12

Se nos han perdido unos gnomos

Tras la reparadora siesta que les sacudió de encima el sopor posterior a la comilona, los gnomos recorrieron bulliciosos el campamento; pegaban fuertes gritos y se pasaban las herramientas de unos a otros. Crisol encontró un largo vástago de madera con el que marcó un círculo en la ladera.

—Aquí será donde cavaremos —dijo.

—¿Por qué aquí? —quiso saber Carcoma.

—¿Y por qué no?

—¿No sería mejor subir a la cima y abrir un túnel vertical? —propuso Alerón.

—Si nuestro propósito fuera hacer un pozo, quizá. Pero no, si buscamos un filón de mineral —replicó Crisol.

Al cabo de un buen rato de discusiones sobre temas tan esotéricos como estratos geológicos, sedimentación y la dieta adecuada para un minero, los gnomos se dieron cuenta de que no contaban con más herramientas para cavar que un par de cucharones de madera con el mango corto.

—¿De quién son? —inquirió Argos.

—Míos —respondió Remiendos—. Uno es para las judías y el otro para las pasas —añadió.

—¿No hay en el carro una pala o un azadón?

—No —informó Bramante—. Claro que, con un poco de hierro, los fabricaríamos.

Su sugerencia provocó que Carcoma y Alerón le arrojasen una lluvia de curiosos proyectiles: calcetines sucios.

—Si no tenemos otra cosa que cucharones, emplearemos cucharones —sentenció categórico Crisol, al tiempo que entregaba los utensilios de cocina al carpintero y al piloto.

—¿Por qué nosotros? —protestó Carcoma.

—¿Y por qué no?

—¡Quisiera que dejara de repetir eso! —se quejó Alerón. Luego se arremangó hasta más arriba del codo, se arrodilló junto al círculo trazado por el metalúrgico y se puso a rascar la turba.

—¡Oh, rocas! —juró, con un suspiro de fastidio.

—Pide a Reorx que demos pronto con ellas. De lo contrario, nos pasaremos todo el día excavando —reconvino Carcoma.

Los gnomos rodearon a sus compañeros mientras éstos iniciaban la tarea con gran empeño. Extrajeron las capas superiores del rojizo terreno esponjoso y laminado sin mucha dificultad. Los dos gnomos se deshicieron del contenido de los cucharones y lo arrojaron por encima del hombro, por lo que Argos y Pluvio, que estaban a las espaldas de los dos excavadores, recibieron en pleno rostro la rociada de tierra y tuvieron que trasladarse a un punto de observación más seguro.

Crisol se agachó a recoger un puñado de la turba que Alerón acababa de extraer. No estaba seca y esponjosa, sino endurecida, granulosa y húmeda.

—¡Eh. Mirad esto! ¡Es arena!

Sturm y Kitiara examinaron la bola de arenisca formada al presionar Crisol su pequeño puño. Era una arena normal y corriente con un ligero tinte rojizo.

—¡Auch! —gruñó Carcoma—. ¡Eh, aquí hay algo! —dijo mientras lanzaba fuera del túnel un apretado terrón. El pegote rodó un trecho por la pendiente y luego se detuvo. Remiendos lo recogió.

—Parece cristal —dijo.

Argos se lo quitó de las manos.

—Es cristal. Cristal en bruto —manifestó el astrónomo.

Otros trozos de cuarzo salieron del agujero junto con arena, arena y más arena. Alerón y Carcoma habían excavado de forma que habían metido la cabeza en el túnel, y sólo sus pies resultaban visibles. Sturm les pidió que se detuvieran.

—No vale la pena —dijo—. Aquí no hay metal.

—Estoy de acuerdo con maese Sturm —intervino Crisol—. Toda la colina es un enorme montón de arena.

—¿Y de dónde viene el cristal? —preguntó Kitiara.

—De la arena, si ha sido sometida de manera conveniente a altas temperaturas por cualquier fuente de calor: un rayo, un bosque incendiado, un volcán…

—No importa —interrumpió el caballero—. Buscábamos metal y hemos encontrado cristal. La pregunta es: ¿qué hacemos ahora?

—¿Seguimos buscando? —dijo Remiendos con timidez.

—¿Y qué pasa con Tartajo y los otros? —preguntó Kitiara.

—¡Que me quede sin tornillos! —exclamó Bramante—. Me había olvidado de nuestros colegas. ¿Qué haremos?

El caballero tomó la decisión final.

—Regresamos. Amanecerá antes de que lleguemos a la nave; recolectaremos unas plantas a fin de que Tartajo, Trinos y Chispa coman. Una vez que estemos todos reunidos, iniciaremos la reparación del motor. —Miró a Kitiara circunspecto—. Para ello, vosotros, gnomos, utilizaréis el hierro que tenemos Kitiara y yo. Fundiréis nuestras espadas y armaduras para obtener las piezas necesarias. —Los gnomos acogieron sus palabras con murmullos de aprobación.

—¡No voy a permitir que mi espada y mi cota se conviertan en repuestos! ¿Con qué nos defenderíamos? ¿Con cucharones y judías? —la mujer estaba furiosa.

—Para lo único que han servido hasta el momento ha sido para cortar hierbajos —replicó Sturm—. Es nuestra única posibilidad de regresar.

—No me gusta. —La mujer cruzó los brazos.

—A mí tampoco; sin embargo, no hay otra opción. Desarmados y en casa, o armados pero aquí.

—Una alternativa poco atractiva —admitió ella.

—No es menester que lo decidamos ahora mismo. Primero hay que regresar a la nave.

Nadie se opuso a su dictamen. Los hombrecillos se aprestaron a recoger el campamento, tarea que llevaron a cabo con el mismo procedimiento jovial y desenfadado con que lo habían instalado. Una vez reconstruido el carromato, lo llenaron con su estilo habitual: tomaban una cosa y la lanzaban por el aire. Hubo momentos en los que disputaron entre sí por recoger el mismo objeto; incluso Pluvio y Carcoma acarrearon al pobre Remiendos y lo arrojaron dentro del carro. Sturm tuvo que apresurarse a sacar al pequeño gnomo para que no terminase enterrado entre los trastos.

Bajo un cielo sin nubes y cuajado de estrellas, el grupo de exploradores inició el regreso a la llanura pedregosa. Al dejar atrás la cordillera, surgió ante ellos un bello panorama. En el horizonte suroccidental, un resplandor blancoazulado iluminaba el firmamento. Después de caminar unos cientos de metros, descubrieron que el origen del fulgor era el planeta Krynn que, por primera vez desde su llegada a la luna roja, surcaba el espacio en un ángulo que lo hacía visible.

El grupo se detuvo para contemplar extasiado el gran orbe azur.

—¿Qué son esas partes que parecen lana blanca? —preguntó Kitiara.

—Nubes —le respondió Pluvio.

—¿Y el azul son océanos y lo marrón las tierras?

—Así es; exacto.

Sturm se apartó de los otros y contempló absorto su planeta natal. Kitiara quiso contemplar el orbe con el catalejo gnomo; para hacerlo se agachó a la altura de Argos y lo apoyó en su hombro. Cuando concluyó su observación, se aproximó hasta el caballero, que se erguía inmóvil.

—¿No quieres mirar? —le ofreció.

Sturm se frotó la mejilla, ahora cubierta de barba.

—No. Así lo veo bien. —La resplandeciente luz blanca de Krynn incidió sobre su anillo y relumbró. Sus ojos se clavaron en el emblema de la Orden de la Rosa de los Caballeros de Solamnia.

Inhaló humo y tosió.

¡Otra vez no! La visión le llegó sin previo aviso. Sturm procuró mantener la calma. Reflexionó sobre el hecho de que siempre ocurría algo que era el desencadenante de la vivencia perceptiva —la primera vez había sido el aire gélido; después, el roce de la piel de su capa; y ahora el reflejo de la luz en su anillo, la única reliquia original de su herencia solámnica. La sortija no era de su padre, sino de su madre, y Sturm la llevaba en el dedo meñique.

Un muro alto y oscuro surgió a sus espaldas, y él quedó al resguardo de su sombra. Era de noche. Veinte metros más allá, ardía una hoguera. Al parecer se encontraba en el patio de armas de un castillo. Dos hombres, ataviados con unas raídas capas, permanecían de pie junto a la fogata, con los hombros encorvados, mientras que un tercero yacía en el suelo, inmóvil.

Sturm se aproximó, y observó que el hombre más alto era su padre. El corazón le latió deprisa. Alargó las manos hacia Angriff Brightblade por primera vez después de trece años, pero el viejo guerrero levantó la cabeza y su mirada quedó fija en algo que estaba más allá de su hijo. «No pueden verme», pensó Sturm. «¿Habrá algún modo de hacerles notar mi presencia?».

—No deberíamos haber regresado aquí, mi señor —dijo el otro hombre—. ¡Es muy peligroso!

—El último sitio en que nos buscarían nuestros enemigos sería en mi propio castillo saqueado —replicó lord Brightblade—. Además, pondremos a Marbred a resguardo del viento. La fiebre se le ha instalado en el pecho.

¡Padre!, trató de gritar Sturm. Pero ni siquiera se escuchó a sí mismo.

Lord Brightblade, cuyo aliento se había helado en la barba y la había tornado tan blanca como la del hombre tendido en el suelo, se agachó junto al enfermo.

—¿Cómo te encuentras, viejo amigo? —preguntó.

—Listo a cumplir cualquier orden de mi señor —respondió Marbred con un jadeo. Angriff presionó con afecto el brazo de su viejo ayudante de campo, se incorporó y se volvió de espaldas al enfermo.

—Es posible que no pase de esta noche —susurró—. Mañana sólo quedaremos tú y yo, Bren.

—¿Qué haremos, mi señor?

Lord Brightblade separó los jirones y harapos de la capa y la manta que colgaban de sus anchos hombros. Soltó la hebilla del cinturón y se desprendió de la espada envainada.

—No permitiré que este acero, forjado por el primero de mis ancestros y llevado con honor todos estos años, caiga en manos del enemigo —declaró con énfasis.

Bren sujetó a Lord Brightblade por la muñeca.

—Señor… ¿No trataréis…? ¿No tendréis intención de destruirla?

Angriff tiró de la espada y dejó a la vista quince centímetros de su hoja. La luz de las llamas incidió en el pulido acero y le arrancó un destello.

—No —dijo el viejo caballero—. Mientras mi hijo viva, el linaje de los Brightblade no morirá. Mi espada y mi armadura serán suyas.

Sturm creyó que el corazón le iba a estallar. Luego, de forma súbita, la congoja dio paso a una sensación de ingravidez en los miembros y, aunque trató de retener la visión de cada detalle, la imagen se desvaneció. La hoguera, los hombres, su padre, la espada de los Brightblade, fluctuaron y desaparecieron. Sturm apretó los puños para intentar asir, de un modo literal, la escena entre sus manos. Se encontró con que estrujaba de manera compulsiva la capa de piel de Kitiara.

—Estoy bien —dijo luego. Los latidos del corazón recobraron con lentitud su ritmo normal.

—Ésta vez permaneciste muy callado —le informó la mujer—. Mirabas al vacío como si presenciaras una representación de teatro en Solace.

—Y, en cierto modo, así fue. —Le relató la vigilia de su padre—. Tiene que tratarse de un suceso actual o de un pasado muy reciente —razonó—. El castillo estaba en ruinas; sin embargo, mi padre no parecía muy viejo; unos cincuenta años. Ni siquiera tenía la barba encanecida. ¡Ha de estar vivo!

Al removerse inquieto, Sturm se dio cuenta de que se hallaba tumbado de espaldas. Se incorporó con un ademán precipitado y estuvo a punto de caer del carro de los gnomos.

—¿Cómo he venido a parar aquí?

—Te subí yo. No estabas en condiciones de hacerlo por ti mismo.

—¿Me levantaste tú?

—Con una sola mano —aclaró Alerón.

El caballero miró a su alrededor. Todos los gnomos, a excepción de Argos, se inclinaban sobre los palos y empujaban el carricoche. De repente, se sintió abochornado, por ser una carga para sus compañeros, y saltó del carro. Kitiara también se bajó.

—¿Cuanto tiempo he permanecido en ese estado? —preguntó Sturm.

—Casi una hora —respondió Argos, mientras señalaba hacia las estrellas—. Las visiones se prolongan cada vez más, ¿verdad?

—Sí, aunque me parece que se desencadenan cuando rememoro algo ocurrido en el pasado. Si me concentro en el presente, quizá consiga evitar que se repitan sucesos semejantes.

—Sturm no aprueba lo sobrenatural —explicó la mujer a los gnomos—. Es parte de su código caballeresco.

Para entonces, Krynn se hallaba en lo alto del firmamento y el entorno resultaba tan visible como a la luz del día; no obstante, las plantas no crecían con aquel fulgor brillante y el paisaje aparecía frío y yermo al resplandor de Krynn. Entretanto, Argos había provocado un nuevo tema de discusión entre sus colegas. Kitiara y Sturm caminaban tras el carro; en consecuencia, nadie se percató de la existencia de una zanja hasta que las ruedas delanteras del carricoche se hundieron en ella. Los gnomos que iban en la pértiga delantera. —Carcoma, Remiendos y Alerón— se fueron de bruces al suelo. Bramante, Pluvio y Crisol bregaron para evitar que el pesado carro se volcara. Los dos humanos se acercaron raudos y lo sujetaron por los costados.

—Dejad que ruede —instruyó Kitiara—. Soltadlo.

Pluvio y Crisol dieron un paso atrás, pero no así Bramante. El carricoche se deslizó botando por el borde de la zanja; los dos humanos corrían a los lados y el pobre Bramante rebotaba contra el palo trasero.

—¿Qué demonios te ocurre? —preguntó Crisol, una vez que el carro se hubo detenido—. ¿Por qué no lo sueltas?

—N…no puedo —protestó Bramante—. ¡Tengo las manos pegadas a la madera! —Se revolcó sobre sí mismo para ponerse de pie. De los bolsillos y bocamangas le salieron chorros de arena. Sus dedos regordetes estaban, en efecto, ligados con firmeza al palo de empuje. Pluvio intentó separárselos.

—¡Ay, ay! —gritó Bramante—. ¡Me estás arrancando los dedos!

—¡No seas llorica! —lo reprendió Argos.

—Carcoma, ¿pusiste pegamento en el extremo de este palo? —preguntó Pluvio.

—¡No, por supuesto! ¡Engranajes! Jamás haría algo así sin advertirlo primero. —La invocación del carpintero de la palabra sagrada, «engranajes», probó que decía la verdad.

Kitiara hizo repiquetear los dedos sobre la rueda del carro.

—Quizá sea otra muestra de la loca magia de Lunitari.

—¿Quieres decir que me quedaré pegado a este carro para siempre?

—No se aflija, maestro. Puedo serrar el palo —ofreció Remiendos, al tiempo que palmeaba la espalda de su jefe en un gesto alentador.

—¡Simplezas! —refunfuñó Crisol—. Si maese Brightblade me presta su daga, te despegaré los dedos en un santiamén.

—¡Ni se te ocurra! —bramó lívido Bramante.

—Entonces podríamos aserrar con cuidado la madera alrededor de tus dedos.

—Nadie va a cortar ni aserrar nada —intervino Kitiara—. Si esta adherencia está relacionada con mi fuerza o las visiones de Sturm, más vale que os detengáis a pensar cómo funciona, antes de que le hagáis picadillo los dedos.

—Estoy por completo de acuerdo —dijo Argos—. No es una coincidencia que las habilidades adquiridas estén en cierto modo conectadas con nuestra especialización. Pluvio crea lluvia; Kitiara, un guerrero, aumenta su vigor… y Bramante, maestro de cuerdas y nudos, se encuentra a sí mismo atado con sus propias manos. Es como si una fuerza sutil, y sin embargo poderosa, intensificara nuestros atributos naturales.

—Es probable que Bramante pueda soltarse a sí mismo si lo anhela —sugirió Kitiara—. De la misma forma que Pluvio desencadena la lluvia con sólo desearlo.

—Pero yo sólo quise sujetar el carro cuando vi que se hundía en la zanja —explicó malhumorado. Luego apretó con fuerza los párpados a fin de invocar el deseo de soltarse.

—¡Con más empeño! ¡Concéntrate! —lo urgió Argos. Carcoma sacó su lupa y observó con interés las manos pegadas de su colega. Lenta, muy lentamente, con unos leves sonidos succionadores, las manos se desprendieron del palo.

—¡Ay, ay! —lloriqueó el cordelero en tanto agitaba las manos con desesperación—. ¡Qué dolor!

Tras subir a empujones el carro hasta el borde de la zanja, los gnomos se pasaron unos a otros una botella de agua, y echaron un trago. Remiendos se la entregó a Kitiara, que dio un pequeño sorbo antes de ofrecérsela a Sturm, pero él la sujetó en sus manos largo rato sin beber y con la mirada fija en el suelo.

—¿Y ahora qué pasa? —le dijo antes de quitarle la botella.

—La magia me tiene preocupado. ¿No habría una forma de rechazarla? ¿De evitar que nos afecte?

La mujer puso el tapón.

—¿Por qué? Tenemos que aprender a utilizarla, a controlar sus efectos. —Luego cerró una mano. Percibía con toda claridad la fuerza que manaba de su interior, como se siente el calorcillo de un vino dulce cuando corre por las venas. Aquélla sensación de poder era intoxicante, embriagadora. Clavó su mirada en la del caballero—. Si regresamos a Krynn sin un céntimo, sin espadas, y sin armaduras, espero que, al menos, estos poderes perduren.

—No es honesto —dijo él con obstinación.

—¿Honesto? ¡Esto es lo único que importa! —Y al tiempo que hablaba reventó la botella entre sus dedos.

El pequeño Remiendos se agachó para recoger los pedazos vítreos.

—Rompiste la botella —le dijo—. ¿No te has cortado?

Ella le mostró su mano intacta.

—Más de una cosa acabará rota como pierda la paciencia. —Su voz temblaba por la cólera.

A la hora en que Krynn se puso por el horizonte noroccidental, el grupo de exploradores había recorrido más de la mitad de camino de regreso a El Señor de las Nubes. Al frente se divisaba sólo terreno llano, rocas y polvo rojo. Prosiguieron la marcha a buen paso, los dos humanos lejos el uno del otro y encerrados en un tenso mutismo; los gnomos, parloteando sin cesar.

La cadencia de los pasos del piloto se hizo más y más lenta hasta que se detuvo en seco.

—Vamos muchacho, muévete —lo animó Argos, al tiempo que lo empujaba—. No querrás quedarte atrás, ¿verdad?

—No está —anunció Alerón.

—¿No está qué?

—La nave. El Señor de las Nubes.

—Eres un mentecato. Estamos a más de doce kilómetros de ella; ¿cómo sabes que no está?

—No lo sé, pero lo cierto es que diviso con claridad el lugar de aterrizaje. —El piloto oteó en la distancia con los ojos entrecerrados—. Es perceptible una amplia rodada, un conjunto de marcas dejadas por calzos, y unas cuantas cajas rotas esparcidas por los alrededores. Pero no hay ni rastro de la nave.

Sturm y Kitiara se acercaron al gnomo de aguda visión.

—¿Estás seguro, Alerón? —inquirió el caballero.

—Ha desaparecido —insistió.

Argos y el resto de los gnomos hicieron patente su escepticismo con comentarios en voz alta, pero Sturm ordenó que aceleraran la marcha. Los kilómetros quedaron atrás y Alerón se mantuvo firme en su aseveración de que la nave ya no estaba en el lugar de aterrizaje. Les describió con minuciosidad el lastre abandonado en el paraje y la certeza de su voz provocó una aprensión general. Faltaban menos de dos kilómetros, y Kitiara no logró dominar su impaciencia por más tiempo. Echó a correr y pronto dejó muy atrás a los demás.

Sturm y los gnomos prosiguieron con paso vivo. Kit no tardó en regresar corriendo.

—Alerón está en lo cierto —anunció—. El Señor de las Nubes ha desaparecido.

Los hombrecillos se apelotonaron en derredor del piloto y comenzaron a darle golpes en el rostro y a estirarle de los párpados. Alerón manoteó los inoportunos dedos de sus colegas, quienes, olvidados por completo de la novedad que había traído Kitiara, se afanaban en descubrir la causa de tan extraordinaria agudeza de visión.

—Es la magia de Lunitari —sentenció el piloto—. ¡Dejadme en paz!

—¿Existe la posibilidad de que Tartajo y los otros hayan reparado el motor y se hayan marchado? —inquirió Sturm.

Kitiara se soltó el cuello de la capa de pieles para refrescarse un poco.

—Hay huellas por todas partes, huellas pequeñas y circulares. Creo que alguien, de algún modo, se ha llevado la nave.

—¿Cómo? —dijo Remiendos amedrentado.

—¿Sabes lo que pesa esa máquina? —dijo Argos.

—Me da igual si pesa más que el Monte Noimporta. Algo o alguien se la ha llevado. —Kitiara levantó la barbilla con arrogancia.

—En tal caso; ese «algo» es muy fuerte o se trata de un grupo muy numeroso —razonó Sturm.

—O ambas cosas. —La voz de la mujer sonó lúgubre.