Cupelix
La vegetación del valle era similar a la del resto de Lunitari. No crecía con excesiva profusión, pero en cambio alcanzaba un tamaño mucho mayor. Los bastoncillos rosas se erguían a cuatro metros una hora después de haber brotado, y las setas remontaban los seis o siete. Los exploradores descubrieron una nueva especie de cuesco de lobo que tenía un metro y medio de ancho y, cuando presenciaron el estallido de uno de aquellos gigantescos hongos, que lanzó una lluvia de púas punzantes como jabalinas en todas direcciones, se mantuvieron a una prudente distancia de ellos.
El cielo parecía más luminoso y, por el aire, se propagaba una vibración constante y regular que saturaba los oídos. El pobre Carcoma, a pesar de las orejeras, se quejó de un incesante y agudo zumbido que lo martirizaba. Por su parte, Alerón se cubrió los ojos con las manos a fin de guarecerse del intenso resplandor que percibía en todas partes. Los atributos especiales de cada gnomo se hicieron más y más molestos. Bramante no podía tocar nada sin que las manos se le quedaran pegadas; en un descuido se rascó la nariz y les costó más de una hora separarle los dedos del apéndice nasal. Remiendos era un continuo revuelo de acá para allá, como un desaforado colibrí; corría a tal velocidad que a los ojos de sus compañeros era apenas un borrón en movimiento; además sufría caída tras caída y chocaba de manera permanente contra los demás componentes del grupo. Pluvio avanzaba en medio de una perpetua bruma, una niebla real que se cernía sobre su cabeza y hombros. La humedad se condensaba en su rostro, y las orejas y la barba le goteaban sin cesar.
De todos ellos, sólo Argos parecía libre de secuelas negativas. Sin embargo, a Sturm no le pasó desapercibido un sutil cambio en el gnomo. Su habitual expresión perspicaz se había deformado con una mueca jactanciosa; como si alguien estuviera susurrando a su oído una historia sarcástica. Sturm dudó que el mundo estuviese preparado para acoger en su seno a un gnomo racional.
También le preocupaba Kitiara, que iba a la cabeza del grupo caminando con determinación hacia el obelisco. Su brazo derecho aún reposaba en el cabestrillo, pero el izquierdo, con el puño apretado, subía y bajaba enérgica y rítmicamente a cada paso que daba. Los tacones de las botas dejaban unas huellas profundas. Sturm se preguntó hasta qué punto podría soportar el constante incremento de fuerza y poder.
Hubo un momento en que la perdió de vista entre los bastoncillos rosas y los tallos de floraraña.
—¡Kit! ¡Kit, espéranos! —llamó preocupado. No hubo más respuesta que el vibrante zumbido.
El caballero la columbró de pie, bajo una enorme seta. Una suave llovizna de esporas rosas bañaba a la mujer. Sostenía una mano a la altura de la garganta y miraba con fijeza lo que guardaba en la palma.
—¿Kit? —Sturm la tocó en el hombro y ella tuvo un pequeño sobresalto, como si la hubiera sacado de un sueño.
—¡Sturm! Acabo de darme cuenta de esto. —Su mano se extendió. Era la gema de Tirolan, la amatista tallada en punta de flecha que había perdido el color cuando liberó a Kit del hechizo paralizador conjurado por el jefe de los goblins. La joya estaba ahora roja como la sangre.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—En el palacio de Rapaldo. Allí descubrí que la joya se había tornado rosa pálido; pero ha sido desde el amanecer que el color se ha intensificado poco a poco.
—Deshazte de ella, Kit. Es un receptáculo de magia y no cabe duda de que está bajo el influjo de la atmósfera de Lunitari.
—¡No! —Kitiara se guardó la gema bajo la cota—. No pienso renunciar a ella. ¿Tan pronto has olvidado que nos salvó la vida?
—No. No lo he olvidado. Pero entonces su magia provenía de Tirolan. Su fuente actual de poder es otra… y desconocida. ¡Tírala, Kit, por favor! Si no lo haces, las consecuencias pueden ser terribles.
—¡No lo haré! —Los ojos oscuros de la mujer centellearon—. Eres un estúpido, Sturm; un chiquillo asustadizo y pusilánime. A mí no me asusta el poder. ¡Lo ansío!
El caballero se habría opuesto a aquella decisión, pero en aquel momento se les unieron los gnomos, y lo último que deseaba era ofrecer el triste espectáculo de una enconada discusión entre los dos. Además, Kitiara apenas lograba contener la cólera y, bajo aquellas circunstancias, insistir no les conduciría a nada.
—Alerón afirma que, en pocos momentos, divisaremos el obelisco —anunció Bramante, cuya mano estaba pegada con firmeza a la espalda de Remiendos. Aunque inmovilizado en el mismo punto, las piernas del joven gnomo proseguían su incesante carrera a tal velocidad, que resultaban casi invisibles—: Remiendos es incapaz de detenerse; soy el único capaz de sujetarlo —añadió el cordelero al advertir la expresión desconcertada de Sturm.
—¿Cómo estáis los demás? —A la pregunta del caballero, Carcoma y Alerón (con los oídos y ojos respectivamente tapados) aseguraron con entereza, por medio de un gesto, que no habían perdido los ánimos. Pluvio, empapado e indefenso bajo su nube particular, tampoco dudó en manifestar que se encontraba bien.
—Es evidente que conforme nos acercamos al obelisco, el poder neutral de Lunitari nos afecta más intensamente. —Argos carraspeó y arqueó una ceja. Su aire de superioridad era irritante.
—Sigamos adelante —dijo Sturm con un suspiro.
Una hora después encontraron un sendero limpio de la extraña vegetación y, allá, justo donde la senda se unía con el horizonte, se perfilaba la encumbrada silueta de una aguja: el misterioso obelisco de Lunitari. El protagonismo de la estructura se realzaba por la total ausencia de cualquier otro relieve en su entorno. El grupo se hallaba todavía a unos quince kilómetros del monumento, pero el terreno descendía en una suave ladera que moría en su base.
—Da la impresión de que nos están esperando —musitó Sturm.
—¿Quién, La Voz? —preguntó Remiendos.
—¿Quién si no? —replicó Argos. El gnomo metió los pulgares bajo los tirantes, con gesto petulante—. Si no me equivoco, estamos a punto de conocer a un ser excepcional. Tan excepcional, que todas las otras maravillas de Lunitari semejarán burdos trucos carnavalescos.
Conforme se acercaban, la esbelta línea rojiza del obelisco se convirtió en una torre robusta de ciento cincuenta metros de alto. Unas bandas negras alternas rompían la monotonía de las rojas paredes y conferían a la estructura un curioso aspecto veteado. Cuanto más se aproximaban los exploradores, más parecía elevarse al cielo la grandiosa torre.
—¿Os habéis dado cuenta de que las plantas se inclinan hacia el obelisco? —Carcoma rompió el prolongado silencio.
Y así era. Todas ellas, incluso los espinosos cuescos de lobo, se curvaban en un ángulo que los situaba frente a la monumental aguja.
—Al igual que los lirios se vuelven hacia el sol —conjeturó Kitiara.
Se detuvieron a cincuenta metros de la base. Las losas de mármol rojo tenían un maravilloso acabado y estaban alineadas y ajustadas a la perfección, no como las burdas construcciones del pueblo de los hombresárbol. El material de las bandas negras insertas entre las hileras de mármol era una especie de argamasa. A ras del suelo, frente a los exploradores, había una entrada, una hendidura practicada en la tersa pared, que daba acceso a una total y profunda oscuridad. En las paredes del obelisco aparecían a intervalos regulares unas ventanas estrechas y alargadas.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Remiendos con un hilo de voz.
—¡Acercaos!
Sturm y Kitiara retrocedieron un paso y asieron las empuñaduras de sus armas.
—¿Quién ha dicho eso? —gritó el caballero.
—Yo, El Guardián de las Nuevas Vidas —respondió una voz grave y sedante que sonó en sus mentes.
—¿Dónde estás? —requirió la mujer.
—En el edificio que tenéis delante. Acercaos.
—Nos quedaremos donde estamos, gracias —dijo Carcoma.
—Ah, tenéis miedo. ¿Tan débil es la carne mortal que pasaréis por alto la oportunidad de regalar vuestros ojos con la contemplación de algo único y maravilloso, es decir, yo mismo? Contaba con que los humanos se asustaran, pero no esperaba esa reacción de vosotros, gnomos.
—No hace mucho presenciamos la muerte de uno de nuestros compañeros; por lo tanto nos disculparás si actuamos con cierta cautela —dijo Alerón.
—Si lo que requerís es una prueba de mi buena voluntad, ¡hela aquí!
Una silueta pequeña se perfiló en la oscura entrada, emergió a la luz del día y saludó con la mano. Parecía Tartajo.
—¡Tuercas y contratuercas! —profirió Remiendos. El pequeño gnomo salió disparado hacia la figura y, por supuesto, arrastró a Bramante con él. Carcoma y Alerón los siguieron dando tumbos, mientras Pluvio avanzaba en medio de una bruma, con Argos que sonreía satisfecho a su lado.
—Aguardad —gritó Sturm—. ¡Puede ser una ilusión!
Pero no lo era. Los gnomos rodearon a Tartajo en medio de gritos de entusiasmo desenfrenado. Trinos y Chispa aparecieron en la puerta y saltaron sobre el montón de gnomos felices. Tras el cordial y efusivo reencuentro, no exento de magulladuras, Tartajo logró salir del apretado revoltijo y se acercó presuroso a Sturm y Kitiara. Tras intercambiar un firme apretón de manos con el caballero, se preocupó por el hombro vendado de la guerrera.
—Eres tú —fue lo único que Kitiara articuló, al tiempo que le pellizcaba la oreja.
—Sí, y me encuentro muy bien, gracias. Hace días que aguardo vuestra llegada.
—¿Qué ha pasado con tu tartamudez? —preguntó Sturm con una brusquedad hija del recelo.
—¡Oh, eso! Ha desaparecido, ¿sabes? ¡Puff! El Guardián dice que se debe a la acción equiparadora de las fuerzas mágicas presentes en Lunitari. —Tartajo buscó con la mirada en derredor—. ¿Dónde está Crisol?
—Me temo que tengo muy malas noticias, amigo mío. —Sturm posó una mano en el hombro del gnomo.
—¿Malas noticias…? ¿Muy, muy malas?
—¿Se han disipado ya vuestros temores? —interrumpió La Voz.
—Por el momento —respondió Kitiara—. ¿Nos quieres entregar nuestra nave, por favor?
—¡No seas tan impetuosa! Ni siquiera nos hemos presentado de un modo adecuado. Entrad, por favor.
—Me lo contarás después —dijo Tartajo al caballero. Tomó de la mano a los dos humanos y los condujo a la puerta—. Hemos vivido una extraordinaria aventura desde que partisteis en busca del filón —les informó—. El Guardián nos ha dado un trato maravilloso.
—¿Quién es El Guardián y dónde está? —preguntó Kitiara.
—Venid y lo veréis por vosotros mismos.
El gnomo les soltó las manos. Sturm y Kitiara cruzaron la profunda abertura y penetraron en el umbroso interior del gran obelisco.
Las luz del sol se filtraba a través de las alargadas hendiduras abiertas en la parte alta de la torre. En el centro de la inmensa estancia, iluminado por los dorados haces del astro, estaba El Señor de las Nubes. La bolsa de gas etéreo se había reducido a la mitad de su tamaño original; una masa informe entre los pliegues de la floja red. Habían desmontado las alas del casco, sin duda con el propósito de hacer posible el acceso de la nave por la puerta del obelisco, y ahora aparecían plegadas con cuidado y colocadas sobre el mármol rojo del suelo, al lado de la embarcación. Una sucesión de sonidos secos y breves, procedentes de la zona situada tras El Señor de las Nubes, denunció la presencia de los Micones.
De inmediato, la mirada de los dos guerreros se alzó hacia la rampante cavidad del interior. Adosada a las descomunales paredes, surgía una serie de salientes y pilares horizontales. Posado a unos quince metros del suelo estaba el morador del obelisco, El Guardián… Un dragón.
Los haces del sol que incidían sobre su cuerpo escamoso arrancaban destellos cobrizos.
Siglos atrás, los dragones habían desaparecido de Krynn, y en la actualidad se habían convertido en un tema de controversia entre historiadores, clérigos y filósofos. Sturm había creído desde su infancia en la existencia de estos seres; pero al encontrarse cara a cara con una de aquellas criaturas, le asaltó un terror tan intenso que las piernas le flaquearon.
«¡Sé un hombre, un caballero!», se amonestó. Los hombres ya se habían enfrentado a los dragones en el pasado. Huma lo había hecho. La evocación del héroe lo ayudó a mantener firmes los pies en el suelo, en tanto que su mente aún se debatía por asimilar esta nueva y grandiosa revelación.
También Kitiara se hallaba sobrecogida; los ojos le brillaban desencajados en la penumbra de la estancia. Con todo, la mujer se sobrepuso antes que su compañero.
—¿Eres tú quien nos ha hablado? —inquirió.
—Sí. ¿Preferís que me exprese en lenguaje oral? —dijo el dragón. Su voz no era tan fragorosa como había esperado Sturm; en realidad, si se tenía en cuenta el tamaño del ser (once metros desde el hocico a la punta de la cola), el tono fue sin duda suave.
—Mejor será que hables. De ese modo estaré segura de lo que oigo —respondió Kitiara.
—Como gustes. De hecho, a mí me agrada hablar y hace infinidad de tiempo que no tengo con quien hacerlo, puesto que las hormigas responden mejor a la telepatía. —El dragón sacudió la vasta cabeza angulosa y se escuchó un tintineo metálico. Después, con un tenue movimiento de sus alas, descendió al pilar más cercano al suelo. Un leve golpe de aire acarició a los perplejos exploradores—. ¿Pero en qué estaré pensando? Aún no me he presentado. Soy Cupelix Trisfendamir, El Guardián de las Nuevas Vidas y morador de este obelisco.
Los gnomos, que al entrar se habían replegado tras Kitiara y Sturm, salieron ahora en tromba y bombardearon con preguntas al dragón.
—¿El Guardián de qué nuevas vidas?
—¿Cuánto pesas?
—¿Cómo llegaste aquí?
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—¿Tienes algunas pasas?
A Cupelix pareció divertirle la trepidante andanada de los siempre curiosos gnomos, pero acalló su parloteo con un leve gesto de una gigantesca garra derecha y volvió su atención a los dos humanos.
—Aquí estáis. Kitiara Uth Matar y Sturm Brightblade. —Ellos asintieron en silencio—. Vuestro pequeño amigo, Tartajo, sólo tiene palabras de alabanza para vosotros. En apariencia, está impresionado por vuestras muchas y sobresalientes virtudes.
—¿En apariencia? —repitió Kitiara con voz fría.
—Bien, no tengo más evidencia que la opinión personal de Tartajo. Sea como fuere, me alegro de que estéis aquí. He seguido con atención vuestro progreso tras las huellas dejadas por los Micones… según mis instrucciones. —Cupelix acercó la cabeza a Sturm y lo miró fijamente—. Sí, mi buen caballero, el rastro era deliberado.
—Lees la mente —afirmó más que preguntó Sturm, con evidente inquietud.
—Profundamente, no. Sólo en los casos en que el pensamiento está a punto de hacerse palabra, como ha ocurrido ahora.
Tartajo presentó a sus colegas. Cupelix dedicó a cada uno de los hombrecillos unas palabras rebosantes de ingenio y humor; hasta que llegó el turno de Argos.
—¿Eres un dragón de cobre? —inquirió el gnomo.
—Broncíneo, para ser exacto. ¡Pero basta ya de trivialidades! Habéis recorrido un largo y arduo camino para recuperar vuestra nave voladora. Ahora, que ya la habéis encontrado y os habéis reunido con vuestros amigos, disfrutad de un momento de reposo en mi morada.
—Preferiríamos ponernos en marcha —intervino Sturm.
—Insisto en que os quedéis —dijo el dragón, que se deslizó a lo largo del pilar asiéndose con las garras traseras al pétreo saliente y batiendo las alas para mantener el equilibrio. Cupelix bordeó el perímetro de la estructura hasta detenerse justo sobre la puerta que era la única salida existente.
A Sturm no le gustaba el cariz que estaba tomando la situación. Por instinto, su mano se desvió hacia la empuñadura de su espada… que se transformó en un muslo de pollo cuando sus dedos se cerraron sobre ella. A los gnomos casi se les salieron los ojos de las órbitas y Kitiara se quedó boquiabierta por la sorpresa.
—Por favor, disculpa mi pequeña broma —dijo Cupelix. En un abrir y cerrar de ojos, el muslo de pollo se esfumó y apareció de nuevo la espada—. Vuestras armas están de más aquí y ése ha sido el modo de probar la veracidad de tal circunstancia. Los hombres precisan a menudo que se les demuestre la verdad para que crean en ella.
»Y ahora —prosiguió el dragón al tiempo que se erguía—, ¡que aparezcan las provisiones! —Sus ojos relucieron con un fuego interno que sembró el aire de inflamadas chispas; las centelleantes partículas se arremolinaron en el espacio vacío situado a la proa de El Señor de las Nubes. Al desvanecerse, dejaron tras de sí una amplia mesa de roble que crujía bajo el peso de viandas y bebidas.
»Comed, amigos míos. Bebed, y luego narraremos relatos de grandes hazañas —entonó el dragón.
Los gnomos se abalanzaron sobre la mesa con gritos de satisfacción. Kitiara divisó unas vasijas rebosantes de espumosa cerveza; se acercó con paso tranquilo. A pesar de que los brotes rosa de las plantas tenían el sabor del plato más apetecido, la mujer había echado de menos los verdaderos alimentos. Sólo Sturm permaneció inmóvil y erguido, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿No comes, maese Brightblade? —le preguntó Cupelix.
—Los frutos de la magia no son un sustento digno.
Las aletas de la nariz del reptil se agitaron estremecidas.
—Para alguien que se autotitula caballero, careces de buenos modales.
El hombre escogió cuidadosamente las palabras de su réplica.
—Existen unas reglas más trascendentales que las de la mera cortesía. La Medida establece, por ejemplo, que la magia es recusable en cualquiera de sus facetas.
Las broncíneas mandíbulas se distendieron y dejaron a la vista unos dientes como sables y una bífida lengua negra con vetas doradas. Por un momento, el corazón de Sturm se contrajo con dolor por la certeza de su indefensión ante un posible ataque de la bestia. De pronto, comprendió que el gesto de Cupelix era una sonrisa burlona.
—¡Oh, qué aburridos han sido todos estos siglos sin tener con quien discutir! ¡Bendita sea tu altanería, Sturm Brightblade! ¡Me causa un gran placer! —Las mandíbulas se cerraron con un seco chasquido metálico—. Pero, acércate. Con toda seguridad habrás oído hablar de Huma, el Portador de la Lanza…
—Por supuesto.
—Pues congeniaba bastante bien con ciertos especímenes de dragones.
—Así lo cuenta la historia. Sólo puedo hacer la salvedad de que, aun siendo Huma un valeroso guerrero y un gran héroe, no representó un modelo de caballero.
Cupelix estalló en carcajadas; sus risas resonaron como el vigoroso toque de un gong.
—¡Bien, haz como gustes! ¡No quisiera cargar con la responsabilidad de haber socavado tan formidable integridad!
Cupelix se impulsó sobre el saliente de piedra, batió con fuerza las alas y voló hacia el recóndito pináculo del obelisco.
Sturm se acercó a la suntuosa mesa. Los gnomos se atiborraban de manzanas asadas, pichones rellenos de tocino y nueces, arroz condimentado con azafrán, cebollas dulces glaseadas con miel, filetes de venado, empanadas de carne, huevos en salmuera, pan, ponche, vino y cerveza.
Kitiara había sacado su brazo herido del cabestrillo y lo había apoyado sobre la mesa. La capa que le colgaba de un solo hombro y el rubor que la cerveza fresca había pintado en sus mejillas le daban un aspecto retozón y algo lascivo. Cuando sus ojos se encontraron con los de Sturm, resopló con desdén y se metió de golpe un huevo entero en la boca.
—Te estás perdiendo un festín. Ni los antiguos emperadores de Ergoth comían tan bien —comentó después de tragar.
—Me gustaría saber de qué está hecho todo esto —dijo él, al tiempo que cogía un panecillo caliente y lo dejaba caer en la cestilla—. ¿De arena? ¿De setas venenosas?
—A veces eres insoportable hasta la saciedad. —Kitiara apuró en tres tragos su jarra de cerveza—. Si el dragón hubiese querido matarnos, lo habría hecho sin tener que recurrir al subterfugio del veneno —añadió.
—De hecho —intervino Carcoma recostado sobre la mesa mientras escupía miguitas de pan a cada sílaba—, según la tradición, los dragones broncíneos no son aliados de las fuerzas del Mal.
—¿Creéis que no tenemos nada que temer de esta criatura? —Sturm dirigió la pregunta a todos los reunidos alrededor de la mesa. El caballero levantó los ojos a la oscuridad que encubría al dragón y al hablar lo hizo en voz baja—. Nuestros antepasados lucharon larga y esforzadamente para eliminar a los dragones de la faz de Krynn. ¿Acaso estaban todos equivocados?
—La situación actual es diferente —dijo Tartajo—. Lunitari es el hogar de este ser. Ha mostrado buena disposición ante nuestros requerimientos, y no deberíamos rehusar su ayuda a causa de unos viejos prejuicios que han perdido validez en los tiempos actuales.
—¿Qué quiere de nosotros?
—Todavía no nos lo ha dicho —admitió el jefe de los gnomos—. Pero, eh…, no nos deja marchar.
—¿Qué quieres decir? —La voz de Sturm sonó tensa.
—Trinos, Chispa y yo quisimos ir en vuestra búsqueda. Arreglamos el control del motor lo suficiente para realizar unos cortos ascensos; saltos, a decir verdad, pero Cupelix nos impidió salir del obelisco. Alegó que era peligroso y que él ya había tomado medidas para traeros hasta aquí.
—Bueno, pues ya hemos llegado —dijo Kitiara, mientras cogía otro pichón relleno—. Y muy pronto emprenderemos el regreso.
—¿Estás segura? —preguntó Sturm, mientras alzaba de nuevo la vista hacia las sombrías alturas del obelisco—. Ahora que nos tiene a todos, ¿crees que nos dejará marchar?