14

Rapaldo I

—No me creéis —dijo el autoproclamado monarca.

—Es que no encaja con el arquetipo estereotipado —explicó Argos. El rey de Lunitari ladeó la cabeza.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Que no tiene aspecto de rey —le tradujo Sturm.

—¡Pues lo soy! Rapaldo I, marino, constructor de barcos, único y absoluto regente de la luna roja. Ése soy yo. —El hombre se acercó a la compañía con un andar nervioso e incierto de pasos arrastrados.

Los gnomos se abalanzaron sobre el rey Rapaldo y le estrecharon la mano en una rápida sucesión, intercalada con el parloteo de la versión abreviada de sus interminables nombres. Los ojos de Rapaldo miraron por encima de la barrera de gnomos.

Sturm se aclaró la garganta y con suavidad apartó a Remiendos del desconcertado personaje.

—Sturm Brightblade, de Solamnia —se presentó.

Kitiara dio un paso al frente y se echó atrás la capucha de piel. Rapaldo dio un sonoro respingo.

—Kitiara Uth Matar —dijo la mujer.

—S…señora —balbuceó Rapaldo—. No he visto a una verdadera dama desde hace muchos, muchos años.

—Tampoco estoy muy segura de que esté viendo a una en este momento —dijo ella entre risas. El hombre tomó su mano y la sostuvo con sumo cuidado. Contempló con embarazosa intensidad el dorso y la palma. Las manos de Kitiara no eran refinadas ni tersas; eran las de un guerrero: fuertes y flexibles. El reverente interés de Rapaldo le divertía.

De manera repentina, como si de pronto hubiese caído en la cuenta de que se comportaba como un idiota, el hombre soltó la mano de Kitiara y se irguió lo máximo que su corta talla le permitía; no más de un metro sesenta y cinco.

—Ahora, acompañadme al salón de audiencias, donde escucharé el relato de vuestra llegada. A mi vez, narraré la historia de mi naufragio. Por aquí… —indicó el rey de Lunitari; antes de abandonar la sala, colocó la silla en posición normal.

Siguieron a Rapaldo a través de una serie de habitaciones, en su mayor parte vacías y todas a cielo raso. Las piezas de mobiliario, bastante escasas, tenían un aire náutico; aquí un cofre, allá un sillón de capitán. Otros fragmentos de barco colgaban de las paredes: una gatera para cables hecha de cobre, un barandal de barrotes torneados y adornado con remaches de hierro, varios eslabones de la cadena de un ancla…

Crisol estiró de la manga a Sturm.

—Metal —susurró—. A montones.

—Ya lo he visto —dijo con voz calma el caballero.

—Por aquí, por aquí —insistió Rapaldo, gesticulante.

El salón de audiencias constituía el centro exacto de la fortificación. Era una habitación cuadrada de nueve metros de lado. Al entrar Rapaldo en la estancia, media docena de hombresárbol se llevaron las lanzas de cristal a los inexistentes hombros a modo de saludo, ulularon al unísono tres veces, y retornaron las lanzas a su posición de descanso.

—Mi guardia de palacio —explicó el rey con arrogancia.

—¿Son inteligentes? —se interesó Alerón.

—No como lo somos tú y yo. Aprenden lo que les enseño, memorizan las órdenes, y cosas por el estilo; pero no estaban civilizados cuando llegué.

En el extremo más alejado del salón aparecía un tosco trono —un sillón de respaldo alto, montado sobre un grueso rectángulo de vidrio rubí. Era obvio que para la fabricación del sillón se habían utilizado trozos de viga de barco ya que se percibían con claridad los agujeros de las cabillas.

Rapaldo subió de un salto al pedestal vítreo y recogió el cetro que reposaba en el sillón. Se dio la vuelta, tomó asiento, suspiró, y apoyó en su antebrazo el emblema de su cargo. El cetro era, ni más ni menos, un hacha de carpintero o doladera.

—¡Oíd, oíd! La audiencia real de Lunitari da comienzo —recitó Rapaldo con voz estridente. Luego tosió y su enjuto pecho se convulsionó—. Yo, Rapaldo I, Rey, me hallo presente y presido la asamblea. En honor a nuestros inesperados huéspedes, Yo, el rey Rapaldo, relataré la maravillosa aventura de mi llegada a este lugar.

Bramante y Remiendos, presintiendo que comenzaría una larga historia, se sentaron en el suelo. Rapaldo se levantó de un salto.

—¡De pie! ¡Estáis en presencia del rey! —gritó descompuesto, al tiempo que subrayaba su frase con un mandoble de su hacha-cetro. Los gnomos se levantaron con presteza. Rapaldo temblaba de ira—. ¡Aquéllos que no muestren el debido respeto, serán expulsados de la sala por la Guardia Real!

Sturm y Kitiara intercambiaron una rápida mirada de entendimiento y la mujer se adelantó un paso e hizo una breve reverencia.

—Su majestad nos disculpará, pero es que hace mucho tiempo que no estamos en presencia de un rey —explicó.

Su intervención tuvo un resultado casi mágico. Rapaldo se relajó y tomó de nuevo asiento en su trono de madera. Al hacerlo, se escuchó un nítido claqueteo metálico. Sturm percibió el destello de una cadena que rodeaba la cintura del rey.

—Eso está mejor. ¿Qué sería un rey sin el respeto de sus súbditos? ¿O un capitán sin su barco? ¿O un barco sin timón? ¡Ta-ta! —Rapaldo se asió con fuerza a los brazos de su trono por unos instantes—. Hacía… diez años que n… no hablaba con un ser humano. Y a tal hecho deberéis imputar el que balbucee o pronuncie de manera atropellada las palabras en algún momento. —Respiró hondo e inició su relato.

»Soy hijo y nieto de marineros, nacido en la isla de Enstar, en el Mar de Sirrion. A mi padre lo asesinaron los piratas Kernaffi cuando yo era aún un muchacho. Al conocer la noticia de su muerte, me escapé de casa rumbo al mar. Aprendí el manejo del hacha y la azuela.

Al oír esto, Carcoma se giró un poco para hacer un comentario en voz baja. Argos y Alerón se taparon la boca con la mano. Rapaldo prosiguió con su historia.

—El negocio de la construcción de barcos convirtió en hombre al muchacho; je, je. En el transcurso del verano, dejé de salir a la mar y permanecí en tierra, en Enstar; construía naves que surcarían el ancho y verde océano. —El hacha real se deslizó hasta el regazo de Rapaldo.

»De haber seguido en tierra con ese trabajo, ahora no sería la real persona que tenéis ante vosotros. —Una raída manga resbaló por su huesudo hombro y Rapaldo la colocó en su sitio con gesto ausenta—. Ni estaría en esta luna —dijo entre dientes.

»Un próspero armador llamado Melvalyn me contrató para que lo acompañara hasta Ergoth del Sur, donde planeaba comprar madera para construir una nueva flota de barcos mercantes, y quería a su lado a un experto para que eligiese la madera disponible. Se había dispuesto que saliésemos de Enstar hacia Daltigoth en el tercer día del otoño, una fecha nefasta. Dirazo, un adivino al que yo siempre consultaba sobre el momento propicio para realizar las cosas, sostuvo un parlamento con los espíritus oscuros y declaró que la fecha señalada para hacerse a la mar estaba maldita por la salida de Nuitari, la luna negra. Traté por todos los medios de retrasar el viaje, pero Melvalyn no cedió e insistió en que la travesía se realizase según lo planeado. Je, je. El viejo Melvalyn aprendió lo que significa ignorar los augurios. ¡Sí, ya lo creo que aprendió!

»Un viento frío del sudeste nos arrastró al oeste de Ergoth. Viramos y viramos, pero apenas avanzábamos con el Soplo de Kharolis. Entonces, tras cuatro días de navegación, el viento dejó de soplar. Estábamos atrapados en un mar calmo.

»No existe sensación de impotencia mayor que cuando te hallas en el mar sin un soplo de aire. Melvalyn probó todos los trucos conocidos: humedecer las velas, jalar con las anclas y cosas por el estilo; pero los resultados fueron mínimos. El cielo se cerró sobre nosotros, gris como un ojo de pez, y luego el padre de todas las tormentas desencadenó su furia.

Rapaldo, atrapado por su propio relato, se puso de pie de un modo abrupto e ilustró su historia con gestos bruscos y convulsos.

—El mar giraba así, y el viento soplaba así… —Sus manos se agitaron en direcciones opuestas y luego se entrechocaron frente a su rostro—. La lluvia golpeaba ululante y oblicua en la cubierta. El Tarvolina, que era el nombre de nuestro barco, perdió el mastelero, que arrastró con él a las vergas. Y entonces… entonces aquello se precipitó sobre nosotros y nos atrapó. —Rapaldo se encaramó en su trono y se hizo un ovillo, con la cabeza hundida entre las piernas, como si deseara protegerse del recuerdo.

—¿Qué era? —saltó Pluvio, inoportuno. Pero Rapaldo, que parecía aguardar la pregunta, no se enfadó por su irrespetuosa interrupción.

—Una tromba marina —respondió estremecido—. ¡Una gigantesca columna de agua arremolinada, de treinta metros de anchura en su base! Absorbió al Tarvolina como si se tratara de una hoja seca y lo elevó por el hueco de su centro. ¡Arriba, arriba, arriba! Algunos marineros, llevados por el terror, saltaron por la borda. Los que cayeron en su centro, se precipitaron kilómetros y kilómetros hasta el mar; pero aquéllos que al saltar chocaron contra el muro de agua arremolinada… —Rapaldo dio un pisotón en el asiento de su trono—, acabaron despedazados, como si hubiesen caído a un océano de afiladas cuchillas.

La metáfora le satisfizo pues esbozó una amplia sonrisa. Habría que decir en favor del desaliñado y sucio rey de Lunitari que poseía una dentadura sana y blanca. Rapaldo retomó el hilo de su relato.

—La tromba nos elevó tan alto, que el cielo dejó de ser azul. De los veinte hombres que componíamos la tripulación, sólo seis llegamos vivos al final del embudo de agua. A continuación, la tromba se volvió del revés y el Tarvolina se precipitó cabeza abajo y vino a parar aquí, a Lunitari.

El rey Rapaldo descendió de su trono de un salto. Sus pobladas cejas se fruncieron sobre los ojos oscuros.

—Tres hombres sobrevivieron al naufragio: Melvalyn, el oficial de derrota Darnino, y Rapaldo I. Melvalyn tenía una pierna rota y murió poco después. Darnino y yo casi perecemos de inanición, hasta que descubrimos que las plantas que crecían durante el día eran comestibles. Calmábamos la sed con el rocío que recogía la hierba roja durante la noche.

«Eso es algo que ignorábamos», pensó Sturm.

—Darnino y yo permanecimos juntos hasta que nos encontramos con los Oud-Ouhai, los hombres-árbol… Ellos no habían visto hasta aquel momento a un hombre, y nos confundieron con sus más temidos enemigos… —Aquí, Rapaldo hizo una pausa. Sus ojos observaron con fijeza a todos y cada uno de los componentes del grupo.

»En fin, hubo una lucha en la que mataron a Darnino. Los lunitarinos estaban a punto de matarme, cuando levanté amenazante mi hacha. —Rapaldo acompañó la acción a sus palabras—. Y el arma les causó tal espanto que me proclamaron oum-owa-oya, es decir, supremo gobernante de todos y esgrimidor del sagrado hierro.

»¡Los estúpidos salvajes jamás habían visto metal! Imaginaron que debía proceder de los dioses y que yo era su sagrado mensajero al que enviaban para protegerlos —añadió Rapaldo sin importarle la presencia, a unos pasos, de su Guardia Real. De este modo, concluyó su relato: con una risita ahogada.

—¿No tienen metal los lunitarinos? —preguntó Crisol.

—Por lo que sé, ni una pizca en toda esta asquerosa luna —respondió Rapaldo. Luego se arrellanó otra vez en su trono y se arregló las desaliñadas ropas con extremo cuidado y dignidad—. Ahora, quiero escuchar la historia de vuestra llegada aquí —exigió con tono altivo. Alerón se dispuso a hablar, pero el rey se lo impidió con unos cortos y repetidos golpes de hacha contra el trono.

—Que lo cuente la dama —ordenó.

Kitiara soltó la hebilla del cinturón de su espada y, sin desenvainarla, la puso vertical sobre el suelo. Apoyada en su arma, relató el encuentro con los gnomos, su vuelo a la luna roja, su expedición, y el robo de El Señor de las Nubes.

—Je, je, je —rio Rapaldo—. No hay que dejar las cosas sin una debida protección, ni siquiera en Lunitari. Los Micones se han llevado vuestra nave.

—¿Micones?

—Los enemigos a los que antes hice alusión. Los Oudouhai no tienen predadores a los que temer, ya que no existen animales en Lunitari, sólo plantas. Pero los Micones, una vez puestos en movimiento, son mucho peor que una plaga.

—¿Pero qué son? —inquirió Kitiara.

—Hormigas.

—¿Hormigas? —repitió perplejo Argos.

—Sí, hormigas gigantes. Un metro noventa de cristal, sólido como roca. La magia de este lugar las hace moverse y trabajar, pero no hay ni una pizca de cerebro en sus cabezotas.

—¿Entonces quién, o qué, dirige a los tales Micones? —La pregunta la hizo Sturm.

El rey Lunitari, desasosegado en apariencia, rehuyó dar una respuesta concreta.

—Jamás lo he visto; aunque sí escuché su voz en una ocasión —declaró evasivo.

Sturm observó que Kitiara apretaba los puños con frustración. El excéntrico comportamiento de Rapaldo estaba agotando su escasa paciencia. Con lentitud, la mujer relajó la tensión de las manos y preguntó de la forma más serena que le permitió su colérico temperamento.

—¿Quién es la mente rectora de esas hormigas, Majestad?

—La Voz del Obelisco. A unos quince kilómetros de mi palacio se alza un gran obelisco de piedra de ciento cincuenta metros de altura o más. Está hueco y un demonio habita en su interior. Habla con voz dulce a los Micones, que viven en un cubil situado bajo la base. El demonio nunca sale de su torre, y jamás he ido a verlo.

—¿Y esos Micones se han llevado nuestra nave? —insistió Sturm.

—¿No os lo he dicho ya? —replicó Rapaldo con resentimiento—. Hace dos noches, una hueste de hormigas de cristal pasó en formación, en medio de las tinieblas. Echaron abajo una de nuestras vallas que se interponía en su camino. Lo hicieron por maldad, os lo aseguro. Podrían haberla evitado por medio un pequeño rodeo. Tenía que ser vuestra nave lo que acarreaban.

—¿Y vuestros guerreros no les hicieron frente?

—¡No! ¡Al fin y al cabo no son más que árboles! Cuando el sol se pone, introducen las raíces en el suelo, dondequiera que estén en ese momento, y pasan toda la noche alimentándose. Sólo con la luz del amanecer se libran de la tierra y echan a andar. —Rapaldo, furioso de nuevo, miró con fijeza a Sturm—. ¡Tus modales son muy impertinentes! No responderé a ninguna otra pregunta. —Su voz perdió el tono irritado y estridente—. Nos, estamos cansados. Tenéis permiso para retiraros. Si seguís el corredor a la derecha, encontraréis aposentos en los que dormir —añadió.

Kitiara y Sturm saludaron con una leve inclinación de cabeza; los gnomos agitaron las manos con alegría. El grupo salió en fila del salón de audiencias, conducido por un hombreárbol que también lo guió por el corredor.

—¡¿Qué te parece todo esto?! —exclamó Kitiara en un murmullo poco discreto.

—Después —respondió el caballero en voz baja. Aquéllas paredes sin techo no le ofrecían garantía de que sus palabras no se oyeran.

A lo largo del pasillo mencionado por Rapaldo, encontraron una serie de oquedades, algunas de las cuales estaban abarrotadas con más despojos del naufragio del Tarvolina; otras estaban vacías. Él hombreárbol les indicó que estas últimas eran sus «dormitorios» y luego se marchó.

Los gnomos se desembarazaron a toda velocidad de sus pesadas mochilas e iniciaron sus trabajos. Hicieron tanto ruido y jaleo como sólo siete gnomos son capaces de organizar. Sturm tomó a Kitiara por el brazo y se apartaron de escandaloso grupo.

—Me temo que Su Majestad desvaría un poco —susurró el caballero.

—Querrás decir que está como un cencerro.

—Sí, esa es otra forma de expresarlo, sí. Pero Kit, lo necesitamos para que nos guíe hasta ese obelisco —si es allí donde las hormigas gigantes han llevado a El Señor de las Nubes. Por lo tanto, sigámosle la corriente de su real talante para que no pierda su buena disposición hacia nosotros. Al menos, hasta que nos marchemos.

—Me gustaría propinarle una buena zurra. ¡Le hace falta!

—Utiliza el cerebro, Kit. Con seguridad, cientos de esos seres arbóreos, todos ellos leales al rey Rapaldo nos rodean. ¿Cómo se mata a un árbol? Incluso con tu fuerza incrementada, no conseguiste más que dejar tu espada encajada en una de esas criaturas.

—Tienes razón —admitió ella. Su expresión era sombría—. Te diré algo más: ese hombrecillo lleva cota de malla bajo sus harapos. Escuché el ruido del metal cuando se sentó. Hay dos razones por la que una persona utiliza cota: cuando sabe que la atacarán, o cuando teme que la ataquen. Será un loco, pero el viejo Rapaldo tiene miedo de algo. —Kit dio unos golpecitos con el dedo en el pecho de Sturm—. Y yo digo que ese algo, somos nosotros.

—¿Nosotros? ¿Por qué?

—Porque somos humanos y manejamos nuestro propio metal, lo que probablemente haya desconcertado por completo a los lunitarinos. Y, sobre todo, porque somos más jóvenes, más grandes, y más fuertes que Su Majestad.

—Oh, déjalo que sea el rey de los hombres-árbol si es lo que desea. Si Rapaldo está atemorizado de algo, es de ese misterioso demonio del obelisco. ¿Qué idea tienes sobre él?

—¡En esta demente luna, podría tratarse de cualquier cosa, pero si el demonio tiene a Tartajo y a los otros en la nave, más le vale estar dispuesto a liberarlos o habrá de luchar!

Remiendos se acercó a los dos humanos. En sus manos traía dos platos humeantes.

—La cena —anunció—. Bastoncillos rosas y láminas de champiñón con un aderezo de esporas de cuesco de lobo. —El gnomo les entregó las viandas y regresó junto a sus compañeros.

Durante un rato los dos guerreros comieron en silencio. Por fin, Sturm habló.

—Pienso en lo que haré una vez que regresemos a Krynn.

—¡Qué optimista! —dijo ella—. ¿Y qué piensas?

—Si las visiones han sido ciertas, lo primero será regresar al castillo de los Brightblade. Es posible que mi padre escondiera su espada en algún lugar secreto. También existe la posibilidad de que me dejara alguna pista del lugar al que se dirigía.

—¿Y si no encuentras ni a tu padre ni su espada? ¿Entonces, qué harás? —Kitiara removió su sopa con gesto indolente.

—No abandonaré la búsqueda.

La mujer dejó el plato en el suelo, entre sus pies.

—¿Durante cuánto tiempo, Sturm? ¿Siempre? ¿Has pensado alguna vez en una vida, en un futuro que no esté relacionado con tu familia? No te culpo porque desees encontrar a tu padre; es una causa digna y una gran aventura, pero ahora comprendo que para ti es algo más. Tu aspiración no es sólo restaurar el nombre de los Brightblade y su fortuna, sino la orden de caballería en su totalidad. —El tono de su voz era burlón.

Las manos del hombre se helaron.

—¿Y ansiar tal fin es acaso terrible? Al mundo no le vendría mal contar de nuevo con una fuerza que defendiese la justicia.

—¡Los tiempos han cambiado, Sturm! Los caballeros pasaron a la historia. El pueblo los derrocó porque fueron incapaces de amoldarse a los cambios. Hay un nuevo código para los guerreros: el poder es la única verdad.

—¿Entonces he de renunciar a mi propósito? —Él la contempló con fijeza.

—Mira más allá de tus narices, ¿quieres? Eres un buen luchador y tienes una mente despierta. Piensa en lo que conseguiríamos si estuviéramos juntos, tú y yo. Si nos alistamos como mercenarios en la tropa adecuada, antes de un año seríamos los capitanes. Entonces, la gloria y el poder nos pertenecerían.

—Jamás podría llevar esa clase de vida, Kit. —Sturm se puso de pie y se colocó en bandolera el cinturón de su espada.

—¡Eh! —gritó la mujer al ver que se alejaba. Pero Sturm prosiguió su marcha por el corredor sin volver la espalda. Una furia ardiente inundó el corazón de Kitiara y rebosó por todo su cuerpo. Sintió la imperiosa necesidad de destrozar cualquier cosa. ¿Cómo se atrevía a alardear de integridad? ¿Qué sabía él del mundo, del mundo de verdad? Ése sentimental, aburrido, desecho obsoleto caballeresco…

—¿Kitiara? —Remiendos se hallaba, frente a ella, con el plato de guisado en sus manos—. ¿Te encuentras bien?

La oleada de furia que bullía en sus miembros se apaciguó rápidamente. Parpadeó al fijar la mirada en el gnomo.

—Sí, estoy bien. ¿Qué quieres? —respondió.

—Golpeabas la pared —dijo Remiendos—. ¡Engranajes! ¡La has agrietado!

Kitiara vio que en la suave argamasa se habría abierto un profundo agujero del que irradiaba una red de grietas semejante a la tela de una araña. No recordaba en absoluto haber golpeado la pared.

* * *

Rapaldo I observó el lento proceso de paralización que sufrían los miembros de su Guardia Real al hundir las raíces en la tierra. Bocas y ojos se cerraron sin dejar el más leve indicio en las rugosas cortezas. Al contemplarlos en aquel estado, nadie se imaginaría que eran capaces de hablar y caminar.

El hombre se adelantó y propinó una patada al lunitarino que tenía más cerca. Se hizo daño en el pie y retrocedió brincando, sobre el otro, al tiempo que maldecía el panteón de Enstar en su totalidad.

—Muy pronto me habré marchado y tendréis un nuevo rey —dijo a los abstraídos hombres-árbol—. Me iré volando; eso es lo que haré. ¡En una nave construida por gnomos! ¡Buena jugada! ¡Me vi arrastrado a esta asquerosa luna por una maldita tromba, y ellos van y fabrican alas para llegar aquí a propósito! ¡Ta-ra-ra! Pues si tantas ganas tenían de venir, que se queden. ¡Sí, ellos se quedarán y yo volaré de vuelta a casa!

Pasó un brazo alrededor del hombreárbol con gesto de conspirador y susurró.

—Podría llevarme a la mujer, ¿no? Es muy hermosa, aunque un poco alta. Si el rey se lo ordena, me acompañará, ¿verdad? Sí, sí… ¿cómo va a resistirse? Os entregaré al tipo alto con bigotes. Él puede ser el nuevo rey. Brightblade I. Lo nombro heredero de la corona, recuérdalo. Y, por mí, hacedlo un dios, si queréis. Yo me voy volando, volando, volando, de vuelta a casa.

Las sombras alargadas se deslizaron por el salón de audiencias. Rapaldo clavó la mirada en el rincón más tenebroso de la estancia y se estremeció. Cerró los dedos con fuerza alrededor del mango de su hacha y se encaminó erguido hacia el centro de la sala.

—¡Te estoy viendo, Darnino! ¡Sí, eres tú! Siempre vuelves a visitarme, ¿no? ¡Los muertos deben permanecer muertos, Darnino! ¡Sobre todo, cuando los he matado con mi hacha! —El hombrecillo se abalanzó hacia las sombras sin dejar de golpear el aire con su arma. La pesada hoja resonó al chocar contra las paredes y del acero saltaron chispas. Rapaldo golpeó una y otra vez al fantasma que había en su mente, hasta que Darnino, más por fatiga del rey que por los mandobles de su hacha, se retiró.

—Esto te servirá de lección —jadeó el hombrecillo—. Ya no intentarás gastar bromas a Rapaldo I, ¿verdad?

El rey cruzó la estancia arrastrando los pies. Se detuvo junto al trono, levantó la cabeza hacia el techo descubierto y aguzó el oído.

—¿Risas? ¿Quién os ha dado permiso para reír? —farfulló. Los lunitarinos continuaban inmóviles—. ¡Nadie se ríe del rey! —aulló Rapaldo. Luego se lanzó sobre el hombre-árbol que tenía más cerca y empezó a asestarle golpes con su hacha de carpintero. Saltaron trozos astillados de madera grisácea del indefenso ser ante el inopinado ataque. Rapaldo aulló, maldijo y golpeó, hasta que del guardián no quedó más que un tocón rodeado de pedazos de madera carnosa destrozada.

El hacha resbaló de entre sus dedos. Rapaldo caminó con pasos vacilantes y antes de llegar a su trono se derrumbó en el suelo y estalló en sollozos.