Los árboles animados
El sol brillaba sobre el campo de rocas donde El Señor de las Nubes había tomado contacto por vez primera con Lunitari. El grupo explorador rodeó el emplazamiento; en todos los rostros se manifestó la impotencia al contemplar el surco vacío que marcaba el terreno.
Tal como Alerón divisara a doce kilómetros de distancia, tanto la nave como los tres gnomos que se quedaron en ella habían desaparecido. Las ruedas de aterrizaje, destrozadas por el impacto con la luna, eran los únicos componentes de la embarcación que permanecían en el emplazamiento; aparte de eso, sólo había dos cajones vacíos, algunos sacos de judías, y los vestigios de una hoguera de campamento.
—¿Quién puede ser el autor de esto? —dijo Crisol.
Carcoma, a gatas, deambuló de acá para allá examinando las huellas con la lupa. Sturm removió con la punta de la bota los lastimosos despojos del campamento.
—Al menos, no hay señales de que se haya producido derramamiento de sangre —comentó.
—Sesenta —proclamó Carcoma, con la nariz y la barba llenas de arena—. Como mínimo, fueron sesenta personas las que estuvieron aquí. Se debieron llevar a El Señor de las Nubes sobre los hombros, puesto que, de haberlo arrastrado, el casco habría dejado la huella y no es así.
—No puedo creerlo —porfió Argos—. Es imposible que sesenta humanos acarreasen sobre los hombros a El Señor de las Nubes.
—¿Ni aun cuando fuesen tan fuertes como Kitiara? —La insinuación de Bramante los dejó a todos pensativos.
La mujer se agachó junto a las huellas y las examinó.
—Éstas marcas no son humanas —dijo—. Las impresiones son redondas, muy semejantes a las que dejarían los cascos de caballos sin herrar. ¡Los muy zoquetes deben de haberse pisado los talones! Iremos tras ellos y los rastrearemos hasta recuperar la nave —añadió Kitiara al advertir cuán cerca estaban, unas de otras, las huellas.
—Sin lugar a dudas —convino Sturm.
Kitiara abrió la bolsa que colgaba de su cintura y extrajo la piedra de afilar; tomó asiento y comenzó a pasarla a lo largo de los filos de su espada. Entretanto, el caballero reunía a los gnomos.
—Vamos a rescatar a vuestros compañeros —les anunció. Los hombrecillos acogieron sus palabras con vítores entusiastas y Sturm tuvo que agitar las manos a fin de imponerles silencio—. Ya que ignoramos la ventaja que nos llevan, avanzaremos lo más rápido posible. Con esto quiero decir —miró sus rostros expectantes—, que sólo llevaréis lo que podáis acarrear.
Sus palabras desencadenaron un tumulto de preparativos y contrapreparativos. Ante los desconcertados ojos del caballero, los gnomos desmontaron el Carro-Explorador-Con-Cuatro-Gnomos-De-Potencia, e iniciaron la construcción de Mochilas-De-Exploración-Para-Un-Gnomo; para ello utilizaron láminas de madera, tiras de lona y trozos de mantas. Su invento se sujetaba a la espalda como cualquier otra mochila, con la pequeña diferencia de que las suyas alcanzaban una altura que duplicaba la de los portadores. Aquél problema requirió toda clase de soportes, cuerdas y contrapesos de balance. Poco después, cada gnomo se tambaleaba bajo una compleja tienda de campaña de madera y tela, pero su propósito se había cumplido: se llevaron hasta el más insignificante componente de su adorado equipo.
Sturm levantó los ojos al cielo y refunfuñó. A aquel paso, jamás alcanzarían a El Señor de las Nubes, ni regresarían a Krynn, ni él encontraría a su padre. Quiso emprenderla a gritos con los hombrecillos, pero se contuvo, consciente de que no serviría de nada. Los gnomos obraban a su manera, torpe y descuidada; pero nunca se daban por vencidos.
Argos pasó ante él tambaleante, sin dejar de garabatear anotaciones, bajo un crujiente dosel de lona.
—He iniciado un nuevo diario de a bordo —anunció, mientras se bamboleaba de un lado a otro. La parte superior de su mochila de exploración pasó rozando la nariz de Sturm—. Esto ya no es La Marcha Exploradora de Lunitari. —Y siguió su camino.
—Ahora somos La Misión de Rescate de la Nave Voladora de Lunitari —añadió Alerón, que iba tras sus pasos, entre resoplidos.
El rastro era ancho y claro y, en apariencia, no se había hecho el menor esfuerzo para disimularlo, lo que hacía pensar que los captores de la nave no eran muy despiertos o creían que los únicos tripulantes eran Tartajo, Trinos y Chispa.
Kitiara y Alerón se adelantaron al resto del grupo. La mujer quería poner a prueba la visión a larga distancia del gnomo e hizo que le fuese describiendo la posición de las rocas a una distancia de diez kilómetros. Al pobre Alerón le sobrevino un terrible dolor de cabeza; como agravante, sus piernas cortas no podían mantener los largos y rápidos pasos de la mujer. Por fin, Kitiara se echó al hombro su mochila de exploración (cuyas correas estaban tan tirantes que casi reventaban), lo cogió por el cuello del abrigo y se lo puso bajo el brazo. Luego echó a correr y se distanció del grupo; confiaba en la destreza visual del gnomo para no extraviarse. El rastro proseguía en una inmutable línea recta rumbo al oeste.
Sturm continuó la trabajosa marcha con los sobrecargados gnomos, que caminaban a ambos lados del rastro, sin dejar de discutir sobre las causas de la facultad adquirida por Alerón. El caballero, con la mano en visera sobre los ojos para resguardarlos del sol, estudió las huellas; se trataba de unas depresiones circulares sorprendentemente regulares marcadas en cinco columnas discernibles con total claridad.
—¿No te parecen extrañas estas marcas? —preguntó a Crisol.
—Sin duda, maese Brightblade, ya que no hemos visto señales de vida animal desde que llegamos a la luna.
—¡Exacto! ¿Te das cuenta de lo precisas y exactas que son? Están alineadas a la perfección.
—No comprendo…
—Hasta un caballo al paso tiene un ligero desvío, un movimiento lateral de tanto en tanto que hace distintivo su rastro.
—¡Una máquina! —exclamó Crisol—. ¡Ha dado en el clavo, maese Brightblade! —El gnomo agarró a Bramante por las solapas—. ¿Te enteras? ¿Qué podría haber levantado a El Señor de las Nubes y habérselo llevado sino otra máquina?
—¡Por Reorx! No se me había ocurrido —admitió el cordelero. Remiendos corrió en medio de repiqueteos procedentes de su mochila y se acercó a Pluvio para ponerlo al corriente de la teoría expuesta por el metalúrgico. La idea recorrió la marcha hasta donde estaban Carcoma y Argos.
—¡Eso no resuelve nada! Donde haya una máquina ha de haber un constructor de la misma, ¿no? —comentó Argos con un cierto tono de desprecio.
Crisol abrió la boca para emitir su opinión, pero justo en aquel momento llegaron corriendo Kitiara y Alerón. La guerrera portaba al gnomo bajo su brazo como si fuera una barra de pan, y la cabeza de Alerón se sacudía arriba y abajo con cada zancada de la mujer. Bajo otras circunstancias, la imagen que ofrecían los dos habría provocado la hilaridad de todos.
Kitiara frenó la carrera frente a Sturm.
—Hay un pueblo más adelante —dijo con voz firme, sin el más leve jadeo.
—¿Un pueblo? ¿Qué clase de pueblo? —se interesó Bramante.
—Pues eso: un pueblo —intervino Alerón, desde su posición bajo el brazo de Kitiara—. Se divisa una especie de torre o alcázar emplazado en el centro.
—¿El rastro llega hasta allí? —preguntó Sturm.
Kitiara negó con la cabeza.
—Vira en dirección norte, de forma que lo elude por completo —informó.
—Deberíamos inspeccionar ese pueblo —intervino Carcoma, que se encontraba a casi treinta metros del grupo. Sturm y los otros se miraron entre sí y luego volvieron los ojos hacia el carpintero.
—¿Oyes lo que decimos? —le preguntó Alerón con un murmullo apenas perceptible.
—¡Por supuesto! ¿Acaso crees que estoy sordo? —le gritó. Argos, que estaba a su lado, le dio unos golpecitos en el hombro.
—Pues yo no los oigo —le dijo; acto seguido agarró al carpintero por las orejas, le giró la cabeza de un lado a otro y observó con minuciosidad los oídos de su compañero—. Todo parece normal. ¿Te suena mi voz muy alta? —le preguntó, acabado el examen.
—¿Y cómo no, si me gritas a dos centímetros del oído?
Sin decir una palabra, Argos tomó a Carcoma de la mano y lo condujo hasta donde se encontraban los demás.
—Ha ocurrido de nuevo —informó—. Carcoma escucha una conversación mantenida en tono normal a treinta metros de distancia, quizá más.
—¿De verdad? Esto requiere algunas pruebas —manifestó Pluvio. El meteorólogo posó la mochila en el suelo y trató de desembarazarse de las cuerdas y ataduras.
—¡Olvídalo! —gritó Kitiara—. ¿Qué pasa con el pueblo?
—¿Pasamos cerca de él si seguimos el rastro? —preguntó a su vez Sturm.
—Lo alcanzarías con un salivazo.
El caballero oteó el cielo.
—Ha transcurrido ya más de medio día. Si nos ponemos en marcha ahora mismo, llegaríamos al pueblo antes del anochecer y no perderíamos el rastro. —Argos refunfuñó por la falta de curiosidad humana hacia temas científicos, pero ninguno de los gnomos se planteó con seriedad oponerse al plan del caballero.
Sturm organizó al grupo para que sus integrantes marcharan en fila de a uno y los exhortó con severidad a que guardaran silencio.
—Presiento que se avecina algún conflicto —dijo—. La existencia de un alcázar conlleva la presencia de un señor, sea de la clase que sea; y, con seguridad, de tropas armadas. Eso, si este mundo es similar a Krynn —añadió para terminar.
Con la mirada fija en el frente, Kitiara le preguntó si estaba asustado.
—Asustado, no. Sí preocupado. Nuestra situación en este satélite no ha sido nunca tan precaria como en estos momentos. Una batalla campal podría destruirnos, incluso en el caso de que la ganáramos.
—Ésa es la diferencia entre nosotros dos, Sturm. Tú batallas por preservar el orden y el honor; yo lucho por mí misma. Ante un posible peligro, la única alternativa es salir de él, sea como sea.
—¿Sin importar lo que nos ocurra a los demás?
Su pregunta pareció dar en el blanco. Los ojos de la mujer centellearon.
—¡Jamás he cambiado de bando en una batalla, ni he traicionado a un amigo! Éstos hombrecillos necesitan nuestra protección, y derramaré hasta la última gota de mi sangre por defenderlos. ¡No tienes ningún derecho a insinuar que procedería de otro modo!
Sturm caminó en silencio durante un momento.
—Lo siento, Kit, discúlpame. Pero es que cada vez me cuesta más comprenderte. Tengo la sensación de que esa fuerza mágica que has adquirido ha afectado tus conceptos.
—Mi mente, quieres decir.
—Muy propio de ti el exponerlo de forma tan despiadada.
—La vida lo es, como también lo son los hechos.
* * *
—Me parece que están furiosos el uno con el otro —comentó Carcoma que, desde la cabeza de la columna, había escuchado la conversación sin perder detalle.
—Eso demuestra lo poco que sabes —replicó Argos—. Los varones y las hembras humanos se comportan siempre de un modo extraño los unos con los otros. No les gusta demostrar sus sentimientos.
—¿Por qué lo hacen?
—Porque no quieren mostrarse vulnerables. El carácter humano tiene exceso de eso que llaman «orgullo», que es algo así como la satisfacción que tú sientes cuando tu máquina funciona de la manera prevista. Y ese orgullo los hace actuar de forma opuesta a lo que sienten.
—¡Qué estupidez!
Argos se encogió de hombros bajo el peso de su desmesurada mochila.
—¡Ja! ¡Por Reorx! Claro que es una estupidez; y estos dos humanos en particular son unos casos de orgullo exacerbado, lo que significa que, cuanto más enfurecidos se muestren y más alto se griten, más interesados están el uno por el otro.
Carcoma estaba deslumbrado por los conocimientos de su colega.
—¿Dónde has aprendido tanto sobre el comportamiento de los humanos?
—Escucho y aprendo —respondió Argos, con una lógica muy poco gnoma. A pesar de que aún no se había dado cuenta, aquél era el don que le otorgaba la magia de Lunitari. De ser un gnomo intuitivo e impetuoso, Argos había pasado a ser un gnomo lógico, razonador y deductivo; una criatura que jamás había existido antes.
* * *
La llanura pedregosa era en su mayor parte un erial donde no crecía vegetación, ni siquiera en las horas diurnas; por lo tanto, el primer indicio que tuvo el grupo de que se aproximaba al pueblo fueron los capuchones escarlatas de unos champiñones de dos metros de altura que crecían en cuidadas hileras situadas entre dos vallados bajos de piedra. Bramante separó una sección del muro para examinarlo; su construcción era muy simple: piedras sueltas convenientemente encajadas entre sí.
—Muy primitivo —fue el desdeñoso veredicto del gnomo.
La plantación de champiñones les sirvió de camuflaje para que su presencia pasase desapercibida. Sturm, Kitiara, Alerón y Carcoma reptaron entre las hileras de hongos hasta alcanzar los aledaños del poblado.
La afinidad del asentamiento con cualquier pueblo de Krynn era mínima, por no decir nula. No había una sola casa, aunque sí una serie de paredes concéntricas de piedra de unos ochenta centímetros de altura, como también unos cuantos almiares, una especie de pesebres repletos de cosecha. La única construcción acabada por completo era la propia torre, un bloque achaparrado de un piso y sin ventanas, que se erguía en el centro del poblado. Del edificio sobresalía un solitario poste del que colgaba fláccido un estandarte de color gris desvaído.
—No son precisamente los áureos paraninfos de Silvanost, ¿verdad? —se burló Kitiara en un susurro—. ¿Veis u oís algo? —El piloto no vislumbró movimiento alguno, pero Carcoma, que había guiñado un ojo a fin de concentrarse en la audición, se manifestó, aunque con cierta vacilación.
—Percibo unas pisadas, aunque muy débiles. Sí, alguien camina en círculos por el interior de la torre.
—Muy bien. En tal caso, pasaremos de largo —decidió Sturm.
Los gnomos esperaban con docilidad al otro lado de la valla, entretenidos en una charla susurrante. Cuando Alerón, Carcoma y los humanos se reunieron con ellos, cargaron sobre sus hombros las descomunales mochilas y de nuevo formaron en fila de a uno.
—El poblado parece desierto —les informó el caballero—. Por lo tanto, proseguiremos nuestro camino. No obstante, procurad guardar silencio.
El rastro de El Señor de las Nubes se desviaba del pueblo justo donde acababan las vallas de la plantación de champiñones. El grupo aún bordeaba los altos y rojizos tallos cuando Kitiara, que iba en cabeza, avistó unos árboles desprovistos de hojas que flanqueaban la senda a ambos lados.
—¡Qué extraño! —comentó—. Juraría que antes no estaban ahí.
—¿Habrán crecido de repente como las otras plantas? —preguntó Bramante. La mujer movió la cabeza con un gesto dubitativo y desenvainó la espada.
Los árboles, de unos dos metros de altura, exhibían unos troncos escalonados de forma gradual en bandas de colores que iban del rojo borgoña oscuro de la base, hasta un tenue rosa en la copa redondeada. En todos ellos, sobresalían del tronco dos ramas que se combaban hacia el suelo.
—Son los árboles más feos que he visto en mi vida —opinó Carcoma, que abandonó la fila por un instante para arrancar un trozo de la escamosa corteza con ayuda de su Estuche-De-Bolsillo-Con-Veinte-Herramientas. Se encontraba ensimismado en el estudio de la carnosa madera, cuando la rama izquierda del árbol se flexionó y le arrebató de un tirón el espécimen que tenía en las manos.
—¡Eh! —exclamó perplejo—. ¡Él árbol me ha golpeado!
En aquel preciso momento, la doble hilera de árboles se puso en movimiento. Las raíces salieron de la tierra y las ramas se extendieron; en los troncos se abrieron unos huecos redondos y negros a guisa de ojos, mientras que unas hendiduras quebradas y desiguales formaban un horripilante remedo de bocas.
Sturm asió la empuñadura de su espada. Los gnomos se arracimaron entre él y la mujer.
—¡Por todos los dioses! ¿Qué demonios es esto? —barbotó Kitiara.
—A menos que esté muy equivocado, creo que aquí tenemos a nuestros aldeanos. Nos aguardaban —replicó Sturm al tiempo que balanceaba la espada y la dirigía a un lado y a otro, con el propósito de desanimar a las extrañas criaturas.
Los seres arbóreos corearon una serie de sonidos graves y ululantes que recordaban el toque del cuerno. De las depresiones de los troncos brotaron espadas y lanzas —todas ellas de un cristal rojo claro— dispuestas en formación de batalla. Los entes cerraron el círculo en torno al grupo acorralado.
—¡Preparados! —advirtió Kitiara, con la voz tensa por el ansia anticipada del inminente enfrentamiento—. Cuando abramos una brecha, huid.
—¿Huir, adónde? —preguntó trémulo Remiendos.
Uno de los seres, el más alto de todos, rompió la formación y avanzó hacia el grupo. A decir verdad, no caminaba; más bien parecía que la maraña de raíces que conformaba sus extremidades inferiores se flexionaba en un movimiento que lo transportaba. El hombreárbol alzó su tosca espada vítrea desprovista de empuñadura y ululó.
Kitiara exhaló un grito de guerra y se lanzó al ataque.
De un golpe seco apartó a un lado la espada de cristal y acto seguido descargó otra estocada que alcanzó al hombreárbol debajo de su brazo izquierdo. El arma de la mujer se enterró profundamente en la carnosa madera, tan profundamente, que se quedó atascada. Kitiara esquivó la acometida de contraataque de su adversario, soltó la empuñadura de su espada, aún encajada en el tronco, y retrocedió unos pasos. Parecía que al extraño ser no le afectaban ni le incomodaban los noventa centímetros de acero clavados en su cuerpo.
—Sturm, préstame tu espada —barbotó Kitiara.
—No —replicó él—. Tranquilízate, ¿quieres? Ésta criatura no iba a atacarnos; sólo trata de comunicarse con nosotros.
El empalado hombreárbol los observó atentamente con unos ojos grandes e impávidos. Después, habló con una voz grave y chirriante.
—Hombres. Hierro. ¿Hombre?
—Sí —respondió Sturm—. Soy un hombre.
—Y nosotros gnomos —intervino Crisol—. Encantado de conocer…
—¿Hierro? —El ser extrajo de su flanco la espada de Kitiara asiéndola por la hoja y ofreció la empuñadura a la mujer—. Hombres… Hierro… —Ella tomó con premura el arma, pero se cuidó de que apuntara hacia el suelo.
—Hombres, vienen —proclamó el ser. Tanto los ojos como la boca se desvanecieron para surgir acto seguido en el lado opuesto del tronco—. Hombres, vienen, rey de hierro.
El hombreárbol cambió de dirección sin darse la vuelta. Sus iguales hicieron otro tanto: ojos y bocas se cerraron a un lado de la cabeza y se abrieron en el opuesto.
—Fascinante —musitó Carcoma—. Evitan por completo la tarea de girarse.
—¿Iremos con ellos? —inquirió Pluvio.
Sturm volvió la vista hacia el rastro de la desaparecida nave.
—De momento, sí. Conviene que presentemos nuestros respetos a ese «rey de hierro». Quizás él nos pueda decir qué o quién se llevó nuestro barco.
Los seres arbóreos se encaminaron con presteza a la torre del poblado y Sturm, Kitiara y los gnomos los siguieron. Al llegar a las proximidades del enclave, se descubrieron unas señales recientes de destrucción tanto en los muros como en los jardines. Algo había demolido una extensa sección de la valla y uno de los almiares, que contenía restos de unos frutos amarillos en forma de sacacorchos, había sido saqueado. Por el suelo aparecían esparcidas semillas y trozos de pulpa resbaladiza.
El líder de los hombresárbol, el mismo al que Kitiara ensartara con su espada, se detuvo frente a la entrada de la fortificación. La puerta estaba construida con unas planchas de vidrio rojo superpuestas y sujetas a unos goznes del mismo material.
—¡Rey! Hombres, hierro, llegan —tronó el hombre-árbol. Luego, sin esperar respuesta, se apoyó en la puerta y la abrió. No entró, sólo se apartó a un lado e indicó con un barrido de su brazo que los visitantes podían avanzar.
Kitiara cruzó el acceso y se pegó contra la áspera pared de piedra. Sus ojos, entrenados para reconocer el peligro, recorrieron la estancia. El interior estaba bien iluminado; las paredes se alzaban a tres metros y luego se inclinaban hacia dentro, pero ninguna cubierta de paja o techado de madera impedía la entrada de los rayos de sol al recinto. De hecho, la pieza a la que habían entrado era un corredor que se bifurcaba a ambos lados; la pared frontal, rugosa y basta, estaba encalada con una fina argamasa.
—Todo en orden —informó la mujer. Su voz sonó tensa y contenida. Sturm hizo pasar a los gnomos.
—Hombre. —El caballero miró a los impávidos ojos del hombre arbóreo—. Rey de hierro. Allí. —El brazo leñoso señaló a la izquierda.
—Comprendo. Muchas gracias. —El ente dio un golpecito en la puerta con uno de sus dedos largos y nudosos, y Sturm la cerró.
—Encontraremos a nuestro anfitrión al final del corredor de la izquierda —dijo el caballero—. ¡Que todo el mundo esté alerta!
Kitiara se quedó en la retaguardia en previsión de cualquier posible emboscada. Más allá, el corredor viraba a la derecha y se ensanchaba. Las altas paredes y la falta de techo despertaron en Sturm la inquietante sensación de hallarse en un laberinto.
Unos pasos más adelante, el grupo se topó con un objeto familiar inesperado: una puerta baja y gruesa, de madera de roble, con goznes de hierro. Ésta reliquia estaba reclinada contra la pared y Remiendos echó un rápido vistazo por detrás.
—No lleva a ninguna parte —anunció.
—Me resulta familiar —musitó Carcoma.
—¡Por supuesto, mentecato! ¡No es la primera puerta que ves en tu vida! —refunfuñó Crisol.
—Me refiero al tipo de puerta que es… ¡Ya lo tengo! ¡Es de un barco!
—No pertenecerá a El Señor de las Nubes, ¿verdad? —inquirió Sturm alarmado.
—No, ésta es de roble y las de nuestra nave son de pino.
—¿Cómo habrá llegado a la luna roja la puerta de un barco? —preguntó Alerón, sin esperar respuesta. Carcoma ya dilucidaba una cuando Kitiara lo sacó de su ensimismamiento y lo obligó a reanudar la marcha con un brusco empujón.
Pasaron ante más despojos procedentes de su mundo: barriletes vacíos, ollas y tazas de arcilla, tiras de lona y fragmentos de cuero, un machete herrumbroso y roto, varios rollos de cuerda. Bramante, con vehemencia, los identificó como el cordaje para barcos fabricado en el Ergoth meridional.
El entusiasmo se incrementó a medida que el número de objetos vedados e inalcanzables surgían ante sus extasiados ojos.
El corredor giraba una vez más a la derecha y desembocaba en una amplia habitación; allí, de pie junto a una silla de madera colocada patas arriba, se encontraba un hombre; un hombre verdadero, corto de talla y enjuto. Vestía un chaleco sucio de cuero curtido y pantalones cortados a media pierna; calzaba sandalias de esparto y se cubría con un puntiagudo gorro de lana. Su rostro estaba sucio y la barba canosa le llegaba casi al estómago.
—¡Je, je, je! —su voz era chirriante—. Por fin llegan visitantes. ¡Llevo mucho, mucho tiempo a la espera de que alguien me visite!
—¿Quién es usted? —preguntó Sturm.
—¡¿Yo?! ¡¿Que quién soy yo?! ¡El Rey de Lunitari! —proclamó el andrajoso fantoche.