9

Veinte kilos de hierro

—¿Estamos muertos?

Sturm retiró los brazos de la cabeza y la levantó. Alerón se encontraba encajado entre los radios del timón, con sus cortos brazos apretujados contra el pecho y los ojos cerrados.

—Abre los ojos, Alerón; no nos ha pasado nada —lo animó el caballero.

—¡Oh, Reorx, estoy atascado!

—Aguarda. —Sturm agarró al gnomo por los pies y tiró de él. El piloto se quejó durante todo el tiempo, pero cuando por fin quedó libre, se olvidó por completo de las fatigas pasadas.

—¡Ah! ¡Lunitari! —exclamó.

Cuando el gnomo y el hombre salieron a la cubierta, la puerta del comedor se abrió de golpe y los otros tres gnomos emergieron en tropel. Incapaces de hablar, contemplaron el desolado panorama. Aparte de la prominente curvatura de unas colinas lejanas, el paisaje de Lunitari se prolongaba monótono y llano hasta el horizonte.

Uno de los hombrecillos soltó una risa de alegre complacencia y todos corrieron alborozados hacia el interior dé la cabina. Sturm escuchó el alboroto organizado por los gnomos que arrojaban cosas al aire para recuperar de entre los almohadones sus herramientas, instrumentos y libros de apuntes.

Kitiara apareció en cubierta acompañada por Chispa y Trinos. Ninguno de ellos había logrado ver nada desde la sala de máquinas. Habían estado demasiado ocupados en sus tareas para mirar por la portilla. La mujer tenía un buen chichón en la frente, sobre su ojo derecho. Sturm fue a su encuentro.

—¿Qué te ha pasado?

—Bah, me golpeé contra un aparejo del motor cuando chocamos.

—Aterrizamos —le corrigió él—. ¿Rompiste el aparejo?

Aquél talante risueño, tan poco habitual en el caballero, la dejó sin habla. Después ambos se fundieron en un abrazo, felices de seguir vivos.

La rampa del lado de estribor del casco se abrió de golpe y todos los gnomos se desparramaron por la roja pradera.

—Creo que será mejor que bajemos y no los perdamos de vista, o acabarán haciéndose daño —propuso Kitiara.

Los hombrecillos ya estaban inmersos en sus distintas especialidades cuando ellos se les unieron. Argos examinaba el horizonte con su catalejo. Crisol y Carcoma estaban echando cucharadas del polvo rojo en unos frascos. Pluvio, alejado del resto, entonaba la nariz y las orejas con la atmósfera. A Kitiara le recordó un perro de caza. Tartajo rellenaba hoja tras hoja de su libreta de anotaciones con un ritmo frenético. Alerón recorría la estructura de El Señor de las Nubes y, de tanto en tanto, daba una patada a las planchas de madera. Bramante y Remiendos examinaban el cabo del ancla y medían la resistencia que había demostrado al soportar el fuerte tirón. Trinos y Chispa discutían acaloradamente; Sturm oyó algo como «desacorde combadura de ala» y no les prestó más atención. El caballero recogió un puñado de polvo. Era laminado, no granular como la arena, y cuando cayó de entre sus dedos se escuchó un sonido tintineante. Kitiara se le acercó.

—¿Hueles lo mismo que yo? —le preguntó.

—Es el polvo. Acabará por posarse —olfateó Sturm.

—No. No me refiero a eso. En realidad, es más una sensación que un olor. El aire tiene un cierto regusto excitante, como al echar un buen trago de la mejor cerveza de Otik, que hormiguea en la nariz.

—No lo percibo. —El hombre se concentró unos segundos.

—Aquí están m… mis datos preliminares —les interrumpió animadamente Tartajo—. Aire: normal. Temperatura: f… fresca, pero no fría. No hay señales de agua, v… vegetación, o vida animal.

—Kit dice que nota en el aire una sensación de cosquilleo.

—¿De verdad? No he p… percibido nada.

—No lo imagino —replicó lacónica—. Pregunta a Pluvio; quizá sí lo ha notado.

El sabio del tiempo vino a la carrera cuando lo llamaron. Tartajo le preguntó por sus sensaciones.

—Las nubes altas desaparecerán muy pronto. La humedad es muy baja. Me parece que aquí no ha llovido desde hace mucho tiempo, si es que lo ha hecho alguna vez.

—Malas noticias —comentó la mujer—. Se nos está acabando el agua.

—¿Has notado algo más? —se interesó Sturm.

—Sí, pero no se trata de un fenómeno meteorológico. Más bien parece que el aire estuviera cargado de energía.

—¿Como d… descargas eléctricas de tormentas?

—No. —Pluvio comenzó a girar sobre sí mismo, con lentitud—. Es algo constante, pero de muy baja intensidad. No parece nocivo; sólo que… está ahí. —El gnomo se encogió de hombros.

—¿Y por qué nosotros no lo notamos? —preguntó el hombre.

—Porque no sois personas sensibles, como Pluvio y yo —se burló Kitiara. Luego dio una palmada y se volvió hacia el jefe de los gnomos—. Bueno, Tartajo, ahora que estamos aquí, ¿qué haremos?

—Explorar. Hacer m… mapas y estudiar las c… condiciones locales.

—Aquí no hay nada —opinó Sturm.

—Esto es s… sólo un reducido paraje. Imagina que hubiésemos aterrizado en las p… praderas de Arena de Krynn. ¿Habrías dicho entonces que en nuestro p… planeta no hay más que arena?

Sturm admitió que no.

El jefe de los gnomos llamó a los ingenieros y Chispa y Trinos se acercaron al trote.

—D…dadme un informe del estado del m… motor y de los daños sufridos.

—Los depósitos de relámpagos están a un tercio de capacidad. Si no encontramos pronto el modo de recargarlos, no tendremos energía suficiente para regresar a casa —reportó Chispa. Trinos gorjeó su informe y su compañero lo tradujo para los humanos—. Dice que el motor se ha soltado de los soportes debido a la brusquedad del aterrizaje. Por otro lado, el cable cercenado puede unirse.

Alerón, que se había reunido con ellos, intervino.

—Tengo una idea para solucionar el problema del motor. Si instalamos un interruptor en esa conexión, resolveríamos el problema de los fusibles fundidos por la descarga eléctrica de Pluvio.

—¡Mi descarga! —protestó el gnomo meteorólogo—. ¿Desde cuándo produzco yo descargas?

—¿Interruptor? ¿Qué clase de interruptor? —La pregunta la formuló Carcoma que, junto con Crisol, se había acercado al grupo, atraídos ambos por el tono de disputa.

—Pues un sencillo interruptor que conecte y desconecte —replicó Alerón—. De una patilla.

—¡Ja! ¡Escuchad a este aficionado! ¡Que conecte y desconecte! Lo que hace falta es un interruptor de polos alternativos con aislamiento en los conductores…

Kitiara lanzó un grito de guerra espeluznante al tiempo que hacía girar la espada sobre su cabeza. Sobrevino un total e instantáneo silencio.

—¡Me estáis volviendo loca, gnomos! ¿Por qué no os encargáis cada uno de una tarea y acabáis de una vez?

—¿Una sola mente encargada de una tarea? —Argos estaba escandalizado—. Jamás se lograría la perfección.

Remiendos intervino tímidamente.

—A lo mejor, Crisol podría fabricar el interruptor; tendrá que ser de metal, ¿no?

Todos lo miraron con la boca abierta, y el joven gnomo se refugió tras Bramante, con cierta inquietud.

—¡Una idea maravillosa! ¡Brillante! —opinó Kitiara.

—No queda mucho metal en reserva —informó Alerón.

—Podríamos recuperar parte del ancla y volverlo a utilizar.

La idea de Pluvio fue acogida con miradas apreciativas y amplias sonrisas por el resto de los gnomos.

—Muy buena ocurrencia —alabó Carcoma.

—Remiendos y yo acarrearemos el ancla hasta aquí —se ofreció Bramante.

Ambos agarraron la gruesa cuerda que colgaba desde el poste de la cola de la nave, la arriaron y comenzaron a jalar. A quince metros de distancia, donde el campo de piedras daba paso a la llanura de arenisca profunda, el ancla enterrada comenzó a moverse con dificultad, levantando surtidores polvorientos en su avance. De pronto, uno de los garfios se enganchó en algo. Los gnomos tiraron con todas sus fuerzas una y otra vez.

—¿Os echo una mano? —gritó Sturm.

—No… uff… podemos hacerlo —respondió Bramante. El gnomo palmeó a su ayudante en la espalda y ambos se dieron la vuelta. Después se pusieron la cuerda sobre el hombro, clavaron los pies al suelo y comenzaron a tirar de nuevo.

—¡Ánimo, Bramante! ¡Tira con fuerza, Remiendos! ¡Fuerte, fuerte! ¡Tirad! ¡Tirad! —los animaron el resto de los gnomos.

—¡Esperad! —gritó Kitiara de repente—. ¡La cuerda se está rompiendo…!

El cable, que había sido tejido deprisa y corriendo, comenzaba a deshacerse justo detrás de Remiendos; los filamentos y cabos de esparto se deshilachaban a toda velocidad y los gnomos, que ignoraban lo que ocurría a su espalda, no cejaban en sus denodados esfuerzos; el proceso se aceleró.

—¡Alto! —Sturm no tuvo oportunidad de decir nada más. En aquel momento, la cuerda cedió y tanto Bramante como Remiendos cayeron de bruces al suelo. Un trozo de cable quedó entre sus manos, mientras que el otro extremo, arrastrado por el peso del ancla, retrocedió con velocidad, como una culebra. Crisol y Carcoma se abalanzaron sobre él. Al regordete químico se le enredaron los pies, se tambaleó y vio cómo la punta del cabo se le escapaba de entre los dedos; pero Carcoma, en un alarde de energía, saltó sobre su postrado colega, se tiró de cabeza en pos de la huidiza cuerda y, ante el asombro de Sturm, consiguió aferrarla. Pero el gnomo no pesaba más de veinte o ventidós kilos y, en cambio, el ancla superaba los noventa. En consecuencia, cuando el pesado rezón se hundió en el polvo rojizo, arrastró con él a Carcoma.

—¡Suéltalo! —gritó Sturm, coreado por Kitiara y el resto de los gnomos; pero para entonces el hombrecillo ya se encontraba sobre el terreno arenoso. Luego, ante los aterrorizados ojos del grupo, el infortunado Carcoma comenzó a hundirse; durante un momento sólo fueron visibles sus piernas y después, nada. Los demás se quedaron mirando y aguardaron impacientes a que el carpintero emergiera. Pero no fue así. El polvoriento mar se lo había tragado.

Crisol se incorporó y dio unos pasos hacia el límite del terreno pedregoso. Kitiara lo hizo detenerse con un grito.

—¡Te hundirás tú también! —le advirtió.

—¡Carcoma! —La voz del metalúrgico tenía un tono de desesperada impotencia—. ¡Carcoma! —insistió en su llamada.

En la quieta superficie polvorienta se dibujaron unas ondas que empezaron a rebullir y crecer hasta formar una protuberancia de arena rojiza. Poco a poco, la protuberancia se concretó en una cabeza a la que se añadieron de manera progresiva unos hombros y unos brazos que conformaron un torso achaparrado.

—¡Carcoma! —La exclamación de alivio fue general.

El gnomo emergió con lentitud, en medio de afanosos esfuerzos y, cuando tuvo más de medio cuerpo fuera del polvo, todos descubrieron asombrados que sus pantalones estaban tan inflados que duplicaban su tamaño normal. La causa de tan extraordinario aumento era la ingente cantidad de polvo rojizo de Lunitari que los henchía hasta casi reventar. Carcoma alcanzó un terreno más firme y, una vez allí, levantó una pierna y la sacudió; un torrente de gravilla se escurrió por la pernera del pantalón.

Crisol se adelantó presuroso y abrazó a su polvoriento amigo.

—¡Carcoma, Carcoma! ¡Creímos que te habíamos perdido!

La respuesta del gnomo fue un explosivo estornudo que llenó de polvo al metalúrgico, el cual estornudó a su vez, lo que provocó la misma contrarréplica del carpintero. Ésta situación se prolongó durante un rato hasta que por último Argos y Trinos se unieron a ellos para facilitarles unos improvisados Filtros Desatascadores de Nariz (es decir, pañuelos). Cuando la ininterrumpida secuencia de estornudos llegó a su fin, Carcoma se lamentó.

—Se han roto mis tirantes.

—¿Tus qué? —inquirió Crisol sin dejar de sorber.

El carpintero se subió a tirones sus ahora desinflados pantalones.

—Cuando el ancla me arrastró, sabía que me hundiría hasta el fondo de ese mar de polvo, pero no podía permitir que nuestra única reserva de chatarra se perdiese. Entonces mis tirantes se rompieron y, al tratar de cogerlos, el cable del ancla se escabulló de entre mis manos. —El carpintero suspiró—. ¡Mis mejores tirantes…!

Bramante, con expresión pensativa, giró en torno al carpintero, sin dejar de dar tirones a sus amplios pantalones.

—Dámelos —le dijo.

—¿Para qué?

—Quiero realizar unas pruebas estructurales de este material. Quizás obtengamos un gran hallazgo.

Carcoma abrió los ojos de par en par. Después se desprendió de sus roñosos pantalones de espiguilla, bajo los que llevaba unos calzones largos de franela azul.

—¡Brrr! Hace frío en esta luna —se quejó—. Buscaré otro par de polainas, ¡pero no se te ocurra hacer ningún hallazgo mientras me encuentro ausente! —Y salió corriendo hacia El Señor de las Nubes; en el camino soltó cascadas de polvo que se desprendían de sus hombros.

Sturm cogió a Kitiara por el brazo y la separó del grupo. Le habló en voz baja.

—Tenemos un buen problema. Nos hace falta metal para reparar el motor, y toda la chatarra disponible se ha perdido en ese lago de polvo.

—A lo mejor Crisol puede reunir un poco a partir de los elementos de la nave —sugirió la mujer.

—Quizá, pero no descarto la posibilidad de que al hacerlo acabe por dañar el barco de un modo irremediable. Lo que precisamos es más metal. —El caballero dirigió la mirada hacia los gnomos que se encontraban apiñados en torno al pantalón de Carcoma, absortos en el examen de la prenda, como si la misma ocultase el mayor descubrimiento de su vida. De tanto en tanto, alguno de ellos volvía la cabeza y estornudaba. El caballero llamó al metalúrgico.

—¡Eh, Crisol! ¿Podrías venir aquí un momento, por favor?

El aludido se acercó presuroso hacia los humanos. Se detuvo junto a ellos, sacó un pañuelo manchado de grasa y productos químicos, y se sonó ruidosamente la nariz.

—¿Qué deseas, Sturm?

—Saber con exactitud qué cantidad de metal precisas para reparar el motor.

—Depende del tipo de interruptor que tenga que fabricar. Para uno de doble patilla y mando giratorio…

—¡Sea cual sea el caso, dime la cantidad mínima que necesitarás! —lo interrumpió el caballero.

Crisol se mordisqueó el labio unos segundos, con actitud pensativa.

—Unos catorce kilos de cobre o veinte de hierro. El cobre es más maleable, ¿sabes?, y… —respondió antes de ser interrumpido.

—Sí, sí —lo cortó impaciente Kitiara—. El problema es que no tenemos cuarenta kilos de nada; excepto de judías blancas.

—Las judías no servirán —comentó el gnomo.

—Está bien. Entonces tendremos que encontrar el metal en alguna parte. —Sturm recorrió con la mirada los alrededores. Las nubes altas se estaban dispersando y la persistente luz mortecina que los había alumbrado desde el aterrizaje incrementaba su fulgor. El mismo sol que caldeaba Krynn iniciaba el recorrido de su órbita por su actual horizonte. Suponiendo que el este se hallara en aquella dirección, como parecía lógico, se divisaba una cadena montañosa distante, en el norte.

—Crisol, ¿reconocerías una veta de hierro si la vieras?

—¿Qué si la reconocería? ¡No hay metal que no conozca!

—¿Y puedes olerlo?

El gnomo captó de inmediato la idea que encerraba la pregunta del caballero y una amplia sonrisa iluminó su rostro.

—Buen razonamiento, amigo. ¡Digno de un gnomo!

Kitiara le palmeó con fuerza la espalda.

—¡¿Qué te parece, Sturm?! ¡Unos cuantos días por el aire y ya empiezas a pensar como un gnomo! —ironizó.

—Déjate de bromas, Kit. Tenemos que organizar una exploración por aquellas montañas y tratar de encontrar metal en ellas.

Crisol corrió a reunirse con sus colegas y los puso al tanto de las noticias. Las exclamaciones de regocijo se expandieron por las vacías llanuras. Carcoma, que bajaba en aquel momento por la rampa de El Señor de las Nubes, estuvo a punto de ser arrollado por la avalancha de gnomos que iban en dirección contraria y que acabaron por arrastrarlo de vuelta al interior de la nave en su marcha imparable. No tardó mucho en escucharse el estruendo de golpes y crujidos, señal inequívoca del entusiasmo gnomo.

—¡Buen lío has montado! —recriminó a su amigo, y sacudió la cabeza.

* * *

El primer desacuerdo se produjo a la hora de decidir quién formaría parte de la expedición y quién se quedaría en la nave.

—No podemos ir todos. Las provisiones de agua y alimentos de que disponemos no son suficientes para sustentar al grupo en una larga marcha —argumentó Sturm.

—Yo m… me quedaré —intervino Tartajo—. Soy r… responsable de El Señor de las Nubes.

—Buen chico. ¿Quién se quedará con él? —Los gnomos miraron con supuesto interés el cielo púrpura, las estrellas, sus zapatos; a cualquier parte, menos al caballero—. Los que permanezcan en la nave tendrán que encargarse de los trabajos de reparación.

Trinos gorjeó su aquiescencia y Chispa le secundó.

—¡Al infierno con la expedición! Nadie conoce el funcionamiento de los depósitos de relámpagos como yo; ¡me quedo!

—Yo también —intervino Pluvio—. No sé mucho sobre reconocimientos de terreno.

—Lo mismo digo —declaró Carcoma.

—¡Parad el carro! —los interrumpió Kitiara—. No os quedaréis todos. Pluvio, te necesitamos. Vamos a marchar a cielo descubierto, y, si amenaza tormenta, nos gustaría saberlo de antemano.

El gnomo esbozó una sonrisa y se colocó junto a la mujer a quien miró rebosante de felicidad por el simple hecho de saberse necesitado por alguien.

—Con que se queden tres será suficiente para guardar la nave. El resto, id a recoger vuestros pertrechos. Pero recordad, sólo llevaréis lo que seáis capaces de cargar a la espalda sin problemas. —Los gnomos asintieron con vigorosos cabeceos—. Muy bien. Una vez hayamos cenado, nos iremos a dormir y así estaremos descansados para emprender la marcha por la mañana.

—¿Y cuándo es por la mañana? —inquirió Crisol.

Argos extendió un trípode al que acopló su telescopio y examinó la bóveda celeste en busca de estrellas conocidas. Tras una larga observación, cerró el tubo del telescopio.

—Dentro de dieciséis horas. Quizá más —anunció.

—¡Dieciséis horas! —se escandalizó Kitiara—. ¿Por qué tanto?

—Lunitari no está situada en el mismo plano celeste que Krynn. Justo en este momento, la sombra de nuestro planeta natal se cierne sobre nosotros y hasta que no salgamos de ella, no habrá más luz que la que tenemos ahora.

—Tendrá que bastarnos —declaró el caballero. Luego se volvió hacia Remiendos que por ser el miembro más joven de la tripulación era el encargado de la cocina.

—¿Qué hay para cenar? —preguntó.

—Judías —la respuesta del gnomo fue concisa.

En efecto, la cena se limitó a unas judías cocidas y aderezadas con el pequeño trozo de jamón que les quedaba. Y, a juzgar por las apariencias, aquello sería también su desayuno.

Sturm se sentó en cuclillas bajo la curvatura del casco que formaba la proa de la nave y devoró el plato de alubias. Mientras comía, imaginó lo que les aguardaba más allá del polvo y de las rocas. El color del cielo no era negro, sino de un púrpura oscuro que se aclaraba hasta alcanzar un cálido rosado en la línea del horizonte. En este mundo, todo estaba fraguado en diferentes tonos de rojo —la arena, las rocas; incluso las judías blancas parecían tener un leve matiz rosa. El caballero se preguntó si todo el paisaje Lunitari sería tan yermo e inanimado como aquel otro.

Kitiara se paseaba arriba y abajo. La mujer había reemplazado la pesada capa de piel por otra más cómoda, pero conservaba puestos los pantalones y el jubón que le llegaba a la cadera y se había colgado la espada sobre el hombro izquierdo, como solían hacer a menudo los habitantes de Ergoth, pues de esa forma no molestaba en las piernas al caminar. Se acercó a Sturm y se dejó caer a su lado.

—¿No te gusta? —le preguntó señalando la cena inacabada.

—Las judías siempre son judías —replicó al tiempo que las dejaba caer de la cuchara al plato—. He comido cosas peores.

—Yo también. Durante el asedio de Silvamori, el menú de nuestra tropa se redujo a una sopa de bota cocida y hojas de árbol. ¡Y eso que éramos los sitiadores!

—¿Qué comían entonces los habitantes de la ciudad? —preguntó él.

—Nada. Miles murieron de inanición —respondió con voz tranquila, sin que al parecer el recuerdo la molestase en lo más mínimo. Sin embargo, a Sturm se le atragantaron las alubias que tenía en la boca como si fuesen un amasijo pastoso. Por fin, se decidió a preguntar.

—¿No te importa que pereciesen tantas personas?

—En realidad, no. De haber muerto otras mil, el asedio habría finalizado antes y no habrían caído tantos de mis camaradas.

A Sturm se le cayó el plato de las manos al escuchar tan frío razonamiento. Luego se incorporó y echó a andar. Kitiara quedó algo desconcertada por su reacción.

—¿Ya no quieres más? ¿Te importa si me las acabo yo? —le preguntó.

Él se detuvo y, sin volverse, le respondió:

—No, cómetelas todas. Ésas masacres me quitan el apetito.

Después, ascendió por la rampa y desapareció en el interior de El Señor de las Nubes. Una súbita cólera se apoderó de la mujer. ¿Qué se creía que era ese joven maese Brightblade que se atrevía a mirarla por encima del hombro y despreciaba su código de guerrero?

De repente, la cuchara que Kit sujetaba con fuerza en la mano se partió y los trozos cayeron. Se los quedó mirando absorta; su ira había remitido con tanta rapidez como se había producido. La cuchara era de sólida madera de fresno y, sin embargo, se había quebrado limpiamente por el punto en que su pulgar había estado presionando. Las cejas de la guerrera se arquearon en un gesto de asombro. Llegó a la conclusión de que se trataba de un defecto en la madera.