17

Sin honor

Por fin, la última vuelta de la cuerda se soltó y las manos de Sturm quedaron libres. El caballero arrebató la daga a Carcoma y se apresuró a cortar las ataduras de sus tobillos. Por suerte, el cordaje procedente del Tarvolina era viejo y no tardó mucho en ceder. Sturm se puso de pie de un salto.

—¡Conducidme al salón de audiencias! —instó a los gnomos encaramados en la pared. Remiendos le hizo una seña con la mano para que lo siguiera pero, antes de dirigirse a la sala del trono, recorrió como una exhalación las paredes que rodeaban la estancia donde se hallaban Sturm y Carcoma. Luego enfiló de forma vertiginosa hacia el centro del laberinto. Bramante y Alerón lo siguieron al trote.

—¡Vamos, Carcoma! —El caballero izó al cordelero y lo sentó sobre sus hombros.

El sol se ponía, hecho que Sturm agradeció con auténtico fervor a Paladine ya que, sin luz diurna, las hordas de hombresárbol pronto se transformarían en inofensivos vegetales arraigados a la tierra.

Al cruzar otro de los accesos abiertos en la pared, el caballero se encontró con una docena de hombresárbol armados; presentaban un sólido frente que bloqueaba el paso, y Sturm sólo contaba con la daga de Kit para enfrentarse a sus largas espadas de cristal.

—Quédate tras de mí —advirtió el caballero al gnomo después de dejarlo en el suelo.

Las sombras del ocaso reptaron por las paredes. El astro se hundía en el horizonte a toda velocidad y la mitad inferior de los lunitarinos se hallaba en penumbra. Muy pronto, sus pies se clavarían en el suelo. Uno de los seres arbóreos arremetió contra Sturm. Aun cuando el movimiento del guardián no fue demasiado ágil, la hoja rozó la mejilla del caballero, al sobrepasar en exceso los ochenta centímetros de la espada vítrea a los escasos veinticinco de la daga. Para entonces, la mitad inferior de los cuerpos leñosos reivindicaba su naturaleza vegetal y los seres se arraigaron en la tierra. El filo de las sombras alcanzó la parte alta de sus troncos. Los brazos ondearon con lentitud, cual hierbajos bajo la superficie de un estanque.

El guardián enfrentado a Sturm enganchó con la punta de su espada la capucha de piel del guerrero y la desgarró. Ésa fue su última acción. La corteza se cerró en los huecos de los ojos y la boca, y tanto él como sus semejantes quedaron inertes.

Alerón apareció en lo alto de la pared.

—¡Sturm! ¡Deprisa! ¡Ha sucedido algo horrible! —Sin dar tiempo a que el humano preguntara, el gnomo regresó por donde había venido.

—Lloraba —dijo sorprendido Carcoma—. Y Alerón jamás llora.

Sturm se metió entre los troncos de los hombresárbol y se abrió camino con grandes esfuerzos ya que las rugosas cortezas le enganchaban las ropas y le desgarraban la piel, pero por último logró atravesar las últimas líneas de guardianes. A partir de allí, el corredor estaba despejado.

Sturm y Carcoma entraron como una tromba en el salón de audiencias. Los ojos del caballero buscaron en primer lugar a Kitiara. ¿Dónde estaría? ¿Se encontraría herida, agonizante o… muerta?

Tanto la mujer como los dos gnomos estaban retenidos con fuerza en el abrazo de los paralizados guardianes; los dedos nudosos del que retenía a Crisol tenían manchas de sangre. El gnomo estaba muerto. A Rapaldo no se lo veía por ninguna parte.

—¡Kit! ¿Te encuentras bien? —gritó Sturm.

—Sí, y también Argos, pero Crisol…

—Ya veo. ¿Y Rapaldo?

—Cerca. Sé prudente, amigo. Tiene esa maldita hacha.

La estancia, abarrotada de inmóviles hombresárbol y sumida en la creciente oscuridad, tenía la apariencia de un bosque sombrío. De algún lugar en la incierta penumbra, surgió la demente risa y la voz chillona del rey.

—¿Quién porta la lámpara que alumbrará tu sueño? ¿Quién maneja el hacha que cercenará tu cuello?

—¡Rapaldo! ¡Sal y lucha conmigo! —retó el caballero.

—¡Je, je, je!

Algo se deslizó sobre su cabeza.

—¡Está ahí arriba! ¡Agáchate, Sturm! —gritó Alerón desde lo alto de la pared.

El caballero se zambulló de cabeza al suelo justo en el instante en que el hacha pasó zumbando por el lugar en que, un momento antes, estaba su cabeza.

—¡Kit, ¿dónde tienes tu espada?! ¡Rapaldo me arrebató la mía!

—¡En el suelo, a los pies de Argos!

Sturm avanzó a rastras mientras Rapaldo flotaba entre las copas de sus guardianes. Entretanto, Kit explicaba al caballero la facultad de levitación que detentaba el loco rey.

—Se ha desembarazado de más peso —añadió Argos—, y ahora flota a casi dos metros sobre el suelo.

Por fin la mano de Sturm se cerró en torno a la empuñadura de la espada de Kitiara y el caballero se incorporó como impulsado por un resorte. Había divisado los recortados pantalones y las sandalias de esparto de Rapaldo, que caminaban sobre las copas de los árboles. Su acometida con la espada no logró más que arrancar unos fragmentos del lunitarino sobre el que, un instante antes, se posaban los pies del loco. El rey de Lunitari se había apañado de un brinco y ahora reía como un tonto.

—¡No lo veo! —se desesperó Sturm—. Alerón, ¿dónele se ha metido?

—A tu izquierda… detrás… —El caballero tuvo el tiempo justo de agachar y esquivar el golpe del hacha. Arremetió acto seguido; notó que la punta del acero enganchaba tela y luego se oyó un desgarrón.

—Cerca, muy cerca, caballero Sturmbright. Pero eres muy lento y pesado —exclamó Rapaldo, satisfecho.

—Lo que necesitas es un arco —siseó Kitiara. La mujer se debatía entre los envolventes miembros de sólida madera que la retenían, pero al tener los brazos presionados contra los costados, no encontraba un punto de apoyo sobre el que ejercer presión. Intentó remover los hombros a uno y otro lado. Los miembros leñosos del hombre-árbol crujieron y chasquearon, pero mantuvieron su presa.

Sturm se pasó la daga a la mano derecha y asió la espada con la izquierda. En lo alto de la pared reinaba un profundo silencio. Los llantos de los gnomos por su compañero muerto habían enmudecido. El caballero se agachó y fue hacia el destartalado trono. Se subió al asiento del sillón y se irguió.

—¡Rapaldo! ¡Rapaldo! ¡Estoy en tu trono y escupo en él! ¡No eres más que un infeliz carpintero lunático con delirios de grandeza que juega a ser un rey!

El delator sonido metálico de la cadena puso en sobreaviso a Sturm. Un instante después, el hacha se hundió con profundidad en el respaldo del sillón y se quedó encajada en la sólida madera de roble de Krynn. Rapaldo tiró frenético del mango para soltarla, pero sus escuálidos brazos y la falta de apoyo se lo impidieron.

—¡Ríndete! —exhortó el caballero, con la punta de la espada pegada a la garganta del loco.

—¡Ta-ra-ra! —gritó el rey, mientras plantaba los pies en el respaldo del trono. Luego, impulsó hacia atrás el sillón y él, Sturm, la desnuda espada, hacha y daga, salieron catapultados. Se escuchó un gran estruendo, un alarido y, después, silencio.

—¡Sturm! —llamó a gritos Kitiara.

El caballero se desembarazó del despedazado sillón y se incorporó. Le sangraba un corte en la mejilla, pero aparte de eso, estaba ileso. Rapaldo estaba ensartado en el suelo; la daga le atravesaba el corazón. Sus piernas y sus brazos flotaban a la deriva. Las gotas de sangre ascendían por la empuñadura de la daga, se desprendían, y salían impelidas hacia lo alto, como arrastradas por una corriente.

Sturm encontró el hacha entre los restos del maltrecho trono. Impasible, sin hacer caso al hecho de que los árboles fueran otra vez seres vivos por la mañana, descargó el hacha una y otra vez hasta liberar a Kitiara y a Argos. Los otros gnomos descendieron de la pared y lo ayudaron a soltar a Crisol de las ataduras vegetales. Tumbaron con delicadeza el regordete cuerpo del metalúrgico en el suelo. Remiendos rompió a sollozar.

—¿Qué haremos? —preguntó Alerón, con los ojos arrasados de lágrimas.

—Crisol ha sido vengado —dijo Kitiara—. ¿Qué más se puede hacer?

—¿No deberíamos enterrarlo? —preguntó entristecido Bramante.

—Sí, por supuesto —dijo Sturm. Luego tomó en sus brazos a Crisol, se apartó del desconsolado grupo, y se dirigió hacia la salida.

Los gnomos permanecieron arracimados. Los únicos sonidos perceptibles eran los sollozos entrecortados. Argos se sacudió de las ropas las astillas y echó a andar. Los otros lo siguieron. El navegante se internó en la plantación de champiñones y se detuvo en el centro. Señaló con el dedo el mullido terreno rojizo y declaró que aquél era el lugar idóneo.

Los gnomos comenzaron a cavar. Kitiara se ofreció para ayudarlos, pero Carcoma se negó amablemente. Los hombrecillos se arrodillaron en círculo y abrieron la tumba con sus manos. Cuando consideraron que era lo bastante profunda, Sturm se adelantó y, muy conmovido, colocó al heroico Crisol en su sepulcro.

Argos fue el primero en hablar.

—Crisol fue un buen técnico y un aventajado químico. Ahora ha muerto. El motor ha dejado de funcionar, los engranajes se han agarrotado y se han detenido. —El navegante tomó un puñado de tierra carmesí y lo arrojó sobre su amigo—. Adiós, hasta siempre.

—Fue un hábil metalúrgico. —Y Alerón añadió otro puñado de tierra.

—Un excelente argumentador —apuntó Carcoma, mientras contenía a duras penas la emoción.

—Dedicado a los experimentos —dijo Pluvio, y esparció su puñado de tierra.

—El mejor fabricante de engranajes —añadió Bramante desconsolado.

Cuando le llegó el turno a Remiendos, el pequeño gnomo estaba tan afectado que lo único que se le ocurrió añadir fue «T… tenía muy buen apetito». Bramante esbozó una sonrisa afectuosa y palmeó la espalda de su aprendiz.

A continuación, cubrieron el cadáver del amigo con tierra. Alerón, que había vuelto a la fortaleza, regresó con una pieza de metal del naufragado barco de Rapaldo. Era uno de los engranajes del cabrestante del Tarvolina. Los gnomos lo colocaron en la tumba, como un monumento a su colega.

Kitiara giró sobre sus talones y se encaminó hacia la fortaleza. Tras un momento de silencio respetuoso, Sturm marchó en pos de la mujer.

—Podrías haberles dicho algo a los gnomos —le reprochó al darle alcance.

—Hay mucho que hacer antes de que salga el sol. Tenemos que recoger nuestros bártulos y alejarnos de aquí todo cuanto podamos durante la noche —replicó ella.

—¿Por qué tanta prisa? Rapaldo ha muerto.

—¡Sus súbditos están vivos! ¿Cómo crees que reaccionarán cuando despierten y descubran que su dios-rey está muerto? —Kitiara señaló con el brazo en derredor.

El caballero consideró aquello un momento.

—Podríamos ocultar el cuerpo —propuso.

—No serviría de nada —opinó Kitiara mientras cruzaba el muro exterior—. Los hombres-árbol supondrán lo ocurrido al ver que nosotros no estamos y Rapaldo ha desaparecido. —La mujer hizo una pausa en la puerta del salón del trono—. Razón de más para que nos marchemos cuanto antes y encontremos a El Señor de las Nubes.

Tenía razón. Ambos entraron en la estancia. Sturm encontró su yelmo abollado y se lo puso, en tanto Kitiara recuperaba su espada y extraía de un tirón la daga ensartada en el pecho del muerto. Al ver a Rapaldo mecerse como un corcho en el agua, a la mujer se le ocurrió una idea macabra. Se agachó y desenrolló de la cintura del hombrecillo las vueltas restantes de cadena. Les sería útil una vez que recuperaran la nave voladora. Luego, agarró el cadáver por la camisa ensangrentada y lo guió hasta donde se encontraba Sturm.

—Ésta es mi idea de un funeral rápido y sencillo —manifestó al tiempo que lo soltaba. El cuerpo sin vida de Rapaldo I se elevó poco a poco y giró con lentitud a medida que se alejaba del suelo. En cuestión de minutos, casi se había perdido de vista en la violácea bóveda del cielo. Sturm estaba horrorizado. Ella lo miró con furia.

—Podría haber sido a mí a quien hubiera matado, ¿sabes? —Su voz sonó fría como el hielo—. Lo único que siento es que fueras tú quien acabara con él, en lugar de haberlo hecho yo misma.

—Era un pobre demente. Quitar la vida a semejante persona no fue un acto de honor.

—¡Honor! Llegará el día en que te enfrentes a un adversario que no comparta tu concepto sobre el honor, y ése será el fin de Sturm Brightblade.

Regresaron a la plantación de champiñones donde los esperaban los gnomos. Las enormes mochilas de expedición estaban más sobrecargadas que antes a causa de los fragmentos metálicos rescatados del escondrijo de Rapaldo. Kitiara anunció su propósito de seguir el rastro de los Micones antes de que las huellas se perdieran en terreno rocoso. Argos miró a Sturm.

—¿Qué opinas, maese Brightblade?

—No tengo otro plan mejor —fue su simple respuesta. Una sensación de frío atenazaba su alma. Aquélla mujer que había tratado de un modo tan brutal a un enemigo muerto le resultaba una extraña.

Atravesaban la hora más negra desde que salieron de Krynn. Uno de los suyos había muerto, y yacía enterrado bajo el frío suelo lunar; un rey demente ascendía por el espacio en una perpetua espiral, un cuerpo sin peso que no encontraría lugar de reposo. Los esperaba una noche larga y patética.

Con todo, cuando a la mañana siguiente el sol brilló sobre el jardín de Rapaldo, un hongo gigantesco brotó sobre la tumba de Crisol. A diferencia de los que crecían a su alrededor, aquél era de un blanco puro y resplandeciente.

* * *

A Sturm lo asaltó una nueva visión mientras caminaba; aun entonces, sus pasos no vacilaron.

Se oyó el relincho de un caballo y vislumbró cuatro bestias descarnadas atadas a un poste carbonizado. Era de día, pero una sombra onerosa se cernía sobre la escena. Sturm alzó la vista y reconoció las almenas ruinosas del castillo de su padre. Al otro lado del patio, divisó una carreta destrozada y caída de costado; le faltaba una rueda. Maniatado a la otra había un hombre; las ataduras se clavaban profundamente en sus muñecas. Sturm se aproximó a la lastimosa figura y rogó a Paladine que no fuera su padre.

El hombre levantó el rostro. A través de la barba crecida y las magulladuras infligidas por una brutal paliza, Sturm reconoció a Bren, compañero de exilio de su progenitor. Al igual que ocurriera en su anterior visión, la mirada de Bren fue más allá de Sturm. El joven Brightblade era un fantasma, un ser insustancial.

En aquel momento, a la derecha de Sturm, salieron de las sombras, a toda velocidad, tres hombres. Eran unos tipos delgados de aspecto rudo, como los que Sturm había visto con frecuencia en los caminos. Vagabundos. Salteadores. Asesinos.

—¿Cuándo nos largamos, Touk? —dijo uno de los hombres—. Éste castillo está encantado, te lo digo yo.

—¿Te asustan los fantasmas? —se mofó un sujeto que llevaba un pendiente de cobre y que tenía la cara tiznada.

—No me asusta nada que pueda destripar con mi podadera de doble filo.

—¿Cuándo nos largamos? —quiso saber el ladrón que cerraba la fila.

Cara tiznada se echó a reír y dejó al descubierto sus sucios y amarillentos dientes.

—Cuando esté seguro que no hay más botín por el lugar. —Touk escupió en el suelo—. Vamos a echar una parrafada con nuestro honorable huésped.

El bandido y dos de sus hombres rodearon al prisionero. Touk atenazó a Bren del enmarañado cabello y le echó la cabeza hacia atrás. Sturm ansiaba ayudarlo, pero no podía hacer nada.

—¿Dónde está el tesoro, viejo? —interpeló Touk, al tiempo que hincaba la punta de un horrendo puñal en el cuello del anciano soldado.

—No hay tesoro alguno —jadeó Bren—. El castillo fue saqueado hace muchos años.

—¡Venga! ¿Nos tomas por idiotas? Siempre se dejan algunas monedas escondidas en alguna parte, ¿eh? Así que, ¿dónde están? —La afilada punta del acero se clavó un poco más en la garganta de Bren.

—Os l… lo diré —dijo con voz débil—. Bajo el gran vestíbulo… un cuarto secreto. Os lo mostraré.

—Más vale que sea verdad.

Touk retiró el arma.

—Lo es. Os llevaré directamente allí.

Cortaron las ataduras del soldado y lo llevaron arrastrando por el patio. Sturm los siguió, pegado a ellos, tan cerca que pudo oler la hedionda mezcla de sudor, mugre, temor y codicia.

Bren los guió hasta el sótano situado bajo el vestíbulo principal. Allí, en un largo pasadizo, el soldado contó los hacheros del lado derecho hasta llegar al número ocho.

—Éste. Éste es. —Uno de los ladrones prendió el tocón encajado en el hachero con la tea que llevaba.

—El brazo del fanal se gira —informó Bren.

Touk asió el robusto hachero de hierro y lo sacudió hasta que cedió a la izquierda. Una sección del suelo de baldosas lo levantó, al tiempo que emitía un estridente chirrido. Touk arrojó su antorcha por la abertura; la tea rebotó por una empinada escalera de piedra y se detuvo, aún prendida, al final de los peldaños. La luz de la antorcha arrancó un destello en un objeto brillante.

—Buen trabajo. —Touk esbozó una sonrisa siniestra y, sin más palabras, enterró el cuchillo en el pecho de Bren. El hombre de confianza de Angriff Brightblade exhaló un gemido y se desplomó con lentitud, a pesar de que buscó apoyo en la pared. Su cabeza se hundió sobre el pecho, donde la mancha de sangre se hacía más y más grande.

—Vamos, muchachos. ¡Nuestra recompensa! —Touk guió a sus dos compinches escaleras abajo.

Sturm se inclinó sobre el rostro de Bren. A pesar de su palidez cadavérica, los ojos del soldado aún tenían un último destello de vida.

—Joven amo —musitó.

Los trémulos labios estaban manchados de sangre.

Sturm retrocedió. ¡Bren lo veía!

Con calma, en un esfuerzo denodado, el viejo soldado se asió a la tosca pared de piedra y se incorporó.

—Amo Sturm… habéis vuelto. Siempre supe que lo haríais. —Bren alargó una temblorosa mano hacia el joven Y éste trató de agarrarla entre las suyas, pero fue en vano. Él era insustancial. Los dedos del viejo soldado pasaron a través de su cuerpo y se cerraron en torno al fanal. Al reclamarlo la muerte, Bren se desplomó y arrastró con él el brazo del hachero a su posición original.

La puerta disimulada comenzó a cerrarse con estrépito. Uno de los ladrones dio un grito y se apresuró hacia la salida. En lo alto de la escalera se detuvo en seco, los desencajados ojos fijos en Sturm.

—¡Ahhh! —aulló—. ¡Fantasmas! —Se tambaleó y al caer arrastró consigo a Touk y al otro salteador. La losa de piedra descendió, y ya no se escucharon sus gritos pidiendo auxilio.

* * *

El mundo se tornó rojo. Sturm sacudió la cabeza, en la que aún resonaban los alaridos de Touk y sus compinches. Caminaba con pasos lentos a través de las llanuras de Lunitari.

—¿De vuelta con nosotros? —preguntó Kitiara. Sturm balbuceó unos sonidos inarticulados. Ésta había sido la visión más prolongada que había experimentado y de algún modo, casi al final, los hombres de Krynn lo habían entrevisto. El caballero relató a sus compañeros su última experiencia.

—Ummm, se dice que los moribundos tienen una percepción agudizada —musitó Kitiara—. Bren y el ladrón se estaban enfrentando a la muerte; quizá por eso te vislumbraron.

—Pero me fue imposible ayudarlos —se rebeló Sturm—. Presencié su muerte sin poder hacer nada. Bren era un buen hombre que sirvió bien a mi padre.

—¿No viste ni oíste a tu padre esta vez? —se interesó Argos.

Sturm negó con la cabeza. Aquél detalle en particular lo preocupaba. ¿Qué había ocurrido para que Bren se apartara de lord Brightblade? ¿Se encontraría bien su padre? ¿Dónde estaba?

—¡Veo las huellas! —gritó Alerón. Allí, donde las losas de piedra de un color granate se abrían en dedos pétreos, la arena púrpura se había metido entre los huecos e, impresas en ella, se marcaban con claridad las huellas circulares, con la precisión automática de un mecanismo. Kitiara no se había equivocado…; los Micones habían seguido aquel camino.