La planta bizcocho
El sendero serpenteaba entre las colinas sin un rumbo fijo; sin embargo, no era aconsejable correr el albur de adentrarse en la vegetación que, de seguir su veloz crecimiento, ocultaría cualquier marca del terreno que fuera útil para orientarlos. También impedía identificar por dónde habían pasado ya que, como Sturm descubrió al mirar atrás, la trocha que abrían se cerraba poco después, a sus espaldas, con una nueva y pujante broza. Estaban prácticamente aislados en medio de toda aquella jungla viviente.
Llegó un momento en que el caballero ordenó al grupo que se detuviera y les anunció que estaban perdidos. Acto seguido, Argos procuró determinar la latitud; para ello, montado sobre los hombros de Sturm, alineó el astrolabio con el sol; a pesar de sus esfuerzos, el astro se encontraba demasiado bajo para conseguir una orientación correcta. En su afán por lograr su propósito, el gnomo perdió el equilibrio y cayó de espaldas al suelo. Remiendos y Pluvio lo ayudaron a incorporarse y a sacudirse las ropas, ya que se había desplomado sobre un cuesco de lobo y estaba rebozado de pies a cabeza con esporas rosas.
—¡Inútil! —barbotó. Las esporas se le introdujeron en la nariz y en la boca. Le sobrevino un golpe de tos espasmódica. Por fin pudo hablar.
—Todo lo que puedo decir es que el sol se está poniendo —informó.
—¡Pero si no hace más de cuatro o cinco horas que salió! —protestó Alerón.
—La órbita de Lunitari es excéntrica —explicó el astrónomo, mientras Pluvio, a fuerza de suaves y repetidos golpes, le limpiaba la cara de esporas con un paño húmedo. Argos lo apartó de un manotazo.
—Éste hecho provoca que las noches sean muy largas y los días muy cortos —prosiguió con su disertación.
—Y aún no hemos encontrado el mineral —intervino Crisol.
—Cierto —convino Alerón—. Pero tampoco hemos intentado excavar.
—¿Excavar? —se extrañó Bramante.
—Sí, excavar. —La voz de Sturm sonó firme—. La idea de Alerón es muy acertada. Crisol, escoge un punto que te parezca apropiado y veamos qué encontramos.
—¿Por qué no cenamos antes? —sugirió el rechoncho gnomo—. ¡Tengo el estómago vacío!
—Supongo que una hora más o menos no cambiará mucho las cosas —dijo Sturm—. Está bien, acamparemos aquí, comeremos algo y después cavaremos.
Los gnomos se lanzaron sobre los bártulos con su habitual y jovial costumbre de esparcir los objetos al voleo. Bramante y Remiendos descargaron el carro del modo más simple: lo volcaron. Remiendos, enterrado bajo un montón de cacharros y trastos, emergió con su cazuela de barro favorita.
—¡La cena estará lista en un santiamén! —dijo radiante. La respuesta de los otros gnomos no se hizo esperar: un jocoso abucheo general.
—¡Judías! ¡Judías! ¡Judías! ¡Estoy harto de tanta judía! —protestó Carcoma—. Ya me haíta, íta, íta las judías, ías, ías —añadió con un soniquete.
—¡Cierra el pico, necio carpintero! —espetó Alerón.
—Eh-eh-eh —advirtió Kitiara al ver que Carcoma se acercaba de puntillas al piloto con su mazo en la mano—. Nada de eso.
Entretanto, Remiendos hacía astillas de un tablón que había arrancado del fondo del carro.
—¿Habéis utilizado partes del carro para encender el fuego todo este tiempo? —preguntó Sturm.
—Por supuesto —respondió tranquilo el gnomo—. ¿Qué otra cosa emplearíamos?
—¿Por qué no lo intentas con algunas plantas? —sugirió Crisol.
—No están secas —intervino Alerón—. Jamás conseguiría prenderlas.
—Enciende el fuego con la yesca y coloca encima las plantas. Cuando el calor las haya secado, arderán —lo instruyó Kitiara.
Remiendos y Carcoma rebuscaron a lo largo de la trocha y regresaron con dos brazadas de la flora talada antes: las amontonaron junto al carricoche. Remiendos construyó un arco de tallos rosas sobre el incipiente fuego y, a los pocos minutos, el aire se impregnó de un tentador aroma. Un puñado de gnomos hambrientos rodearon al cocinero.
—¡Muchacho, jamás lo habría imaginado, pero ese perolo de judías huele como un faisán asado! —exclamó el piloto.
—Los engranajes de tu cerebro patinan —se burló Bramante—. Huele a pan recién horneado.
—A venado asado —intervino Sturm, venteando el aire.
—¡A salchichas con salsa! —opinó Crisol mientras se relamía.
—Pero ¡si ni siquiera he puesto a cocer las judías! —confesó Remiendos—. Y, a lo que huele, es a pastelillos con pasas.
—El aroma proviene de esas cosas —intervino Pluvio, al tiempo que señalaba los palitos rosas. Los extremos próximos a las llamas se habían oscurecido hasta adoptar un apetitoso aspecto tostado. La savia se había escurrido en churretes a lo largo de los tallos y se había endurecido en vetas.
Argos tomó uno de los tallos por el extremo «crudo» y olisqueó la punta torrada. Luego lo mordió con cierta reserva pero, a medida que masticaba, su ceño desconfiado se transformó en un gesto satisfecho.
—Bizcocho —declaró con voz conmovida—. Bizcocho tierno por dentro y tostado por fuera, como el que preparaba mi madre.
Los gnomos se atropellaron entre sí en su afán por probar los bastoncillos. Sturm, de algún modo, se las arregló para hacerse con uno de la primera hornada. Cortó con su daga la porción en dos partes y ofreció una de ellas a Kitiara.
—Tiene aspecto de carne —dijo ella y mordisqueó un pedacito.
—¿A qué te sabe?
—¡A las patatas picantes de Otik! —respondió pasmada—. ¡Bien sazonadas con sal y pimienta!
—Es un caso sin precedentes —comentó Argos—. Cada uno descubre en ellas su plato preferido.
—¿Cómo se explica, si todos comemos lo mismo? —preguntó la mujer sin dejar de masticar con fruición.
—Mi teoría es que también se relaciona con el influjo que a ti te confirió la fuerza y a Pluvio la facultad para hacer llover.
—¿Magia? —sugirió el caballero.
—Tal vez… Sí, es posible. —La sola mención de la palabra lo hacía sentirse incómodo—. Nosotros, los gnomos, creemos que eso conocido en términos generales como magia no es más que una fuerza natural que está aún sin dominar.
No tardaron mucho en acabar con los restantes tallos rosas ya que los gnomos eran, a pesar de su reducido tamaño, consumidores habituales de copiosas raciones. Una vez concluido el ágape, se tumbaron panza arriba, con las manos cruzadas sobre sus repletos estómagos, y expresiones de satisfacción.
—¡Excelente banquete! —comentó Crisol.
—Es uno de los mejores que recuerdo —ratificó Bramante.
—¡Buen atajo de perezosos sois! ¿Quién de vosotros me ayudará a excavar ahora? —los recriminó Sturm, de pie junto a ellos, con los brazos en jarras.
Carcoma rebulló varias veces hasta hallar una postura más cómoda.
—Echemos primero una cabezadita, ¿vale? —rogó con un susurro.
—Oh, sí. Descansemos —abundó Pluvio—. Es el mejor método para asegurar una buena digestión y una relajación adecuada de los músculos.
A los pocos minutos, el claro retumbaba con los atronadores ronquidos orquestados por siete gargantas gnomas.
El sol se escondió deprisa tras las colinas, y cuando su luz se redujo a un fulgor ambarino opaco, la maraña de plantas se marchitó; se agostaron casi con la misma impetuosidad con que brotaron al sol del amanecer. Las puntas de los bastoncillos se secaron y se desmoronaron del tallo. Las floresaraña se enroscaron y se hundieron en el suelo. Los cuescos de lobo se desinflaron. Las setas venenosas se pulverizaron. En el momento en que las estrellas se asomaron en el firmamento, sobre el suelo no quedaba más que una capa reciente de escamosos tejidos rojizos.
—Creo que voy a hacer guardia un rato —anunció Kitiara—. Duerme tú mientras tanto; así me relevarás más tarde.
—Buena idea. —Sturm se había percatado de repente del agotamiento que experimentaba. La sucesión de portentosos acontecimientos le había embotado los sentidos y el abrirse paso a machetazos por la diurna jungla lo había extenuado.
La marcha les había ocupado las horas de un día completo de Krynn, y todavía no habían localizado la veta mineral. Antes de caer en el sopor, el caballero se preguntó qué ocurriría si, tras excavar en las colinas, no encontraban rastros del metal. Podían recurrir a una opción desesperada: Kitiara y él llevaban consigo sus espadas y armaduras. Los gnomos, con toda probabilidad, podrían forjar nuevas piezas con el acero y el hierro de aquéllas. Sin embargo, no deseaba llegar a tales extremos a menos que fuese en absoluto imprescindible.
El aire de Lunitari, nunca caldeado, se había tornado ahora gélido; la temperatura era desagradable. Sturm tuvo un escalofrío y se arrebujó hasta la barbilla con la capa de pieles de lobo. Recordó que Tanis y él habían cazado en las montañas de Qualinost durante el invierno pasado y acabaron la temporada con buenos resultados. El semielfo tenía una puntería excelente y resultaba letal con un arco en las manos.
Se escuchó el zumbido de una flecha.
De forma repentina, Sturm se hallaba en Krynn y era de día; hacía frío y estaba nublado. De nuevo se encontraba en un bosque y unos pasos más adelante cuatro hombres se movían entre los árboles. Dos de ellos acarreaban a un tercero, cuyos brazos reposaban sobre los hombros de sus porteadores. Cuando Sturm se aproximó, comprendió el porqué: el hombre transportado tenía una flecha clavada en el muslo.
—¡Ánimo, Hurrik! ¡Podéis lograrlo! —decía en aquel momento el líder del grupo, cuyo rostro Sturm no vislumbraba, aunque sí escuchaba su voz que urgía a los otros para que siguieran adelante. El caballero percibió un crujido entre la maleza seca que había a su espalda; volvió la vista y distinguió unas siluetas borrosas vestidas de blanco que se desplazaban con movimientos furtivos entre los árboles. Llevaban capuchas de piel de lobo y manejaban arcos. Los reconoció: los temidos Rastreadores de Leereach, los cazadores a sueldo que perseguirían y acorralarían a cualquier persona o cosa que se cruzara en su camino, si había una recompensa de por medio.
—¡Vamos Hurrik! ¡No os deis por vencido! —Las palabras de ánimo del líder se convirtieron en un susurro apremiante.
—¡Abandonadme aquí, mi señor! —replicó el hombre herido.
—No voy a dejaros en manos de esos carniceros —dijo el jefe.
—Por favor, señor, seguid vos. Cuando me apresen, querrán entregarme a su amo y eso os dará tiempo para escapar —razonó Hurrik. Su armadura estaba manchada de sangre que del mismo modo empapaba la escarcela de cuero.
Los dos hombres que lo transportaban lo acomodaron en el suelo con la espalda recostada en el tronco de un árbol y, tras desenvainar su espada, lo ayudaron a cerrar los agarrotados dedos alrededor de la empuñadura. Sturm percibió su faz lívida por la pérdida de sangre.
Los rastreadores se detuvieron. Un fugaz y agudo silbido se repitió a través del bosque. La presa estaba acorralada, y el silbido era la señal para aproximarse y matarla.
El líder de los perseguidos, cuyo rostro permanecía oculto para Sturm desde su posición, extrajo una larga daga de su cinturón y la puso en la mano izquierda del herido.
—Que Paladine os guarde, maese Hurrik —dijo.
—Y a vos, mi señor. ¡Apresuraos! —Los tres hombres ilesos echaron a correr tan rápido como se lo permitían sus armaduras. Hurrik levantó su espada con un esforzado gesto lleno de dolor. Una cabeza de lobo asomó entre un matojo de acebo.
—Vamos, sal de ahí —incitó Hurrik—. ¡Sal y lucha conmigo!
El rastreador no tenía intención de hacerlo. Con total frialdad encajó una flecha en el arco y disparó. La punta plana y ancha alcanzó su diana.
—¡Mi señor! —gritó Hurrik en agonía.
El líder se detuvo y se giró para mirar hacia donde su camarada yacía muerto; entonces, Sturm vio su rostro.
—¡Padre!
El grito desgarrado lo hizo regresar a Lunitari. El caballero yacía tumbado boca abajo, en medio de un revoltijo de mantas. Al incorporarse con dificultad, se encontró cara a cara con Kitiara que lo observaba con intensa atención.
—Tuve una pesadilla —se disculpó avergonzado.
—No. Estabas despierto. Te vi. Has dado manotazos al aire y gemido durante un rato. Tenías los ojos abiertos de par en par. ¿Qué era lo que vislumbrabas?
—Estaba… Estaba de nuevo en Krynn. No sé en qué lugar, pero descubrí a unos rastreadores que perseguían a unos hombres. Uno de esos hombres era mi padre…
—¿Los Rastreadores de Leereach? —Sturm asintió con un cabeceo a la pregunta de la mujer. Sudaba, aunque la temperatura era lo bastante baja como para que su aliento fuera perceptible. Por fin, se atrevió a preguntar.
—Fue real, ¿no es cierto?
—Creo que sí. Esto puede ser tu prerrogativa Sturm: visiones, percepción. Como a mí me ha concedido fuerza, Lunitari te ha dotado de esta facultad.
Él no pudo evitar un estremecimiento.
—¿Visiones de qué? ¿Del pasado? ¿Del futuro? ¿O quizá son hechos que tienen lugar ahora mismo, en lugares lejanos? ¿Cómo puedo discernirlo? ¿Cómo lo puedo saber, Kit?
—Lo ignoro. —La mujer se peinó los oscuros rizos con los dedos—. Es doloroso estar sumido en la incertidumbre, ¿no es cierto?
—¡Me volveré loco!
—No, ni mucho menos. Tu espíritu es demasiado fuerte para dejarse vencer. —Kit se puso en pie y se acercó, rodeando la agonizante hoguera, a fin de tomar asiento a su lado. Sturm colocó las mantas y se acostó. Aquéllas visiones hostigantes a las que estaba sometido le resultaban enloquecedoras. Sospechaba que eran producto de la magia, e irrumpían de manera súbita para atormentarlo. Aun así, Sturm descubrió que procuraba fijar en su mente cada detalle, al revivir una y otra vez la terrible escena; quizá, las espectrales visiones le diesen alguna pista sobre la suerte corrida por su padre. Kitiara posó una mano en su pecho y percibió el latir acelerado de su corazón.