La Primera Marcha Exploradora de Lunitari
Tras unas cuantas horas de descanso, los gnomos emergieron de la nave tambaleándose bajo los pesados bultos de herramientas, ropas, instrumentos y otros muchos trastos de difícil identificación. Kitiara miró con fijeza a Bramante y a Remiendos, que empujaban una especie de carretilla con cuatro ruedas.
—¿Qué lleváis vosotros dos ahí? —les preguntó.
Bramante clavó los talones en el suelo para detener la marcha del carricoche. Sobre el hombro izquierdo portaba un rollo de cuerda tan gruesa que le impedía girar la cabeza en aquella dirección.
—Pocas cosas y todas esenciales —respondió.
—¡Pero es ridículo! ¿De dónde demonios habéis sacado este artilugio?
—Lo hicimos entre Remiendos y yo. Es todo de madera, ¿ves? No tiene nada de metal. —Para ratificar sus palabras, el gnomo dio unos golpecitos con la punta del pie en la parte delantera del carro.
—¿Y de dónde salió la madera? —quiso saber Kitiara.
—Oh, echamos abajo unas cuantas paredes interiores de la nave.
—¡Por todos los dioses! Ha sido una buena idea el planear esta marcha. De no ser así, ¡en muy poco tiempo habríais desmantelado el barco por completo!
El grupo explorador se reunió en el terreno llano que se extendía por el lado de babor de El Señor de las Nubes. Los gnomos, con su habitual buen humor, se alinearon como una guardia de honor dispuesta a desfilar, y Sturm brindó una sonrisa a los joviales e ingeniosos hombrecillos.
—Tartajo me ha pedido que me ponga al mando de esta expedición por las montañas, con objeto de encontrar una veta de metal para reparar la nave; todos vosotros obedeceréis mis instrucciones. Mi… eh… colega, Kitiara, será responsable por igual de esta marcha. Cuenta con una considerable experiencia en incursiones de estas características, así que deberemos dejarnos guiar por sus sabios consejos. —Kitiara no agradeció el cumplido, sino que guardó silencio y se recostó contra el casco de la nave. Mantuvo una mirada fija e impasible hacia el frente, con la mano apoyada en la empuñadura de la espada.
—Argos calcula que las montañas están a unos veinticinco kilómetros, por lo que llegaremos a las estribaciones cuando empiece a amanecer, ¿no es así? —prosiguió.
Argos repasó una columna de números garabateados en el puño de su camisa.
—Veinticinco kilómetros en seis horas; sí, es correcto.
El caballero recorrió con la mirada a sus «tropas» alineadas. No se le ocurría nada más que decir.
—Bien, pongámonos en marcha. —Así dio por finalizada su primera arenga como líder tras unos instantes de vacilación.
Bramante y Remiendos corrieron alrededor de su remedo de carro y acomodaron unos largos palos en los soportes preparados en la parte delantera y en la trasera. Luego se colocaron en el palo posterior, mientras Crisol y Carcoma tomaban posiciones en el delantero.
—¡Una carreta exploradora de cuatro gnomos de potencia! —exclamó admirado Alerón.
—Fase I —aclaró Pluvio.
—Poneos en marcha —dijo Kitiara con impaciencia. Y sin más fanfarria ni festejos, comenzó La Primera Marcha Exploradora de Lunitari. Tartajo, Trinos y Chispa los despidieron desde el techo del puente de mando agitando las manos. Desde su elevada posición, observaron la marcha del grupo expedicionario hasta mucho después de que aquéllos perdieran de vista a El Señor de las Nubes en la fluctuante penumbra cárdena.
Kitiara se llevó a los labios resecos el odre de agua. Saboreó con placer el fresco y dulce líquido de Krynn. «Sólo un sorbito», se dijo. «Éstos dos litros es todo cuanto queda».
Sturm había sustituido su capucha de piel por el yelmo de guerra, una hermosa pieza solámnica de hierro y cuero adornada con dos cuernos. El caballero marcaba un ritmo rápido con sus largas y poderosas zancadas y caminaba a la derecha de la formación de gnomos. Kitiara, que iba a la izquierda y un paso más atrás que él, había adoptado una marcha fácil y relajada que amenguaría el cansancio.
Mantuvieron un ritmo constante durante casi dos horas y luego Sturm ordenó hacer un alto para descansar. Ésta decisión provocó las airadas protestas de los gnomos que llevaban el carro; ellos pretendían hacer todo el trayecto de una sola tirada, pero el caballero no se dejó convencer. No había necesidad de apresurar la marcha pues llegarían a las colinas en poco tiempo.
Se sentaron en círculo con las espaldas apoyadas en el carricoche. Kit se puso, a propósito y sin disimulo, lejos de Sturm y el hombre suspiró para sus adentros. «¿Qué voy a hacer con esta mujer?», pensó.
La Medida de los Caballeros de Solamnia proclamaba que el trato debido a las mujeres había de ser en todo momento cortés y respetuoso, incluso en el caso de que su comportamiento no las hiciese merecedoras de ello. Estaba muy claro. Sturm sentía un gran respeto por Kitiara como guerrero, pero su relajada moralidad lo hacía entrar en conflicto. Vivía con un entusiasmo tan agresivo, luchaba y amaba de una forma tan desenfrenada que él no lograba comprenderla. ¿Y a qué guardaba lealtad? Los vínculos eran los pilares en los que se sustentaba una persona en los momentos de adversidad, pensó el caballero. Sin embargo, ella se burlaba de los sentimientos compasivos y de los dioses. Tomaba parte en invasiones y matanzas carentes de justicia y honor. ¿Qué conmovía el corazón de Kitiara?
Sturm se recostó contra el carro. ¿Se llevarían bien su padre y su madre cuando se encontraron por primera vez? Sabía que se habían amado profundamente a pesar del carácter orgulloso e independiente de ambos. Rememoró de nuevo la escena presenciada en el patio de armas del Castillo Brightblade, cuando sus padres se vieron por última vez. Se habían abrazado, pero no se besaron. La nieve caía en remolinos a su alrededor.
Nieve.
De manera imprevista, lo sacudió un estremecimiento tan violento y súbito que sus dientes entrechocaron. El paisaje carmesí de Lunitari se desdibujó ante sus ojos hasta desvanecerse por completo y, bruscamente, ¡se encontró en medio de una ululante tormenta de nieve! La campiña no le era familiar, pero supo que se hallaba en Krynn.
Vio una fila de hombres, cuatro en total, que caminaban con dificultad por la profunda nieve, iban arropados con mantas viejas y pieles hechas jirones bajo las que se advertía el apagado brillo de las armaduras. Las fundas de las espadas chocaban contra las piernas mientras se afanaban por el desolado bosque helado.
—¿Sturm? ¡Sturm!
Parpadeó aturdido, y al abrir los ojos se encontró con Kitiara agachada frente a él.
—¿Qué? —preguntó con voz débil.
—¿Te ocurre algo? Hace un rato que tienes la mirada perdida y no cesas de gemir. ¿Estás enfermo?
El caballero se llevó la mano al rostro. Tenía la piel fría como el hielo.
—No lo sé. De repente me pareció encontrarme en otro lugar —balbuceó desconcertado.
Kitiara, olvidado su enfado, preguntó interesada.
—¿Dónde?
—N…no lo sé. No reconocí el paraje. Pero estoy seguro de que era en Krynn… Había una tormenta de nieve y vi a varios hombres perdidos en el bosque. —Sturm sacudió la cabeza para aclarar su mente—. No lo comprendo.
—Yo tampoco. ¿Quieres que lo consulte a Pluvio? —La sugerencia de la mujer no le agradó. A pesar de que el pronosticador del tiempo poseía algunos conocimientos médicos, el caballero todavía recordaba la accidentada recuperación de Argos y su barba cortada.
—No, no. Me encuentro bien. —Se puso de pie. El aire fresco y sutil de Lunitari actuó como un bálsamo.
—Pongámonos en marcha —dijo tras respirar hondo un par de veces.
Los gnomos se levantaron de un salto y retomaron sus posiciones alrededor del carro. Bramante y Remiendos lo empujaron mientras que Crisol y Carcoma tiraban de él para que se moviera. Pero, durante el rato que habían estado descansando, las ruedas del carricoche se habían hundido en el esponjoso césped a causa del peso. El artefacto se columpió con levedad, atrás y adelante, pero se negó en redondo a salir de los surcos abiertos bajo sus ruedas.
—¡Dioses misericordiosos! —protestó Kitiara. Impaciente, se colocó entre Crisol y el costado del carro y agarró el palo con la mano izquierda—. ¡Todos a una! —gritó, al tiempo que tiraba con todas sus fuerzas. Los tendones se le marcaron en el cuello y… ¡crack! El palo se quebró justo por donde lo sujetaba la mujer y tanto ella como el gnomo cayeron al suelo dando tumbos.
—¡Lo ha roto! —exclamó Remiendos.
—Simplezas. Ése palo era de madera sólida de diez centímetros de espesor —refunfuñó Argos, que observaba el tocón astillado.
—Tendría un defecto —sugirió el piloto.
Argos había estado examinando la madera.
—No. Es tan firme como las peñas del Monte Noimporta —declaró y miró a Kitiara con los ojos entrecerrados; ella aún sujetaba el trozo de palo—. Y lo has roto con una sola mano.
La mujer, sin decir una palabra, lo tomó con ambas manos y comenzó a ejercer presión. La madera se astilló con un sonoro crujido.
—No sabía que tuvieras tanta fuerza —dijo Sturm sorprendido.
—¡Tampoco yo! —Kitiara estaba tan perpleja como el caballero.
Crisol recogió uno de los trozos que ella había dejado caer y se lo alargó.
—Toma. Rómpelo otra vez. —El pedazo de palo no llegaba a los treinta centímetros y Kit tuvo que apoyárselo en la rodilla al ser tan corto, pero aun así logró quebrarlo.
—Aquí pasa algo raro —declaró Argos, achicando los ojos—. Sin duda, tu fuerza ha aumentado en el transcurso de las veinte horas que llevamos en Lunitari.
—¡Quizá todos nos estemos haciendo más fuertes! —Para comprobar su sospecha, Crisol tomó otro de los trozos del palo y trató de romperlo. Su rostro, ya de por sí rubicundo, se tornó purpúreo, pero la madera siguió incólume. Todos los demás, inclusive Sturm, lo intentaron, pero sus vanos esfuerzos dejaron bien claro que a ningún otro se le había incrementado la fuerza. Kitiara esbozó una sonrisa radiante.
—Al parecer tú eres la única favorecida con este don, sea cual sea. —La voz del caballero sonó imperturbable—. Al menos nos será de utilidad. ¿Te importaría sacar el carro de ahí?
Ella chasqueó los dedos y con gesto petulante se dirigió a la parte trasera del carricoche. Aplastó una mano contra la caja y empujó. El carro, que salió de las rodadas con un brusco salto, estuvo a punto de atropellar a Remiendos y a Alerón.
—¡Cuidado! —advirtió Sturm—. Tienes que aprender a controlar esta fuerza recién adquirida o de lo contrario dañarás a alguien.
Kitiara ni siquiera lo escuchó. Sus manos recorrían los brazos de arriba abajo una y otra vez, como si deseara percibir la fortaleza irradiada por los músculos desarrollados de forma tan extraña.
—No sé por qué ni cómo ha sucedido, pero me gusta —le confesó a Sturm.
El caballero la observó mientras se alejaba y notó un nuevo contoneo jactancioso en su forma de andar. Se quedó pensativo. Primero había sido su extraño sueño (por otro lado tan real), y ahora aquella pujante energía de Kitiara. No todo era normal en la luna roja.
* * *
Cuatro horas más tarde las colinas estaban al alcance de su vista. De cerca, mostraban una curiosa apariencia de suavidad, de redondez, como si una mano gigante las hubiese alisado.
Kitiara se puso al frente de la marcha cuando los pasos del caballero se hicieron vacilantes. Sturm se sentía cansado. El exiguo desayuno de judías y agua que había tomado no era suficiente para conservarlo en plena forma. Sin embargo, cuando hacía ya más de seis horas que caminaban, Kitiara echó a correr para ser la primera en alcanzar las colinas.
—¡Kit, espera! ¡Vuelve aquí! —Ella respondió a su llamada con un gesto de despedida, y luego incrementó la velocidad de su carrera.
Cuando llegaron al pie de la colina, la vieron en lo alto de la cima desde donde los saludó a gritos, con un agitar de manos. Luego, se deslizó rápida por la ladera y al llegar abajo se frenó al topar contra Sturm. Él la sujetó por los brazos y ella, jadeante, le sonrió.
—Hay una vista excelente desde allí arriba —dijo entre resuellos—. Los montes se extienden varios kilómetros, pero existen senderos bastante anchos que los recorren.
—No deberías haberte separado de nosotros —la reconvino él. Kitiara, perdida la sonrisa, se libró de un tirón de sus manos.
—Sé cuidar de mí misma —señaló con frialdad.
Los gnomos se habían dejado caer en el mismo sitio en que se habían parado. La larga caminata cuesta arriba había apaciguado de forma considerable su ardoroso entusiasmo por la expedición y en contra de lo que se les había aconsejado, acabaron en un momento con la escasa reserva de agua que les quedaba. Poco después, todos se mostraban ansiosos por beber más.
—Si al menos encontrásemos un arroyo —exclamó Alerón.
—O si lloviera, podríamos extender las mantas y recoger el agua —sugirió Argos. Luego se volvió hacia el meteorólogo—. ¿Y bien, Pluvio? ¿Lloverá?
El aludido, que yacía estirado boca arriba con los ojos cerrados, agitó débilmente una mano.
—No creo que jamás haya llovido aquí. Aunque juro por Reorx que quisiera estar equivocado —puntualizó con voz tajante.
No había acabado de decir las últimas palabras, cuando una voluta vaporosa, no más densa que una bocanada de vaho, se formó sobre el exhausto gnomo. El vapor se extendió y tomó consistencia hasta acabar por convertirse en una diminuta nube blanca de unos noventa centímetros. Tanto el resto de los gnomos como los humanos la observaron boquiabiertos mientras cambiaba de color hasta alcanzar un tenebroso tono grisáceo. Una gotita cayó sobre el inmóvil Pluvio, que seguía con los ojos cerrados y no se había percatado de lo ocurrido.
—Eso no ha tenido gracia —protestó. El gnomo abrió los párpados justo en el momento de ver cómo se precipitaba sobre él el minúsculo chaparrón creado por su nube personal.
»¡Hidrodinámica! —exclamó.
Sus compañeros se arracimaron bajo la pequeña nube con los redondos rostros levantados en éxtasis, mientras las gotas de lluvia caían sobre ellos. Sturm se acercó y extendió una mano. Cuando la retiró, la tenía completamente empapada. Entonces, de manera tan súbita y misteriosa como había aparecido, la nube se desvaneció.
—Esto tiene visos de magia —opinó Sturm.
—Pero yo no hice nada —se disculpó Pluvio—. Sólo dije que querría estar equivocado porque deseaba que lloviese.
—Quizás es que ahora, del mismo modo en que Kitiara ha obtenido su fuerza, tú detentas la facultad de convertir en realidad tus deseos.
Los otros gnomos apoyaron esta teoría de Alerón y acto seguido asediaron a su infeliz colega con una tromba de peticiones. El piloto quería una gran chuleta asada. Carcoma pidió media arroba de manzanas crujientes. Crisol deseaba un cerdo asado y también manzanas. Bramante y Remiendos querían pastas —con muchas pasas, naturalmente.
—¡Basta, basta! —Pluvio se echó a llorar. No podía atender tantas solicitudes al mismo tiempo. Sturm apartó a los vociferantes gnomos. Sólo se quedó Argos, que miraba fijamente al sollozante meteorólogo.
—Si en verdad puedes hacer realidad un deseo, pide un interruptor para poder arreglar la nave. —Su sabia petición sorprendió tanto a gnomos como a humanos.
—D…deseo un nuevo interruptor para arreglar nuestro motor —declaró Pluvio en voz alta.
—Que sea de cobre —apuntó Carcoma.
—De hierro —lo contradijo Crisol.
—¡Shhh! —siseó Kitiara.
Pero nada sucedió.
—Quizá tengas que utilizar la misma fórmula —sugirió Alerón—. ¿Qué palabras pronunciaste cuando deseabas que lloviera?
—Dije algo de Reorx.
Reorx, creador de su raza, era la única deidad a la que rendían culto.
—Entonces, inténtalo de nuevo, pero menciona su nombre.
Pluvio siguió el consejo ofrecido por Argos. Se puso de pie e irguió sus noventa centímetros de estatura.
—En nombre de Reorx, deseo tener un interruptor… —exclamó.
—De hierro.
—De cobre.
—¡… un interruptor con el que reparar el motor!
Tampoco ahora ocurrió nada.
—Eres un inútil —lo insultó Crisol.
—Peor que inútil —redundó Carcoma.
—¡Callaos! —barbotó Kitiara—. Al menos lo intentó, ¿no?
El pronosticador del tiempo casi no podía hablar por los hipidos.
—Lo siento… Ojalá lloviese otra vez. Así todo el mundo estaría contento.
No bien acababa de decir las últimas palabras cuando otra nube se formó sobre él y la lluvia le cayó a torrentes. A sus pies, se formó un charco que empapó el polvo rojizo de Lunitari. Parecía casi un insulto, como si Reorx en persona se divirtiera a costa del gnomo. Entonces Pluvio reaccionó de un modo sorprendente: empezó a gritar como si se hubiese vuelto loco.
—¡Rayos y centellas! —La nube relampagueó y se escuchó el endeble retumbar de un trueno.
—¡Ja! ¡Tenemos tormenta! —se burló Bramante.
—Lo que deja bastante claro hasta dónde llega el poder de Pluvio: crear lluvia. Nada más. —El razonamiento de Argos no admitía réplica.
—Inútil, inútil. —Crisol insistió en su anterior opinión.
—¡Oh, cierra el pico! —le espetó Kitiara—. La aptitud de Pluvio es muy valiosa. —Por la inexpresividad de las miradas de los gnomos la mujer comprendió que no habían captado la importancia del hecho y tuvo que añadir—: Necesitamos agua, ¿no?
Entonces, y como tenían por costumbre una vez que la luz de la razón se encendía en sus cerebros, acometieron el nuevo proyecto con un entusiasmo exasperante. Mientras unos desmontaban los tablones laterales del carro y los clavaban en el suelo con la ayuda del mazo de Carcoma, Bramante se dedicó a trocear una manta en amplios triángulos que más tarde cosió unos a otros de forma que quedase un agujero en el centro del círculo resultante. Cuando los preparativos preliminares concluyeron, sujetaron los bordes de la manta a los tablones con varios clavos y acoplaron uno de los odres de Remiendos al agujero central.
—Pluvio, ven siéntate aquí, justo en medio, y pide que llueva —lo aleccionó Alerón.
El meteorólogo procedió conforme a las instrucciones del piloto, y, al poco tiempo, la primera precipitación de agua recogida en el improvisado embudo se vertía dentro del recipiente. Pluvio, ensopado y maltrecho, repetía una y otra vez: «Que llueva», y se formaba una nube que lo rociaba. «Deseo lluvia». El agua empezó a rebosar en el odre y los gnomos lo cambiaron por otro vacío. «Lluvia», insistió el infeliz Pluvio. El pobre estaba pasando un mal rato; sin embargo, perseveró en su petición, consciente de que les proporcionaría el agua necesaria para salvarlos de la agonía de la sed.
Cuando por fin le permitieron levantarse de la empapada manta, el gnomo, cuyos zapatos rezumaban agua a cada paso que daba, se manifestó de un modo rotundo.
—Me alegro de haber cumplido con mi parte.
Reemprendieron la marcha y poco después caminaban con lentitud y dificultad por una barranca.
—Me pregunto quién será el próximo —musitó Argos.
—¿El próximo en qué? —quiso saber Crisol.
—Bien, es obvio que se están adquiriendo cierta clase de facultades. Kitiara su fuerza. Pluvio la lluvia. Es lógico pensar que el resto de nosotros también desarrolle alguna cualidad nueva.
Sturm, que había escuchado la conversación de los gnomos, ponderó la pretensión del piloto. Su sueño (si es que realmente lo había sido) había resultado demasiado vivido. ¿Estaría también relacionado con el extraño proceso de transformación? Se acercó a Argos para preguntarle si se le ocurría alguna razón que explicara tales metamorfosis.
—Quién sabe —dijo el gnomo—. Lo más probable es que los cambios los provoque algún componente de Lunitari.
—El aire —sentenció Crisol—. Algún efluvio de la atmósfera.
—¡Paparruchas! La causa son los rayos rojos que se reflectan en el suelo. La luz roja siempre provoca efectos extraños en los seres vivos. Recuerda los experimentos llevados a cabo por El-Doctor-Torpe-Pero-Curioso-Que-Lleva-Las-Lentes-Tintadas-Sobre-Su-Nariz…
—¡Callad! —exclamó Kitiara al tiempo que levantaba una mano. Los otros la miraron expectantes—. ¿Lo percibes, Pluvio? —preguntó.
—Sí. El sol está saliendo.
Dos estrellas fugaces cruzaron raudas la bóveda celeste de oeste a éste. Las cumbres rojizas resplandecieron y una sutil sensación de resonancia, que a ninguno pasó desapercibida, impregnó el aire. La línea luminosa del sol se deslizó por los montes ladera abajo en dirección a las umbrías quebradas. Ante la atenta observación de los exploradores, la suave y esponjosa capa superior de las colinas se alabeó y en el césped aparecieron unas protuberancias. De inmediato, las extrañas gibas cobraron una movilidad repulsiva y vital que recordaba el rebullir de un animal, que se retorciera e hinchara bajo la rojiza alfombra del suelo. Los exploradores se vieron forzados a saltar de un lado a otro para eludir las móviles gibas. Entonces, del césped, brotó un vástago rosa pálido en forma de arponcillo que aumentó de espesor y longitud al tiempo que rotaba con lentitud, como si ansiara elevarse para alcanzar la luz del sol. Remiendos preguntó con un hilo de voz:
—¿Qué es eso?
—Parece una planta —respondió Carcoma.
Del suelo brotaron más arponcillos rosas erguidos sobre sus tallos purpúreos. De otras protuberancias emergieron diferentes tipos de flora, entre los que se encontraban unos gruesos y nudosos hongos bejines (o cuescos de lobo) que se inflaron con rapidez. Junto a ellos, reptaron unos bastoncillos carmesíes, rectos como flechas para, un instante después, estallar con un sordo taponazo; docenas de flores, semejantes a pequeñas arañas, se desprendieron de los desgarrados tallos y fueron a caer, y flotaron con delicadeza, sobre el suelo. También crecieron setas venenosas con sombrerillos moteados en púrpura y hermosas laminillas rosáceas que se desarrollaron a ojos vista ante los boquiabiertos expedicionarios.
Para cuando los acariciantes rayos del sol alcanzaron la barranca, la sorprendente y pulsante vida vegetal había tapizado hasta el último centímetro de las laderas. Tan sólo una estrecha senda que aparecía al fondo de la hondonada, todavía inmersa en la penumbra proyectada por los montes circundantes, se había librado del veloz desarrollo floral.
—Un bosque instantáneo —comentó Argos.
Sturm, que observaba el camino ahora obstaculizado por las plantas, desenvainó su acero y respondió:
—Más que un bosque, parece una jungla. Tendremos que abrirnos paso a golpe de espada.
Kitiara, que contemplaba con evidente repugnancia la recargada vegetación, siguió su ejemplo.
—Esto es un insulto para un noble acero —dijo con desagrado—. Pero no queda más remedio que hacerlo. —Y, tras decir esto, levantó el brazo y descargó un certero golpe en la abigarrada espesura que crecía a la derecha del sendero.
Gracias a su incrementada fuerza, no tuvo mayor dificultad en cercenar limpiamente hojas y tallos pero, de modo inopinado, la mujer retrocedió un paso. Los fragmentos tronchados caídos en el suelo se retorcían agónicamente y de los cortes supuraba una savia rojiza cuya similitud con la sangre era notoria. El peculiar fluido había enlodado la hoja de su espada; Kitiara se la aproximó a la nariz y olisqueó.
—He participado en innumerables contiendas y me es muy familiar el olor de la sangre, ya sea de humanos, enanos o goblins. —Apartó el arma con una mueca de asco y concluyó categórica—. No me cabe la menor duda de que ¡es sangre!
Los gnomos dictaminaron que aquello era materia de extremado interés y se amontonaron sobre los rezumantes restos a fin de tomar muestras del sanguinolento fluido. Crisol recogió el cercenado extremo de un bastoncillo portador de las floresaraña. De repente, la planta reventó y ocho flores blancas salieron disparadas al aire. El gnomo lanzó un aullido de dolor. De todas y cada una de las flores se habían desprendido espinas que se clavaron en el rostro del hombrecillo.
Pluvio se acercó a él con unas pinzas de hueso en la mano.
—No te muevas —le aconsejó. Y comenzó a extraer con meticulosidad las espinas incrustadas en la faz de su compañero.
Entretanto, el resto de los hombrecillos llenaron hasta quince recipientes, entre tarros y cajas, con especímenes de la flora de Lunitari. Los dos guerreros hicieron un aparte y durante un rato cambiaron impresiones; por fin, optaron por alargar la expedición un rato más y, si no hallaban la veta de metal antes de la caída de la noche, emprender el regreso a la nave.
De acuerdo con sus planes, reanudaron la marcha; se abrían paso con secos y certeros tajos. Debieron recurrir a un férreo autodominio para ignorar los gemidos y gritos exhalados por las plantas que, al ser cercenadas, sangraban y se retorcían de un modo espantoso. Casi habían recorrido un par de kilómetros, cuando la mujer expresó lo que sentía en voz alta.
—¡Es peor que la masacre de La Ciénaga de Valkinord!
—Al menos, me parece que el sufrimiento no es demasiado prolongado —respondió abatido Sturm.
Tras ellos, los gnomos incansables recorrían, de acá para allá, la trocha abierta por los guerreros, sin dejar de hurgar, olisquear y medir las plantas moribundas. El episodio les resultaba, como puntualizó Carcoma, «más interesante que una cadena de engranaje».
El sendero desembocó en un amplio espacio abierto de vegetación escasa, ya que se encontraba al resguardo del sol. Sturm ordenó hacer un alto allí. Kit, infatigable, tomó uno de los baldes de lona y lo llenó con agua de lluvia; empapó un paño de tela suave y se puso a frotar su espada hasta que no quedó rastro del pegajoso fluido. La tarea no le llevó mucho tiempo porque la savia se disolvía con gran facilidad. Una vez concluida, entregó el paño a su compañero para que hiciese lo mismo con su arma.
—¿Sabes una cosa? —le dijo en tanto él restregaba la empuñadura de su espada—. No soy una persona cobarde y menos una damisela pusilánime que se desmaya a la vista de la sangre, ¡pero se me revuelve el estómago! ¿Qué clase de mundo es éste en donde las plantas crecen en un abrir y cerrar de ojos y sangran cuando se las corta?
El caballero pasó por alto su pregunta.
—¿Qué tal tu brazo derecho? He advertido que mientras manipulabas la espada ni siquiera se alteró tu respiración. En cambio yo… mírame. Estoy cansado. Como tú deberías estarlo tras manejar esa pesada arma durante casi dos kilómetros a través de esta jungla —dijo Sturm.
—Me encuentro bien. Me siento… en plena forma. ¿Te apetece un poco de lucha libre?
—No, muchas gracias. No confiaría un brazo roto a la medicina gnoma.
—¡Oh, no te haría daño! —replicó burlona. No obstante, su sonrisa desapareció con rapidez. Con el tacón de la bota abrió un surco poco profundo en el césped—. ¿Qué es lo que te tiene preocupado? Estamos vivos y es lo que importa, ¿no?
Él sabía que la mujer tenía razón; entonces, ¿por qué su desasosiego, por qué la inquietante sensación de presagio?
—Ten cuidado, Kit. Hay que cuestionar cualquier cosa que nos sea dada… sobre todo, aquello en apariencia valioso.
Ella soltó una breve carcajada.
—Lo dices como si me hallase en grave peligro. ¿Acaso temes que me desvíe por un mal camino?
Él se puso de pie y vació el agua sucia del balde de lona antes de responder…
—Sí, es exactamente lo que me temo. —Luego escurrió el paño, lo puso a secar sobre una peña y se alejó al encuentro de Alerón para hablar con él.
El recipiente vacío reposaba junto a la bota de Kit. La hierba donde el caballero había vertido el agua se veía oscura y satinada, como empapada en sangre. Kit encogió la nariz y propinó una patada al balde. La puntera de su bota hundió la lona del recipiente que surcó el aire y sobrevoló las copas de una vegetación de variadas tonalidades rojizas.