Abrir brecha
El Señor de las Nubes, aligerado de varios cientos de kilos de peso inútil, flotó con levedad sobre el suelo del valle. Alerón se lo pasó muy bien durante un rato «levantando» la pesada nave con sus propias manos. Bramante aconsejó que anclaran el casco al suelo; en consecuencia, clavaron unas estacas en el esponjoso terreno y amarraron la embarcación.
—Aparte de las provisiones y del agua, no queda absolutamente nada más a bordo —informó Tartajo—. De igual modo, hemos arrancado la mayor parte de los tabiques.
—¿Qué pasa con el motor? —inquirió Sturm—. Pesa tanto como el resto del armazón.
—En efecto —afirmó Chispa, con un tono no exento de orgullo.
—En ese caso, debemos deshacernos de él.
—¡No! ¡Nuestro hermoso motor, no! ¡No hay otra máquina igual en todo el mundo!
Consciente de que no adelantaría nada insistiendo sobre el tema, Sturm se acercó al lugar en que Kitiara, Carcoma y Argos estaban enfrascados en el procedimiento a seguir para disolver las uniones de plomo del obelisco.
—Nos harán falta escaleras para llegar hasta las hileras de más arriba —decía en ese momento la mujer.
—Unos andamios serían mejor —opinó Argos—. Quedan unos cuantos tablones de la nave.
—¿Cómo subiremos el vitriolo hasta ahí arriba? —preguntó Carcoma.
—Con redomas y probetas de cristal —sugirió Argos—. Ningún otro material resistiría la corrosión de este producto.
Sturm carraspeó de manera ostensible.
—Di lo que sea, Sturm —lo increpó Kitiara con impaciencia.
—Aconsejaría aligerar más la nave para asegurar su flotabilidad; pero Trinos y Chispa se niegan en redondo a desprenderse del motor.
—¿Es todo? Pues toma un martillo y rómpelo en pedazos. Es la única forma de que entiendan las cosas. —Carcoma y Argos la miraron sorprendidos; Sturm, con prudencia, se abstuvo de emitir ningún comentario. En cambio, preguntó si habían visto a Cupelix.
—No. Se comporta como un chico testarudo.
El caballero se dirigió al interior del obelisco. El amplio perímetro de la torre estaba desierto, lo que confería al recinto un aspecto extraño, cambiado; sólo permanecían inmutables los tres orificios de los Micones abiertos en el pavimento.
—¿Cupelix? —llamó Sturm—. ¡Cupelix! Sé que me oyes. Baja. —Su voz levantó ecos en la vasta oquedad—. Kitiara sigue adelante con el proyecto del vitriolo. Ésta torre te caerá encima de las orejas; es capaz de hacerlo para demostrarte que tiene razón. —En ese momento percibió el tenue pero indistinto roce de la voz mental del dragón.
—Confío en ti, Brightblade. Me dices la verdad.
—Ser un hombre sincero es una de las normas de La Medida —respondió Sturm.
—He adquirido un compromiso con nuestra querida Kitiara: si ella abogaba por mí ante los gnomos, yo la acompañaría durante dos años tras nuestro retorno a Krynn.
—¿Con qué propósito? —El hombre frunció el entrecejo.
—No lo sé. Sin embargo, es lo bastante importante como para que estuviese dispuesta a abandonaros tanto a ti como a los hombrecillos con tal de volver allí.
—¡Te burlas! ¡Kit jamás haría algo así!
—Lo digo en serio, Brightblade. Cuando creyó que la nave no tenía remedio, me presionó para que la llevara conmigo cuando me marchara.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Me preocupa su ambición. Todo ser viviente posee un aura; ¿lo sabías? Pues así es. El aura revela el aliento vital que anima el cuerpo exterior. La tuya, por ejemplo, es de color dorado, fuerte, radiante y estable. Pero la de Kitiara es de un rojo ardiente con zonas negras. Y esa negrura se intensifica en su interior.
—No sé de qué hablas. —Sturm agitó la mano en un gesto de rechazo—. Kit tiene un carácter fuerte y es impetuosa, pero nada más.
—Estás equivocado, mi honesto amigo.
—Baja aquí, dragón, y colabora en tu liberación. No tengo nada más que decirte. —Con esto, Sturm abandonó el recinto.
Para entonces, los gnomos habían unido los primeros tablones del andamio. El caballero percibió la claridad del cielo.
—Amanece. Entrad al obelisco hasta que hayan pasado las descargas —advirtió al grupo.
Sobre sus cabezas se escuchó un sordo retumbar; el sol se asomó tras los dentados farallones de las paredes del valle y los primeros rayos incidieron en la torre de mármol. La totalidad del valle se estremeció con la sacudida. Un nuevo día fugaz se iniciaba en Lunitari.
—¡No es preciso que sacudáis el obelisco de ese modo! Me uniré a vosotros.
Todos soltaron una carcajada de alivio.
—Nos ha tomado en serio, ¿verdad? —dijo Kitiara cuando sus risas se apagaron.
El grupo regresó junto al inacabado andamio. Tartajo explicó a Cupelix el plan de Kitiara, con todo lujo de detalles. Al dragón no pareció entusiasmarle la idea y sugirió que sería más seguro desprender la cúspide de la torre. Su propuesta era inviable porque no disponían de vigas suficientes para levantar un andamio de ciento cincuenta metros.
—Es una pena que no te puedas meter en la caverna —dijo Alerón—. Ahí estarías seguro, creo.
—¿Y quién dice que no puedo?
—Los agujeros del suelo no son lo bastante amplios para que pases por ellos —objetó el gnomo.
—Los haremos más grandes. ¿Ése líquido corrosivo vuestro afecta al mármol?
—Eh… no estoy seguro —respondió Tartajo—. ¡Ojalá hubiese estudiado más a fondo la alquimia! Habría podido darte una respuesta cierta.
—¿Y por qué no hacemos una prueba más directa? Aplicad el vitriolo a las losas del suelo —sugirió Cupelix.
La vasija de loza, utilizada hasta ese momento como lechera en El Señor de las Nubes, se transformó en recipiente para transportar el ácido.
—Cuidado —advirtió Tartajo a Kitiara, que sujetaba el cántaro rebosante de vitriolo. La mujer asintió en silencio, con los labios prietos, al advertir que unas gotas se escurrían por el borde; al caer al suelo, humearon siseantes y dejaron unas marcas negruzcas y abrasivas.
Kitiara se dirigió con lentitud hacia el obelisco, flanqueada por la inoportuna asistencia de los gnomos que no cesaban de ofrecerle inútiles aunque bienintencionados consejos. Sturm iba delante, para despejar el camino.
Cupelix se había posado en el suelo con el objetivo de situarse lo más cerca posible del lugar en donde se llevaría a cabo el experimento. Con la vasija en los brazos extendidos, Kitiara vertió un delgado chorro del ácido en el borde de uno de los orificios. El líquido corrosivo siseó y chisporroteó con ferocidad; transcurridos unos minutos, el barboteo cesó.
—¡Puaj! —protestó Kitiara—. ¡Apesta!
Alerón golpeó con un fino martillo para minerales sobre la zona húmeda.
—El mármol ha sido corroído, pero a escasa profundidad. Necesitaríamos muchos litros de vitriolo para atravesar todo el espesor.
—Nuestras reservas son limitadas —le recordó la mujer—. Unos doscientos litros; nada más.
—Habrá que emplear picos —dijo Sturm—. Un trabajo manual. Sabía que nos costaría sudor y ampollas.
Los gnomos regresaron al exterior para proseguir con su tarea de acoplar andamios en tres de los lados del obelisco. Sturm y Kitiara buscaron las herramientas más apropiadas para cavar entre el surtido montón de utensilios, y pusieron manos a la obra. Sería una labor difícil. El pavimento era muy duro y las herramientas muy pequeñas; el tamaño de un pico para un gnomo era poco mayor que una azuela para un humano.
Hacía calor dentro de la torre y, más aún, después de asestar golpes contra el mármol durante un rato. Kitiara se quitó el jubón y la cota de malla; Sturm, la armadura y la túnica acolchada. Cupelix hizo cuanto estuvo a su alcance para facilitarles la labor: los abanicó con sus inmensas alas y limpió las esquirlas y el polvo con sus soplidos. También les relató historias muy sugestivas recopiladas de sus lecturas.
Sturm descubrió, no sin cierta sorpresa, que el dragón era un ferviente admirador del bardo elfo Quivalen Soth y que se sabía de memoria «La Canción de Huma». Aún más interesante resultó una colección de poemas de Quivalen —perdidos en el olvido para los habitantes de Krynn—, acerca de Huma y el Dragón Plateado. Kitiara no conocía la historia de amor entre el caballero y el dragón y quedó fascinada al escucharla.
—Una verdadera tragedia —comentó Cupelix, que proseguía abanicándolos con suavidad—. ¡Pensar que un dragón renunció a su noble forma natural para adoptar la de un mortal! —El reptil finalizó la frase con un chasquido de la lengua a modo de censura.
Sturm cambió el reducido pico por un mazo igual de pequeño.
—¿Es que crees que los dragones valen más que las personas? —preguntó.
—Sin duda. Son más grandes, más fuertes, tienen más habilidades y poderes, viven más tiempo, hacen más cosas, y sus facultades mentales son inigualables. —La arrogancia en la voz de Cupelix alcanzó el máximo nivel—. ¿Qué hace un humano que no haga un dragón? —añadió.
—Salir de esta torre —respondió mordaz Kitiara. El suave aleteo se detuvo un breve instante, pero se reanudó enseguida.
—Lástima que no te puedas convertir en un hombre, aunque sólo fuera por unos minutos. Así todo este arduo trabajo resultaría innecesario —remarcó Sturm.
—¡Es una pena, sí! Pero el cambio de forma nunca ha sido una habilidad dominada por los dragones broncíneos. Existen textos relativos a esa materia; los del mago elfo Dromondothalas están entre los más afamados. Sin embargo, mi biblioteca carece de esa clase de libros.
Kitiara dio una patada a un fragmento de mármol desprendido, que se deslizó por el pavimento, y cayó a través del orificio. Unos segundos después, se escuchó el distante sonido del golpe en el hondo suelo de la caverna. La mujer levantó la cabeza.
—¿Cómo llegaron hasta aquí esos libros? —preguntó al dragón.
—Los tengo desde el principio. Imagino que también se encargó de eso el constructor del obelisco, a fin de que El Guardián de las Nuevas Vidas adquiriera conocimientos de los otros mundos existentes más allá de Lunitari. Hay tomos de historia, geografía, literatura, medicina, alquimia…
—Y magia —lo interrumpió Sturm, al mismo tiempo que daba un enérgico martillazo en el suelo.
—Cierto. La mitad de los pergaminos se relacionan con ella —confirmó el dragón.
Después de dos horas de trabajo, los humanos habían ensanchado el perímetro del orificio algunos centímetros. Cupelix se mostró satisfecho de su progreso; pero no Kitiara, que expresó su disgusto.
—A este paso, seremos demasiado viejos para sostener el pico antes de lograr que el orificio sea lo bastante grande para que pases por él.
—Me parece que escogimos el modo más pesado y difícil —musitó Sturm. Al hombre le dolían los brazos y la espalda, sin olvidar los martilleantes latidos de las sienes causados por el arduo esfuerzo físico realizado en el tenue aire de Lunitari—. Recuerdo que los maestros canteros del castillo partían rocas tan gruesas como este pavimento con muy pocos golpes. Dejadme pensar en ello un momento, mientras bebo un poco de agua fresca.
Kitiara le alargó una cantimplora y el caballero se dejó caer con pesadez en el suelo; apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos con gesto fatigado.
Ella salió al exterior. Con gran sorpresa por su parte, vio que los gnomos habían levantado los destartalados andamios a una altura de casi dos metros. Tablones, postes, soportes de herramientas y vigas estaban ensamblados con clavos y asegurados con cuerdas.
—¿Cómo va eso? —les preguntó. Tartajo respondió:
—A buen ritmo. Y vosotros, ¿habéis adelantado mucho?
—Lamento decirte que no. —La mujer se pasó los dedos por los bíceps—. No sirven de gran cosa estos músculos. Si golpeo fuerte, se rompe la herramienta.
El jefe de los gnomos levantó la vista al cielo.
—No quedan más que un par de horas de luz. Vamos a echar una ojeada a vuestro trabajo.
Cuando ambos entraron en el obelisco, encontraron a Sturm de rodillas, con la mirada fija en el jarro de agua. Después, volvió los ojos a la zona marcada en la tersa superficie de mármol y de nuevo los posó en el recipiente del agua. Cupelix, subido en su percha, lo contemplaba en silencio.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Kitiara.
—Los maestros de obra del Castillo de Brightblade sacaban de las canteras bloques enormes de piedra entre cuatro hombres. He recordado cómo lo hacían.
—¿Cómo? —se interesó el gnomo.
—Abrían agujeros a lo largo del bloque que querían extraer y clavaban unas gruesas estacas de madera. Después las empapaban de agua. Al hincharse la madera, la piedra se resquebrajaba.
—Es muy ingenioso. —Tartajo miró al caballero y parpadeó.
—Me pregunto si podremos abrir agujeros en el mármol —dijo Kitiara.
—Tenemos unas cuantas barrenas de acero. Con tu fuerza y un planteamiento correcto… sí, ¡con facilidad! —exclamó el gnomo y, sin pensárselo dos veces, corrió hacia los montones de objetos apilados junto a la nave. No demoró mucho en regresar con un berbiquí y una barrena, y explicó de modo sucinto la importancia de mantener el taladro frío y lubricado cuando se barrenaba piedra. Los dos humanos se pusieron manos a la obra; mientras Kitiara hacía girar la herramienta, Sturm la remojaba con agua.
Al cabo de treinta minutos, habían atravesado los sesenta centímetros de grosor del suelo. Animados por el éxito, abrieron más agujeros que conectaban el primer orificio de los Micones con el segundo, distante unos cuatro metros. Tomaron esta línea como base de un triángulo y giraron en diagonal hacia el tercer agujero. Casi habían acabado el segundo lado, cuando el sol se puso y el bullicioso grupo de gnomos entró en el obelisco. Chispa informó que los andamios estaban listos. La mujer los increpó con voz apremiante.
—En ese caso, buscad otra barrena y echadnos una mano. ¡Sturm, más agua! ¡El mango está caliente!
Había pasado la medianoche cuando el triángulo quedó cerrado. Habían practicado treinta y seis agujeros en total y roto cuatro barrenas. Cupelix conjuró un reparador refrigerio consistente en un buen estofado y cantidades ingentes de pan.
Kitiara se miró, las manos. Estaban llenas de ampollas y rozaduras. Pluvio le ofreció un ungüento balsámico, pero ella lo rechazó.
—Sigamos con la tarea. Preparad las estacas —propuso impaciente.
Los hombrecillos se encargaron de cortar unas largas cuñas de los tablones sobrantes de los andamios, y Sturm las introdujo en los agujeros a golpe de mazo. Una vez finalizado el proceso, todo el grupo salió del área triangular. Entretanto, Kitiara había llenado un balde con agua y se lo alargó al caballero.
—Haz los honores —ofreció—. Al fin y al cabo, la idea fue tuya.
Sturm cogió el cubo.
—Esto es por todos los hombres leales al Castillo de Brightblade —declaró. Luego mojó las estacas una por una; cuando vació el cubo, lo volvió a llenar y repitió la operación.
No ocurrió nada.
—¿Y bien? —dijo Kitiara, con los brazos en jarras.
—Requiere su tiempo —respondió Sturm—. Las estacas tienen que hincharse. Será mejor que vierta más agua.
El hombre remojó las cuñas de madera otras tres veces.
La parte que sobresalía de los agujeros se notaba ya claramente henchida, pero aparte de aquello, no se produjo ninguna otra reacción.
—Maravilloso. —La voz de Kitiara era sarcástica. Luego se alejó a zancadas, no sin antes soltar un desdeñoso resoplido. Los gnomos también se dieron por vencidos y, uno a uno, salieron del obelisco. Sturm frunció el entrecejo y agitó la cabeza.
—Con los maestros canteros de mi padre funcionaba.
—Ése oficio es un arte arcano —dijo Cupelix—. Sus secretos no son fáciles de aplicar sin la debida instrucción.
En aquel momento, el suelo emitió un sordo crujido.
Cerca del orificio en el que Sturm y Kitiara habían trabajado de forma tan laboriosa, una raja, fina como un cabello, se extendía sobre el mármol desde la primera estaca hasta el borde del agujero. El hombre tomó el mazo y se acercó presuroso. Iba a descargar un golpe en la zona resquebrajada cuando se escuchó otro crujido y una nueva fisura avanzó zigzagueante desde el vértice alto del triángulo hasta su base. Sturm levantó el mazo.
—¡No, espera! —pidió el fascinado dragón.
Uno de los lados, entre los orificios de los Micones, se resquebrajó, y una sección de mármol, más grande que cualquiera de las que habían roto a golpe de pico, se soltó y se desplomó sobre el suelo de la caverna. Fue como si se hubiesen abierto las esclusas a una riada. Sturm retrocedió justo a tiempo. La totalidad del triángulo se precipitó de golpe sobre la gruta. El obelisco retumbó con el estruendo levantado al derrumbarse una tonelada de mármol contra el resonante suelo, treinta metros más abajo.
Kitiara entró precipitadamente, con los gnomos pisándole los talones.
—¡Por todos los dioses! ¿Qué ha sido eso? —gritó.
Sturm se sacudió las manos y señaló con gesto melodramático al enorme boquete del pavimento.
—¡Cupelix ya tiene paso libre!
Los gnomos querían seguir adelante y derrumbar el obelisco aquella misma noche, pero tanto Sturm como Kitiara se sentían exhaustos y se opusieron. Cupelix estuvo de acuerdo con los dos humanos; deseaba poner a buen recaudo muchos objetos antes de que destruyeran la torre. Por tanto, subió a su guarida y dejó que el grupo disfrutara de un merecido descanso.
El arrebato que el éxito obtenido había despertado en los gnomos no duró mucho y, poco después, se cobijaron junto a sus pertenencias amontonados cerca de El Señor de las Nubes. Pronto se quedaron dormidos, y sus ronquidos se alzaron en el silencio de la noche como un peculiar coro de chirridos de grillos y croar de ranas. Sturm extendió su manta entre unas cajas de embalaje y se tumbó boca arriba. La bóveda celeste aparecía cuajada de estrellas y el caballero empezó a contarlas con la intención de dormirse. Kitiara se asomó tras una de las cajas.
—¿Duermes? —preguntó.
—¿Eh? No, aún no.
Ella se acercó y se sentó frente a él, con la espalda reclinada en el cajón.
—Tal vez sea la última noche que pasamos en Lunitari.
—Me gustaría que así fuese.
—¿Sabes? He intentado calcular cuánto hace que estamos aquí. Si nos guiamos por el tiempo local transcurrido, habrán sido cuarenta y cuatro días y cuarenta y cinco noches, pero ¿cuánto significará ese mismo período allá, en Krynn?
—No lo sé —admitió Sturm.
—Imagínate que volvemos y nos encontramos con que han transcurrido años.
El caballero casi soltó una carcajada, pero se contuvo. A decir verdad, no estaba seguro de que no hubiesen pasado años en su planeta natal mientras ellos habían estado atrapados en la luna roja. Kitiara prosiguió con su razonamiento.
—Existen viejas historias sobre humanos que se internaron en los reinos elfos y al regresar a sus hogares, tras lo que creían unos pocos meses, encontraron a sus hijos adultos y a sus amigos envejecidos o ya muertos.
Sturm por un momento creyó que se estaba dejando llevar por la fantasía en una charla intrascendente, pero de pronto cayó en la cuenta de que la mujer estaba de verdad desasosegada.
—¿Qué te preocupa, Kit? —le preguntó solícito.
—La cita acordada para dentro de cinco años. No quiero perderla.
—¿Ni a Tanis?
—Eso es.
—¿Quieres volver con él?
Kitiara se removió inquieta.
—No, no se trata de eso. Nuestra última conversación terminó de mala manera y quiero hacer las paces con él antes de… —La mujer se interrumpió con brusquedad.
—¿Antes de qué? —presionó Sturm.
—Antes de que emprenda viaje con Cupelix.
«Entonces, es cierto», pensó el hombre.
—¿Has renunciado a encontrar a la familia de tu padre? —inquirió en voz alta.
—Mi padre siempre dijo que su familia había renegado de él y de los suyos —dijo con voz tensa Kitiara—. Me habría gustado llegar hasta su puerta para escupirles en la cara, pero la asociación con el dragón me parece mucho más excitante. —Se encogió de hombros—. ¡Al Abismo con la familia Uth Matar!
Los dos amigos se sumieron en un prolongado silencio. A Sturm le pesaban los párpados; estaba a punto de quedarse dormido, cuando Kitiara volvió a hablar.
—Sturm, si ves a Tanis antes que yo, ¿le dirás de mi parte que lo siento, y que él tenía razón?
El hombre era lo bastante educado para no preguntar por qué se tenía que disculpar, y se limitó a prometerle por su honor de caballero que le daría el mensaje a Tanis Semielfo.