20

La Nueva Era

Una vez saciado el apetito, Kitiara y los gnomos, excepto Tartajo, se escabulleron en el interior de El Señor de las Nubes con el propósito de echar un sueñecito. El jefe de los gnomos se quedó para reanudar la conversación que mantenía con Sturm a su llegada y que Cupelix había interrumpido. Los dos deambularon por el amplio recinto del obelisco en tanto el caballero relataba al gnomo el episodio de la muerte de Crisol.

—Fue simple azar que muriese él, en lugar de Bramante o Kit.

Se detuvieron un momento mientras Tartajo sacaba un pañuelo del bolsillo de su chaleco y se sonaba. El caballero prosiguió con su relato y describió la muerte de Rapaldo y el emplazamiento de la tumba de Crisol en el centro del jardín de champiñones.

—Asistimos juntos a la escuela de técnicos en engranajes, ¿sabes? Lo voy a echar mucho de menos —dijo en un susurro Tartajo. En aquel momento pasaban bajo la proa de la nave; Sturm observó entonces el uniforme orificio circular, de unos dos metros y medio de diámetro, que se abría en el compacto suelo de mármol, y preguntó al gnomo la finalidad de aquel agujero.

—Los Micones viven en las grutas de ahí abajo. Éstos son los accesos que utilizan para entrar y salir —explicó, al tiempo que señalaba otros dos orificios cercanos. Sturm se acercó al borde de uno de ellos y se asomó. En el interior, alumbrado por un tenue resplandor azulado, se columbraban las agudas formas de unas estalagmitas.

Un tufillo ligeramente ácido ascendía fluctuante de las profundidades de la caverna.

—¿Es este lugar obra de los Micones? —preguntó Sturm.

—Por lo que sé, no —respondió el gnomo, que reanudó el paseo—. Al parecer, las hormigas son huéspedes recientes de este lugar. Cupelix dio a entender que las creó él, pero no creo que su poder llegue a tanto. Y, te diré algo más: el obelisco ya existía antes del dragón.

—¿Cómo lo sabes?

—Basta con observar a Cupelix. Aun siendo un ejemplar adulto de la especie broncínea, fuerte y sano, algunos rasgos de su complexión están en gran parte determinados por el hecho de haber crecido dentro del obelisco. Fíjate, por ejemplo, en que sus alas son cortas y sin embargo las patas están desarrolladas de un modo extraordinario. Eso se debe a que pasa todo el tiempo colgado de los salientes de las paredes, en lugar de volar. Es capaz de salvar grandes distancias de un salto, incluso hacia arriba. —Tartajo enmudeció al notar la atención con que lo miraba Sturm—. ¿Ocurre algo? —preguntó.

—¡Cuánto has cambiado! —exclamó admirado el caballero—. No me refiero a que hayas dejado de tartamudear, sino a tu actitud reposada y segura.

Un tenue rubor tiñó las mejillas de Tartajo bajo la barba pulcramente recortada.

—Sí, imagino que nosotros, los gnomos, damos la imagen de ser terriblemente desorganizados y poco prácticos.

—No, claro que no. —Sturm sonrió.

El gnomo le devolvió la sonrisa.

—Es cierto que la estancia en Lunitari me ha cambiado; nos ha cambiado a todos. Verás, la travesía realizada por El Señor de las Nubes, aunque errática y con todos los fallos ocurridos, es el primer éxito que he alcanzado en mi vida. He pasado años y años en los talleres del Monte Noimporta dedicado a la tarea de construir naves voladoras. Todas fracasaron y, sólo cuando conocí los experimentos de Crisol con el gas etéreo, El Señor de las Nubes se convirtió en algo más que un proyecto. —La mención del malogrado químico propició un silencio conmovido.

—Que en paz descanse —deseó por último Tartajo—. Al menos, su muerte ha sido vengada.

Al pasar bajo la popa de la nave, se escuchó un coro de ronquidos procedentes de las portillas abiertas.

—Son un buen equipo y estupendos compañeros —proclamó el gnomo—. Merecen regresar a casa y que se les reciba con las aclamaciones de todos los habitantes de Sancrist.

—¿Crees de verdad que alguna vez volveremos a Krynn?

—Depende de Cupelix y del fin que persigue. Tengo una teoría…

Una suave brisa que se agitó sobre sus cabezas y el acostumbrado tintineo metálico que precedía al dragón, interrumpieron al gnomo. Cupelix se posó en el travesaño inferior, a unos cuatro metros del suelo. Tartajo se apartó de él con un movimiento furtivo.

—Imagino que tu apetito estará saciado —le dijo el dragón.

—La comida era excelente, como siempre —respondió el gnomo, y bostezó—. Ahora me noto el estómago algo pesado. Me reuniré con mis colegas en su siesta. —Después, con una amable inclinación de cabeza, Tartajo se dirigió a la nave. Cupelix se volvió hacia Sturm.

—Nos hemos quedado solos, maese Brightblade. ¿De qué podríamos hablar? Sostengamos un debate filosófico, de caballero a dragón. ¿Qué os parece?

—¿Sin magia?

—Palabra de dragón. —Y Cupelix se llevó una bruñida garra a su pecho.

—¿Cómo es —comenzó Sturm— que hablas nuestra lengua de forma tan fluida?

—Por los libros. En mi cubil, allá arriba, tengo un extenso surtido de ejemplares de autores tanto mortales como inmortales. Ahora es mi turno de preguntas: ¿qué esperas de la vida?

—Vivirla con honor y en consonancia con lo que se espera de un caballero comprometido con el Código. Mi turno. ¿Siempre has vivido dentro de esta torre?

—Cuando todavía no era más que un dragoncillo del tamaño de un gnomo, me convertí en El Guardián. No conozco otro mundo fuera de estas paredes, excepto lo que diviso desde las ventanas y la puerta. —Los ojos del dragón se achicaron—. ¿Jamás has puesto en tela de juicio los dogmas del Código y la Medida de los Caballeros? Después de todo, la Orden Solámnica no resurgió tras el Cataclismo.

—Si estás bien informado, sabrás entonces que el Cataclismo no fue consecuencia de ninguna acción de los caballeros; sin embargo, aceptaron que las gentes los culpasen, como cualquier defensor del orden hace cuando ese orden se viene abajo. ¿De dónde proceden los Micones? —Sturm cruzó los brazos sobre el pecho.

—Fueron creados para servirme. Los hombres-árbol, los lunitarinos, no son dignos de confianza. —La bífida lengua de Cupelix culebreó en el aire—. ¿Estás enamorado de la mujer, Kitiara?

La pregunta, íntima y directa, cogió desprevenido a Sturm.

—Siento cierto afecto por ella, pero no la amo. No sé si comprenderás la diferencia. —El dragón asintió con un cabeceo; un gesto curiosamente humano—. Entonces, los hombres-árbol, un experimento fallido, y los Micones, fueron concebidos para servirte. ¿Quién los creó? —siguió Sturm.

—Fuerzas poderosas —respondió Cupelix de un modo evasivo—. ¡Esto es maravilloso! ¡Ojalá hubiesen llegado personas a Lunitari hace siglos! Pero, atento ahora: Si no estás enamorado de la mujer, ¿por qué ocupa entonces un lugar tan preeminente en tus pensamientos? Tras muchas de las ideas que expresas está presente su imagen.

Unas gotitas de sudor surcaron el rostro de Sturm.

—Estoy muy preocupado por ella. La fuerza mágica que impregna esta luna la ha investido con una fuerza física enorme. Su carácter también se ha endurecido. Me temo que ese poder la está dominando.

—Sí, la magia causa problemas. He observado los cambios sufridos por Tartajo, Trinos y Chispa. Resultó muy interesante. ¿Así que la mujer ha adquirido una gran fuerza? Eso hará más confusos tus sentimientos. No conozco a ningún varón al que le guste que la fémina sea más fuerte que él.

—¡Eso es ridículo! A mí no me importa si… —Sturm contuvo con brusquedad su airada protesta. ¡Maldito dragón taimado! Todas sus tentativas se encaminaban a encontrarle un punto débil—. Es mi turno de preguntar —dijo el caballero—. ¿Por qué un dragón, poderoso y con habilidades mágicas como tú, necesita sirvientes? ¿Qué pueden hacer que no puedas hacer tú?

—Me es imposible salir del obelisco. ¿Acaso no es obvio? Tanto la puerta como las ventanas son demasiado pequeñas para permitirme el paso.

—Ah, pero imagino que, para alguien tan diestro en el arte de la magia, superar un simple problema de tamaño no ha de ser difícil.

La cola del dragón se agitó y propinó un golpe seco en la pared de mármol.

—No se me permite salir. No debo cruzar la puerta ni las ventanas, y he sido incapaz de romper, cortar, taladrar o derrumbar estos muros; ni siquiera con la magia. Soy El Guardián de las Nuevas Vidas, ¡y ése es mi sino hasta que la oscura muerte me reclame!

—¿Qué nuevas vidas son ésas?

—Todo a su debido tiempo, mi buen caballero. Un asunto más acuciante reclama ahora mi atención: mi libertad.

—Y precisas nuestra ayuda para sacarte de aquí.

Un hilillo de vapor escapó del hocico del dragón.

—Sí, os necesito. Sólo unas mentes despiertas sabrían cómo liberarme de esta inexorable prisión. Los hombres-árbol no sabrían hacerlo y los Micones no querrían; pero los gnomos lo conseguirán. Tendréis vuestra nave voladora una vez que yo sea libre.

La densidad de los efluvios de vapor que emergían de las aletas de la nariz de Cupelix se incrementó de forma paulatina hasta que envolvió al caballero. Sturm notó que las fuerzas lo iban abandonando y que los párpados se le cerraban… ¡Una niebla adormecedora! Las piernas se le doblaron y sólo pudo articular un susurro.

—Dijiste que nada de magia…

—Esto no es magia, para ser exactos —respondió Cupelix apaciguador—. Simplemente un vapor soporífero del que me sirvo en raras ocasiones. Las dudas te atormentan, mi estimado amigo, y esto te ayudará. Duerme, y olvidarás tan turbadora conversación. Duerme, descansa, sueña. Duerme. Descansa. Sueña. Olvida…

* * *

Kitiara se despertó con la vaga sensación de inquietud que suele acompañar a un brusco retornar a la consciencia, como si hubiese tenido un mal sueño que no conseguía evocar. Yacía en la cabina del comedor, a bordo de El Señor de las Nubes, y en la cubierta inferior se encontraban los gnomos; sus ronquidos se sucedían con la regularidad de un molino de agua. La mujer se atusó los crespos rizos con los dedos; el cabello estaba húmedo de sudor y se notaba la piel pegajosa.

Salió al exterior. El aire era fresco y respiró hondo; pero de pronto se quedó sin aliento al divisar a Sturm desmoronado en el suelo, a unos metros de distancia. Kitiara bajó la rampa deprisa y se arrodilló junto al hombre. El caballero respiraba de un modo reposado y rítmico, hundido en un sueño profundo.

En aquel instante, Kit fue consciente de que alguien la observaba. Se dio la vuelta con rapidez y se encontró con Cupelix tumbado sobre un costado en el saliente inferior; tenía la cabeza inclinada y la cola levantada de forma que no rozara el suelo. Al verse descubierto, la dejó caer y comenzó a moverla de un lado a otro, como si se tratara de un inmenso felino.

—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó la mujer, mientras señalaba a Sturm.

—Hace poco. No es un sueño natural —explicó el dragón.

—Lo han asaltado visiones desde que pisamos Lunitari. A todos nos ha afectado la magia, de un modo u otro.

—¿De verdad? ¿Qué clase de visiones? —Kitiara apretó los labios en un gesto firme, decidida a no responder—. Vamos, querida. Maese Brightblade no tiene secretos para ti, ¿no es cierto? Un hombre siempre confía a su amante los sueños que tiene.

—¡No somos amantes!

—Una negativa clara y concisa. Me parece que he incurrido en una indiscreción excesiva. No importa. Lo cierto es que sí te ha desvelado con sus visiones, ¿no?

Ella se encogió de hombros.

—Son escenas de Krynn, de su tierra natal, en las que casi siempre aparece su padre, a quien no ve desde hace doce años.

Cupelix dejó escapar un suspiro, de una magnitud propia de un dragón, que levantó remolinos de polvo.

—¡Ah, Krynn! ¡Hubo un tiempo en que miles de mi especie vivieron en ese planeta y surcaron su amplio firmamento en absoluta libertad!

—¿Jamás has estado en Krynn?

—¡Ay de mí, nunca! Todos los días de mi aburrida existencia los he pasado encerrado entre estos pétreos muros. Una pena, ¿verdad?

—Muy restrictivo, de cualquier modo.

—Tú no me temes, ¿verdad? —La bífida lengua de Cupelix culebreó.

—¿Acaso debería? —Kitiara levantó desafiante la barbilla.

—Mi presencia aterraría a la mayoría de los mortales.

—Cuando se ha viajado tanto como yo, uno acaba acostumbrándose a asimilar lo desconocido. Además, quien no se adapta, tiene los días contados.

—Eres de los que luchan por sobrevivir —opinó el dragón.

—Hago todo cuanto está a mi alcance.

La negra lengua del reptil asomó un poco más.

—¿Cómo te heriste? —Kitiara le relató la bajada por la ladera del risco—. ¡Ja, ja, ya veo! Ésos gnomos son muy ingeniosos. Si lo deseas, te puedo curar.

—¿Podrías hacerlo?

—Con facilidad. Quítate las vendas.

«¿Por qué no?», pensó la mujer. Se afanó por soltar el nudo hecho por Sturm, pero no consiguió desatarlo con la mano izquierda. Sin pensarlo, extrajo la daga y cercenó las tiras de lino con unos cuantos golpes precisos.

—La cota también —indicó Cupelix.

Kit arqueó una ceja, pero de inmediato cortó con la punta de la daga la trencilla de cuero que la sujetaba por el hombro; al quedar libre, la cota de malla, ligeramente oxidada, se deslizó hacia abajo. Luego, la mujer se abrió la camisa y se descubrió el hombro herido, en el que resaltaba una magulladura amoratada.

—Acércate —pidió el dragón. Kitiara adelantó un paso e iba a dar el siguiente, cuando la cabeza del reptil descendió con un ondulante movimiento del largo y flexible cuello. La oscura lengua se disparó y rozó apenas el área magullada. Una especie de descarga sacudió a la mujer de pies a cabeza. Cupelix repitió la operación y en esta ocasión la fuerza de la descarga la hizo retroceder tambaleante. El dragón irguió de nuevo la cabeza—. Listo —aseguró.

Kitiara pasó la mano por el punto de la contusión. No quedaba el menor rastro de dolor ni señal en la piel. A continuación, comenzó a trazar amplios círculos con el brazo; no sintió ninguna molestia.

—¡Magnífico! —exclamó complacida—. ¡Te doy las gracias, dragón!

—No hay de qué. Fue un simple hechizo de curación —respondió Cupelix con modestia.

—¡Me siento como una mujer nueva! ¡Sería capaz de derrotar a cien goblins en una lucha sin artimañas! —Kit se desperezó con movimientos voluptuosos.

—Me complace tu alegría. Muy pronto, me devolverás el favor.

—¿Qué es lo que quieres? —Ella detuvo el brazo a medio giro y lo miró.

—Buena compañía, un poco de filosofía, charlas que guarden interés. Pequeñas cosas.

—Hablemos pues. Me sobra tiempo.

—Ah, pero la vida de un mortal es como una estrella fugaz. Hace dos mil novecientos años que vivo en este obelisco. ¿Podrías conversar aunque sólo fuera durante la mitad de ese tiempo? ¿La cuarta parte? No, por supuesto que no. Pero existe un modo de que me ayudes a disfrutar de todas esas cosas hasta el final de mis días.

—¿Y es? —Kitiara cruzó los brazos.

—Sácame de esta torre. ¡Libérame, para que pueda volar hasta Krynn y viva como un auténtico dragón!

—Los hombres y los elfos te destruirán.

—Es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Se aproximan grandes cambios; unas corrientes de fondo agitan la marea de los cielos. Tú misma lo has percibido, ¿verdad? Antes incluso de volar hasta aquí, ¿no notaste esa creciente marea en los asuntos de Krynn?

Ciertos recuerdos fragmentados surgieron en la mente de Kitiara. Tirolan y su tripulación elfa navegaban por los mares, en abierta oposición con sus mayores. Ladrones y clérigos réprobos pululaban por los caminos y campiñas. Extrañas partidas de guerreros —monstruosos e inhumanos guerreros— recorrían el continente de parte a parte en alguna misión desconocida. Y una palabra susurrada por los marinos elfos: draconianos.

—Te das cuenta, ¿verdad? —preguntó Cupelix con suavidad—. Ha llegado de nuevo nuestro momento. Está a punto de comenzar una nueva era de los dragones.