27

Los invasores

Con la noche, un sombrío desaliento los invadió. A Trinos se le increpó con dureza su descuido; sin embargo, después de los reproches, los gnomos recobraron su afable camaradería. Kitiara estaba furiosa; Sturm, resignado. El dragón intentó alentarlos.

—¡Arriba esos ánimos! —los exhortó—. En el peor de los casos, volaré hasta el Monte Noimporta y notificaré a las autoridades gnomas vuestra precaria situación y, por supuesto, organizarán una expedición de rescate. Es decir, suponiendo que consiga salir de la torre.

—Sí, suponiendo que lo consigas —dijo Sturm. El caballero se reunió con el grupo de gnomos.

Kitiara se acercó al extremo donde el dragón estaba posado.

—¿Puedes oírme? —susurró de forma casi inaudible.

—Desde luego. —La voz telepática de Cupelix acarició la mente de la mujer.

—Cuando te saquemos de aquí, quiero que me lleves contigo —musitó.

—¿Abandonarás a tus amigos?

—Tú mismo has dicho que se avisará de lo ocurrido a los gnomos de Sancrist. Tal vez transcurran meses, pero por todos los medios tratarán de rescatar a sus colegas atrapados en Lunitari.

Desde el desastre del motor de El Señor de las Nubes, Kitiara había empezado a comprender cómo se sentía el dragón al no poder salir de aquella luna. Además, temía que Cupelix, una vez obtenida la libertad, no permaneciera en Lunitari mientras los gnomos intentaban reparar la nave y, bajo esas circunstancias, sus sueños de asociarse con el dragón se vendrían abajo.

—¿Qué me dices de Sturm?

—Alguien ha de cuidar de los hombrecillos. No pienses que soy insensible a su suerte, pero estoy ansiosa por marcharme de esta luna.

—En busca de fortuna y batallas en las que vencer.

—Sin olvidar que también seré tu guía.

—Sí, por supuesto. Aun así, tengo una incertidumbre, mi querida Kit. Si pudieses volar y yo no, ¿también me dejarías abandonado?

Ella levantó el rostro hacia la enorme bestia y le dedicó una sonrisa burlona antes de responder.

—Eres demasiado grande para que te lleve en brazos.

La cena transcurrió en el más absoluto silencio, y todos los componentes del grupo se retiraron apenas acabado el refrigerio. Cupelix desapareció en su elevada guarida y los humanos y los gnomos se acomodaron en el ahora espacioso pavimento de la torre.

Sturm no lograba conciliar el sueño. Tumbado boca arriba, su mirada se perdió en las oquedades tenebrosas de la torre, tan negras como su propio estado de ánimo. ¿Es que aquél sería su destino? ¿Quedar atrapado para siempre en la luna roja? El dragón había dicho que nada moría en este mundo. ¿Seguiría viviendo por toda la eternidad, amargado, solitario, excluido para siempre de su legado de caballero?

Las tinieblas se cerraron sobre él. Una vez más, lo inundó la extraña y perturbadora sensación…

Se incorporó. En los arbustos se escuchaba el chirrido acompasado de los grillos; el cielo de Krynn apenas era perceptible entre el espeso dosel de las copas de los árboles. En la distancia, Sturm vislumbró la silueta estilizada de un elevado muro, y supo con certeza que se trataba del Castillo de Brightblade.

Se deslizó por el terreno envuelto en las sombras de la noche y llegó a la entrada principal del castillo. Para su sorpresa, el acceso estaba iluminado por las llamas de unas antorchas insertas en los hacheros laterales, y dos imponentes figuras ataviadas con armadura flanqueaban la entrada. Se acercó un poco más.

—¡Eh! ¿Quién va? —exclamó el guardián situado a la derecha de Sturm, al tiempo que le apuntaba directamente con su hacha.

«¡Puede verme!». El caballero levantó la mano.

—Soy Sturm Brightblade. Éste castillo pertenece a mi padre —dijo.

—Estúpido, no hay nadie —afirmó el otro guardián—. Baja el hacha.

—Yo digo que sí —insistió el primer soldado. Sin más, el guardián tomó una de las antorchas, se adelantó en dirección al caballero… y pasó a través de él. A la luz de las temblorosas llamas, Sturm columbró el rostro del soldado. No era humano, ni enano, ni elfo, ni gnomo. El protuberante hocico era verde y escamoso; de la ancha boca brotaban unos colmillos como navajas; las pupilas eran unas hendiduras verticales… como las de Cupelix. Su inconsciente gritó una palabra: «¡Draconianos!».

Lo llenó de ira ver su hogar ancestral ocupado por tan repulsivos brutos. Atravesó el portón y entró al patio. Por todas partes había instaladas carretas sobrecargadas con espadas, lanzas, hachas de guerra, arcos y flechas. Aquéllas bestias habían convertido el castillo de Brightblade en un arsenal, pero… ¿para quién?

En el vestíbulo principal, alguien había encendido la chimenea; en torno a ella habían colocado unos escabeles de campaña. El tablero de una mesa de caballete estaba abarrotado de rollos de pergamino. Sturm se aproximó y comprobó que eran mapas, la mayoría de Solamnia y Abanasinia.

Un acero golpeó contra la piedra. Sturm dio un respingo, sobresaltado, sin recordar que era invisible para aquellos seres. Una figura alta y poderosa salió de las sombras del vestíbulo. No llevaba yelmo; por consiguiente su rostro duro e inexpresivo estaba al descubierto. Unos largos mechones de cabello blanco caían sobre sus hombros. El hombre pasó entre la chimenea y la mesa, tomó asiento en uno de los escabeles y dejó junto a él su yelmo. Sturm jamás había visto ninguno semejante: de la visera sobresalían unos colmillos y todo el yelmo en sí remedaba la cabeza de un insecto predador.

—Entra y toma asiento —dijo el hombre, que según las deducciones de Sturm debía de ser un general. Una segunda figura se agitó en las sombras. El hombre o… ¿qué?, no se adentró en el círculo de luz de la chimenea. Bajo una manga de un paño gris oscuro, salió una delgada mano que tomó uno de los escabeles y lo situó en un rincón en penumbras de la estancia.

—Había olvidado que el fuego no es de tu agrado —dijo el general—. Una pena. El fuego es una fuerza muy útil.

—El fuego y la luz serán mi perdición —dijo con voz áspera la figura vestida con túnica—. He vislumbrado mi muerte en las llamas; y no ansío adelantar tal acontecimiento.

—Al menos, mientras haya tanto que hacer —replicó el general al tiempo que estudiaba con atención el mapa de Solamnia—. ¿Qué noticias tienes de tu Señora, sobre la llegada del Ala Roja? Las armas se están enmoheciendo con la humedad de este viejo castillo.

—Paciencia, Merinsaard. Su Oscura Majestad ha calibrado bien la templanza del país y pondrá en movimiento a los ejércitos cuando los auspicios señalen el momento más favorable.

El general resopló despectivo.

—Hablas de señales y portentos como si ellos fueran los que determinan los acontecimientos. Es una carga de lanceros o el ataque en avalancha de la caballería lo que decide la suerte de las batallas y los imperios, Sorotin.

El encubierto hechicero rio entre dientes; aquel sonido, que parecía surgir de algo putrefacto y decadente, heló la sangre a Sturm.

—Los hombres de acción siempre creen que el destino está en sus manos. Eso los conforta y los hace sentirse importantes —prosiguió el mago con voz chirriante.

Merinsaard no dijo una palabra; se agachó junto a la chimenea, tomó un tronco prendido y atacó con él a su sombrío acompañante. Sturm columbró por un instante un rostro que lo sorprendió. Habría resultado atractivo, si no fuera por su lividez cadavérica y la maldad que fluía de sus ardientes pupilas. El hechicero gimió y retrocedió ante las llamas. El general siguió acosándolo con el candente madero.

—Cuida tu lengua, Sorotin. No olvides que soy el que manda aquí. Si provocas mi enojo, o fracasas con tus artes nigrománticas, yo mismo me encargaré de que seas pasto de las llamas —le advirtió.

El nigromante jadeaba de un modo convulsivo por el terror.

—No te muestres tan audaz, general; está presente uno que observa y que no es aliado de nuestra causa. —El corazón le dio un vuelco a Sturm.

—¿Cómo? —gritó Merinsaard, al tiempo que alargaba la mano bajo el montón de mapas y la sacaba con una daga de hoja curva de aspecto maligno. El filo del acero estaba impregnado con un veneno verdoso—. ¿Dónde está el intruso? ¿Dónde?

—De pie, entre nosotros dos, gran general —el hechicero se refería sin duda a Sturm.

—¡Eres un estúpido! ¡Aquí no hay nadie! —Merinsaard apuñaló el aire.

—Físicamente, no, señor. Es un espíritu proyectado de muy lejos a juzgar por el aura que emite. Quizá, desde un lugar tan lejano como… ¿Lunitari?

—Líbrate de él, o de lo que sea —ordenó Merinsaard—. ¡Mata a ese espía! ¡Nadie debe enterarse de nuestros planes!

—Calma, general. Nuestro visitante no ha venido a espiarnos. Percibo que, en algún momento del pasado, éste fue su hogar.

—¡Necio! Nadie ha habitado este castillo en los últimos veinte años. El último señor fue acosado hasta que lo expulsaron del país.

—Muy cierto, sapientísimo Merinsaard —dijo Sorotin sarcástico—. ¿He de materializar a este espíritu, o conminarle a que regrese al lugar del que procede?

Sturm se debatió por controlar sus emociones y serenarse. Luego se esforzó por hacerse físicamente presente en la estancia a fin de retar a aquellos malvados sujetos, pero no se produjo ningún cambio en su estado.

—¿Es capaz de contactar con los seres vivientes de este mundo? —inquirió el general.

—No lo creo. Está muy limitado por la vasta distancia que ha recorrido. Tampoco percibo en él conocimientos mágicos.

—En ese caso, oblígalo a regresar a su maldito cuerpo ¡y que se quede allí! No tengo tiempo que perder con embajadores fantasmagóricos.

Sturm vio un destello en las sombras y escuchó un suave repique. El hechicero tenía en la mano una campanilla de plata.

—Oye mi voz, ¡oh, Espíritu! Cuando haga sonar esta campanilla mágica tres veces, abandonarás este castillo, estas tierras, este mundo, para siempre. —Sonó un toque—. ¡Argon! —Dos toques—. ¡H’rar! —Tres toques—. ¡En nombre de la Reina de la Oscuridad!

Todos y cada uno de los músculos del cuerpo de Sturm experimentaron una súbita sacudida espasmódica. Tuvo la sensación de caer desde una gran altura; un instante después, se encontró despierto y unido a su cuerpo en el obelisco de Lunitari. Se incorporó para recobrar el aliento; un estremecimiento le recorrió la espalda. La nueva visión había transcurrido sin que hubiese descubierto ninguna pista del paradero de su padre. De por sí, resultaba bastante frustrante, pero el hecho de que el tal Merinsaard y el hechicero Sorotin maquinaran un complot en el Castillo de Brightblade lo había enfurecido. ¡Tenía que dar la alarma! ¡Alguien debía enterarse de aquella conspiración!

Se levantó y fue hacia donde yacía dormido Argos. Sacudió al gnomo por el hombro.

—¡Despierta! Vamos a echar una ojeada a esa lente tuya —lo instó.

—¿Ahora? —dijo el astrólogo, al tiempo que lanzaba un descomunal bostezo.

—Sí, ahora. Ya han transcurrido varias horas.

Un Micón se hallaba a la entrada del orificio, como a la espera de alguna orden, y permitió que el caballero y el gnomo lo montaran. Los transportó a través de las cavernas hasta alcanzar la cámara del magma. En el camino, descubrieron que toda la gruta estaba envuelta en unos espesos parches de niebla; aquella nueva humedad no era del agrado de la hormiga gigante. Las patas de la criatura resbalaron en un par de ocasiones en las vítreas paredes; por ello, Sturm se asió con todas sus fuerzas al arnés de cuerda y el gnomo se ciñó contra su cuerpo.

La lente todavía estaba roja como un rubí, pero apenas irradiaba calor.

El caballero golpeó con suavidad en el borde del molde; de él se desprendió un fragmento de barro, ahora seco y quebradizo. El lado exterior de la lente quedó al descubierto; Argos se alzó de puntillas para examinar el cristal.

—Oh, no —musitó, mientras sacaba su lupa e inspeccionaba con atención la lente escarlata—. ¡Engranajes rotos y poleas deslizantes! —exclamó—. ¡La lente no sirve!

—¿Qué?

—El cristal. ¡El cristal! ¡Es casi opaco!

—No puede ser. —Sturm tomó la lupa que le ofrecía el gnomo y miró a través de ella. Todo lo que vio fueron millones de minúsculas burbujas blancas atrapadas en el cristal solidificado. Aquello, y el color rojo oscuro de la mezcla, dejaban claro que la lente no servía para enfocar la luz solar y para concentrarla en un rayo.

—Quizás una vez esté pulida, sea diferente —sugirió esperanzado el caballero.

—¡Jamás! —barbotó Argos—. ¡Obtendrías mejores resultados si enfocaras los rayos solares a través de la madera de un cedro!

El gnomo, desesperado, arrojó con brusquedad la lupa contra el suelo rocoso y la pisoteó hasta hacerla añicos. Tras ellos, se oyó una voz.

—¿Qué sucede? —Tartajo y el resto del grupo habían bajado a la gruta para inspeccionar también la lente. El astrónomo, con amargura, los puso al corriente de la situación y de que todos sus esfuerzos no habían servido para nada. Los cariacontecidos gnomos rodearon el molde y lo miraron fijamente con expresión incrédula.

—Inservible —dijo Remiendos.

—Inútil —añadió Bramante.

—Una pérdida de tiempo y trabajo —musitó Carcoma.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Pluvio.

—Tratar de explicárselo al dragón —respondió el abatido Argos.

Cuando informaron a Cupelix del fracaso de la construcción de la lente, el siempre cordial y cortés dragón tuvo una rabieta tan descomunal como su propio tamaño.

—¡Redomados incompetentes! ¡Necios…, ineptos! —Un estruendoso «estúpidos» telepático retumbó en sus cerebros y les hizo dar a todos un respingo.

—¡Basta ya! Cálmate. —La voz de Kitiara fue severa—. Un dragón de tu edad, ¡comportándose como un niño mimado! ¿Acaso los hombrecillos te garantizaron el éxito?

Sturm observó perplejo el efecto que surtía en el dragón la regañina de la mujer. Las orejas del reptil, hasta aquel momento aplastadas contra la cabeza en actitud agresiva, se levantaron poco a poco y por las aletas de la nariz cesaron de salir los chorros de vapores acres.

—¡Estaba tan esperanzado! —exclamó Cupelix abatido.

—Lo ocurrido en el motor alargará bastante nuestra estancia aquí —dijo Kitiara—. Por tanto, nos sobra tiempo para inventar algún otro modo de sacarte de esta celda marmórea.

Una vez apaciguado, el dragón les preparó un refrigerio y luego se retiró a su guarida para rumiar sus problemas. Sturm, Kitiara y los gnomos salieron al exterior y contemplaron a El Señor de las Nubes, un pobre cascarón sin vida, un despojo inmóvil, un adorno fútil sobre la esponjosa turba rojiza de Lunitari.

Sturm se frotó la mejilla con gesto abstraído y reflexionó sobre las explicaciones de Alerón acerca del funcionamiento de la nave voladora. Las alas no tenían ninguna utilidad sin la energía que hacía funcionar al motor; en consecuencia, sólo les quedaba el globo medio vacío de gas etéreo.

—¿Y el gas etéreo? —preguntó el caballero.

—¿Qué pasa con él? —inquirió a su vez el piloto.

El hombre, bastante azorado al argumentar sobre temas técnicos con los gnomos, recordó que Crisol solía comentar que el globo lleno a tope de ese gas bastaría para que la nave se elevara.

—Con el debido respeto a nuestro fallecido colega, la potencia de elevación de la bolsa es bastante inferior al peso total del casco de la nave —respondió Tartajo. El grupo se sumió de nuevo en un pesado silencio. Sturm reflexionaba; los ojos de Kitiara se estrecharon y la mujer se sumergió en una profunda concentración.

—¿Y si aligerásemos el peso de la nave? —sugirió Remiendos.

—¿Cómo? —dijo el caballero.

—¿Cómo? —repitieron Tartajo, Alerón, Argos, Pluvio y Chispa.

—¡Qué! —exclamaron Carcoma, Bramante y, traducido, Trinos.

Kitiara esbozó su habitual sonrisa burlona; algo que apenas había hecho en los últimos días.

—¡Aligerar el peso de la nave! —repitió—. ¡Es lógico! —La mujer levantó por el aire al pequeño Remiendos y lo sacudió con tanta fuerza que los dientes del hombrecillo castañetearon. Luego lo izó hasta la cubierta de la embarcación y el gnomo desapareció en el interior de la nave. Poco después, abría la portilla y bajaba la rampa lateral. Los otros gnomos entraron en tromba, movidos por un entusiasmo hijo de la desesperación, y antes de que Kitiara y Sturm remontaran la rampa, se levantó en el interior de la nave un estruendo de crujidos y fuertes golpes.

—Son capaces de arrancarlo todo —dijo el caballero con mordaz ironía—. Cubiertas, techos, cuadernas y quilla.

Los hombrecillos habían formado una cadena que arrancaba de la cubierta inferior y llegaba a la batayola, y echaban por la borda todo lo que caía en sus manos. Luego, entraron a saco en los reducidos camarotes y sacaron todos sus objetos personales. Sturm estaba maravillado por la variedad y cantidad de los mismos: mantas, libros, herramientas, ropa, barriles, ollas, platos, cuerdas, cables, cabos, lona, una garrafa de tinta, plumas, pastillas de jabón, dos armónicas, un violín, una flauta, dieciséis pares de botas (todas ellas demasiado grandes para Sturm, cuanto más para un gnomo), guantes, cinturones y un macho cabrío disecado que Carcoma guardaba en su camarote.

Les resultó imposible subir algunos de los objetos a la cubierta. Kitiara encontró a Bramante y a Remiendos reclinados sobre un gran barril, con gesto postrado.

—No podemos moverlo —dijo el cordelero, jadeante.

—Dejadme a mí. —La mujer giró el barril y buscó el tapón del recipiente, pero sólo encontró un sello de cierre. En el interior se escuchaba el chapoteo de un líquido; en una de las tablas se leía una palabra en lengua gnoma.

—¿Qué demonios significa? —preguntó Kit.

Remiendos leyó la etiqueta.

—Aceite de vitriolo. Lo debió dejar ahí Crisol. —La voz del pequeño gnomo tembló ligeramente.

—Vitriolo, ¿no? —Kitiara rememoró el despojo al que se había reducido el Prodigioso Sifón Sin Boquilla de Crisol, allá en Krynn, a causa del ácido—. ¿Cómo es que no ha corroído el barril?

—Oh, tal vez lleve en el interior alguna capa de material resistente —explicó Bramante. El cordelero se pasó la mano por el cuello para limpiarse el sudor y de inmediato se le quedó pegada.

»¡Oh, boñigas secas! —maldijo.

Kitiara tamborileó los dedos sobre la tapa del barril, con aire ausente.

—Es bueno saberlo. Éste producto disuelve algunas cosas y otras no, ¿verdad?

—Sí —respondió Bramante, que trataba de soltarse la mano y sólo consiguió que la otra también se quedara pegada—. ¡Dos veces boñigas secas!

—¿El vitriolo disolvería el mármol?

—Quizás. Aunque hay algunas substancias vítreas a las que no afecta.

—¿Qué me dices del plomo?

—Sí. Con absoluta seguridad, sí. ¡Remiendos, deja de perder el tiempo con tonterías y ayúdame a despegarme las manos!

Kitiara se alejó de los dos gnomos, que quedaron enzarzados en una denodada lucha con las palmas adheridas del cordelero. Tartajo, a quien la mujer buscaba, se encontraba en el exterior de la nave, en medio de montones de objetos desechados por sus compañeros, enfrascado en su clasificación. Kitiara sacó al gnomo de una pila de ropas.

—¡He encontrado el modo de sacar al dragón del obelisco! —le comunicó.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Con el vitriolo de Crisol. Hay un barril lleno a bordo de la nave. Si lo ponemos de forma que desgaste las uniones de plomo en la parte baja del muro, se derrumbarán, ¿no?

La comprensión iluminó de forma paulatina el semblante del gnomo y se abrió paso de golpe en su cerebro.

—¡Hidrodinámica! ¡Funcionará!

Los otros gnomos escucharon el grito y corrieron hasta él. Acompañando su relato con unos exagerados gestos de las manos e innumerables cumplidos a la sagacidad de Kitiara, Tartajo explicó a sus compañeros la idea de la mujer. Los hombrecillos reaccionaron con un entusiasmo arrollador. ¡Era tan simple! ¡Tan elegante! Se habían obstinado en hallar una solución mecánica y ¡he aquí que la mujer ingeniaba una solución química!

Sturm escuchó el alboroto y se acercó de inmediato al lugar de reunión; se mostró de acuerdo en que era una buena estrategia, pero planteó un interrogante importante.

—¿Qué le ocurrirá a Cupelix cuando el obelisco se venga abajo? Ni siquiera un dragón broncíneo resistiría el peso de unos escombros de mármol.

—Ha de haber alguna forma de soslayar el problema —dijo Kitiara con firmeza.

—¿Por qué no lo consultamos con el dragón?

Así lo hicieron. En principio, Cupelix se mostró reacio a salir de su madriguera; Kitiara lo amonestó por su petulancia, pero aun así no obtuvo respuesta. Entonces, La Voz resonó en su mente:

—No quiero sufrir otro desengaño.

—No te prometemos nada —respondió la mujer en voz alta—. Tenemos un nuevo producto que con seguridad resultará efectivo; no obstante, se presenta un problema bastante peliagudo. La liberación puede acarrearte la muerte.

—Una solución excelente. Dejaría de ser un prisionero.

—¡Oh, cierra el pico! Baja y habla con nosotros como un dragón razonable; si no, haremos que el obelisco se desplome encima de ti. —Kitiara hizo un gesto con la cabeza al grupo—. Vamos.

—En realidad no vamos a usar el vitriolo con él todavía ahí arriba, ¿verdad, Kitiara? —preguntó intranquilo Remiendos.

—¿Por qué no? Queréis comprobar si funciona, ¿sí o no?

—El dragón podría resultar malherido.

Carcoma mordisqueó con gesto abstraído la punta de su lápiz.

—Me pregunto la resistencia de tensión que tendrán los tendones y los músculos de un dragón… —musitó.

Argos extrajo de su bolsillo un trozo de pergamino.

—¡Podemos calcularlo! —afirmó.