23

En las recónditas cavernas

Los gnomos acogieron la invitación de Cupelix con su habitual entusiasmo. Los nuevos repuestos para El Señor de las Nubes aún precisaban un poco más de tiempo para enfriarse y poder ser instalados, por lo que la perspectiva de descender a la gruta les pareció de perlas. Pusieron la nave patas arriba a fin de dar con el equipo adecuado para la ocasión: plumas y papel, por supuesto; cuerdas; cintas métricas y teodolitos para la medición del trazado de las cavernas. Carcoma sacó una balanza grande para pesar los especímenes representativos de los huevos de dragón.

—¡Oh, no! Nadie los tocará, ni siquiera rozarlos —advirtió Sturm.

—Pero ¿por qué? —La pregunta la hizo Pluvio, que vestía su guardapolvo impermeable de forma continua.

—Los Micones tienen orden de matar a quienquiera que toque los huevos —explicó el caballero—. Ni siquiera Cupelix puede revocar tal precepto.

De mala gana, Carcoma renunció a llevar consigo la balanza. Dos horas antes del amanecer, Sturm y el grupo de gnomos rodeaban uno de los amplios orificios abiertos en el mármol. Cupelix estaba posado en la repisa, sobre sus cabezas, y Kitiara miraba divertida desde la puerta de la entrada la cómica formación de gnomos exploradores. Algunos de ellos, en especial Remiendos, iban tan cargados de herramientas que apenas se podían mantener de pie. El único «utensilio especial» que portaba Sturm era un largo rollo de cuerda, que le colgaba en bandolera.

—Confío en que no tengáis intención de bajar por una cuerda —dijo el dragón con voz mesurada—. El camino presenta muchas dificultades.

—¿Y de qué otro modo descenderemos ahí? —inquirió Tartajo.

—Os transportarán los Micones.

—¿Cómo lo harán? —Los ojos de Sturm se estrecharon.

—Es muy sencillo. —Cupelix guardó silencio e inclinó la cabeza, como solía hacer cuando se comunicaba por telepatía con las hormigas. Las cabezas duras y triangulares de los Micones asomaron por los orificios y, antes de que Sturm pudiera oponerse, seis hormigas estaban dispuestas ante el grupo de exploradores—. Son bastante resistentes para acarrear dos gnomos cada una de ellas. La sexta será la montura de maese Brightblade —explicó el dragón.

El caballero se volvió hacia Kitiara.

—¿Estás segura de no acompañarnos?

—Ya he explorado bastante en esta luna, gracias —respondió ella al tiempo que negaba con la cabeza.

Entretanto, los gnomos rodeaban a las hormigas y las medían, tocaban, y les daban golpecitos en los cuerpos cristalinos, desde las antenas hasta el puntiagudo abdomen. La superficie tersa de las criaturas no presentaba huecos donde posar los pies o sujetarse con las manos para montarlas; por lo tanto, tras varias discusiones interrumpidas por el suspiro impaciente de Sturm, los gnomos tejieron con cuerdas unas bridas más o menos aceptables. Los Micones soportaron con total inmovilidad aquella humillación; ni siquiera sus antenas, siempre ondeantes, se agitaron.

Chispa se puso a gatas y Tartajo se subió a su espalda para llegar hasta el lomo de la hormiga. Aun así, no alcanzaba el arqueado tórax de cristal. A Argos se le ocurrió una forma de auparle; apoyó ambas manos y un hombro en las posaderas de su compañero y empujó con todas sus fuerzas. Tartajo subió por el curvo caparazón cristalino, y subió, y subió… y lo sobrepasó; cayó de bruces por el otro costado de la hormiga. Por fortuna, algo blando paró su caída: Trinos.

Sturm hizo una lazada a modo de estribo y se izó hasta el lomo de un Micón.

—Es como montar una estatua. Fría y rígida —comentó mientras se removía para acomodarse.

Los gnomos emularon la lazada ideada por el caballero y, salvo unos pequeños chichones, subieron a sus monturas sin más percances. Formaron parejas: Tartajo y Chispa, Trinos y Argos, Carcoma y Pluvio, Bramante y Remiendos (por supuesto); Alerón quedó solo.

—¿Cómo se dirigen estas cosas? —susurró el carpintero. El ronzal rodeaba el cuello de la hormiga gigante, pero no había modo de controlar a un animal que no respiraba.

—No es necesario —informó el dragón—. Les he ordenado que os conduzcan a las cavernas, os esperen, y después os traigan. Seguirán mis instrucciones al pie de la letra; por consiguiente, no los desviéis. Sujetaos y disfrutad del paseo.

—¿Listos, colegas? —preguntó Tartajo.

—¡Listos! ¡Estamos preparados! ¡En marcha! —fueron las respuestas de sus compañeros. Sturm enrolló la cuerda en torno a su puño crispado y asintió en silencio. Los Micones comenzaron a caminar.

La hormiga gigante montada por el caballero se desplazaba segura sobre sus seis patas; al hombre le resultaba extraño el balanceo de lado a lado ya que estaba acostumbrado al trote de arriba abajo de un cuadrúpedo. Los pies de Sturm estaban tan sólo a unos centímetros del suelo, pero el Micón lo transportó sin vacilaciones hasta el orificio más cercano. Suponía que la criatura descendería como haría un hombre al bajar por una escala de mano, pero estaba equivocado. La hormiga entró de cabeza y se inclinó más y más; para evitar la caída, Sturm se dobló sobre sí mismo hasta que su pecho se reclinó sobre el combado dorso de la criatura y, tanto sus piernas como sus brazos, se cerraron con fuerza contra el cristalino cuerpo. El Micón descendió la pared vertical del orificio y emergió, cabeza abajo, en una abovedada caverna, con el perplejo Sturm aferrado como una parte más de su cuerpo, a través del techo.

Las monturas de los gnomos entraron del mismo modo, seguidas de chillidos, mezcla de deleite y terror, que resonaron en las paredes azules. Unas inmensas estalactitas, de entre nueve y doce metros de largo y tres de ancho en sus bases, colgaban hasta casi tocar el suelo. Las formaciones, de un azul pálido, brillaban con un tenue fulgor propio. Las paredes y el techo, del que Sturm no osó apartar los ojos, aparecían también adornados con un fino recubrimiento de cristal blancoazulado. A pesar de su aspecto resbaladizo como hielo, las puntiagudas patas de las hormigas se desplazaron por él con segura regularidad.

La montura de Sturm siguió un camino bien marcado entre las frías agujas; los Micones recorrieron el techo de la caverna unos treinta metros y, de forma abrupta, comenzaron a descender por la pared. Treinta metros más abajo, las hormigas giraron y se desplazaron por el suelo de la gruta, que estaba cubierto con algo parecido a grandes fragmentos de pergamino viejo y cuero rojo. Éstos residuos se arremolinaban a los pies de las hormigas a medida que caminaban; por fin, las criaturas se detuvieron justo debajo de los orificios abiertos en el pavimento del obelisco. La abovedada caverna irradiaba una luminiscencia sutil que recordaba el fulgor menguante de Solinari, pero aquí la luz se difundía en todas direcciones, sin dejar el menor resquicio a las sombras.

* * *

Después de la marcha de Sturm y los gnomos, Kitiara aguardó nerviosa a que los excitados chillidos medio placenteros y medio aterrorizados de los hombrecillos se desvanecieran conforme se internaban en los subterráneos. Cupelix se posó junto a la nave voladora.

—Y bien, querida, ¿estás dispuesta? —inquirió.

—Sí, claro. ¿Cómo subiremos hasta allí? —Ella se mordió los labios y se frotó los brazos como si tuviese frío.

—Lo más sencillo será que yo te lleve.

Kitiara lo miró dubitativa. Las patas delanteras del reptil eran bastante pequeñas en comparación con las macizas posteriores, capaces de aplastar a un buey con toda facilidad; aun así…

—Si te subes a horcajadas a mi cuello, volaré sin brusquedad hasta el pináculo —propuso Cupelix, consciente de las inquietudes de la mujer.

Sin más, el dragón apoyó la inmensa cabeza en el pavimento y Kitiara pasó una pierna sobre el cuello grueso y sinuoso. Las escamas eran tan rígidas y frías como la mujer había esperado; por su tacto, parecían de cobre más que de tejidos vivos, como eran en realidad. Cuando Cupelix irguió la cabeza, Kitiara percibió bajo sus piernas el poderoso movimiento de los músculos y se inclinó hacia adelante, al tiempo que aferraba los cantos de dos escamas para afianzarse. Un momento después, el dragón extendió las alas y se elevó en el aire.

El perímetro de la torre en sus dos primeros tercios era cuadrado, pero justo donde sobresalía una plataforma mucho mayor que las otras, las paredes se inclinaban hacia el interior, lo que limitaba la maniobra de Cupelix. El reptil dibujó un ángulo con las alas y se agarró a la cornisa; luego avanzó de lado mientras deslizaba las garras por el antepecho, muy desgastado tras siglos de uso. Kitiara se asomó por encima del hombro del dragón y miró hacia abajo. El Señor de las Nubes semejaba un barco de juguete y los agujeros por los que habían entrado Sturm y los gnomos eran simples borrones en una página carmesí.

Cupelix llegó a un pilar horizontal que cruzaba desde la repisa norte hasta el lado este y avanzó por él hasta situarse en el centro. Tomó impulso para saltar.

—¡Sujétate! —advirtió a la guerrera.

A aquella altura no había suficiente espacio para volar; por ello, mantuvo las alas plegadas en el salto que los llevó treinta metros más arriba, donde el perímetro del obelisco era ya realmente angosto.

Kitiara se atrevió por fin a abrir los ojos. El suelo, ciento veinte metros más abajo, era un cuadrado de color rosa leve. Sobre sus cabezas, el obelisco terminaba de forma abrupta en un techo liso. Sin poder evitarlo, la mujer apretó con todas sus fuerzas las escamas a las que se sujetaba; un estremecimiento recorrió el colosal cuerpo de Cupelix.

—Me haces cosquillas —comentó. Luego, acercó el ala derecha hacia la mujer y, con las imponentes uñas que sobresalían del borde superior, se rascó en el punto estimulado.

—¿Vas a dar más saltos? —Kitiara intentó que su voz no exteriorizara el desasosiego que la dominaba.

—Oh, no, desde aquí sólo hay que escalar.

A fuerza de músculos y garras, el dragón ascendió los restantes metros con seguridad y destreza; se detuvo al tocar con la cabeza en el plano techo que los separaba de la sección más elevada de la torre. Kitiara creyó que el reptil pronunciaría alguna palabra mágica con la que el camino quedaría expedito pero, en cambio, Cupelix plantó la astada cabeza contra la losa de piedra y la empujó. El cuello se arqueó por la presión ejercida y la mujer quedó comprimida entre los poderosos músculos de las alas. Estaba a punto de protestar, cuando un amplio sector del techo se elevó con cierta renuencia. Cupelix empujó hacia arriba hasta que la losa quedó en posición vertical; acto seguido, agachó el cuello y Kitiara desmontó en el interior del sanctasanctórum del dragón. Al plantar los pies en el suelo de mármol, resbaló y por un angustioso momento pareció que el distante pavimento del obelisco salía a su encuentro. Kit se apartó unos pasos del abismal vacío y exhaló un silencioso suspiro de alivio.

—¡Arryas shirak! —exclamó el dragón. Una esfera de dos metros y medio de diámetro, ubicada en el mismo ápice del obelisco, resplandeció con un fulgor deslumbrante y la guarida de Cupelix se manifestó con todo lujo de detalles: ingentes montones de libros y pergaminos, candelabros, incensarios, braseros y otros utensilios mágicos, todos forjados en oro. Cuatro tapices, tan antiguos que los bordes inferiores aparecían desmenuzados, cubrían las paredes; uno de ellos, de cinco metros de ancho por cinco de alto, representaba a Huma el Lancero, montado en un dragón que escupía fuego, en el momento de empalar a un esbirro de la Reina de la Oscuridad. La armadura del caballero estaba tejida con hilos de oro y plata.

El segundo tapiz era un mapa de Krynn en el que no sólo se reproducía el continente de Ansalon, sino también otras masas de tierra situadas al norte y al oeste.

La tercera colgadura mostraba un cónclave de los dioses. Todos estaban allí: los del Bien, los neutrales, y los del Mal. No obstante, la imagen que en verdad atrajo la atención de Kitiara fue la de la Reina de la Oscuridad. Takhisis aparecía apartada de los otros dioses, con porte regio y gesto desdeñoso. El tejedor la había plasmado no sólo hermosísima, sino también aterradora, con las patas escamosas y la cola de púas. Conforme Kitiara pasaba frente a la imagen, el rostro de la Reina Oscura adoptaba alternativamente expresiones de crueldad, desdén, severidad o fascinante seducción. La guerrera habría permanecido contemplándola hasta el fin de los tiempos si Cupelix no hubiera bajado la losa de la entrada; el resonante golpe causado por varias toneladas de mármol al cerrar el suelo, la sacó de su trance.

El cuarto tapiz era el más enigmático. Era el dibujo de una balanza, semejante a la constelación Hiddukel, excepto que en ésta, el pie del astil no estaba roto. En el platillo de la derecha se encontraba un huevo; en el de la izquierda, la silueta de un hombre. Cupelix dio unos pasos sobre la losa de la entrada y las uñas de sus garras repiquetearon en el mármol.

—¿Entiendes ese cuadro? —preguntó a la mujer.

—No estoy segura. ¿Qué clase de huevo es ése?

—¿A ti qué te parece?

—Bueno, si se trata de un huevo de dragón, imagino que el cuadro representa el mundo en equilibrio entre humanos y dragones… en tanto los dragones no sean más que huevos.

—Buena interpretación. Es una de las más obvias, aunque existen otras muchas.

—¿Quién hizo los tapices? —preguntó interesada Kitiara.

—No lo sé. Tal vez los mismos dioses. Estuvieron aquí antes que yo. —Cupelix se acercó al montón más abultado de libros y se tumbó sobre ellos. La mujer buscó un lugar donde tomar asiento; se decidió por un caldero de hierro adornado con runas de plata.

—Bien, pues aquí estoy —dijo—. ¿Por qué tu interés en hablar conmigo en particular?

—Porque eres diferente de los otros. Con el hombre, Sturm, me gusta polemizar; sin embargo, después de cinco minutos de charlar con él, lo encuentro demasiado transparente. Es claro y sincero en sus palabras pero muy ingenuo, ¿no es cierto?

—Es un buen tipo cuando no se empeña en imponer sus rígidos conceptos a otros. A veces cuesta mucho apreciarlo. —Kit se encogió de hombros.

—¿Y amarlo? —inquirió con espíritu ladino el dragón.

—¡Difícil! Admito que es atractivo y bien proporcionado; pero la mujer que conquiste el corazón de Sturm Brightblade ha de ser muy diferente a mí.

—¿Diferente en qué sentido? —Cupelix ladeó la cabeza.

—Una mujer ingenua, inocente; alguien acorde con su caballeresca concepción de la pureza.

—¡Ah! Una fémina inmaculada, limpia de deseo o lujuria.

Kitiara esbozó una sonrisa retorcida.

—Bueno, no del todo.

—¡Ja! —El grito burlón de Cupelix hizo que se derrumbara una de las pilas de libros; de las amarillentas páginas se levantó una nube de polvo—. Eso es lo que me gusta de ti, querida; eres tan franca, tan imprevisible… Aún no he sido capaz de leer tu mente.

—¿Lo has intentado?

—Oh, sí. Es primordial saber lo que piensa un mortal peligroso.

—¿Y yo lo soy? —Kitiara se echó a reír.

—En extremo. Como he dicho antes, maese Brightblade me resulta transparente, y los pensamientos de los gnomos revolotean como locas mariposas, pero tú… tú, mi querida Kitiara, requieres una atenta observación.

—Ha llegado el momento de que respondas con franqueza algunas preguntas, dragón —dijo ella, al tiempo que se palmeaba las rodillas—. ¿Qué quieres de nosotros? ¿De mí?

—Ya te lo dije. Salir de esta torre e ir a Krynn. Estoy harto de vivir encerrado, sin hablar con nadie, sin otra cosa que comer que las sobras que los Micones saquean para mí.

—Pero a nosotros nos has abastecido con excelentes alimentos.

—No comprendes la fórmula esencial de la magia. Para obtener una pequeña cantidad de materia se precisa una aportación enorme de energía… así es como funciona. Lo que para ti sería un banquete, a mí me serviría de tentempié.

—Eres grande y fuerte —comentó Kitiara—. ¿Por qué no te has abierto camino a través de los muros?

—Me sepultaría bajo sus escombros. No lograría mi propósito. —Las pupilas verticales del dragón se estrecharon—. Además, existe un geas, un tabú mágico que me impide dañar la estructura. He intentado en infinidad de ocasiones, con infinidad de fórmulas, convencer a los Micones de que derriben la torre, pero se han negado. Éste lugar está protegido por un poder superior y para superarlo se precisa una tercera fuerza en litigio. Tus ingeniosos amiguitos, querida, son esa tercera fuerza. Sus pequeños pero fértiles cerebros pueden concebir cien proyectos por cada uno que tú o yo imaginemos.

—Y de los cien, ninguno práctico.

—¿De verdad? Me sorprendes una vez más, mi joven y encantadora mortal. ¿No han sido estos mismos gnomos los que te han traído a Lunitari? —Ella objetó que el viaje se debía a un accidente.

»Los accidentes no son otra cosa que probabilidades imprevistas… que incluso a veces se provocan —replicó el dragón.

Mientras el dragón hablaba, Kitiara miró de reojo y experimentó la sensación de que la Reina de la Oscuridad los observaba con arrogancia desde su tapiz.

—¿Qué harías si te sacáramos de aquí? —preguntó con los ojos aún prendidos en el fascinante rostro.

—Por supuesto, volar a Krynn y establecer allí mi residencia. Me atrae con mucha fuerza el mundo mortal y ese asombroso despliegue de vida tan variada y pujante. —Kitiara resopló despectiva—. ¿Por qué haces eso? —le preguntó Cupelix.

—¡Consideras la vida de Krynn extraordinaria! ¿Cómo describes entonces a todas las criaturas que moran a tu alrededor?

—Para mí son algo corriente, lo único que conozco, ¿comprendes? Y me aburren. ¿Imaginas una conversación medianamente interesante con los hombres-árbol? Sería como hablar con las piedras. Ignoras que la vida vegetal que crece en Lunitari es tan débil y efímera que no posee aura mágica propia. Si hay vida en esta luna se debe tan sólo a la fuerza irradiante de mis semejantes encerrados en los huevos. —Cupelix exhaló un borrascoso suspiro—. Deseo contemplar los océanos, los bosques, las montañas. Conversar con los sabios mortales de todas las razas para que mi sabiduría trascienda las fronteras marcadas por estos viejos libros.

—Lo que tú ansias es el poder. —Kitiara creyó comprender.

—Si el conocimiento es poder, entonces la respuesta es sí. No soporto el confinamiento en esta prisión perfecta. Cuando mis Micones exploradores encontraron a los gnomos, por primera vez tuve la esperanza de que mi deseo se hiciera realidad. —Y Cupelix cerró una garra con ímpetu.

Kitiara guardó silencio durante un momento. Cuando habló, eligió con cuidado las palabras.

—¿No temes las represalias?

—¿Represalias, de quién? —El dragón levantó sorprendido la cabeza.

—De los creadores del obelisco. Cuando existe una prisión, lo lógico es que también haya un carcelero.

—Los dioses duermen. Ni Gilean, el Viajero Gris; ni Sirrión; ni Reorx, manejan ya las riendas del destino. El camino está libre para actuar. Vuestro viaje a Lunitari lo confirma. En tiempos de Huma, jamás se habría tolerado algo semejante.

«Los dioses duermen», repitió para sí Kitiara. ¡El camino estaba libre! Aquéllas palabras se agitaron en lo más hondo de su ser. Debía de ser cierto; un dragón lo aseguraba.

—Dime en qué estás pensando. —La voz de Cupelix la sacó de sus reflexiones—. Me inquieta verte tan callada.

Un osado proyecto comenzó a tomar forma en la mente de Kitiara.

—¿Has considerado lo que harás cuando estés en Krynn? —preguntó en voz alta—. Éstos libros tuyos están desfasados. No te vendría mal disponer de un guía.

—Has pensado en alguien para ese cometido, ¿verdad, querida mía? —La voz del dragón sonó con sarcasmo.

—Hay pocos que conozcan Ansalon tan bien como yo. Mis viajes me han llevado a los lugares más remotos. Juntos recorreríamos el mundo y cosecharíamos cuantos beneficios nos fuera dado obtener. —La mujer miró a los ojos del dragón—. Como socios.

Cupelix silbó y se palmeó los costados con las garras delanteras. Sin duda, el dragón era un excelente imitador de los gestos humanos.

—¡Mi querida mortal! ¡Tu sentido del humor acabará conmigo! —dijo.

—¿Qué te parece divertido? —A Kitiara se le ensombreció el gesto.

—Hablas de una asociación conmigo con la misma naturalidad con que imparto órdenes a mis Micones. ¿Supones que estás tratando con un igual? ¡Eso sí que tiene gracia! —Cupelix estalló en carcajadas y al echar la cabeza hacia atrás se propinó un buen golpe contra la pared. Aquello le ayudó a contener su regocijo, pero para entonces, Kitiara se había levantado de un salto. Temblaba de pies a cabeza por la ira al saberse humillada.

—¡Quiero marcharme! —gritó descompuesta—. ¡No tengo por qué soportar tus burlas!

—Siéntate. —La voz de Cupelix fue afable, pero al adoptar la mujer una actitud desafiante, el dragón pasó la cola por detrás de ella y le hizo una zancadilla. Kitiara cayó al suelo de manera estrepitosa.

—Algo ha de quedar bien claro, mi querida jovencita: en la escala de la vida, ocupo un peldaño infinitamente superior al tuyo. Y lo menos que espero de mis huéspedes es un trato educado y respetuoso, ¿de acuerdo? —Ella se frotó las doloridas posaderas y no dijo una palabra—. Ante ti tienes a un representante de las criaturas más grandiosas que hayan existido y, sin embargo, te muestras muy insolente. ¿A qué se debe tu desmesurado orgullo?

—Soy como quiero y vivo como quiero —fue la escueta respuesta—. En un mundo donde casi todos son unos pobres e ignorantes campesinos, me gano la vida como un guerrero. Tomo cuanto puedo y doy lo que se me antoja. No te necesito, dragón. ¡No necesito a nadie!

—¿Ni siquiera a Tanis? —El rostro de Kitiara se oscureció—. ¡No te enfurezcas! Incluso tu ingenuo amigo Sturm habría oído el desgarrado grito de tu corazón. ¿Quién es ese hombre y por qué lo amas?

—Es un semielfo, no un humano, si es lo que te interesa saber. —Kitiara respiró hondo—. ¡Y no lo amo!

—¡De veras! ¿Cómo puede fallarme tanto la intuición? Me encantaría escuchar la historia de Tanis. —Las fauces de Cupelix se distendieron en un cómico remedo de la sonrisa humana—. ¿Por favor?

—Sólo quieres enterarte para después mofarte de mí.

—¡No, no! Las relaciones entre humanos me fascinan. Quiero comprenderlas.

Kitiara se sentó de nuevo sobre el caldero de hierro. Su mirada vagó por el vacío mientras evocaba las imágenes del pasado.

—También a mí me gustaría entender a Tanis —comenzó—. Cuando una mujer participa en un juego varonil, la guerra, se topa con todo tipo de hombres. La mayoría son un asqueroso montón de matones y degolladores. En aquellos primeros años, cuando era todavía una adolescente, me batí a duelo al menos cien veces con individuos que intentaron aprovecharse de mí, abusar de mi condición de mujer. Al final, me volví tan fría y tan dura como el acero que manejaba. —Sus dedos acariciaron la espada—. Entonces apareció Tanis.

»Fue en otoño, hace unos cuantos años. La campaña de verano había concluido y mi último comandante me había despedido tras pagarme mi salario. Entonces, cabalgué hacia el sur, camino de Solace, con la bolsa repleta de monedas de plata. En el bosque, una partida de goblins me tendió una emboscada; una flecha alcanzó a mi caballo y yo salí despedida por los aires. Los goblins surgieron de sus escondrijos en los matorrales; blandían hachas y garrotes y estaban dispuestos a acabar conmigo. Me quedé quieta en el suelo y esperé. Cuando los tuve cerca, salté sobre ellos sin darles tiempo a pestañear siquiera. En un momento, acabé con dos de ellos y me preparé para jugar un rato con el par que quedaba. Los goblins son increíblemente torpes como ladrones, pero aún lo son más cuando se trata de enfrentarse con resolución a un combate.

»Uno de ellos tropezó y el muy estúpido se ensartó con su propia arma. Al otro, lo señalé con mi marca; el cobarde gritaba como un cerdo. Me disponía a rematar a aquel gusano, cuando de la maleza salió un tipo muy atractivo con un arco. En un primer momento, me alarmé porque supuse que acompañaba a los goblins; pero, antes de que pudiese reaccionar, una flecha rematada con plumas de ganso gris atravesó al último de los salteadores. Entonces, caí en la cuenta de que el muy ingenuo pensaba que me había salvado de un peligro.

Kit hizo una pausa. Una sombra de sonrisa jugueteó en sus labios.

»Tiene gracia; pero en aquel momento su intervención me enfureció. Deseaba matar al goblin, ¿comprendes?, y Tanis me había privado de aquella satisfacción. Lo perseguí, pero él me mantuvo a raya hasta que mi cólera remitió. ¡Cómo nos reímos después! Con Tanis me sentía contenta, feliz… Sí, él despertó mis sentimientos, algo que nadie había logrado hacía mucho, mucho tiempo. Por supuesto, no tardamos en ser amantes, pero nuestra relación fue mucho más que eso. Cabalgamos, cazamos, hicimos travesuras propias de dos chiquillos… Vivimos, ¿comprendes? ¡Vivimos!

—¿Por qué terminó ese amor? —preguntó Cupelix con voz queda.

—Quería que me quedara en Solace, algo a lo que yo no podía acceder. Traté de convencerlo para que viniera conmigo, pero él jamás lucharía por dinero. Es semielfo, como ya he dicho; algún bribón mercenario forzó a su madre, una elfa, y así es como fue engendrado. En un rincón de su corazón alberga un frío rencor por cualquier soldado. —Kitiara apretó los puños—. Si Tanis hubiera luchado a mi lado, habría dado hasta la última gota de mi sangre por él.

Sobrevino un corto y tenso silencio. Luego, Kitiara se palmeó una rodilla.

»Tanis era un tipo alegre y divertido; en ese aspecto, resultaba mucho mejor compañero que Sturm, siempre tan serio, tan circunspecto. Pero llegó el momento en que hube de elegir entre su estilo de vida y el mío. Tomé mi decisión y… bueno, aquí estoy.

—Por lo que me alegro. ¿Me ayudarás a escapar?

—Volvemos a lo de antes, ¿no? Muy bien. ¿En cuánto valoras mi ayuda?

Las orejas del dragón se erizaron de tal modo que las membranas venosas adheridas a los apéndices se extendieron como abanicos.

—¿No te preocupa tu propia seguridad? —preguntó con voz cavernosa.

—No te tires faroles conmigo, dragón. Si hubieras tenido intención de valerte de amenazas, ya las habrías empleado con Tartajo, Trinos y Chispa, antes de nuestra llegada. No vales para eso. Iría contra tu naturaleza.

Tanto el gesto torvo del reptil como el teatral tono intimidante de su voz se vinieron abajo.

—Cierto, cierto. Eres incisiva como una cuchilla afilada, Kit. Tus cortes son profundos y certeros —asumió.

La mujer hizo un burlón saludo con la mano.

—No soy nueva en este juego de embite. —Kit se puso de pie. Una delgada franja de luz que se filtraba por una tronera del obelisco, acarició sus hombros—. Reflexiona sobre mi oferta de formar sociedad. No ha de ser de por vida; un año o dos serían suficientes. Hazlo por mí, y yo hablaré al grupo en tu favor.

La claridad diurna iluminó la estancia y la esfera del techo se amortiguó hasta apagarse. A la luz del sol, Kitiara observó que los libros y pergaminos estaban aún más deteriorados de lo que había imaginado. En medio de tanta decadencia, la precaria situación del dragón se hizo más obvia. Llegaría el día en que Cupelix no tendría otra cosa para leer que un montón de papeles putrefactos y enmohecidos.

—¿Cuántos siglos más vivirás? —le preguntó.

—Muchos. —Las pupilas del dragón se estrecharon.

—Entonces, cabe la posibilidad de que otros aparezcan por aquí y te liberen. Sin embargo, piensa en la monotonía, en la soledad. Pronto no quedarán libros, ni tapices, ni compañía…

—¿Socios durante un año? —interrumpió Cupelix.

—Dos —impuso con firmeza Kitiara—. Es un lapso minúsculo en la vida de un dragón.

Por fin, Cupelix se comprometió a viajar con ella durante dos años cuando hubiesen llegado a Krynn. La mujer se desperezó al tiempo que sus labios se distendían en una amplia sonrisa. Se sentía satisfecha. Aquél insensato viaje a la luna roja le había proporcionado algo más que una fuerza muscular incrementada. Un dragón vivo sería su compañero de andanzas ¡durante dos años enteros!

—Será una gran aventura —comentó en voz alta.

—Sin duda. —Las mandíbulas del dragón se cerraron con un seco chasquido.

Kit se aproximó a la ventana para respirar un poco de aire fresco. Los rayos, producto de la esencia mágica descargada en el aire de la luna roja, se dispararon atronadores desde la cúspide del obelisco. Al desvanecerse los relámpagos, la mujer oteó el valle que se extendía a sus pies.

—¡Los lunitarinos se han puesto en movimiento! —exclamó.

—Por supuesto. Es de día.

—¡Pero es que han formado filas! ¡Creo que van a atacar!

* * *

Como los Micones no daban señal de moverse, Sturm propuso que exploraran por su cuenta. Los gnomos se desataron y se dejaron caer de los lomos de las hormigas. El caballero desmontó y dio unas palmaditas en la cabeza de su montura; se trataba de un hábito que había adquirido con su primer caballo. La gigantesca hormiga ladeó la triangular cabeza y chasqueó las mandíbulas. Sturm se preguntó si aquel gesto sería una respuesta de complacencia. Era difícil de adivinar.

Los desechos amontonados en el suelo le llegaban a la altura de la rodilla; a los gnomos, hasta la cintura. Argos examinó con su lupa un pedazo de cuero rojo.

—Ummm… No parece materia vegetal —opinó el hombrecillo. Entretanto, Carcoma intentaba escribir en uno de los trozos del material que parecía pergamino marrón, pero la superficie era tan satinada que no dejó marcado un solo trazo. Sturm trató de rasgar en dos uno de los fragmentos, pero la extraña vitela resistió los tirones.

—Con esto se podrían fabricar unas botas excelentes. ¿Qué será? —se preguntó el hombre.

—Diría que se trata de una especie de piel de animal. —Tras ofrecer su dictamen, Argos guardó su lupa en la funda.

—No hemos visto ningún animal en Lunitari, a excepción del dragón —objetó Tartajo—. Incluso los Micones se parecen más a un mineral que a una criatura viva.

—Es posible que exista alguna especie de bestias en estas cavernas —intervino Alerón—. Alguna variedad de animales que no hemos visto hasta ahora.

A Pluvio se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Alguna especie devoradora de gnomos? —preguntó, con un hilo de voz, después de tragar saliva con un ruido estentóreo.

—¡Simplezas! —exclamó Argos—. Los Micones no permitirían que algo peligroso merodeara cerca de los huevos de dragón. Dejad de inventar cuentos terroríficos.

Chispa se había apartado un poco del grupo y palpaba ensimismado el recubrimiento de las paredes. El gnomo extrajo un martillo para remaches de su cinturón abarrotado de herramientas, golpeó la pared, y ¡bong!

Al chocar el pequeño martillo contra el extraño revestimiento, la onda sonora retumbó de un modo ensordecedor en toda la caverna. Las vibraciones fueron tan poderosas que los gnomos perdieron la estabilidad y cayeron en medio de los desechos que tapizaban el suelo. Sturm se aferró a una achaparrada estalagmita hasta que el estremecedor zumbido cesó.

—¿Por qué lo has hecho? —gimió espantado Carcoma, al que, a causa de su incrementado sentido del oído, el agudo tono había provocado una hemorragia en la nariz.

Los Micones chasqueaban una y otra vez las mandíbulas y sacudían la cabeza.

—Fascinante —opinó Tartajo—. ¡Una cámara de resonancia perfecta! ¡Claro! ¡Ahora lo comprendo!

—¿Qué? —preguntó Bramante.

—La acumulación de desperdicios. Es un acolchado, un revestimiento aislante que amortigua los pasos de las hormigas.

El grupo se abrió paso con dificultad entre los desechos y llegó al final de la oblonga cámara. El nivel del techo descendió y el suelo subió hasta desembocar en una estrecha abertura circular. El borde del orificio tenía un remate de puntiagudos salientes de cuarzo, probable obra de los Micones. Nada que no fuera tan duro como el cuerpo cristalino de las hormigas atravesaría la abertura sin hacerse girones. Los gnomos retrocedieron y comenzaron a proponer infinidad de soluciones al problema.

Sturm dio un sonoro suspiro. Se volvió y empezó a recoger una brazada de fragmentos del peculiar pergamino que extendió sobre los salientes dentados. Luego, apretó fuertemente con las manos. Las puntas afiladas atravesaron las tres o cuatro primeras capas de material, pero las restantes resistieron sin romperse.

—Con permiso —dijo Sturm, mientras aupaba a Tartajo y lo sentaba sobre el acolchado pergamino. El gnomo se deslizó por la abertura hasta la cámara que se abría al otro lado. Uno tras otro, los demás gnomos siguieron el mismo camino. El grupo se sumergió en la oscuridad con su habitual proceder despreocupado y bullicioso.

Sturm se apresuró a cruzar la estrecha hendidura para alcanzarlos. Emergió en una cámara amplia; en las paredes, de las fisuras abiertas en las rocas, rezumaban unas vetas líquidas de cristal rojo oscuro que, al entrar en contacto con el aire húmedo y templado de la cámara, se tornaban púrpura claro, en tanto adoptaban de manera paulatina una forma concisa. El entorno estaba lleno de Micones a medio formar; algunos sólo eran cabezas; otros, cuerpos enteros pero carentes de patas; y otros, por último, estaban tan acabados, que las antenas oscilaban.

—Así que esto es la incubadora de hormigas —exclamó asombrado Alerón.

—«Incubadora» no es la palabra adecuada —intervino Bramante. Tartajo pasó por alto la discrepancia de su compañero y habló con evidente admiración.

—¡Cristal de roca vivo! Me pregunto qué o quién influirá para que adopte la forma de hormigas.

—El dragón, supongo —opinó Argos, al tiempo que giraba sobre sí mismo y examinaba las crías de Micones—. Recordad su comentario de que había intentado que los hombres-árbol fueran sus sirvientes, pero había fracasado. No hay duda de que descubrió este cristal vivo y lo utilizó para crear unos esclavos perfectos, obedientes e incansables.

El grupo caminó en fila y se dirigió hacia el centro de la nueva gruta. Como ocurría en la anterior, unas estalactitas azuladas irradiaban una luz suave que alumbraba el entorno. Chispa se aproximó a uno de los Micones que estaba casi completo con el propósito de tomar medidas de la cabeza. La hormiga se movió como un rayo y cerró las poderosas mandíbulas en torno al brazo del gnomo, que soltó un alarido.

—¡Quietos! —ordenó Sturm. El caballero intentó separar las mandíbulas de la criatura, pero estaban tan cerradas con tanta fuerza como un cepo. Su aspecto de sierra dentada le hizo temer por un momento que cercenarían con facilidad la carne y el hueso… De pronto cayó en la cuenta de que el brazo del gnomo no sangraba. Chispa se debatía con energía y golpeaba la maciza cabeza de la hormiga con su endeble regla plegable.

—¿No te había cogido el brazo? —preguntó atónito el hombre.

—¡Auch! ¡Aaay! ¡Claro! ¿Qué crees que es esto, mi pie?

Sturm alargó la mano y tocó el brazo del gnomo. Las mandíbulas del Micón no estaban prendidas en la carne sino en la tela de la manga.

—Quítate la chaqueta —le dijo con voz tranquila.

—¡Auch! ¡Ufff! ¡No puedo!

—Deja, te ayudaré. —El hombre se colocó frente al gnomo y desabotonó y desató la compleja serie de lazadas y enganches que abrochaban la prenda. Luego sacó el brazo izquierdo de Chispa y a continuación el derecho. Por último, la chaqueta quedó colgada de las mandíbulas de la hormiga, que no había efectuado ni un solo movimiento.

—¡Mi chaqueta! —gimió quejumbroso el gnomo.

—¡No importa! Deberías agradecer a los dioses que no haya sido tu brazo lo que ha quedado atrapado entre las pinzas de esa cosa —lo reprendió el caballero.

—Gracias, Reorx —musitó obediente Chispa, aunque su mirada anhelante y pesarosa siguió fija en la prenda. Un lagrimón resbaló por su mejilla—. Yo mismo la diseñé: la Chaqueta Unitalla-Para-Todos Aislante Del Aire, Fase III.

—Puedes hacer otra —lo consoló Alerón—. De calidad superior y con mangas desmontables, en previsión de otro percance semejante.

—¡Oh, sí! ¡Qué idea tan espléndida! ¡Mangas de quita y pon! —Chispa, entusiasmado, dibujó un boceto en el puño blanco de su camisa.

Al dejar atrás el nido de hormigas, la caverna se ramificaba en varios túneles y los expedicionarios no descubrieron ninguna indicación que señalara el camino a seguir. Carcoma sugirió que el grupo se dividiera a fin de recorrer todos los pasadizos, pero Tartajo se opuso y Sturm se mostró de acuerdo con él.

—No conocemos la extensión de la gruta y si nos separamos es muy probable que alguien se pierda. Además, ignoramos la reacción de los Micones ante el cambio de planes. —Las palabras del caballero eran sensatas y Argos las corroboró.

—La comprensión de estas criaturas es muy literal; para ellas, varios grupos de dos no significarán lo mismo que uno de diez.

La imagen de la chaqueta de Chispa apresada en el cepo indestructible del Micón influyó de manera decisiva en que decidiesen permanecer juntos. Tras deliberar, eligieron el túnel más ancho. Enseguida, el suelo se inclinaba en una pendiente tan pronunciada que los gnomos renunciaron a bajarla caminando y, en lugar de eso, se sentaron y se deslizaron por ella como si fuese un tobogán. Sturm hubiera preferido bajar de un modo más digno, pero el suelo estaba resbaladizo por la humedad y no le costó mucho decidirse a emular la acción de los gnomos.

El suave descenso terminaba en una nueva caverna, más baja y también mucho más calurosa y húmeda que la precedente. El aire estaba saturado de vapor, y de las paredes y el techo goteaba agua de forma permanente. Desde su posición, Sturm entrevió las borrosas siluetas de los gnomos que vagaban entre las blancas volutas de vapor.

—¡Tartajo! ¡Argos! ¿Dónde estáis?

—¡Aquí! —El caballero echó a andar con pasos inseguros y se internó en la envolvente niebla. También en aquel lugar la fuente de luz provenía de numerosas estalactitas. El suelo irradiaba un extraño calor.

—Cuidado con el magma —le advirtió Carcoma, que apareció ante sus ojos a través de la niebla. El gnomo señaló una especie de chimenea o embudo de roca vidriada que sobresalía del suelo. Un halo ardiente se cernía sobre la boca del cono. Sturm se asomó al agujero y vio que aquella especie de olla natural rebosaba de un viscoso fluido naranja incandescente. Una gran burbuja líquida reventó en el mismo centro del caldo.

—Roca fundida —explicó el gnomo—. Por eso hace tanto calor en esta caverna.

Sturm sintió la tentación casi irreprimible de tocar el burbujeante líquido, pero la bocanada de calor que azotó su rostro al acercarse disipó cualquier duda acerca de la tremenda temperatura del magma. Otro de los gnomos, Alerón, salió de los vaporosos remolinos.

—¡Por aquí! —les gritó.

Ambos se encaminaron a través de innumerables calderos hirvientes que emitían borbotones de roca líquida. A medida que avanzaban, la respiración se hizo más trabajosa por las emanaciones de sulfuro que impregnaban el aire. Sturm notó un escozor en la garganta y al toser se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo.

Los perniciosos vapores remitieron un tanto en las proximidades de la pared del fondo de la caverna. Los otros gnomos estaban arracimados bajo un reducido orificio que se abría en lo alto del muro. Sturm alzó la vista y observó la tenebrosa abertura.

—¿Es aquí? —preguntó.

—Debe de serlo —respondió Argos—. No existe ninguna otra salida.

—Quizás era uno de los túneles que dejamos atrás. —La sugerencia de Bramante parecía motivada por el aspecto ominoso del sombrío agujero.

—El camino elegido es el correcto —intervino Tartajo—. Como responsable del grupo y miembro de mayor edad del equipo, me corresponde abrir la marcha.

—No, no lo harás —se opuso Sturm—. Yo voy armado. Iré primero para asegurarme de que no haya peligro.

—¡Excelente idea! —exclamó Bramante.

—Bien, si insistes… —La voz de Tartajo denotaba alivio.

—Necesitarás luz. —Chispa desabrochó uno de los incontables y amplios bolsillos de sus pantalones—. Si aguardas un momento, te prestaré mi Lámpara Plegable Portátil De Auto-Encendido, Fase XVI. —El gnomo desplegó una caja plana de latón y la puso en el suelo. De otra caja de madera extrajo una masa viscosa semejante a la grasa de los ejes de las ruedas y vertió una pequeña cantidad en la lámpara. Luego rebuscó en otro bolsillo y sacó una cápsula de cristal, estrecha y alargada, cerrada con precisión. El gnomo rompió el sello de cera y tiró del corcho. Un aroma penetrante y volátil impregnó el aire de la caverna. Chispa se agachó y alargó con cuidado el brazo hacia la lamparilla; guiñó un ojo con fuerza al desprenderse de la cápsula una gotita del fluido.

Cuando la gota cayó sobre el pegote de grasa, se produjo un sordo estampido y el fogonazo subsiguiente iluminó todo el entorno. La masa viscosa ardió con vivacidad. Sturm alargó la mano para coger la lamparilla en el mismo momento que el artilugio emitía unos minúsculos estampidos y chisporroteos que escupieron fragmentos de grasa encendida en todas direcciones.

—¿Estás seguro de que no es peligroso? —preguntó el caballero con cierto desasosiego.

—Bueno, al cabo de unos minutos, la caja de estaño se derrite; pero hasta entonces funcionará.

—¡Maravilloso! —Sturm cogió la agresiva lamparilla por el delgado aro metálico y se dirigió al oscuro agujero. Los gnomos se apiñaron junto a la abertura; con sus semblantes rosados orlados de blancas barbas alzados hacia la hendidura, semejaban extrañas margaritas en busca de un rayo de sol.

Sturm ascendió por una empinada rampa que unos metros más allá desembocaba en una cámara en la que reinaba un profundo silencio. Incluso el chisporroteo de la lamparilla se amortiguó hasta hacerse casi inaudible. El hombre dio un paso hacia adelante. El suelo era de piedra apenas pulida. Frente a sus ojos asombrados, surgió una imagen que ningún mortal contemplaba desde hacía milenios.

Huevos de dragón. Hilera tras hilera de nichos esculpidos en la piedra; en cada uno de ellos, reposaba un huevo del tamaño de un melón. Hilera tras hilera, fila tras fila, más allá del alcance de la débil luz de la Lámpara Plegable Portátil De Auto-Encendido, Fase XVI. Los bordes de los nichos rezumaban una humedad que se formaba al mezclarse el aire caliente de la cámara inferior con el más fresco de ésta.

—¿Qué se ve? —La voz de uno de los gnomos llegó hasta Sturm.

—Éste es el sitio —respondió, con las manos a ambos lados de la boca para que lo oyeran mejor—. ¡La gran cámara de los huevos!

Los hombrecillos se introdujeron de manera atropellada por la rampa y salieron amontonados a la caverna; en su afán por conseguir una buena vista del panorama, empujaron al caballero. Durante varios minutos, el silencio fue roto por sus asombrados «Oh» y «Ah», mezclados con fervientes exclamaciones a su trinidad divina: Reorx, Engranajes e Hidrodinámica.

—¿Cuántos huevos creéis que hay? —dijo Remiendos con un hilo de voz. Sturm miró fijamente a Alerón, que oteaba el fondo de la caverna, invisible para los demás.

—Hay ocho hileras. Y sesenta y dos huevos por fila… —comenzó el gnomo.

—Eso hace un total de… —Carcoma multiplicaba enfebrecido.

—… Cuatrocientos noventa y seis —interrumpió Sturm, que recordaba la cifra facilitada por Cupelix.

—Exacto —corroboró Tartajo al concluir sus sumas.

El grupo se internó en la caverna, con Sturm a la cabeza. Alerón marchaba el último, ya que la luz de la lamparilla lo deslumbraba. La visión del gnomo atravesaba la densa oscuridad; en consecuencia, en ningún momento perdía de vista el orificio de salida.

Sturm lanzó una ahogada exclamación y se pasó la lamparilla a la otra mano. El aro metálico empezaba a quemar.

—¡Por aquí! ¡Alumbra aquí! —gritó de repente, Bramante. El caballero giró a la izquierda.

—¿Qué ocurre?

—Algo se ha movido por este lado, pero no pude ver qué era.

Algo negro como el azabache saltó de detrás de uno de los huevos y se lanzó desde el nicho hacia la luz de la lamparilla. Sturm retrocedió sobresaltado y dejó caer el artilugio. Una cosa pequeña y peluda pasó entre sus pies y echó a correr; los gnomos lanzaban alaridos y pateaban el suelo.

—¡Silencio! ¡Silencio, he dicho! —tronó el caballero. Cuando cesó el alboroto, Sturm buscó la lamparilla; el combustible se extinguía ya que sólo una leve corona azulada orlaba el pegote de grasa. El hombre protegió la minúscula llama con sus manos y la luz aumentó apenas; luego recogió la lamparilla del suelo y se enfrentó a los gnomos.

Los hombrecillos no estaban, ni por asomo, asustados. Alerón, que había abandonado su puesto de retaguardia, había plantado un pie sobre la cosa que había saltado desde el nicho. «Eso» se retorcía con frenesí bajo su bota en un desesperado intento de escapar. A primera vista, parecía una inmensa araña peluda, pero al acercar Sturm la lamparilla, descubrieron la naturaleza del extraño ser.

—¡Es un guante! —Tartajo no salía de su asombro.

—Sí, uno de los guantes de Kit —corroboró Sturm, que había reconocido los dibujos de las costuras en el dorso—. Es del par que dejó en la nave cuando salimos de expedición.

—¿Y cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Pluvio. Trinos silbó también su propia pregunta.

—Dice que porque está vivo —tradujo Tartajo.

Pluvio agarró al guante por los «dedos» y luego advirtió a Alerón que ya podía levantar el pie. El meteorólogo subió el cimbreante objeto a la altura de los ojos.

—¡Es fuerte este pequeñajo! —gruñó.

Argos lo examinó con su omnipresente lupa.

—Éste guante está hecho con cuero de vaca y piel de conejo, pero las costuras han desaparecido. —A continuación, puso un dedo en el costado izquierdo del peludo objeto—. Se percibe el latido de un corazón —declaró.

—Ridículo —protestó Chispa—. Los guantes no cobran vida.

—¿En Lunitari? ¿Por qué no? —opinó Tartajo.

Sturm rememoró la observación hecha por Cupelix acerca de la fuerza vital acumulada de los huevos de dragón, que era la causa de la intensa aura mágica de Lunitari, y pasó aquella información a los gnomos.

—Él nivel de la fuerza mágica debe de ser muy alto en estas cavernas. Me atrevería a afirmar que cualquier materia animal o vegetal que se deje aquí abajo el tiempo preciso, desarrollaría vida propia —reflexionó Argos con expresión sagaz.

—¿Quieres decir que mi calzado puede cobrar vida y echar a correr conmigo encima? —Bramante miró sus botas, fabricadas con piel de cerdo.

—No vamos a permanecer aquí el tiempo suficiente para que eso ocurra —le aseguró Tartajo.

Pluvio puso el guante boca arriba y lo sujetó con el pie. Carcoma sugirió que lo disecaran para estudiar los órganos internos desarrollados, pero Sturm se opuso.

—Dejadlo marchar. No perdamos tiempo con tonterías.

Pluvio levantó el pie y el guante se revolvió de un salto; luego, se escabulló a todo correr entre los recovecos de los nichos.

—Me pregunto qué comerá un guante vivo —dijo Chispa.

—Dedos —sugirió Remiendos. Su maestro le propinó un suave pescozón. Por supuesto, en el acto, la mano de Bramante quedó pegada a la cabeza de su aprendiz.

—¿Habéis terminado ya? —interrumpió impaciente Sturm—. Aún no hemos visto toda la gruta y no creo que la lamparilla dure mucho más. —No acababa de decir aquello cuando unas gotas plateadas de estaño derretido se desprendieron de un extremo del artilugio.

Se dirigieron con pasos apresurados al fondo de la caverna, pero al poco se detuvieron de manera abrupta al escuchar el ruido de un movimiento un poco más adelante. De las sombras salieron las patas traseras y el abdomen de una hormiga obrera que realizaba alguna labor. El Micón percibió la luz de la lamparilla y se volvió hacia los intrusos; sus antenas casi se pusieron rectas al estudiar al hombre y los gnomos. Sturm tuvo un momento de pánico; si la hormiga gigante los atacaba, poco podría hacer con su espada para defenderse.

El Micón plegó de nuevo sus sensores y se dio la vuelta. Se oyó un suspiro de alivio general.

El grupo pasó a unos centímetros de la gigantesca criatura y observó que la hormiga arrancaba las capas de un «rocío» cristalizado adheridas a los anaqueles en donde reposaban los huevos. Un fragmento de la transparente incrustación cayó a los pies de Pluvio y el gnomo se agachó a recogerlo; después se lo guardó en una bolsita de seda.

—Para un análisis posterior —aclaró.

La caverna no daba señales de llegar a su fin y, tras haber recorrido unos cien metros, Sturm ordenó que se detuvieran. El lugar en el que el grupo hizo un alto estaba repleto de Micones que iban y venían y que pasaban entre los exploradores sin cuidarse de si les atropellaban o no. Cupelix había ordenado a las hormigas que hicieran caso omiso del grupo, y las criaturas obedecían su orden con su peculiar estilo preciso e inalterable.

—Será mejor que regresemos antes de que nos pisoteen —propuso el caballero mientras esquivaba las patas de un diligente Micón.

Pluvio se apartó del grupo y se acercó al lugar en que las hormigas limpiaban los huevos. Mientras descascarillaban las incrustaciones, ungían y giraban los estólidos huevos, las hormigas los colocaban de forma que la zona inferior se aireara. Algunas de las cáscaras tenían una envoltura áspera a medio pelar y los Micones quitaban con escrupulosidad aquellas capas muertas. Aquéllos desechos de cáscaras constituían el material semejante a pergamino que habían encontrado en la primera caverna. Pluvio recogió un puñado de los desechos caídos en el suelo, pero uno de los Micones se revolvió raudo hacia él y apresó el pedazo de pergamino entre sus tenazas.

—¡No! —se negó tozudo el gnomo—. ¡Es mío, tú lo has tirado! —El hombrecillo aferró el fragmento con todas sus fuerzas y estiró, pero ni la flexible envoltura ni la tenaz hormiga cedieron. Pluvio se enfureció; la nube que lo rodeaba de manera constante se espesó y en su interior se produjeron algunos relámpagos.

—Déjalo, Pluvio. Cogeremos muestras de la caverna exterior —dijo Alerón. Pero la implacable resistencia de la hormiga había encolerizado al apacible gnomo. Un ciclón de más de un metro de ancho azotó al Micón y el eco de unos truenos se repetía en la caverna cada vez con más fuerza.

Sturm se metió en la minúscula tempestad del meteorólogo. Para su sorpresa, el chaparrón de agua era caliente.

—¡Pluvio! —llamó, al tiempo que sacudía al gnomo por los hombros—. ¡Suéltalo!

Un rayo, pequeño en comparación con los naturales, pero aun así de un metro y medio de largo, se abatió en el centro justo de la cabeza de la hormiga. La fuerza de la descarga lanzó por los aires, al menos dos metros, a Sturm y a Pluvio. El gnomo aterrizó sobre el caballero, sacudió la cabeza y comprobó con sorpresa que el fragmento de pergamino estaba entre sus dedos.

—¡Lo conseguí! —exclamó alborozado.

—¿Te importaría levantarte? —dijo Sturm, tumbado boca arriba y bastante enfadado. Pluvio, sentado en el estómago del caballero, enrojeció y pegó un brinco.

—¡Observad eso! —gritó Carcoma perplejo. Los gnomos rodearon a la hormiga. La descarga había partido en dos su cabeza con la precisión de un cortador de diamantes. El cuerpo descabezado del Micón se derrumbó; el pesado tórax se hundió en el suelo. Acto seguido, aparecieron otras dos hormigas que cortaron en pedazos la inservible carcasa de su compañera y se los llevaron. Unos minutos después del percance, no quedaba rastro de lo ocurrido.

—Al menos, hemos descubierto que se los puede matar —comentó Bramante.

—¡Y ha sido nuestro Pluvio quien lo ha hecho! —exclamó Remiendos. El meteorólogo se mostró cariacontecido.

—Jamás me había enfurecido así. ¡Lo siento! Mi comportamiento es imperdonable. Ése infeliz esbirro sólo cumplía con su deber, y yo lo maté.

—¡Y de qué manera! —intervino Sturm impresionado—. Recuérdame que no te lleve la contraria, Pluvio.

—Confío en que Cupelix no se enfade —dije apesadumbrado el gnomo.

—No fue a propósito —lo consoló Bramante.

—Dudo que la suerte de una hormiga tenga importancia para él —opinó el caballero—. ¿Regresamos?

La lamparilla se extinguió antes de que alcanzaran la rampa que bajaba a la cámara del magma. Alerón se puso a la cabeza del grupo y los demás formaron una cadena cogiéndose de las manos. Cuando llegaron al nido de Micones, no se acercaron a las crías de hormiga, pero Chispa miró con ansiedad su chaqueta, todavía colgada de las pinzas del Micón. Poco después, se encontraban de vuelta en la caverna principal tapizada de desechos. Los seis Micones que los habían transportado, seguían en el mismo sitio donde los habían dejado, sin moverse ni un centímetro. Sturm y los gnomos se montaron en ellos. Un instante más tarde, las hormigas gigantes recobraban la movilidad y se ponían en marcha.