El valle de La Voz
Al fin, Alerón oteó el gran obelisco. La compañía había llegado a un paraje donde las formaciones rocosas se erigían en picos bajos y cercenados. Kitiara y el piloto escalaron la barrera, semejante a una sierra dentada y, a su regreso, informaron que al otro lado se extendía un magnífico valle cóncavo que se perdía de vista en el horizonte. La mujer no había conseguido otear el obelisco, pero Alerón les aseguró que a unos cuarenta kilómetros se alzaba una solitaria aguja de gran altura, justo en el centro del valle.
Aquéllas noticias elevaron la moral de los gnomos, que se habían mostrado inusualmente taciturnos desde que salieron del pueblo.
—La muerte de Crisol los tiene abatidos —le había comentado Kitiara a Sturm en un aparte—. Creo que nuestros amiguitos jamás se habían enfrentado con la parca hasta ahora.
El caballero era de la misma opinión. Lo que les estaba haciendo falta a los hombrecillos era un problema, alguna dificultad que estimulara su imaginación. Los reunió a todos en torno a él y comenzó a hablarles.
—Ésta es la situación. Según los cálculos de Alerón, el obelisco se halla a cuarenta kilómetros. Eso significa una marcha de diez horas, si no nos detenemos para descansar ni para comer. Quince horas sería una estimación más razonable; pero, para entonces, el sol ya habrá salido y también los lunitarinos se habrán puesto en marcha.
—Si tan sólo dispusiéramos de algún medio de transporte para bajar más deprisa —intervino Kitiara—. Caballos, bueyes, lo que fuera…
—Incluso unos carros no nos vendrían mal —musitó Sturm.
—Sí, la ladera que baja desde la barrera de peñascos es pronunciada, pero bastante suave. Podríamos descender un buen trecho sobre ruedas, o algo así. —Kitiara le dirigió una mirada de complicidad.
El espíritu del reto técnico se propagó entre los gnomos como una plaga contagiosa y las ideas —las insensatas ideas gnomas— saltaron como chispazos en el reducido grupo. Los gnomos apilaron sus mochilas en un montón y se reunieron en un apretado racimo. Su rápida cháchara resultó incomprensible para Sturm y Kitiara, pero los humanos vieron en aquella actitud una buena señal.
De forma tan repentina como se habían juntado, las cabezas gnomas se separaron, y enseguida aparecieron herramientas, con las que los hombrecillos partieron en pedazos sus mochilas.
—¿Qué haréis esta vez? —preguntó el caballero a Carcoma.
—Trineos —fue la escueta respuesta.
—¿Ha dicho «trineos»? —Kitiara estaba perpleja.
En media hora, cada gnomo construyó, de acuerdo con sus conceptos, un trineo…, es decir, un Artefacto Transportador Por Inercia De Un Gnomo.
—Con ellos descenderemos por la ladera del escarpado a una velocidad prodigiosa —manifestó Argos.
—Y también os romperéis vuestras atolondradas seseras —opinó en voz baja Kitiara.
—Éstos son para ti y para maese Sturm —dijo Bramante que, junto con Remiendos, traía un par de endebles trineos que dejó a los pies de los humanos.
Dado que sólo contaban con trozos de tablillas cortos y finos con los que trabajar, los gnomos habían asegurado sus inventos con clavos, tornillos, pegamento, cuerda, cable y, en el caso de Pluvio, con sus tirantes. Alerón había diseñado su trineo de modo que pudiera montarse tumbado boca abajo; el de Argos permitía que el conductor se reclinara. A causa de la diferencia de tamaño, los trineos de Sturm y Kitiara sólo tenían espacio para sentarse en ellos.
—¡No hablaréis en serio! —protestó la mujer—. ¿Bajar hasta allí montados en esto?
—Será más rápido —dijo Argos para animarla.
—¡Y divertido! —exclamó Remiendos.
—Hemos calculado todos los datos disponibles referentes al desgaste y resistencia del material —abundó Carcoma, que blandía en la mano como prueba su libro de anotaciones, en el que se veían cinco páginas abarrotadas de apretados y diminutos números y letras—. En todos los casos, excepto en el vuestro, existe un factor de seguridad de tres.
—¿Qué quiere decir «en todos los casos excepto en el vuestro»? —preguntó Kitiara.
Carcoma se guardó su libro de anotaciones en un bolsillo antes de responder.
—Por ser más grandes y pesados, causaréis más desgaste en los Artefactos Transportadores Por Inercia De Un Gnomo y, por ello, vuestra posibilidad de llegar al final de la ladera sin sufrir un accidente es casi del cincuenta por ciento.
Kitiara abrió la boca para protestar, pero Sturm la previno con una mirada resignada.
—Ésa es una proporción mayor de la que nos darán los lunitarinos —admitió el caballero mientras se cargaba al hombro el endeble trineo—. ¿Vienes?
—¿Por qué no nos quedamos y nos rompemos el cuello el uno al otro? Así al menos nos ahorraríamos las volteretas y los brincos. —La expresión de la mujer era más que desconfiada.
—¿Estás asustada?
Sturm sabía muy bien cómo provocarla. Kitiara enrojeció hasta la raíz del cabello y recogió su trineo.
—Veremos quién llega antes abajo. ¿Quieres apostar algo? —replicó.
—¿Por qué no? —aceptó él—. Pero no tengo dinero.
—¿De qué nos sirve aquí el dinero? ¿Qué te parece si el perdedor acarrea el petate del que gane hasta que alcancemos el obelisco?
—Apostado. —Los dos se estrecharon las manos.
Entretanto, Alerón impartía un improvisado curso de dirección y frenada a sus compañeros.
—Sobre todo, habréis de reclinaros hacia el lado al que os dirigís. Para deteneros, utilizad los tacones de los zapatos, no las punteras. El ímpetu del desnivel os doblaría los dedos y os los rompería —advirtió.
Pluvio y Carcoma abrieron sus libros de notas y garabatearon con entusiasmo.
—Alcanzaremos una velocidad máxima de ochenta y cinco kilómetros por hora…
—Si se frena con unos pies de, más o menos, diecisiete centímetros de largo…
—Se romperían tres dedos del pie izquierdo…
—Y cuatro del derecho —concluyó Pluvio. Los gnomos aplaudieron.
—Alerón acaba de advertirnos que no utilicemos las puntas de los pies para frenar; entonces, ¿por qué demonios calculáis el resultado de algo que nadie en su sano juicio haría? —intervino Kitiara irritada.
—El axioma de una investigación científica no se limita a lo práctico o lo posible —explicó Argos—. Sólo con la investigación de lo improbable y lo impensado se alcanza la suma total del progreso del saber.
—Lo que no comprendo es el motivo de que se rompan más dedos del pie derecho que del izquierdo. —Sturm tenía los ojos fijos en sus pies.
—¡No los animes! —le gritó Kitiara. Luego arrastró el vacilante revoltijo de tablas hasta el borde de la pendiente. La ladera, suave y lisa como el cristal, se hundía en un ángulo sobrecogedor. Kit respiró hondo y miró a sus espaldas; los gnomos se acercaron en tropel al precipicio sin el menor asomo de preocupación o temor.
—Es un ejemplo obvio de concreción vítrea —observó Carcoma, tras pasar la mano por la tersa superficie.
—¿De origen volcánico? —sugirió Alerón.
—Difícil. Más bien parece que la totalidad del valle constituyera un astroblema termofléjico —teorizó Argos.
Kitiara profirió un irritado bufido que cortó cualquier posible ampliación o exposición de nuevas hipótesis; enseguida, dejó caer al suelo su trineo y se montó en él. Al recibir su peso, las tablas del artilugio crujieron de un modo terrible.
—¿Dijiste un cincuenta por ciento? —preguntó a Carcoma.
El gnomo balbuceó algo como «dentro de un margen de dos variaciones normales», por lo que la mujer decidió renunciar a más aclaraciones; luego se impulsó con las manos y los talones hasta dejar el trineo en el mismo borde de la ladera y allí se balanceó.
—¡Vamos, Sturm! ¿O acaso quieres cargar con mi petate los próximos sesenta kilómetros?
El caballero colocó en el suelo su trineo y advirtió a Alerón que Kit y él se proponían hacer una carrera.
—¡Oh, en ese caso, necesitaréis que abajo espere alguien a fin de dictaminar quién es el ganador! Esperad, esperad… iré primero y cuando me haya situado, os daré la señal de salida —exclamó el gnomo.
—¿Estás de acuerdo, Kit? —Ella agitó la mano en señal de aceptación.
—Muy bien, muchachos. ¡Allá voy! —avisó el piloto—. ¡Por la ciencia! —proclamó, y se dio un impulso. Un instante después, el resto de los gnomos se colocaba en línea y se lanzaba en pos de él.
—¡Por Sancrist! —gritó Carcoma y salió disparado.
—¡Por la tecnología! —exclamó Pluvio al tiempo que rebasaba el borde del risco.
—¡Por El Señor de las Nubes! —fue el brindis de Bramante.
—¡Por las pastas con pasas! —Remiendos se lanzó tras su jefe.
Argos, el último, colocó cuidadosamente su trineo en el borde, tomó asiento, y ofreció en voz baja.
—Por Crisol.
Los artefactos gnomos se deslizaron tambaleantes por la ladera; daban saltos al rebotar contra las protuberancias de cristal petrificado. Alerón, tumbado boca abajo en su montura, rodeaba con gran habilidad los peores obstáculos, ya que había instalado una especie de timón en forma de yugo en la parte frontal y bajaba la pendiente con un curso sinuoso. Carcoma, con los talones por delante y las rodillas pegadas contra la barbilla a fin de sujetarse la sedosa barba, bajaba en línea recta. Sturm y Kitiara escucharon los agudos «¡Uauuuauuu!» que profería cada vez que chocaba con las prominencias.
Pluvio, que había instalado un freno en la parte trasera, avanzaba a una velocidad relativamente suave. Bramante, que había diseñado su trineo para montarlo en cuclillas, sobrepasó al meteorólogo con un zumbido y prosiguió la marcha en medio de frenéticos aleteos de brazos en un desesperado intento de mantener el equilibrio. Su aprendiz, Remiendos, también experimentaba toda clase de problemas, ya que su montura era más ancha que larga y tendía a girar conforme se deslizaba, lo que, de algún modo, le hacía bajar más despacio que los demás, pero las constantes y rápidas vueltas amenazaban seriamente con revolverle el estómago. Argos, racional y frío, progresaba con un perfecto control, logrado a base de ligeros y precisos toques de talón en puntos específicos a fin de corregir la trayectoria.
Todo se desarrolló de un modo bastante aceptable hasta que Alerón alcanzó el final, ciento veinte metros más abajo, donde la ladera suave como el cristal daba paso a una rojiza y áspera grava. El trineo se frenó en seco. La parada fue tan brusca, que sus rezagados compañeros. —Carcoma y Bramante primero y un instante después Remiendos y Pluvio—, se precipitaron sobre él. Trineos, herramientas y gnomos salieron despedidos por el aire tras una serie de golpes, chasquidos y crujidos espeluznantes. Sturm vio que Argos enfilaba impertérrito hacia sus amontonados colegas y cerró los ojos, con lo que se perdió el preciso giro realizado por el navegante, que se detuvo medio metro a la derecha del maremágnum.
—¡Hectáreas de ladera, y todos frenan en el mismo punto! —Kitiara estalló en carcajadas.
—Espero que ninguno se haya hecho daño. —Sturm frunció el entrecejo.
De la maraña de piernas, brazos y restos del desastre, surgieron cinco gnomos temblorosos. Argos los ayudó a desenredarse. Al cabo de unos minutos, Alerón se volvió hacia los humanos y agitó una mano.
—¡La señal de salida! —gritó Kitiara, al tiempo que se impulsaba ladera abajo. Su acción cogió desprevenido a Sturm.
—¡No es justo! —gritó, aunque al momento afianzó los talones en el suelo y se lanzó por el borde de la cortada en una enconada persecución de la mujer.
El caballero perdió de inmediato el control del trineo, que carenó de forma pronunciada hacia la derecha; Sturm se inclinó para el lado contrario del giro. Se escuchó un seco chasquido que le puso los pelos de punta, y el asiento cedió bajo su peso. El caballero redujo el ángulo del cuerpo y el trineo recobró poco a poco una posición estable.
Kitiara bajaba como una exhalación, en línea recta, los pies juntos; las rodillas sobresalían por los lados del trineo. Gritaba entusiasmada. Había sacado una buena ventaja a Sturm, que parecía incapaz de mantener su montura recta sin sufrir constantes tumbos a uno y otro lado.
La mujer chocó contra una de las protuberancias y el bote la levantó unos centímetros del asiento. En lugar de asustarse, el brinco enardeció su entusiasmo. Se acercaba a una serie continua de prominencias; sin embargo, no aminoró la velocidad.
No se dio cuenta de que estaba en serias dificultades hasta que rebotó por cuarta vez, y cayó con brusquedad sobre las delgadas tablas del asiento. La fuerza del golpe partió el patín izquierdo a todo lo largo. Kit bajó el pie para frenar; los clavos de la bota se hincaron en el suelo y la pierna izquierda le dio un repentino tirón hacia atrás. Recordó lo que había dicho Carcoma sobre la rotura de los dedos de los pies y no opuso resistencia al tirón. Entonces, salió arrastrada del trineo. Al caer, recibió un fuerte golpe en el hombro derecho y comenzó a caer por la ladera dando vueltas como un trompo. Sturm no se atrevió a frenar su trineo y se deslizó cuesta abajo hasta alcanzar el final. En el mismo instante en que los patines del artilugio frenaron en la grava, se puso de pie. Kitiara yacía inmóvil boca abajo.
Sturm corrió hacia la mujer, seguido de cerca por los gnomos. Se agachó sobre una rodilla y le dio la vuelta con gran delicadeza. Su rostro estaba crispado en una mueca de dolor; profirió una airada maldición.
—¿Dónde te duele? —se interesó él.
—En el hombro —siseó con los dientes apretados.
—Quizá se haya roto la clavícula —sugirió Pluvio.
—¿Hay algún modo de asegurarse?
—Que se toque el hombro izquierdo con la mano derecha —indicó Bramante—. Si lo logra, el hueso no estará roto.
—¡Qué gran ignorancia sobre anatomía! —protestó Argos—. Hay que palpar con los dedos para descubrir los extremos de la rotura…
—No dejes que me toquen —susurró Kitiara—. Si no ven otro modo de probarlo, son capaces de decidir cortarme en trozos para examinarme los huesos. —Justo en aquel momento, Sturm escuchó a Carcoma decir algo sobre «cirugía exploratoria».
—No hay ningún hueso roto —manifestó Alerón, situado a los pies de la mujer.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Carcoma.
—Porque los estoy viendo —replicó—. Ni siquiera se aprecian fisuras. Es una dislocación.
—¿Es que ahora también puedes ver a través de la carne? —La incredulidad de Sturm era patente. Al exponerlo de un modo tan llano, el piloto se dio cuenta de repente de lo que estaba haciendo.
—¡Por Reorx! —exclamó—. ¡Es extraordinario! ¿A través de qué otras cosas podré ver? —Los gnomos se arremolinaron en torno a él, olvidados por completo de Kitiara, y se turnaron para que Alerón atisbara en sus cuerpos y les describiese lo que veía. Exclamaciones de «¡Hidrodinámica!» brotaron en rápida secuencia.
Kitiara intentó sentarse, pero el dolor la dejó sin respiración.
—No te muevas —la amonestó Sturm—. Buscaré algo con qué vendarte el hombro.
Revolvió en su petate y encontró la única camisa que llevaba de muda —un blusón blanco de lino confeccionado por el mejor sastre de Solace. Con gran pesar, la rasgó en tiras de tres centímetros de ancho que ató hasta formar un largo vendaje.
—Descúbrete el brazo —dijo a la mujer.
—Corta las costuras —sugirió ella.
—Las costuras están por dentro, así que no tendrás más remedio que sacar la manga —dijo Sturm después de examinar la prenda de piel.
—Está bien. Ayúdame a incorporarme.
Así lo hizo él, mientras evitaba cualquier movimiento brusco que la molestara. Con todo, el rostro de Kit palideció y no pudo evitar que las lágrimas humedecieran sus mejillas cuando se desembarazó de la manga.
—¿Sabes que jamás te había visto llorar? —dijo él en voz baja.
—¡Ay…! ¿De qué te extrañas? ¿Tan insensible me crees?
Sturm eludió responder. Apartó la capa de pieles. El jubón de cuero lo podría cortar, pero bajo aquél aún quedaba la cota.
—Haré el vendaje sobre la malla.
—Sí, sí, como quieras. —El dolor exacerbaba el carácter impaciente de la mujer.
Sturm se acomodó frente a ella y levantó su brazo con lentitud hasta que la mano descansó sobre el hombro contrario; a continuación, envolvió las tiras de lino de forma que le sujetasen el hombro y, al mismo tiempo, le dejaran libre el brazo.
—¿Está bastante fuerte así? —le preguntó.
—Sí. —El monosílabo se escapó de entre sus dientes apretados.
—Bien. Dejaré un trozo de tela lo bastante largo para hacer un cabestrillo.
—Haz lo que quieras. —Kit enterró la faz en su mano derecha. Tenía las mejillas arreboladas.
«Creí que era más fuerte», pensó Sturm mientras procedía con el vendaje. «¡Tiene que haber recibido peores heridas que ésta en el transcurso de las batallas!».
—Con tu veteranía en los combates, tendrás una gran experiencia en las curas de campaña. ¿Lo hago bien? —dijo en voz alta.
—No lo sé. Nunca me han herido —murmuró Kitiara—. He recibido unos cuantos cortes y arañazos superficiales, nada más.
—Has sido muy afortunada. —Sturm no salía de su asombro.
—Puede. Pero tampoco dejo que mis enemigos se aproximen lo bastante para alcanzarme.
El caballero la ayudó a ponerse de pie y colocó la prenda de forma que la manga vacía colgara sobre el hombro herido. Entretanto, los gnomos se habían enzarzado en un debate sobre la naturaleza del incremento de la facultad visual de Alerón.
—Obviamente, ahora percibe una sutil variante de luz que un ojo normal no detecta —sentenció Carcoma.
—Obviamente para un estúpido —rebatió Argos—. El procedimiento es el siguiente: los ojos de Alerón emiten unos rayos que traspasan carne y ropa. Y esa capacidad se genera en sus propios ojos.
—¡Ejem! —interrumpió Sturm—. No tendríais inconveniente en proseguir la discusión mientras andamos, ¿verdad? Nos queda por delante un largo camino y disponemos de pocas horas nocturnas para recorrerlo.
—¿Cómo se encuentra ella? —se interesó Bramante—. ¿Podrá caminar?
—Y correr. ¿Y tú? —La voz de Kitiara sonó desafiante.
El aparatoso choque había dejado los trineos tan destrozados que resultaban poco aprovechables y Sturm comprendió que, por primera vez, los gnomos no tendrían más remedio que viajar con un equipaje ligero, puesto que no disponían de medio de transporte para sus pesados e inútiles pertrechos. Los hombrecillos deliberaron sobre qué debían llevar y qué abandonar; no faltó mucho para que adoptaran la sugerencia de Bramante de asignar un valor numérico a cada objeto, a fin de elegir después aquéllos cuya suma no excediera de doscientos puntos por gnomo.
—Me marcho —anunció Kitiara malhumorada, al tiempo que trataba de cargar tanto su petate como el de Sturm; el hombre asió las correas y se los quitó de la mano—. ¡He perdido la apuesta! —protestó Kitiara.
—No seas absurda. Yo los llevaré.
Caminaron casi un kilómetro antes de hacer un alto para dar tiempo a que les alcanzara el grupo de gnomos. ¡Y qué grupo tan ruidoso formaban! Cada uno de ellos parecía un taller ambulante por la ingente cantidad de herramientas que colgaban de sus chalecos y cinturones.
—Confío en que nuestra presencia no tenga que pasar desapercibida —musitó Kitiara.
Por fin, el agotado pero resuelto grupo reasumió la formación de marcha y se encaminó hacia el gran obelisco y hacia La Voz que lo habitaba.
Habían recorrido quince kilómetros cuando Carcoma comenzó a quejarse de unas fuertes palpitaciones que le martilleaban la cabeza. Sus colegas se tomaron la cosa a chacota hasta que Sturm impuso orden otra vez. Pluvio examinó de modo superficial al carpintero.
—No veo nada fuera de lo normal —dictaminó.
—No es preciso que chilles —protestó Carcoma, dando un respingo.
El meteorólogo arqueó las encrespadas cejas con un gesto de sorpresa.
—¿Y quién está chillando? —preguntó con un hilo de voz. Entretanto, Argos se había puesto a la espalda del carpintero y acto seguido chasqueó los dedos. Carcoma hundió la cabeza y se la cubrió con los brazos, como si tratara de detener un golpe invisible.
—¿Habéis oído ese trueno descomunal? —preguntó con voz temblorosa.
—Muy interesante. La capacidad auditiva de Carcoma se ha incrementado del mismo modo que la visión de Alerón —manifestó Argos.
—¿Significa que adquirimos más poder? —Pluvio estaba maravillado.
—Eso parece. —Argos se mostraba circunspecto.
—¡Por favor, dejad de gritar! —suplicó Carcoma en un susurro.
En un visto y no visto, Bramante preparó unas toscas orejeras con tiras del forro de su cantimplora y un par de viejos calcetines, y se las puso a Carcoma. Éste sonrió satisfecho.
—Las palpitaciones son ahora más soportables. ¡Gracias!
—No hay de qué —contestó el cordelero en un susurro. Carcoma exhibió una amplia sonrisa y le palmeó la espalda.
—¿Y tú? —preguntó Sturm a Kitiara—. ¿Sientes algo diferente?
Ella negó con la cabeza.
—Lo único que siento es una desesperada añoranza por una jarra grande de la mejor cerveza de Otik.
Sturm no pudo menos que sonreír. Parecía que hubiesen transcurrido eones desde el día en que se habían reunido todos en El Último Hogar y habían disfrutado de la inmejorable cerveza del posadero y, a juzgar por el curso de los acontecimientos, parecía que, del mismo modo, habrían de transcurrir eones antes de que pudiesen paladearla de nuevo.
A los veinte kilómetros de marcha, los gnomos se fueron rezagando hasta formar una larga fila tras Kitiara y Sturm. Las piernas cortas de los hombrecillos no podían mantener el rápido ritmo de las zancadas de los humanos. Aunque de mala gana, Sturm no tuvo más remedio que ordenar un alto para descansar. Los gnomos se desplomaron como abatidos por una lluvia de flechas.
De pronto, el aire vibró y una tenue claridad rosada surgió en el éste, o en lo que habían asumido que era el éste.
—Amanece. —La voz de Kitiara carecía de inflexiones.
Por el oeste, en el centro del valle, reverberó un trémulo destello. Argos procuró enfocar con su catalejo el origen de aquel remedo de amanecer.
—Es el obelisco. —Alerón oteó la lejanía con los párpados entrecerrados—. Diviso un resplandor a modo de halo en la parte más alta de la estructura.
Unas líneas argénteas, estrellas fugaces, surcaron la bóveda celeste; el creciente y uniforme resplandor del este tuvo un inmediato reflejo en el oeste. La luz del astro, dorada y tibia, alumbró las cumbres; el fulgor del obelisco era bermejo oscuro.
Cuando el curvo perfil del sol asomó tras los afilados riscos, sonó un bronco estampido, semejante a un trueno, y del lejano obelisco se proyectaron unos ardientes rayos de fuego hacia las estribaciones montañosas. Los exploradores se echaron cuerpo a tierra. Una ráfaga ardiente los golpeó cuando los rayos pasaron restallantes sobre sus cabezas. En cinco ocasiones se repitió el zigzagueante relampagueo escarlata, seguido del eco de los truenos que retumbaron en el cielo. Una vez que la totalidad de la esfera solar se alzó sobre el valle, cesó la actividad de la peculiar tormenta.
Sturm se sentó y miró a su alrededor. El suelo emanaba un fino vapor. Kitiara, de pie, estudió el valle a la luz del día; las plantas ya empezaban a brotar del laminado terreno. Alerón se sacudió el polvo de las ropas y se volvió hacia el risco por el que habían descendido.
—Ahora entiendo por qué esas laderas son a la vez sólidas y suaves como cristal. Las descargas de los rayos inciden contra ellas cada mañana.
—Pero no se trataba de descargas pluviales —aseguró el meteorólogo con voz temblorosa—. La atmósfera está cargada con otra clase de fuerza.
—Magia. —Sturm escupió virtualmente la palabra. Su rostro se endureció con un gesto de repulsa. Aun cuando lo ocurrido no era del todo inesperado, la repentina embestida de un poder mágico tan desmesurado lo hizo sentirse vulnerable, inerme… y mancillado.