21

Madera para encender fuego

Kitiara reflexionaba sobre las palabras de Cupelix cuando Alerón, bostezando, apareció en la cubierta de la nave.

—¡Buenos días! ¿Cuándo desayunamos? —farfulló.

—No hace ni cinco horas que comiste —le echó en cara la mujer, en tanto se cubría el hombro con la blusa.

Bramante y Remiendos se asomaron por la escotilla del casco. La mano del cordelero continuaba pegada con firmeza a la espalda de su ayudante.

—¡Hola, dragón! —saludó con cordialidad.

—¡Hola! —repitió Remiendos.

—¿Habéis dormido bien, amiguitos? —se interesó Cupelix.

—Maravillosamente bien, gracias. Yo… Nosotros hemos pensado que podríamos salir a respirar un poco de aire fresco —dijo Bramante.

—No os alejéis —les advirtió Kitiara—. Cada vez que a alguno de vosotros, gnomos, se le ha ocurrido hacer algo por su cuenta, nos ha causado a todos un montón de problemas.

El cordelero prometió quedarse por los alrededores y su ayudante no tuvo más remedio que hacer lo mismo. Ambos se encaminaron hacia la puerta del obelisco dando cómicos tropezones. Diminutos huracanes ulularon en la cavidad de la torre: era Cupelix, que se reía alborozado. Kitiara no lo pudo resistir; su cuerpo se agitó con unas ahogadas risas que acabaron en estruendosas carcajadas.

Sturm se revolvió estremecido y sacudió la cabeza. Alguien se reía. A pesar de tener la mente despejada, parecía que su memoria vagase a través de una espesa niebla. Se puso de pie y se volvió hacia el lugar de donde provenían las risas, justo en el momento que Bramante y Remiendos entraban a toda carrera y se le echaban encima.

Kitiara levantó a los gnomos y los sujetó frente a ella.

—¿Se puede saber qué os pasa a vosotros dos? ¿No visteis que Sturm estaba ahí de pie?

—Pero… pero… pero —tartamudeó Remiendos.

—¡Vamos, di ya lo que sea! —La mujer los sacudió en el aire.

—Fue un accidente, Kit —intervino el caballero, al tiempo que se incorporaba de nuevo. Las piernas del pobre Remiendos seguían su veloz carrera en el aire. La mujer los bajó al suelo.

—¡Hombres-árbol! —explotó Bramante—. ¡Están ahí afuera!

—¡¿Qué?! ¿Cuántos son?

—¡Asomaos y los veréis!

Los dos humanos se apresuraron hacia la puerta. Apenas Sturm apareció por el acceso, una lanza de cristal rosa cayó sobre el pavimento entre sus pies y se desmenuzó en cientos de esquirlas afiladas como cuchillas. Kitiara lo agarró por el cinturón y de un tirón lo puso a resguardo.

—Será mejor que no te asomes —sugirió ella.

—Sé cómo ponerme a cubierto, gracias. —El caballero se aplastó contra la pared de la derecha y echó una ojeada. El suelo del valle que rodeaba el obelisco estaba rebosante de hombres-árbol… Miles, si no cientos de miles de lunitarinos, que comenzaron a ulular. «Ou-Stuum laud, Ou-Stuum laud».

—¿Qué gritan? —preguntó tras él Kitiara.

—¿Cómo voy a saberlo? Ve y despierta a los otros gnomos. Hablaré con Cupelix.

La mujer llevó consigo a Bramante, Remiendos y Alerón para que la ayudaran; mientras tanto Sturm llamaba al dragón, que había desaparecido en el pináculo de la torre.

—¡Cupelix! ¡Cupelix, baja! ¡Estamos en dificultades!

—¿Dificultades? ¡Yo diría que tenéis un buen problema!

Se escuchó el fuerte rumor de las alas broncíneas, y el dragón se posó en uno de los pilares que cruzaban el obelisco de parte a parte. Las garras metálicas del dragón se cerraron con un seco chasquido alrededor de la columna marmórea; el reptil plegó las alas y se las arregló como lo habría hecho un ave.

—No parece que te preocupe mucho ese despliegue vegetal —reprochó Sturm, con los brazos en jarras.

—¿Tendría que preocuparme?

—Si consideras que la torre está sitiada, creo que sí.

—Los lunitarinos no son muy inteligentes. Jamás habrían venido si no hubieses matado a ese estúpido mortal al que habían hecho su rey.

—Rapaldo estaba loco. Asesinó a uno de los gnomos y habría matado a otros si no le hubiésemos hecho frente —replicó Sturm.

—Deberías sentirte halagado de que hayan recorrido tan largo camino para matarte. Ésa rústica frase que repiten una y otra vez…; ¿sabes lo que significa? «Sturm debe morir».

La mano del caballero atenazó la empuñadura de su espada.

—Estoy dispuesto a luchar —dijo, con gesto duro.

—Los de tu clase siempre lo están. Tranquilízate, mi caballeresco amigo; los hombres-árbol no atacarán.

—¿Cómo estás tan seguro?

Cupelix bostezó y sus dientes, glaucos cual cobre herrumbroso, quedaron al descubierto.

—Soy El Guardián de las Nuevas Vidas. En primer lugar, sólo un evento traumático en exceso los impulsaría a venir aquí. No obstante, no son tan necios como para entrar en conflicto conmigo.

—¡Pero no permitiremos que nos bloqueen! —insistió Sturm.

—Falta poco para la puesta de sol; echarán raíces y quedarán paralizados. Los Micones se pondrán en marcha y los quitarán de en medio.

—¿Es que los Micones sólo salen de noche?

—No, pero son casi ciegos a la luz del día. —Cupelix enderezó las orejas al acercarse Kitiara, a quien precedían los gnomos como si fueran un rebaño de ovejas. El dragón los tranquilizó y les aseguró que no tenían nada que temer de los lunitarinos.

—Aun así, quizá debiéramos preparar una barricada —sugirió Tartajo.

—Pues creo que emplearíamos mejor el tiempo en la reparación de El Señor de las Nubes —opinó Argos—. Con toda la chatarra que cogimos en la fortaleza de Rapaldo, terminaríamos los repuestos necesarios en unas cuantas horas.

Trinos silbó una nota aguda.

—No disponemos de fuego para trabajar el hierro —asintió Tartajo.

—Quizás en eso os pueda ayudar —dijo Cupelix con voz afable—. ¿Cuánta madera os haría falta?

—¿A qué se debe tanta amabilidad? —inquirió Sturm.

Las pupilas del reptil se estrecharon hasta convertirse en unas rendijas verticales.

—¿Dudas de mis motivaciones? —Con las largas orejas aplastadas a lo largo de la cabeza, Cupelix ofrecía una imagen sin duda muy fiera.

—Con franqueza, sí.

Los dos se miraron fijamente. Al cabo, el dragón se relajó.

—¡Jo, jo! ¡Enhorabuena, maese Brightblade! ¡Pestañeé primero! Os pediré a todos un favor, pero antes nos ocuparemos de la reparación de vuestra ingeniosa embarcación.

Para entonces, la luz en el obelisco había declinado a un mortecino rosa y la salmodia de los hombresárbol, amortiguada por las gruesas paredes, se apagaba de acuerdo con el fulgor diurno. Los gnomos se lanzaron a la búsqueda de herramientas con su inveterado estilo ruidoso y desorganizado. No tardó en reinar la oscuridad dentro de la torre, lo que suscitó una acerba crítica de Kitiara.

—¡Oh, está bien! —aceptó el dragón—. Había olvidado que vuestros mortales ojos no pueden trascender el simple velo de la noche. —El reptil extendió las alas hasta que los extremos rozaron las paredes, arqueó el cuello como un cisne y recitó:

·

· ¡Abbirad solem! ¡Criaturas de la oscuridad!

· Compareced cual límpidos destellos vivientes.

· Que alumbren la torre con haces radiantes.

· ¡Salid Micones! ¡Solem abbirad!

·

El repiqueteo cristalino que todos asociaban con las hormigas gigantes se elevó de los orificios circulares y creció en intensidad de un modo paulatino hasta hacerse estentóreo, como si cientos de aquellas formidables criaturas se agitaran bajo sus pies.

Algo golpeó la pierna de Sturm, que se encontraba próximo a uno de los agujeros. Un Micón había asomado la cabeza y una de las antenas había chocado con el caballero. Al retroceder Sturm, la gigantesca hormiga emergió; tras ella salió una segunda, y otra, y otra… El pavimento del obelisco se llenó enseguida de Micones que emitían su continuo repiqueteo y agitaban las cristalinas antenas de forma pausada.

—Ocupad vuestros puestos, mis queridas mascotas —ordenó Cupelix.

Las hormigas situadas junto a las paredes, treparon hasta al saliente inferior y se quedaron colgadas de forma que los amplios abdómenes ovalados sobresalieran por el borde. Cuando todo el perímetro del recinto quedó cubierto con los cuerpos colgantes de las hormigas, éstas comenzaron a frotar sus vientres contra la suave repisa de mármol, y los traslúcidos abdómenes emitieron una luminosidad, rojiza y tenue en principio, que poco a poco crecía en fulgor. Cual linternas vivientes, las hormigas alumbraron de manera gradual toda la mitad inferior del obelisco.

Sturm y Kitiara las miraban mudos de asombro. A pesar del supuesto hastío causado por la interminable sucesión de las peculiares maravillas de la luna roja, siempre surgía algo nuevo y sobrecogedor que los sorprendía profundamente.

—¿Mejor así? —inquirió Cupelix jactancioso.

—Digamos, tolerable —replicó Kitiara, al tiempo que deambulaba por el recinto.

Sturm se dirigió a la puerta. Los lunitarinos eran ya un bosque real a la luz de las estrellas. Los árboles, sin embargo, se habían dispuesto en unos círculos concéntricos perfectos en torno al gran obelisco que albergaba a los asesinos de su Rey de Hierro.

Cupelix se retiró a su encumbrado santuario y Sturm regresó a El Señor de las Nubes, donde los gnomos estaban metidos hasta las cejas en los trabajos de reparación.

Cuando el caballero bajó al cuarto de máquinas, se quedó sin habla al ver que Chispa, Trinos y Tartajo habían desmontado por completo el motor a fin de descubrir cualquier posible avería. El suelo aparecía cubierto de ruedas dentadas, engranajes, varillas de cobre —a las que Alerón llamaba «armaduras»— y cientos de otros ejemplos de tecnología gnoma, Sturm no osó entrar en el cuarto, temeroso de pisar algún componente delicado y vital.

—Eh… ¿cómo va todo? —les preguntó.

—¡Oh, bien! ¡No te preocupes, no te preocupes! —aseguró Tartajo en tono alegre—. Todo está bajo control. —El gnomo arrebató de las manos de Carcoma una pieza de metal retorcida en extrañas espirales y reprendió a Chispa—. ¡Apártate del Cable Inductor Indispensable! ¡No debe magnetizarse! —Y es que, por fin, Lunitari había otorgado su «regalo» al gnomo encargado de los depósitos de relámpagos: su cuerpo irradiaba un intenso magnetismo. De hecho, en aquel momento, un buen número de pedacitos de hierro y acero cubrían sus ropas. Con mansedumbre, Chispa se alejó del Cable Inductor Indispensable. El jefe de los gnomos prosiguió con su explicación.

—Buscamos las piezas dañadas por la descarga del rayo para repararlas.

—Entonces, os dejo que sigáis con vuestro trabajo —dijo Sturm, tras reprimir una sonrisa. Estaba convencido de que los gnomos darían con la solución… tal vez.

El caballero se encontró con Kitiara en el puente de mando. La mujer estaba sentada en el sillón de Tartajo, con una pierna colocada sobre el brazo del mueble, y bebía el contenido de un jarro de arcilla.

—¿Cerveza de dragón? —le preguntó Sturm sarcástico.

—Ummm. ¿Te apetece un trago? No, por supuesto que no. —Kit dio otro sorbo—. Bueno, así habrá más para mí.

—Los gnomos trabajan de firme —comentó el caballero—. Podríamos estar de regreso en casa en un par de días.

—Ya es hora. Deseo volver —replicó ella.

—¡Oh! ¿Tienes algún plan?

—¿De verdad quieres saberlo? —Kitiara acunó el jarro en su regazo.

—Bueno, al menos charlaremos un rato. Me incomoda que los gnomos y los Micones estén trabajando y nosotros nos quedemos sin hacer nada, como dos inútiles.

La mujer se arrellanó en el asiento y echó la cabeza hacia atrás.

—Estaba pensando en que me gustaría crear un ejército. Con mis propias tropas, leales a mí. Me he cansado de ser un mercenario.

—¿Y qué harías con ese ejército tuyo?

—Me conseguiría un reino. Me apoderaría de alguno ya existente cuyas instituciones estén en decadencia, o crearía uno nuevo; lo escindiría de un país extenso. —Kitiara lo miró con fijeza a los ojos—. ¿Qué te parece?

Sturm comprendió que lo provocaba de una manera intencionada.

—¿Estás capacitada para dirigir todo un ejército? —se limitó a preguntar.

—Yo misma soy casi un ejército —replicó con los puños apretados—. Con esta fuerza recién adquirida y mi experiencia de antes, sí, creo que tengo aptitudes. ¿Formarías parte de mi guardia personal? Eres diestro con la espada y, si olvidaras esas estúpidas ideas tuyas sobre el honor, aún serías mejor.

—No, Kit. Gracias. —Sturm hablaba en serio—. He contraído un compromiso con mi linaje. Sé que en el transcurso de mi vida, llegará el día en que los Caballeros de Solamnia serán reivindicados del oprobio. Y estaré allí cuando ocurra. —El hombre se volvió hacia los amplios ventanales de la proa—. También tengo otras obligaciones. Aún he de hallar a mi padre. Está vivo. Lo he visto. Me ha dejado un legado en el castillo y quiero recuperarlo. —Su voz se desvaneció.

—¿Es tu última palabra? —preguntó Kitiara. Sturm asintió en silencio—. No te entiendo. ¿Jamás piensas en ti mismo?

—Por supuesto. A veces, demasiado.

Kitiara jugueteó con la jarra vacía antes de proseguir.

—Dime una sola ocasión en que lo hayas hecho. Desde luego, no ha sido desde que te conozco.

Sturm abrió la boca para responder, pero antes de que pudiese hacerlo, una sombra se cernió sobre la proa de El Señor de las Nubes. Kitiara brincó, sobresaltada. Era la sombra del dragón.

—¿Por favor, amigos míos, queréis salir un momento? —les dijo por telepatía. Los dos guerreros descendieron por la rampa y bajaron al suelo del obelisco.

—¿Qué ocurre? —preguntó la mujer.

—He ordenado a los Micones que construyan un parapeto para impedir el acceso de los hombres-árbol al obelisco. —Cupelix se frotó la garra delantera contra el pecho, como si se sintiera orgulloso de su ingenio.

—Dijiste que no osarían entrar —dijo Sturm con voz cortante.

—Así había sido hasta ahora; pero tú, mi querido amigo, has incitado a los lunitarinos hasta el punto de que han superado el temor que les inspiro. Su presencia aquí lo prueba. No es preciso ser muy inteligente para deducir que, muy pronto, se decidirán y se meterán donde antes no se habrían atrevido.

—No se lo permitiremos —opinó Kitiara; cruzó los brazos con gesto beligerante.

—Por supuesto que no. Por lo tanto, pensé que os gustaría inspeccionar las defensas que se preparan; serán las que salvaguarden vuestra vida.

Sturm apartó a los gnomos de la tarea en la que estaban inmersos en aquel preciso momento; arrancaban trozos de madera de El Señor de las Nubes destinados al fuego de la fragua. Todos se acercaron a la salida del obelisco para ver en qué había ocupado Cupelix a los Micones.

Las gigantescas hormigas formaban una hilera escalonada y paralela al obelisco. En respuesta a una señal inaudible, los Micones bajaron las cabezas triangulares hasta el suelo y empujaron hacia adelante la tierra rojiza hasta apilarla en montones alargados. Repitieron esta operación una y otra vez. De tal modo, construyeron una elevada trinchera defensiva alrededor de la torre.

—¿Os parece satisfactorio? —preguntó el dragón.

Kitiara se encogió de hombros y regresó con pasos tranquilos a la nave. Los gnomos la siguieron en grupos de dos y tres, a medida que se hartaban de contemplar cómo los poderosos Micones removían la tierra. Sturm los observó hasta que las brechas de la trinchera estuvieron cubiertas. La tierra arenosa que resbalaba sin cesar desde la parte alta de la muralla en construcción enterró a los hombresárbol más próximos a ella hasta que sólo las copas recortadas asomaron sobre la bermeja arena.