutable.
—¿Cómo lo conseguís?
—¿Qué? —respondió Kitiara.
—Volar en la nave sin el más mínimo esfuerzo.
—El globo de gas etéreo nos mantiene a flote. Es todo lo que sé. Si quieres, llamo a Tartajo para que te lo explique.
—No. Las descripciones gnomas me dan dolor de cabeza.
Ella se echó a reír.
—A mí me ocurre lo mismo. —Un tenue velo se interpuso entre la nave y el dragón—. Nubes. Volamos a gran altura.
—Me duele el pecho. No estoy habituado a realizar un ejercicio tan ímprobo.
—Krynn está muy lejos.
—¿Cuánto?
—A este paso, muchos días. Quizá semanas. ¿Creías acaso que se encontraba justo en el horizonte?
—Tu tono de voz no es muy amistoso, querida.
—Aquí ya no eres el señor de un mundo. Acéptalo como una lección de disciplina.
—Eres una mujer dura.
—La vida lo es —replicó Kitiara, al tiempo que se apartaba de la batayola.
El aire se había tornado cada vez más frío y tenue, y las manos se le habían helado. En el comedor, despojado de los asientos y la mesa, la guerrera se calzó las botas y se puso unos pantalones más gruesos. Al ajustarse los cordones de cierre, notó que el agujero desgastado por el uso le quedaba ancho. Había perdido peso durante aquellas semanas. «No importa», pensó la mujer, «he perdido cinco kilos y he ganado la fuerza de diez hombres». Al hacer la lazada, tiró un poco fuerte y uno de los extremos se salió y se hizo un prieto nudo. Kitiara lo miró de hito en hito, perpleja, no por haber enredado el lazo, sino por no haber roto el cordón como si hubiese sido una tela de araña.
Echó una furtiva mirada en derredor a fin de asegurarse que no hubiese nadie y luego aferró la trencilla de seda por ambos extremos. Tiró con todas sus fuerzas, mas no logró romperla.