16

El hacha real

La larga noche casi había llegado a su fin cuando por fin los gnomos decidieron despertar a Kitiara. Ella emitió unos gemidos quejumbrosos y se puso de pie.

—Por todos los dioses —farfulló—. ¿Qué ha ocurrido? Me siento como si me hubiesen apaleado.

—¿Sientes molestias? —inquirió Pluvio.

La mujer hizo unos giros con el hombro y torció el gesto.

—Bastantes.

—Tengo un linimento que te aliviará. —El gnomo rebuscó deprisa en los bolsillos de su chaleco y en los de sus pantalones, hasta dar con un pequeño saquillo de piel cerrado con un cordón.

—Aquí está —dijo.

Kitiara tomó el saquillo que le ofrecía Pluvio y olisqueó.

—¿Qué es esto? —preguntó desconfiada.

—El eficaz Ungüento del Doctor Dedo. También conocido como Bálsamo Para Masajes Auto-Aplicable.

—Bueno, eh… gracias, Pluvio. Lo probaré —aceptó la mujer, aunque sospechó que el tal linimento, más que aliviar sus músculos, le levantaría ampollas en la piel. Lo apañó a un lado—. ¿Dónde está Sturm? —preguntó, al advertir de repente la ausencia del caballero.

—No lo hemos visto desde hace horas. Te estaba buscando —explicó Carcoma.

—¿Y me encontró?

—¿Cómo vamos a saberlo nosotros? Nos dijo que no cogiéramos el hierro de Rapaldo sin su consentimiento, y luego se marchó en tu búsqueda —replicó Crisol de malhumor.

Kitiara se frotó las doloridas sienes.

—Recuerdo haber ido a dar un paseo y es obvio que he regresado, pero… aparte de eso, mi mente está en blanco por completo. —La mujer tuvo un golpe de tos—. Y la boca más seca que esparto. ¿Hay un poco de agua?

—Pluvio recogió una pequeña provisión esta mañana —informó Argos al tiempo que le ofrecía una botella llena. Kitiara bebió con fruición ante las miradas atentas y solemnes de los gnomos. Cuando, ya calmada su sed, la mujer bajó la botella de agua, habló Alerón.

—Hemos resuelto por unanimidad abandonar este lugar tan pronto como nos sea posible. Creemos que el rey es peligroso. Además, el rastro de los Micones se perderá mientras esperamos aquí de brazos cruzados —dijo.

Kitiara estudió la seriedad impresa en los menudos rostros. Jamás había visto a los gnomos tan de acuerdo y tan decididos.

—Está bien. Busquemos a Sturm —accedió.

Rapaldo se hallaba en su salón de audiencias, flanqueado por veinte hombresárbol bastante altos, cuando Kitiara y los gnomos entraron. El hombre portaba sobre la cabeza el yelmo de Sturm, forrado en su interior con trozos de tela para evitar que se le hundiera hasta la nariz. El hacha reposaba en su regazo. Les dedicó una ojeada superficial.

—No he requerido vuestra presencia. Marchaos —declaró.

—Basta de palabrería y bufonadas —exclamó la mujer, que había reconocido el yelmo de su amigo—. ¿Dónde está Sturm?

—¿Todas las mujeres de Abanasinia tienen modales tan nefandos? Ocurre por consentirles que porten espadas…

Kitiara empuñó ambas armas, espada y daga, y dio un paso hacia Rapaldo. Los lunitarinos levantaron con prontitud sus lanzas de cristal y cerraron filas en torno a su divino, aunque enajenado, rey.

—Jamás llegarás hasta mí —se burló Rapaldo, con una ahogada risita—. Resultaría divertido ver cómo lo intentas.

—Majestad —intervino Argos con diplomacia—, ¿qué ha sido de nuestro amigo Sturm?

Rapaldo se echó hacia adelante y apuntó con un índice huesudo al gnomo.

—¿Veis? Ésa es la forma apropiada de hacer una pregunta. —Luego se recostó con fuerza en el alto respaldo del sillón—. Está descansando. Dentro de muy poco será el nuevo rey de Lunitari —manifestó.

—¿El nuevo rey? ¿Y qué será del anterior monarca? —inquirió la mujer, mientras contenía la ira a duras penas.

—He abdicado. Diez años es un período suficiente de reinado, ¿no te parece? Vuelvo a Krynn, donde viviré entre mis semejantes como un respetado y honrado constructor de barcos. —Se humedeció los dedos con la lengua y se los pasó por los lacios cabellos canosos—. Cuando mis súbditos hayan recuperado la nave aérea, vosotros os quedaréis aquí, a excepción de aquellos gnomos necesarios para hacerla volar. —Rapaldo ladeó la cabeza en dirección a Kitiara—. Había pensado llevarte conmigo, pero he comprobado que eres absolutamente inadecuada para mí. Je, je. Absolutamente.

—No te llevaremos a ninguna parte con nuestra nave —exclamó desafiante Alerón.

—Creo que sí lo haréis… si ordeno a mis leales súbditos que os maten uno a uno. Estoy convencido de que actuaréis conforme a mis planes.

—¡Jamás! —gritó Kitiara, a quien la cólera desbordaba.

Rapaldo miró al hombreárbol más próximo y ordenó.

—Mata a uno de los gnomos. Empieza por el pequeño. —Todos los hombrecillos se cerraron en un apretado círculo en torno a Remiendos.

El lunitarino se lanzó sin vacilar hacia el grupo. Kitiara gritó «¡Corred!» y se interpuso en el camino del hombreárbol. No tuvo problemas para detener los golpes fuertes pero ramplones de su adversario. Cada vez que su hoja de acero se encontraba con la de cristal, saltaban por el aire diminutas astillas vítreas, pero la guarnición de la espada del hombre-árbol era tan gruesa que la mujer dudó de que lograse quebrarla, a no ser con un golpe directo de través. Entretanto, los gnomos retrocedían en bloque hacia la salida, sin cesar de parlotear una incomprensible jerigonza. Ningún otro lunitarino los consideró dignos de atención.

Kit había sujetado con firmeza la punta del arma de su adversario contra el suelo; levantó el pie y partió en dos la espada de cristal. El hombreárbol retrocedió y se puso fuera de su alcance. Rapaldo aplaudió.

—¡Ta-ra! ¡Qué gran espectáculo! —fanfarroneó.

Eran demasiados y, aunque detestaba huir, Kitiara, a quien le hervía la sangre, retrocedió hasta la puerta. Rapaldo se echó a reír y silbó de manera estridente.

En el corredor, la mujer se detuvo, la faz enrojecida por la ira y la vergüenza. Salir de un lugar con abucheos y silbidos… ¡qué insulto! ¡Como si fuera un titiritero o un bufón!

—Vamos a volver ahí —anunció con voz tensa—. Cogeré a ese leñador lunático aunque tenga que…

—Tengo una idea —interrumpió Argos, mientras tiró en vano de la pernera del pantalón de la mujer.

—¡Por todos los dioses, encontremos a Sturm! ¡No perdamos nuestro tiempo con estúpidas ocurrencias gnomas!

Los gnomos se apartaron de ella con gesto ofendido. Kitiara se apresuró a disculparse.

—Puesto que el palacio no tiene techos, ¿por qué no nos subimos a las paredes? Caminaríamos por ellas y de este modo otearíamos lo que hay en cada habitación —sugirió Argos.

—Argos, eres… eres un genio —parpadeó Kitiara.

—Bueno, creo que soy muy, pero que muy inteligente —manifestó él y se frotó las uñas en el chaleco.

La mujer guerrera se volvió hacia la pared y pasó la mano por la reseca argamasa.

—Me va a costar trabajo escalarla —concluyó.

—Yo lo haré —ofreció Bramante. Luego presionó las manos contra la pared—. Sujección firme. Sujección firme —musitó. Para satisfacción de todos, sus palmas se adhirieron al muro y trepó como una gran araña. Los gnomos lo jalearon y Kit tuvo que imponerles silencio.

—Perfecto —dijo Bramante desde lo alto—. Es lo bastante ancha para caminar por ella. Empuja hasta aquí a Remiendos, ¿quieres?

Kitiara izó al pequeño gnomo con una mano; el cordelero agarró los brazos extendidos de su aprendiz y tiró de él hasta subirlo a su lado. Carcoma y Alerón fueron los siguientes.

—Es suficiente —dijo Argos—. Nos quedaremos junto a Kitiara para atraer la atención del rey mientras vosotros buscáis a Sturm.

Los cuatro gnomos encaramados en la pared se pusieron en marcha. La guerrera regresó al acceso del salón de audiencias; baqueteó espada contra daga para llamar la atención. Crisol y Argos ocuparon los flancos, un paso más atrás, y obstruyeron la salida.

—¡Oh, vaya, estáis de vuelta! ¡Encantado de veros! —exclamó Rapaldo, todavía jactancioso como un gallo de pelea.

—Queremos negociar —dijo Kitiara. Aunque no era cierto, no pudo evitar el acre sabor de la hiel.

—Me atacaste con tu espada —replicó Rapaldo con petulancia—. Eso es traición. Ultrajante sacrilegio y traición. Arroja tu arma al suelo, donde la pueda ver.

—Jamás rendiré mi espada; no, mientras tenga un soplo de vida.

—¿De veras? ¡El rey se ocupará de eso! —Rapaldo ululó unas palabras en el lenguaje de los lunitarinos. Los guardias de la estancia retomaron el mensaje y lo repitieron una y otra vez, más y más alto. Al poco tiempo, eran miles los que ululaban el mismo mensaje, en el exterior.

*

*

Bramante y los otros escucharon a los hombresárbol que repetían la cantinela de Rapaldo mientras recorrían con movimientos ágiles los estrechos remates de las paredes y oteaban cada habitación de la fortaleza por la que pasaban. Carcoma, por supuesto, se detuvo para tomar notas del contenido de cada estancia y pasadizo, mientras que Alerón se centraba más en vislumbrar escenas lejanas que en buscar los recintos cercanos. Sólo Remiendos tomó en serio su cometido. El pequeño gnomo corría de acá para allá a una velocidad desmesurada, trotando, saltando, registrando. Al pasar una de las veces junto a su jadeante maestro, éste, entre resuellos, le hizo una pregunta.

—¿Dónde aprendiste a correr tan rápido?

—No lo sé. ¿Es que no he corrido siempre así?

—¡Por supuesto que no!

—¡Oh! ¡Por fin me alcanzó la magia de Lunitari! —Remiendos salió disparado a lo largo de la pared y alcanzó a Carcoma, que estaba ensimismado en la recopilación de su catálogo número «tropecientos». El carpintero, sobresaltado por el veloz Remiendos, perdió el equilibrio y se cayó de la pared.

—¡Uff! —resopló Sturm cuando veinte kilos de gnomo aterrizaron en su regazo—. ¡Carcoma! ¿De dónde sales?

—¡Sancrist! —barbotó el carpintero y, acto seguido, llamó a Bramante. Los otros tres gnomos acudieron a todo correr y se asomaron al cuarto.

—Estoy maniatado —explicó el caballero. También sus tobillos aparecían sujetos a las patas de la vieja silla en la que lo habían sentado—. Rapaldo se apoderó de mi daga.

—La otra la tiene Kitiara —dijo Bramante.

—¡Iré a buscarla! —ofreció Remiendos, que desapareció en un visto y no visto. Sturm parpadeó.

—Tengo un espantoso dolor de cabeza, pero aun así, he observado que nuestro amigo Remiendos se mueve mucho más rápido de lo que lo hacía cuando lo vi por última vez.

—¡Aquí tenéis! —El pequeño gnomo ya estaba de vuelta. Desde lo alto de la pared les arrojó la daga (con la punta por delante). Carcoma la recogió y comenzó a forcejear con las ataduras del caballero. El arma servía para apuñalar, no para cortar, y la hoja no estaba muy afilada.

—Apresúrate —acució Remiendos—. Los otros tienen problemas.

—¿En dónde nos hemos metido? ¿En una encantadora pesadilla? —refunfuñó con acritud Carcoma.

—Calla y corta —dijo Sturm.

*

*

«Problemas» era una forma suave de describir lo que les sucedía a Kitiara y a los demás. Cientos de lunitarinos abarrotaban el corredor tras ellos, y los guardias del salón de audiencias se les habían echado encima. Rapaldo se contoneaba altanero frente a ellos, mientras se daba golpecitos en la palma de la mano con la parte roma de su hacha.

—Cochinos traidores —dijo imperioso—. Todos sois reos de muerte. Me pregunto quién de vosotros será el primero en caer bajo el hacha real.

—Mátame, sarnoso maníaco; así al menos no me obligarás a soportar los desvaríos incoherentes de un boceras charlatán —barbotó Kitiara, a la que sujetaban entre siete hombres-árbol. Los leñosos miembros estaban enroscados de tal modo en derredor de su cuerpo que sólo eran visibles su rostro y sus pies. Rapaldo, con gesto risueño, le alzó la barbilla con el mango de su hacha.

—Oh, no, preciosa. Tengo otros planes para ti. Te haré la reina de Lunitari… aunque sea por un día.

—¡Prefiero que me arranques los ojos!

Él se encogió de hombros y se acercó a Argos, al que sujetaba un solo guardián.

—¿Mataré a éste… o a ése…?

—Mátame a mí —suplicó Crisol—. Yo no soy más que un metalúrgico y Argos es el navegante de nuestra nave voladora. Sin él, jamás regresarías a Krynn.

—Eso es ridículo —protestó Argos—. Si mueres, ¿quién arreglará la avería de El Señor de la Nubes? Nadie trabaja los metales como Crisol.

—No son más que gnomos —intervino la mujer—. Mátame a mí, gusano infecto, ¡si no te mataré yo!

—¡Basta, basta! Je, je. Ya sé qué haré. Lo sé. ¡Intentabais engañarme; pero yo soy el rey! —Retrocedió un paso o dos y dejó caer su hacha. El rey de Lunitari abrió de un tirón su harapienta túnica. Bajo la camisa, pero sobre la ropa interior, Rapaldo portaba una cadena. No una cota de malla, sino una herrumbrosa y gruesa cadena atada alrededor de la cintura.

»¿Os dais cuenta? Sé muy bien lo que significa vivir en Lunitari —dijo el demente. Se despojó de la camisa y desanudó un enganche de alambre que sujetaba el extremo de la cadena. Desenrolló varias vueltas y, conforme los eslabones se apilaban en el suelo, los pies de Rapaldo empezaron a elevarse. En un instante, flotaba a más de medio metro sobre el suelo, y los seres arbóreos lo contemplaron en éxtasis, con devota atención.

—¡Yo vuelo! ¡Ta-ra! ¿Quiénes sois vosotros, pobres mortales, para siquiera dirigirme la palabra? ¡Floto! Si no llevara sobre mí esos veinticinco kilos de cadena, surcaría los cielos. No me dejan tener un techo; los lunitarinos, ya sabéis. Las sombras los hacen enraizarse. Sin esta cadena, me alejaría como un hilo de humo por el aire. —Rapaldo dejó caer otra vuelta de eslabones y se elevó hasta que sus pies flotaron a su espalda—. ¡Y es que soy el rey, ¿comprendéis?! ¡Los dioses me han otorgado este poder!

—No. —Argos trató de dar una explicación—. Tiene que ser a consecuencia de la magia de Lunitari…

—¡Silencio! —Rapaldo se balanceó con torpeza mientras agitaba las manos como si nadara y se aproximó a Kitiara—. Tú llevas armadura, pero te puedes desprender de ella en cuanto quieras. ¡Yo no puedo! He de acarrear esta maldita cadena a todas horas, día tras día. —El hombre acercó de un impulso su sucia faz a la de la mujer—. ¡Renuncio al poder! Volveré a casa y seré un hombre normal y caminaré de nuevo. Los árboles no me echarán en falta con el caballero Sturmbright como su rey… ¡Traición! ¡Traición! ¡Sois culpables!

Rapaldo dio un volantín en el aire y se apartó de Kitiara. Recogió su hacha y la arrojó contra la víctima elegida.