24

Los pantalones del pequeño Remiendos

El dragón, con Kitiara aferrada a su cuello, se dejó caer a plomo desde su guarida; un poco antes de llegar al suelo extendió la alas y aterrizó con suavidad. La mujer saltó al suelo y se desembarazó de la capa. Se apresuraba hacia la hendidura de acceso del obelisco cuando aparecieron por los orificios los Micones con Sturm y los gnomos a cuestas.

—¡Ya era hora de que regresarais! —gritó la guerrera, enfurecida—. ¡Aprestaos a la lucha; los lunitarinos nos atacan!

Para confirmar sus palabras, una andanada de venablos de cristal se precipitó a través de la puerta; al chocar contra el suelo se hicieron añicos. Los gnomos, a pesar de su innata curiosidad, retrocedieron ante la lluvia de punzantes esquirlas cristalinas. Entretanto, los lunitarinos ululaban de un modo desenfrenado.

—Quieren cogerte —dijo Cupelix al caballero—. Claman por tu sangre.

—No entrarán, ¿verdad? —musitó Pluvio.

—Los hombres-árbol han enloquecido —fue la respuesta del dragón.

—Entonces, vendrán. —La voz de Sturm carecía de inflexiones—. Será necesario disuadirlos. ¿Nos prestarás algunos de tus Micones? Eso nos daría cierta ventaja.

—No os servirían de mucho. Los Micones no ven a la luz del día. —Un hacha de cristal pasó silbando y se estrelló contra el escamoso vientre del dragón, de donde rebotó sin causar daños, y se rompió al caer al suelo. Cupelix miró indolente los restos del hacha—. Si los lanzo al ataque, existe la posibilidad de que no sólo destrocen a los hombres-árbol sino también a vosotros dos.

—Basta de charla —barbotó Kitiara. La mujer sujetó el escudo en su antebrazo—. Voy a darle un poco de diversión a mi acero.

Sturm se ajustó el cinturón de la espada. No llevaba escudo, pero su cota de malla era más sólida que la de la mujer. Desenfundó el arma y corrió a la puerta.

—¡Kit, espérame! —aulló.

Los hombresárbol habían escalado la rampa de tierra levantada por los Micones y se valían de su altura para ganar potencia en el lanzamiento de las jabalinas. Kitiara se cubrió con el escudo, en el que se estrellaron un venablo tras otro.

—¡Seguid tirando, malditos! ¡Kitiara Uth Matar os vencerá!

Mientras gritaba, la mujer ascendía por la barricada; el avance era difícil a causa del pronunciado ángulo y de la arena suelta. Sturm, más circunspecto, rodeó el obelisco hasta donde el declive de la rampa no era tan marcado. Alcanzó la cumbre casi al mismo tiempo que Kitiara. Los dos guerreros quedaron separados por cuarenta metros de distancia y unos veinte hombresárbol.

El caballero debió enfrentarse a los lunitarinos subidos al terraplén y a las lanzas arrojadas desde abajo. Los hombresárbol ululaban con todas sus fuerzas y no hacía falta mucha imaginación para advertir la cólera que demudaba sus rostros elementales. Kitiara arremetió contra un trío de lunitarinos, que sobrepasaban de forma notoria su propia altura. La mujer les asestó algunos cortes profundos con su espada; sorprendió a uno de ellos con la guardia baja y le cercenó el brazo armado de un tajo. El miembro desgarrado se arrastró por el suelo en busca de su dueño y en su camino se enredó en las piernas de la mujer que se tambaleó y cayó de espaldas en medio de una tumultuosa arremetida de lanzas.

Los hombresárbol rodearon a la guerrera abatida; desde su posición, Sturm pensó que estaba herida. Con un rugido, el hombre se abalanzó sobre los enemigos; dado que ensartar los troncos no les produciría la muerte porque carecían de corazón, Sturm se centró en las extremidades inferiores. Una hoja de cristal le hizo un corte en la mejilla por el que comenzó a manar sangre, pero él no le prestó atención. El impulso de su arremetida hizo que los lunitarinos rodaran por la muralla de tierra y derribaran a sus compañeros que se hallaban en el suelo.

De repente, Sturm sintió un dolor desgarrador en la parte posterior de la pierna derecha. Al volver la mirada, descubrió que tenía clavada en el muslo una lanza y la sangre que escapaba a borbotones teñía de rojo el ya de por sí bermejo astil del arma. Con un golpe seco de espada, quebró el mango de la lanza y dejó la punta enterrada en la carne. No veía a Kitiara. Bajó la rampa tambaleante, debilitado por el dolor y la pérdida de sangre. Resbaló y rodó el resto del declive hasta detenerse cerca del obelisco. Los vociferantes hombresárbol se deslizaron por el terraplén tras él, sin dejar de gritar enfurecidos su personal versión del nombre del caballero.

«Se acabó», pensó Sturm. «Es el fin…».

Sin embargo, en contra de lo esperado, las lanzas no cayeron sobre su rostro y cuello desprotegidos. El tumulto de la lucha bramó sobre él, aunque en medio de la contienda imaginó escuchar unos joviales chillidos de satisfacción y victoria. ¿Los gnomos? ¿Cómo se habían aventurado a salir? ¡Los exterminarían!

El ulular de los enloquecidos hombresárbol fue apagándose. Sturm se esforzó por levantar un poco la cabeza para ver lo que ocurría. Uno de los lunitarinos se erguía en lo alto de la barricada, frente a él, y blandía su espada como si tratara de rechazar el ataque de un enemigo invisible. Un objeto oscuro cruzó veloz el campo de visión de Sturm y se estrelló contra el rostro simple del lunitarino, que desapareció tras la rampa en medio de gritos y risas gnomas.

Alguien le dio la vuelta y le limpió los ojos de la rojiza arena que lo cegaba. Al abrirlos, se encontró con el rostro de Kitiara.

—Creo que acabaste con uno —le dijo ella con voz amable. La mujer tenía arañazos en el rostro y las manos cortadas, pero aparte de eso, parecía ilesa.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Sturm con voz débil. Kitiara asintió en silencio y acercó una cantimplora a sus labios; al hombre le pareció que aquel sabor de agua de lluvia era lo más delicioso que había probado en su vida.

—¡Eh, Sturm! ¡Kitiara! ¡Hemos vencido! —Tartajo apareció junto a ellos; el jefe de los gnomos se pasó los pulgares por los tirantes y sacó pecho, con aire de satisfacción—. ¡La Maza De Cadenas Improvisada Con Pantalones, Fase I, ha sido un éxito!

—¿Qué?

—Olvídalo —dijo Kitiara—. Te llevaré adentro. —La mujer lo levantó con la misma facilidad con que él habría cogido a un niño y lo transportó al interior del obelisco.

Los gnomos se felicitaban los unos a los otros y se daban palmadas en la espalda tan rápido y tan fuerte como les era posible. Al cruzar la entrada, Sturm divisó un insólito artilugio: un conjunto vertical de postes y engranajes del que colgaban tres pares de pantalones gnomos cargados con algo pesado; tierra, tal vez. Cupelix se posaba en el pilar más bajo y observaba la escena con atención; al ver que Sturm estaba herido, se ofreció a restañar la lanzada.

—Nada de magia —se negó de forma obstinada el caballero. Sentía la pierna tumefacta; y fría, muy fría. Le dolía. El enorme rostro broncíneo del dragón se cernió hasta casi rozar el del hombre.

—¿Nada de magia aunque tu vida esté en juego? —preguntó con suavidad.

—Nada de magia —insistió Sturm.

Pluvio lo tomó por la barbilla y le metió en la boca una raíz de sabor amargo.

—Mastícalo, por favor —suplicó.

Confiado en el cuidado por completo exento de hechicería de los gnomos, Sturm hizo lo que el meteorólogo le pedía. Enseguida, un profundo letargo se apoderó de su cuerpo.

No se durmió, ya que escuchaba las voces de los gnomos que deliberaban sobre su herida. Luego, oyó más que sintió que le extraían del muslo la punta de la lanza y a continuación la voz del dragón aconsejó el mejor método para cerrar el desgarrón; y ya no sintió nada más.

Más tarde, despertó, tumbado boca abajo. Los gnomos no estaban. Unas punzadas dolorosas le recorrían inclementes la pierna de arriba abajo. Sturm se apoyó en las manos y se incorporó un poco.

—Como digas «¿dónde estoy?» te daré un puñetazo —dijo Kitiara con voz afable.

—¿Qué ha ocurrido?

—Te hirieron —dijo Argos que estaba en cuclillas junto a su cabeza.

—Lo recuerdo bien. ¿Quién rechazó el ataque de los hombres-árbol?

—Ojalá pudiese responder que fui yo —dijo Kitiara.

—Fuimos nosotros. —Tartajo se acercó a ellos. Cupelix refunfuñó algo que Sturm no entendió y el semblante del gnomo se demudó—. Es decir, con la ayuda del dragón —añadió.

—Adaptamos un diseño de maza de guerra gnoma —continuó Alerón, asomado tras el hombro de Argos—. Utilizamos los pantalones de Carcoma, cargados de tierra, como proyectil de prueba; Trinos sugirió que se los arrojáramos a los lunitarinos, pero eso nos limitaba la ofensiva a un solo tiro…

—Así que Bramante y yo cedimos los nuestros —intervino Remiendos, que se había unido al grupo. El pequeño gnomo estaba en calzones, lo que corroboraba sus palabras—. Los cargamos de tierra, los atamos a los brazos de la maza…

—… y usamos el sistema de engranajes para alcanzar y derribar al enemigo subido a la rampa —concluyó Bramante.

—Muy ingenioso —admitió Sturm—. Pero no comprendo que los enfurecidos hombres-árbol huyeran por el simple hecho de recibir unos cuantos golpes con vuestros pantalones rellenos de tierra. ¿Cómo es que no se arrojaron en tromba sobre vosotros?

—Fue obra mía —dijo Cupelix con modestia—. Urdí un hechizo ilusorio sobre los gnomos y su artefacto. Los lunitarinos vieron un inmenso dragón rojo que arrojaba fuego por las fauces y que, con sus terribles garras, los derribaba de la barricada uno tras otro. El efecto físico del golpe, combinado con la vivida alucinación, obtuvo un resultado muy efectivo. Los hombres-árbol han huido.

—Sí, pero ¿qué les impedirá volver a la carga una vez dominado el pánico? —inquirió la guerrera.

—Al anochecer enviaré a mis Micones para que los obliguen a replegarse a su poblado de una vez por todas.

Concluido el relato de la contienda, los gnomos se dispersaron. Sturm llamó a Tartajo, que se acercó solícito al caballero.

—¿Sí?

—¿Has revisado las reparaciones efectuadas en El Señor de las Nubes?

—Todavía no.

—Haz que tus compañeros se apresuren, amigo mío. Debemos salir de este mundo cuanto antes.

—¿Por qué tanta premura? Tenemos que probar los nuevos repuestos. —El gnomo se atusó la corta y sedosa barba.

—Es posible que el dragón crea que los hombres-árbol no regresarán, pero no correremos el riesgo de sufrir otro asedio. Además, Cupelix… —El caballero se interrumpió con brusquedad al ver que Kitiara se acercaba a ellos—. Después seguiremos hablando.

Tartajo asintió en silencio; metió los pulgares en los bolsillos de su chaleco, simuló una actitud indiferente y se encaminó hacia la nave voladora. Kit pasó junto al hombrecillo sin tomar en consideración su porte exageradamente indolente; al llegar junto a Sturm se agachó.

—¿Te duele mucho? —le preguntó.

—Sólo cuando bailo —replicó él con un inusual sentido del humor.

—Saldrás de ésta —resopló burlona Kitiara. Luego, palpó con cuidado la zona vendada—. Con seguridad ni siquiera cojearás. ¿Por qué cargaste contra aquellos lunitarinos? Sin escudo, sin armadura que protegiera tus piernas…

—Te vi caer. Acudí en tu auxilio.

Kitiara guardó silencio un momento.

—Gracias —dijo por fin con voz tenue.

El hombre se movió con cuidado y se reclinó en el costado ileso.

—¡Eso está mejor! Me empezaba a doler la cabeza de estar tumbado boca abajo. —Kit se sentó junto a él.

—¿Sabes lo que no puedo soportar? —comentó—. Que tú y yo, dos guerreros en teoría bien entrenados en las artes marciales, cayéramos derrotados por un montón de salvajes y que nos tuvieran que sacar del apuro una banda de gnomos chiflados ¡con una maza de guerra hecha de pantalones rellenos de tierra! —Kitiara rio alborozada; en aquellas carcajadas descargó todas las tensiones y recelos de las últimas horas; una vez que dio rienda suelta a su regocijo, no fue capaz de contenerlo.

—Los pantalones del pequeño Remiendos —dijo Sturm; la risa brotaba irreprimible en su interior—. ¡Los pantalones del pequeño Remiendos disfrazados de horrorosas garras de dragón! —Kitiara asintió con la cabeza, incapaz de articular una palabra, el semblante contraído por la creciente hilaridad, los ojos llorosos. Sturm no aguantó más y unas carcajadas llenas, estruendosas, lo agitaron de pies a cabeza; su explosión de risotadas le causó un terrible dolor en la herida vendada, pero fue incapaz de contenerse y, cuando trató de hablar, sólo pudo articular entre jadeos: «¡Un pantalón maza!», antes de sufrir un nuevo ataque de risas fragorosas.

Kitiara, que respiraba de manera entrecortada en los breves intervalos entre convulsión y convulsión de histérico regocijo, se recostó en él, con la cabeza apoyada en su hombro y abrazada a su cuello.

En lo alto, posado en un sombrío rincón de la torre, Cupelix los observaba atento. Un haz dorado de sol incidió en los extremos de sus alas coriáceas. La piel del dragón centelleó como si fuera de oro.

* * *

A despecho de sus anteriores protestas, Sturm aceptó el plato de guisado preparado por Cupelix que le trajo Kitiara. Y algo más; también consintió en que Kitiara preparara con su manta y su capa de pieles un cómodo respaldo donde recostarse. En principio, el hombre se habría negado con actitud estoica a recibir aquel trato.

Los gnomos comieron con gran apetito, según su costumbre, a la suave luz irradiada por cuatro Micones que habían permanecido en la torre cuando el resto de sus congéneres salieron en persecución de los lunitarinos. Las hormigas colgaban en lo alto, sujetas de sus patas delanteras, como unos grotescos farolillos de papel y el único rasgo amenazador de su, por lo demás, apacible aspecto, eran las ominosas pinzas dentadas.

—Los nuevos repuestos no presentan fisuras ni fatiga de material —anunció Chispa, mientras añadía salsa a su asado—. Si consiguiéramos una buena recarga de rayos, emprenderíamos el regreso ahora mismo. —El gnomo quiso soltar el cucharón con el que se había servido la salsa, pero fue inútil ya que el mango se pegaba a sus manos magnéticas. Carcoma lo ayudó a librarse de él.

—¿Sabéis una cosa? —intervino Argos, que removía con gesto ausente su pudín—. Con un ángulo apropiado en el rumbo, volaríamos desde aquí a otra de las lunas. —Su sugerencia fue acogida con un silencio tan profundo que casi resultó atronador—. A Solinari o a la luna negra. ¿Qué os parece?

Trinos respondió por todos ellos; con el índice y el pulgar sobre los labios, emitió un sonido bastante grosero.

Sturm, que se hallaba reclinado en el suelo junto a la mesa, cambió de tema y dirigió una pregunta al grupo.

—¿Qué proyectos surgirán de este viaje?

—La exploración y realización de mapas resultarían mucho más fáciles desde el aire. Nuestra máquina significará un gran adelanto para la navegación. Todas las pesadas tareas de transporte que ahora realizan los barcos se llevarán a cabo de un modo mucho más eficiente por los aires. Imagino el día en que enormes naves aéreas, con seis u ocho pares de alas, surquen las nuevas rutas comerciales entre nubes y lleven mercancías de un extremo a otro de Krynn… —Tartajo se perdió en la grandeza de sus previsiones.

—Y, además, está la guerra —dijo Argos con voz siniestra.

—¿Qué guerra? —interpeló Kitiara.

—Cualquiera. Siempre hay una en alguna parte, ¿no? ¿Os imagináis a la caballería de los aires, abatiéndose sobre campos, granjas, ciudades, templos o castillos, y arrasándolos a todos por igual? Sería muy sencillo; sí, sencillo de verdad; fuego y rocas sobre la cabeza de los enemigos.

—En los talleres del Monte Noimporta se guardan artilugios aún más complejos, armas con las que no habría que recurrir a la magia para arrasar el mundo entero.

La morbosa visión del astrólogo sofocó la conversación.

—Da la impresión de que vosotros, gnomos, estáis planeando crear vuestra propia especie de dragones… dragones mecánicos, totalmente obedientes a la mano de su amo. Todas esas cosas descritas por maese Argos ya tuvieron lugar hace más de mil años, cuando los dragones tomaron parte en las grandes guerras —interrumpió Cupelix desde lo alto.

—Quizá no deberíamos hacer público el procedimiento secreto de la navegación aérea. —La voz de Remiendos estaba llena de incertidumbre.

—El conocimiento debe compartirse —aseveró Tartajo—. El saber no es malo en sí mismo; es el uso que se le da lo que determina que las consecuencias seas benignas o malignas.

—El conocimiento es poder —dijo el dragón, clavando la mirada en Kitiara, que escondió la suya tras la copa de vino. Cuando acabó de beber, la mujer se sentó sobre la mesa y se limpió los labios con el dorso de la mano.

—Olvidamos algo muy importante: tenemos una deuda pendiente y no nos marcharemos sin haberla saldado.

—¿Una deuda? ¿Con quién? —preguntó Carcoma.

—Con nuestro anfitrión. Éste extraordinario dragón: Cupelix. —Los gnomos aplaudieron con cortesía.

—Gracias, sois muy amables —dijo el reptil.

—Habríamos caído en poder de los lunitarinos si Cupelix no hubiera intervenido —prosiguió Kitiara—. Ahora estamos a salvo, la nave voladora se ha reparado, y, repito, tenemos una deuda que saldar. ¿Cómo lo haremos?

—¿Te apetece un poco de agua fresca? —ofreció Pluvio al dragón.

—Muy amable de tu parte, pero no es necesario. Los Micones me suministran agua de las cavernas.

—¿Tienes alguna máquina estropeada para arreglar? —inquirió pensativo Chispa.

—Absolutamente ninguna.

Todos los gnomos aportaron nuevas sugerencias, que fueron rechazadas con amabilidad por el dragón, por innecesarias o inaplicables.

—¿Qué podemos hacer entonces? —preguntó frustrado Alerón.

Cupelix expuso de forma sucinta su precaria situación en el interior del obelisco y cuánto anhelaba escapar de él. Los gnomos se quedaron mirándolo con fijeza y parpadearon confusos.

—¿Eso es todo? —dijo por fin Bramante.

—¿No quieres nada más? —fue la pregunta traducida de Trinos.

—Ésa sencilla tarea es todo lo que os pido —confirmó Cupelix.

Sturm se alzó hasta quedar sentado y percibió con claridad la dolorosa presión que le causaba aquella postura en la pierna herida.

—¿Has considerado, dragón, que la voluntad de un poder más alto te impuso permanecer de por vida entre estos muros? ¿No incurriremos en un sacrilegio al liberarte?

—Los dioses levantaron estas paredes y depositaron los huevos, pero en todos los cientos y cientos de años que he residido en el obelisco, ningún dios, semidiós, o espíritu, se ha dignado revelarme sus excelsos planes —replicó Cupelix, sin dejar de removerse inquieto, apoyando su peso alternativamente en una y otra pata—. Al parecer, piensas que es justo que me encuentre aquí confinado como un gallo en el gallinero. ¿No te das cuenta de que en realidad soy un prisionero? ¿Consideras inmoral liberar a un inocente cautivo?

—¿Qué ocurrirá con los huevos, si te marchas? —preguntó Bramante.

—Los Micones los cuidarán, y guardarán las cavernas hasta el fin de los tiempos. Ninguno de los huevos eclosionaría sin el estímulo preciso y deliberado. En ese aspecto, mi presencia es totalmente superflua.

—Propongo que lo ayudemos. —Kitiara habló con convicción. Luego se inclinó sobre la mesa y dirigió una penetrante mirada a los gnomos—. ¿Quién, con el corazón en la mano, negará que Cupelix merece nuestra ayuda?

Todos guardaron silencio. Por fin Sturm tomó la palabra.

—Aceptaré si el dragón responde a una pregunta: ¿qué hará una vez libre?

—Gozar de mi libertad, por supuesto. Viajaré, de aquí en adelante, dondequiera que las corrientes de los cielos me lleven.

Sturm cruzó los brazos.

—¿A Krynn? —inquirió con voz cortante.

—¿Por qué no? ¿Existe algún otro lugar más bello entre esta luna y las estrellas?

—Los dragones fueron expulsados de Krynn hace mucho tiempo a causa de que su poder se utilizaba para controlar los asuntos de los mortales. No regreses allí —se obstinó el caballero.

—Cupelix no es un dragón del Mal —argumentó Kitiara—. ¿Crees que después de haber vivido durante miles de años en esta luna, no ha dejado en él su impronta la influencia de la magia neutral?

—¿Y qué? —replicó con lentitud Sturm—. Es probable que Cupelix no represente un peligro para Krynn, pero es un dragón. Mis antepasados lucharon y murieron para librar a nuestro mundo de estas criaturas. ¿Cómo voy a deshonrar su memoria prestando mi ayuda para que uno de ellos, aunque pertenezca a las fuerzas del Bien, regrese allí?

Kitiara se levantó de un modo tan violento que su silla salió despedida.

—¡Por todos los dioses! ¿Quién te crees que eres, Sturm Brightblade? Mis antepasados también lucharon en Las Guerras de los Dragones. Pero eran otros tiempos y otras circunstancias. —La mujer se volvió hacia los gnomos—. Os pregunto una vez más: ¿vamos a corresponder a la hospitalidad de Cupelix con indiferencia? ¿Nos llenaremos la barriga con su comida y su vino, arreglaremos la nave con su colaboración, y nos marcharemos sin siquiera intentar ayudarlo a escapar?

La mujer los tenía en un puño. Los nueve pequeños semblantes, pálidos a causa de los días cortos y oscuros de Lunitari, la contemplaban con extasiada atención. Kitiara levantó la mano y señaló a Cupelix, que procuraba mostrarse abatido y desolado en su percha marmórea.

—¡Poneos en su lugar! —concluyó con grandilocuencia.

—¿Cuál de nosotros? —preguntó solícito Carcoma.

—Da lo mismo… uno o todos. Pensad en cómo os sentiríais si tuvieseis que pasar toda vuestra vida entre estas paredes, sin siquiera dar un paseo. Y considerad que la vida de un dragón dura, no cincuenta ni cientos de años, ¡sino miles! ¿Cómo os sentiríais atrapados en una torre solitaria, sin nadie con quien hablar… ni tampoco herramientas?

Bramante y Remiendos dieron un respingo.

—¿Sin herramientas?

—Exacto. Ni madera o metal con el que trabajar. Ni engranajes, ni válvulas, ni poleas…

—¡Horrible! —exclamó Chispa. Trinos lo secundó con una nota baja sostenida. Kitiara lanzó decidida la última ofensiva.

—Y nosotros, es decir, vosotros, tenéis la ocasión de enmendar este yerro. Contáis con vuestra capacidad inventiva para discurrir una solución para que Cupelix vuele en libertad. ¿Lo haréis?

—¡Lo haremos! ¡Lo haremos! —Alerón se puso de pie de un salto.

Pluvio y Remiendos lloraban por la injusticia infligida al pobre dragón, en tanto que Tartajo y Argos se bombardeaban el uno al otro con las primeras ideas para abrir el obelisco. Alerón se subió a la silla y a continuación trepó a la mesa; entonces, señaló con gesto dramático el casco desprovisto de alas de El Señor de las Nubes.

—¡A la nave! ¡Hemos de hacer planes! —gritó.

—Sí, sí, las herramientas están allí —recordó Carcoma.

—¡Y papel y plumas!

—¡Y los productos químicos y los crisoles!

—¡Y cabos y cordelaje!

—¡Y pasas!

Los gnomos se alejaron en tropel de la mesa; una minúscula oleada de exuberante idealismo y bulliciosa ingenuidad. Cuando el último de los hombrecillos desapareció en el interior de la nave, Kitiara sonrió a Sturm.

—Muy astuta. Lo has hecho muy bien —dijo él.

—¿El qué? —preguntó ella con simulada candidez.

—Ambos sabemos lo impulsivos que son los gnomos. Si añadimos a tu apasionado discurso en defensa de la libertad, la perspectiva de un proyecto de ingeniería de primera magnitud, no cabe duda de que el obelisco no tiene la menor probabilidad de perdurar.

—Espero que estés en lo cierto —intervino Cupelix. Sturm frunció el entrecejo. Era increíble la facilidad con que uno se olvidaba de su presencia cuando permanecía callado y fuera del campo de visión—. ¡No seas tan suspicaz! —le echó en cara el dragón—. Si mis intenciones fueran malignas, ¿crees que habría recurrido a banquetes y lisonjas? Mis Micones podrían haber retenido la nave por un tiempo indefinido hasta que hubieseis aceptado mis términos; u os hubiera dejado en poder de los hombres-árbol.

—Nadie ha dicho que seas malo, Cupelix —insistió Sturm—. Pero sí eres sutil; y estás tan decidido a conseguir tu propósito que si para alcanzar tu libertad hubieses tenido que sacrificar a Kit, a mí o a los gnomos, no creo que hubieses tardado mucho en abandonarnos a nuestra suerte.

El dragón extendió las alas y encogió las patas para elevarse en el aire.

—Puedes descansar tranquilo, maese Brightblade. Nadie será sacrificado. Todos volveremos a ver Krynn. Lo prometo.