El Guardián de las Nuevas Vidas
La creación del fuego para la forja puso de manifiesto un nuevo poder de Cupelix. El grupo había construido una burda fragua con piedras de desecho, y Kitiara, con la blusa desabrochada y las perneras de los pantalones remangadas, se encargó de encajar piedra tras piedra hasta que la obra quedó concluida.
—Pasadme el yesquero —pidió mientras se enjugaba el sudor.
Tartajo alargó la mano a Alerón, pero el piloto miró la palma abierta con gesto desconcertado.
—Venga, venga, dame el yesquero —urgió impaciente el jefe de los gnomos.
—Yo no lo tengo —respondió su compañero.
—Pero te lo di cuando emprendisteis la marcha de exploración.
—No, a mí no. Quizá se lo entregaste a alguno de los otros.
Una rápida encuesta entre el resto de los gnomos reveló que ninguno de ellos lo tenía.
—¡Esto es ridículo! —refunfuñó Kitiara malhumorada—. ¿Quién se ocupaba de encender las fogatas durante la expedición?
Remiendos levantó tímidamente una mano para llamarles la atención.
—Lo hacía Crisol —declaró.
—¡Oh, no! ¡Entonces lo llevaba él! —Tartajo se dio una palmada en la frente.
—Temo que sí —admitió Alerón, sin levantar la vista de sus polvorientos y desgastados zapatos.
—No os preocupéis, mis pequeños amigos —se oyó desde lo alto del obelisco. En medio de un impresionante silencio, Cupelix descendió hasta posarse en la repisa inferior—. El fuego es lo mejor que sabemos hacer los dragones.
Tras retirar por precaución a El Señor de las Nubes, los gnomos y Kitiara se resguardaron en el rincón más apartado de la torre. Cupelix irguió el largo y escamoso cuello e inhaló tan profundamente que el aire siseó al penetrar por los orificios de su nariz. Los gnomos se aplastaron contra la pared. El dragón frotó con las garras sus broncíneas mandíbulas y de ellas saltó un torrente de chispas; acto seguido, exhaló un potente chorro de aire encauzado al remolino de partículas ígneas. El hálito se inflamó con un sordo estampido y se precipitó sobre la yesca. En la fragua se levantó una densa humareda que de inmediato dio lugar a una tenue columna de humo blanco y, segundos después, las llamas se encendieron. Sólo entonces cortó Cupelix el chorro de fuego. El humo trepó con movimiento serpenteante en el aire quieto del obelisco y se perdió en el encubierto pináculo.
—Manos a la obra —exclamó con entusiasmo Tartajo.
Los gnomos, en medio de vítores de alegría, se avalanzaron sobre las herramientas y la chatarra arrebatada a la horda de Rapaldo —clavijas de cobre, garfios de hierro, cadenas de bronce, baldes de estaño—, que pasarían por el martillo para ser fundidos y moldeados en nuevas piezas de repuesto. El burbujeante sonido de acero y hierro, que se fundía en el mismo crisol, levantó ecos en los muros del recinto, mientras que, al resplandor de la forja, se proyectaron en las paredes marmóreas unas grotescas siluetas monstruosas: las de los gnomos que deambulaban afanosos en torno al fuego.
Kitiara se alejó de los atareados hombrecillos y salió al exterior. Una bocanada fría de aire sacudió la desagradable sensación de agobio que atenazaba su cuerpo. Allá en lo alto, por encima de la trinchera construida por los Micones, rutilaban las estrellas entre unos retazos brumosos suspendidos en el cielo e iluminados por alguna fuente de luz lejana y desconocida. La mujer caminó con pasos mesurados alrededor de la sólida base del obelisco. Un poco más adelante, divisó a Sturm, que tenía la mirada perdida en el esplendor blancoazulado de Krynn.
—Es muy hermoso —dijo, al llegar junto al hombre.
—Sí, lo es —respondió él lacónicamente.
—Todavía dudo que regresemos.
—Lo haremos. Lo siento aquí —afirmó Sturm y posó la mano sobre su corazón—. Mis visiones lo confirman; me muestran el futuro.
—Pero a mí no me has visto en tus percepciones del mañana y, la verdad, me gustaría tener la certeza de que yo también voy a regresar. —Y Kitiara esbozó un remedo de sonrisa.
Sturm trató de evocar alguna imagen de Kit que hubiese atisbado en sus ensoñaciones, pero… un desgarrador dolor en el pecho lo hizo doblarse en dos. Kitiara lo miró asustada. Él rostro del hombre estaba empapado en sudor. Por fin, superó el angustioso momento.
—Estoy muy preocupado, Kit. No sé si obramos como es debido al negociar con el dragón. Tanto los dioses como los héroes de antaño eran sabios y juzgaron inconciliable la coexistencia de hombres y dragones; por ello, aniquilaron o desterraron a las bestias.
Todavía inquieta por lo ocurrido, Kitiara plantó un pie en la barricada de tierra roja.
—Me sorprendes, Sturm —declaró—. Tú eres una persona ecuánime y tolerante con la mayoría de las criaturas; sin embargo, sientes una profunda animadversión hacia todos los dragones, incluso hacia los de buen linaje, como Cupelix.
—No lo odio. El hecho es que no confío en él. Quiere algo de nosotros.
—¿Acaso nos prestaría su ayuda sin pedir nada a cambio?
Sturm se atusó el bigote con gesto desasosegado.
—No lo comprendes, Kit. Cualquiera que detente poder, ya sea dragón, goblin, gnomo o humano, no renunciará a él por el mero hecho de ayudar a otros. Ahí reside la vileza del poder y, quienquiera que lo posea, acabará corrompiéndose.
—¡Estás equivocado! —negó con vehemencia la guerrera—. ¡Muy equivocado! Un hombre cruel será cruel sin importar la posición que ocupe en la vida. Fueron muchos los dragones con poderes mágicos que se aliaron con las fuerzas del Bien. Es en el corazón y en el alma donde se originan el Bien o el Mal. El poder es otra cosa. Poseerlo es vivir. Perderlo es existir en un plano inferior a lo que realmente se es.
La corta diatriba dejó mudo de asombro al caballero. ¿Dónde estaba la Kit de antaño? ¿Aquélla Kit con porte de reina aun cuando en sus bolsillos no hubiera más que unas monedas de cobre?
—¿Dónde está? —pronunció en voz alta. Ella le preguntó a qué se refería—. La Kit que conocí en Solace. La fiel compañera. La amiga.
El dolor y la ira asomaron a las oscuras pupilas de la mujer.
—Está aquí, contigo —replicó.
La cólera que irradiaba era tan perceptible como el calor de una hoguera. Kit se giró con brusquedad y desapareció tras doblar la esquina del obelisco.
* * *
Los gnomos forjaron con hierro y cobre una maciza manilla conmutadora y emplearon el resto de la chatarra en la fabricación de inmensas conexiones que se instalarían en los cables partidos y que quedarían sujetas con grandes abrazaderas de hierro. Éste trabajo les llevó casi toda la noche; cuando quedó concluido, Pluvio provocó una precipitación en el interior del obelisco con el propósito de apagar el fuego y limpiar la capa de hollín que velaba todo. Cupelix siguió con interés todo el proceso desde su percha, sin preguntar, sin apenas moverse en aquellas nueve horas y media. Los hombrecillos, extenuados, subieron tambaleantes la rampa de la nave y penetraron en ella con el propósito de descansar; atrás dejaron al dragón para que admirase su obra.
Sturm también contempló el trabajo mientras comía con aire ausente una sopa de brotes secos y judías frías. Cupelix lo hostigó con la materialización mágica de patas asadas de cerdo y cántaros de nata dulce batida, pero el caballero desdeñó estoico el banquete que el dragón le ofrecía.
—Eres un tipo obstinado —dijo este último a Sturm, que masticaba impasible su magra ración.
—No se deben abandonar los principios, aun cuando resulten molestos.
—Los principios no llenan un estómago vacío.
—Tampoco la magia remedia el vacío de un corazón.
—¡Excelente! —exclamó Cupelix—. Intercambiemos proverbios contradictorios; será un pasatiempo enriquecedor.
—En otro momento. No estoy de humor para juegos. —Sturm suspiró.
—Ah, detrás de todo esto veo el hermoso rostro de nuestra dama Kitiara. —La voz del dragón tenía un tono malicioso—. ¿Languideces por ella, muchacho? ¿Quieres que le hable en tu favor?
—¡No! —barbotó Sturm—. A veces, eres irritante de verdad.
—Como no he hablado con nadie durante casi tres milenios, admito que mi urbanidad es penosa y tosca. Pero… esta circunstancia te da la posibilidad de ilustrarme. De este modo, demostrarías la gentileza y la cortesía de un caballero. ¿Me instruirás?
El hombre sofocó un bostezo.
—No son las lecciones de cortesía o educación impartidas junto a la chimenea las que hacen a un caballero. Es un largo aprendizaje y un entrenamiento sometido al Código y la Medida. Éstas cosas no se pueden enseñar en el transcurso de una charla intrascendente. Además, dudo que desees aprender nada en profundidad; sólo buscas divertirte un rato.
—¡Qué desconfiado eres! ¡No, no lo niegues! Lo percibo en tu mente antes de que digas una palabra. ¿Cómo te convenceré de que mi buena voluntad es sincera, maese Recelo?
—Respóndeme. ¿Por qué un dragón broncíneo adulto, tú, vive confinado de manera permanente en una torre construida en esta extraña luna dominada por la magia?
—Soy El Guardián de las Nuevas Vidas.
—¿Qué significa?
El dragón miró a uno y otro lado como si buscara a unos espías inexistentes.
—Custodio la continuidad de mi raza. —Al ver la expresión desconcertada de Sturm, el reptil continuó a gritos—. ¡Huevos, mi querido e ignorante mortal! Los huevos de los dragones descansan en las cavernas situadas bajo el obelisco. Mi cometido es vigilarlos y protegerlos de insensatos brutos como tú. —Las descomunales fauces se ensancharon en una mueca—. Sin ánimo de ofenderte, por supuesto.
—No me has ofendido.
Sturm miró al suelo, de un color rojo claro y veteado con trazos granates, y trató de imaginar el nido de los huevos de dragón existente bajo el mármol, pero fue incapaz de concebirlo.
—¿Cómo llegaron hasta aquí? Me refiero a los huevos —preguntó.
—No estoy seguro. Nací en este lugar, ¿sabes?, y llegué a la madurez entre estas paredes. De entre todos los huevos, el mío fue elegido para eclosionar y convertirme en custodio, en El Guardián de las Nuevas Vidas.
—¿Quién depositó los huevos y construyó la torre? —Sturm no salía de su asombro.
—Tengo una teoría —respondió Cupelix e imitó con deliberación a los gnomos—. Hace tres mil años, cuando los dragones fueron desterrados de Krynn, Paladine arrojó a los malignos a la Vasta Nada, el plano negativo, donde permanecerían hasta el día del juicio. Los dragones aliados a las fuerzas del Bien abandonaron del mismo modo el mundo de los hombres. Paladine pactó con Gilean, el dios neutral, que se compadeció de nuestra aflicción y dispuso que un número de huevos de los dragones del Bien se depositaran aquí, y fueran los centinelas protectores en caso del retorno de los malignos. Él hizo que se alzara esta torre y provocó que mi huevo eclosionara.
—¿Cuántos tipos de dragones hay en la caverna?
—Algunos de los diferentes clanes de broncíneos; un total de cuatrocientos noventa y seis. Es el espíritu colectivo de estos dragones nonatos lo que produce la magia que satura Lunitari.
—Cuatrocientos… —Sturm se levantó de un salto, como si hubiese percibido el movimiento de aquellas criaturas bajo la gruesa losa de mármol—. ¡Tantos!
»¿Cuándo eclosionarán? —preguntó por último.
—Mañana, jamás… ¿quién sabe? —Sturm lo presionó para que le diera una respuesta más concreta y Cupelix añadió—: Un velo de sueño latente, propiciado por Gilean, se cierne sobre toda la nidada. Sería preciso un hechizo benévolo o muy poderoso para que los huevos incubaran. Ahora que ya conoces toda mi historia, ¿confías en mí?
—Casi. ¿Podría ver los huevos?
Cupelix, pensativo, se rascó el bruñido pecho con una de sus garras y el chirriante sonido erizó el vello a Sturm.
—No sé qué hacer… —susurró indeciso.
—¿No confías en mí? —remedó irónico Sturm.
—¡Un golpe certero, mortal! De acuerdo, contemplarás lo que ningún ojo humano ha vislumbrado jamás. Ummm… Tendré que advertir a los Micones. Viven en las cavernas para cuidar los huevos; los limpian y les dan la vuelta cada día con el propósito de que las yemas no se coagulen. No dudarían en acabar contigo si te aventuraras en sus dominios sin mi permiso. —El reptil levantó una de las patas, gruesa como un tronco de árbol, y flexionó los dedos; después ahuecó las alas. Parecía un grotesco pájaro dispuesto a dormir—. Sí, informaré a los Micones; pero guárdate de tocar los huevos. Su instinto protector está arraigado de un modo tan profundo que ni siquiera mi intervención evitaría que te desgarraran en pedacitos si osaras rozar uno solo.
—Lo tendré en cuenta. ¿Pueden acompañarme los otros? —preguntó Sturm antes de alejarse del dragón.
—Sí, ¿por qué no? Estoy seguro de que los hombrecillos lo encontrarán fascinante.
—Gracias, dragón. —El caballero saludó con una breve inclinación de cabeza y se dirigió hacia la silenciosa nave. Cupelix aguardó a que el humano desapareciera en el interior de la embarcación; sólo entonces extendió las alas y ordenó por telepatía a las hormigas que cesaran de emitir luz. Uno tras otro, los abdómenes se apagaron y los Micones se descolgaron al suelo del obelisco; enseguida, todos se habían introducido por los orificios que conducían a la gruta subterránea.
En aquel momento, entró Kitiara al obelisco.
—¿Dónde se ha metido todo el mundo? —preguntó extrañada.
—Están en la máquina voladora. —En la oscuridad reinante, la mujer no había advertido la presencia de Cupelix y su voz la sobresaltó.
—¡Podrías haberme avisado que estabas aquí! —lo reprendió—. ¿Ha quedado algo de comer?
Apenas formuló la pregunta, se materializó frente a ella una mesa adornada con velas, sobre la que reposaba una fuente con chuletas de ternera, pan, mantequilla dulce y una copa alta de cristal rebosante de vino púrpura. Junto a la mesa había un sillón con cojines de terciopelo. Kitiara tomó asiento.
—¿Qué acontecimiento se celebra? —preguntó.
—Ninguno. Sólo se trata de un gesto amistoso.
—¿Acaso somos amigos?
—Por supuesto, y espero que lo seamos más aún.
—No estaría mal. —Kit sorbió un poco de vino—. Es bueno —opinó, sin encontrar otra calificación para un caldo que no era de uvas, sino de alguna clase de baya, con un ligero gusto agridulce.
—Me alegro de que te guste. Me agrada hacer cosas para ti, Kitiara. ¿Puedo llamarte así? Tú aprecias mis pequeños regalos, no como ese Brightblade, tan inflexible y envarado que es un milagro que no se desconche cuando se afeita.
Kitiara no reprimió una carcajada al escuchar la acertada descripción del dragón.
—Tu risa es encantadora —opinó Cupelix.
—¡Ojo, amigo! —advirtió ella—. Si fuera menos perspicaz, pensaría que tratas de engatusarme.
—Oh, no. Sencillamente, disfruto de tu compañía.
Se escuchó un rápido aleteo que trasladó a Cupelix de un extremo al otro de la percha. Las llamas de las velas titilaron al agitarse el aire.
—Muy pronto maese Brightblade y sus compañeros gnomos descenderán a las cavernas que se extienden bajo la torre. —Cupelix amplió esta información con el relato de la nidada de huevos de dragón—. Mientras hacen su excursión, me gustaría que visitaras mis aposentos privados —propuso a continuación.
La voluminosa figura del reptil salió de las sombras y se posó con increíble gracia y delicadeza frente a la mesa.
—¿Para qué? —Kitiara tenía un nudo en la garganta.
Tan cercanos, a no más de un metro y medio, los ojos de Cupelix eran unos orbes verdes de tres palmos de ancho. Las negras pupilas verticales semejaban hendiduras abiertas a un profundo abismo. El dragón entrecerró los párpados al recorrer con su mirada escudriñadora a la mujer.
—Quisiera que me contaras tu vida y ética moral. También podrás indagar mis secretos. Pero no se lo cuentes a los demás; sentirían celos —dijo.
—Ni una palabra —prometió Kitiara, al tiempo que le guiñaba un ojo. La lengua del dragón cimbreó y rozó su mano; un cálido hormigueo le recorrió el brazo.
—Hasta entonces —se despidió Cupelix. Acto seguido, extendió las alas y se impulsó con las poderosas patas. Su figura se perdió en las sombrías alturas del obelisco.
El corazón de Kitiara recobró poco a poco su ritmo normal, y el hormigueo de su brazo se desvaneció. Alargó la mano hacia la copa de vino, pero, para su sorpresa, le temblaba de tal modo que se le escurrió de entre los dedos y cayó al suelo. El delicado cristal se hizo añicos. Kit apretó los puños.
—¡Maldita sea! —barbotó.