1081 horas, 29 minutos
—¡Más arriba! ¡Más arriba! ¡Meted esa cuña en su sirio! —gruñó el caballero, jadeante por el enorme peso de la nave voladora gnoma. Kitiara y él estaban realizando denodados esfuerzos para manejar una palanca que habían talado de un árbol, pese a las protestas de los gnomos. ¡Palancas rudas y ordinarias!, se habían escandalizado los hombrecillos. Crisol argumentó que cualquier miembro de su raza era capaz de inventar un artefacto diez veces mejor para levantar objetos pesados; aunque, naturalmente, sería preciso formar un comité que se encargara de hacer un detallado análisis sobre la calidad de la madera de la zona, así como también calcular el punto de apoyo exacto para izar la nave.
—No. —Kitiara se negó en redondo—. Si quieren que los ayudemos a sacar la nave del fango, las cosas se harán a nuestro modo. —Los gnomos levantaron los hombros y se rascaron las calvas coronillas. ¡Típica actitud de los humanos, que jamás fabricaban un objeto con elementos técnicos o sofisticados!
Los hombrecillos llevaron rodando hasta el casco de la nave varias piedras de gran tamaño que utilizarían como puntos de apoyo. Una vez que los dos guerreros tuvieron lista la palanca, los gnomos se ocuparon de meter unas gruesas cuñas de madera que la aseguraban a medida que se levantaba. Fue una labor lenta y agotadora; pero, para el mediodía siguiente a la noche de la tormenta, la nave voladora se hallaba por fin en iguales calados.
—Hay un problema —anunció Alerón.
—¿Y ahora qué ocurre? —Kitiara estaba exasperada.
—El mecanismo de aterrizaje debe reposar sobre una base firme sobre la que deslizarse. Por lo tanto, será preciso construir un camino. Aquí tienen: he calculado las cantidades exactas de piedras machacadas y argamasa que nos harán falta… —La mujer le arrebató el papel que tenía en la mano y lo rompió en pedazos.
—He sacado muchas veces una carreta atascada en el barro y no ha hecho falta más que colocar paja o trozos de ramas en los surcos.
—Es posible que funcione —opinó Sturm—. Pero esta cosa es muy pesada, Kit.
El caballero fue a hablar con Tartajo que, con pasmosa rapidez, relevó a los indignados gnomos de las importantes (aunque absolutamente* ineficaces) labores en las que estaban ocupados y los envió a recoger ramas arrancadas por el viento y arbustos. Todos se pusieron manos a la obra, salvo Crisol, que estaba muy atareado con sus botes de polvos y redomas de líquidos nocivos.
—Debo ocuparme de mi labor primordial: generar gas volátil —argumentó mientras echaba limaduras de un barrilete—. Cuando la bolsa de aire esté llena, aligerará el peso de la nave.
—Espero que así sea —refunfuñó Kitiara que, recostada contra el casco del barco, observaba las maniobras del gnomo. La mujer detestaba cualquier clase de trabajo extenuante; echar el bofe era propio de campesinos y bobalicones, pero no de guerreros como ella.
Los gnomos regresaron con una brazada escasa de arbustos.
—¿Entre nueve sólo habéis recogido ese puñado de ramas? —preguntó el caballero con incredulidad.
—Carcoma y Argos no estaban de acuerdo sobre la clase de palos que debíamos traer; así que, guiados por un sentido de ecuanimidad, sólo recogimos los diferentes a cualquiera de las dos opciones recomendadas por ellos —explicó Alerón.
—Alerón —suplicó el caballero—, haz el favor de explicar tanto a Carcoma como a Argos que el tipo de ramas no tiene la menor importancia. Sólo queremos algo seco sobre lo que puedan deslizarse las ruedas. —El espigado gnomo dejó caer la brazada de leña y condujo a sus compañeros de vuelta al bosque.
Entretanto, Crisol se las había arreglado para que Kitiara colaborara en la tarea de hinchar la bolsa de aire de El Señor de las Nubes. Había colocado en el suelo, cerca de la nave, un cilindro de arcilla que tenía un ancho de, más o menos, un metro y medio. Mezcló en su interior hierro en polvo y pequeñas cantidades de virutas metálicas; a continuación, alisó el montón para que quedara raso en los bordes.
—¡Abajo con ella! —indicó a Kitiara, que colocó sobre la boca del tubo cerámico una tapadera de madera abombada, semejante a la mitad superior de un barril de cerveza. Crisol recorrió la circunferencia por el exterior e introdujo a empujones una larga correa de cuero engrasado en la juntura.
—Ha de quedar hermético —explicó—, o el gas volátil se filtraría y no llenaría la bolsa.
Kit aupó al gnomo en brazos y lo dejó en la parte superior del barril. Con la ayuda de un tirabuzón, Crisol extrajo un largo corcho de la tapadera.
—Acérqueme la manguera —pidió a la mujer.
—¿Esto? —preguntó Kitiara; le mostró una fláccida tubería de lona.
—Exactamente. —El gnomo la cogió y la amarró al cuello de un tapón roscado de madera.
—Y ahora, ¡necesitamos el vitriolo!
Colocados sobre la hierba alta, se encontraban tres grandes garrafones, y Kitiara levantó uno.
—¡Uff! —resopló—. ¡Pesa como un tonel de cerveza!
—Es vitriolo concentrado; tenga cuidado y no lo derrame; le causaría graves quemaduras. —La mujer depositó la pesada garrafa junto al tubo.
—No pretenderá que vacíe este chisme ahí, ¿verdad?
—¡Naturalmente que no! —se escandalizó Crisol—. Dispongo de un invento absolutamente eficaz que nos ahorrará esa pesada labor. Páseme el Prodigioso Sifón Sin Boquilla, por favor.
Kitiara miró en derredor, pero no descubrió nada parecido a un Prodigioso Sifón Sin Boquilla. El gnomo señaló con el índice rechoncho.
—Es aquello que está allí; el aparato con aspecto de fuelle. Sí, ése. —La joven le entregó el sifón y Crisol introdujo el pico del artefacto en la garrafa y a continuación estiró de los mangos. El nivel del peligroso líquido marrón descendió un par de centímetros en el interior del recipiente.
»¡Ahí lo tiene! —dijo el hombrecillo con voz triunfal—. Sin succión por tubos; sin derrames innecesarios. ¡Ajá! ¡La genialidad gnoma supera una vez más a la ignorancia! —se vanaglorió, mientras introducía el pico del sifón por el orificio del barril de donde había sacado el corcho.
El gnomo ya había repetido la misma operación en cuatro ocasiones cuando Kitiara observó que por los fuelles del Prodigioso Sifón Sin Boquilla comenzaba a escaparse un vapor.
—Crisol… —dijo vacilante.
—¡Ahora no, por favor! El proceso está en marcha y he de guardar un ritmo regular.
—Pero, es que el sifón…
Una gota de vitriolo se escurrió a través del agujero que había corroído el fuelle y cayó sobre el zapato del gnomo. Crisol tiró el sifón sin contemplaciones y empezó a saltar sobre un pie al tiempo que trataba con desesperación de sacarse el otro zapato. El vitriolo ya había traspasado la correa de la hebilla y la había partido en dos. Él gnomo sacudió la pierna con frenesí y el zapato, disparado por el aire, estuvo a punto de aplastarle la nariz a Remiendos, que regresaba en aquel momento.
—¡Oh, Reorx! —exclamó el químico con desconsuelo al descubrir los humeantes fragmentos de lo que en su momento fuera el Prodigioso Sifón Sin Boquilla.
—No se preocupe —le animó la mujer. Acto seguido rodeó la garrafa con los brazos, asentó firmemente los pies en el suelo y, tras exhalar un gruñido gutural, levantó el garrafón a la altura de Crisol. El gnomo lo guió hasta la boca del barril y, de inmediato, un chorro continuo del acre fluido penetró en el generador de gas volátil. La manguera que unía el barril a la bolsa de aire se hinchó y poco a poco el inmenso globo comenzó a tomar forma en el interior de la red que lo aprisionaba. Al cabo de un rato, las cuerdas gimieron; el avío quedó firme y tirante; el globo presionaba contra la red, como si pugnara por escapar de ella. Sturm se aproximó a la proa acompañado por el resto de los gnomos.
—Los surcos ya están cubiertos de ramas y arbustos —anunció.
—Y la bolsa llena de gas volátil —informó a su vez Crisol.
—¡Menos mal! ¡Tengo la espalda molida! —se quejó Kitiara—. ¿Y ahora, qué?
—Ahora d… despegaremos —dijo Tartajo—. ¡Todos los c… colegas a sus puestos! —gritó.
Tartajo, Alerón y los dos humanos subieron al puente de mando. Los otros gnomos se colocaron en línea junto a la batayola.
—¡Soltad lastre! —gritó el piloto.
—¡S… soltad lastre! —repitió Tartajo a través de una de las portillas.
Los gnomos levantaron unos sacos alargados, en forma de salchicha, que se encontraban junto a la reala. Los abrieron por un extremo y al momento se derramaron chorros de arena que los hombrecillos sacudieron por la borda. Con el aire, les entró en los ojos tanta cantidad como la que arrojaban por el costado de la nave. Ésta operación se prolongó hasta que Sturm sintió que el suelo de la cubierta se movía. Kitiara, con los ojos desencajados, se aferró al pasamanos de cobre instalado alrededor de todo el puente de mando, a la altura de la cintura.
—¡Abrid alas delanteras! —voceó Alerón.
—¡De ac… cuerdo! —respondió Tartajo, al tiempo que se apoyaba contra una palanca tan alta como él y la empujaba hacia adelante. Se produjo un traqueteo, un chirrido, y las «velas» de cuero que Kitiara y Sturm vieran recogidas contra el casco, se desplegaron en unas largas alas semejantes a las de un murciélago. La piel de cabra que recubría las varillas de hueso era traslúcida y de un color marrón claro.
—Alas d… delanteras abiertas —informó Tartajo. El aire las sustentó y la proa de la nave se levantó dos o tres centímetros del suelo.
—¡Abrid alas traseras!
—¡De ac… cuerdo! —Un par de alas revestidas de cuero como las anteriores, pero de mayor envergadura, brotaron de los costados, cerca de la popa.
—¡Armad la cola!
Los gnomos que se hallaban en cubierta jalaron una larga verga y la afianzaron en la popa. Carcoma y Remiendos treparon por el palo y ataron cabos en poleas y ganchos. Acto seguido, desplegaron un grupo de varillas en forma de abanico igualmente recubiertas con piel de cabra. Cuando terminaron la maniobra, El Señor de las Nubes cabeceaba y brincaba como un joven potro impaciente.
Alerón apartó bruscamente la tapadera de un tubo intercomunicador.
—¡Hola, Trinos, ¿estás ahí?! —voceó. Un penetrante silbido le respondió—. Dile a Chispa que ponga en marcha el motor.
Se escuchó un chisporroteo seguido de un seco chasquido, y el puente se estremeció bajo sus pies. Alerón dio vueltas a una manilla redonda de cobre y tiró de una larga palanca. Las grandes alas se elevaron con lentitud, al unísono; el casco de El Señor de las Nubes se separó del suelo. Cuando las alas bajaron, se recogieron sobre sí mismas a medida que realizaban el recorrido de descenso. La nave voladora saltó hacia adelante, sacudiéndose; las ruedas, libres del barro succionador, se deslizaron sobre las ramas y arbustos colocados en los surcos. De nuevo la alas batieron, esta vez más deprisa. Alerón sujetó con firmeza el timón y tiró con fuerza; la rueda se desplazó hacia él y la proa respondió y se elevó. Las alas batieron a un ritmo demencial y, por último, El Señor de las Nubes alzó el vuelo sobre el cielo azul de la tarde.
—¡Hurra! ¡B… bravo! —exclamó entusiasmado Tartajo, que saltaba de contento. La nave prosiguió su firme ascenso con seguridad y, poco a poco, el piloto dejó de ejercer presión en el timón para que recobrase su anterior posición. La proa bajó y la nave se niveló. El inesperado movimiento provocó que Kitiara perdiera el equilibrio. La mujer gritó al desplomarse en el suelo. Sturm se soltó del pasamanos para sujetarla, pero él mismo cayó de bruces y rodó por el suelo hasta chocar contra una de las palancas. El impacto la desvió de su posición y causó la instantánea paralización de las alas. El Señor de las Nubes se tambaleó y acto seguido comenzó a caer en picado hacia la tierra.
Los momentos siguientes fueron de angustioso terror. El caballero, tras desenredarse de la palanca, tiró de ella y consiguió colocarla en la posición correcta; las alas vibraron con escándalo cuando el aire hinchó la tensa piel. Alerón, que temblaba de pies a cabeza, había logrado dominar la nave; pero Sturm y Kitiara, hechos un nudo, rodaban por el suelo de un lado a otro.
—Los pasajeros deberían abandonar el puente —dijo el gnomo. Su voz aún temblaba por el miedo—. Al menos, hasta que se acostumbren a los movimientos de navegación.
—De acuerdo —dijo Sturm, al tiempo que se acercaba a gatas a la puerta, giraba el pomo y salía al exterior. Kit y Tartajo lo siguieron, también a gatas.
El viento soplaba fuerte en cubierta, y la mujer se resguardó tras la barandilla, cogida con fuerza del borde. Las alas subían y bajaban con gran armonía y, poco a poco, Kit recobró la serenidad. No tardó mucho en ponerse de pie. Miró hacia abajo.
—¡Loado sea el Señor de las Batallas! —exclamó—. ¡Estamos a miles y miles de metros de altura!
Tartajo se levantó y se unió a ella. Asomó la cabeza por la borda.
—No. No v… vamos tan alto. Aún se ve la sombra que proyectamos en el s… suelo. —Así era. Una mancha oval y oscura se deslizaba veloz sobre las copas de los árboles. Argos salió a cubierta con un catalejo, y enseguida les anunció que la altitud era de mil novecientos sesenta y tres metros y medio.
—¿Seguro? —preguntó Kit con incredulidad.
—Si él lo dice, ¡créelo, por favor! —intervino Sturm.
—¿Hacia dónde nos dirigimos, Argos?
—Rumbo éste, señora. Eso de ahí abajo es el Bosque Lemish; en cuestión de minutos sobrevolaremos el Nuevo Mar.
—Pero eso está a más de cien kilómetros de donde partimos —se sorprendió Sturm, que continuaba sentado—. ¿De verdad vamos a tanta velocidad?
—¡Por supuesto! Y aún iremos más rápido —respondió Argos mientras caminaba sin apartar el catalejo del ojo.
—¡Es maravilloso! —Kitiara estaba entusiasmada y reía a carcajadas—. No creí que fueseis capaces de hacerlo; pero lo habéis conseguido. ¡Y me encanta! ¡Decid a Trinos que vaya lo más rápido posible!
Tartajo, casi tan excitado como ella, accedió a su petición y se dio la vuelta para regresar al puente. Sturm lo llamó.
—¿Por qué vamos en dirección Éste, en lugar de Noreste, rumbo a las Llanuras de Solamnia?
—Pluvio d… dice que hay una turbulencia en esa dirección. C… cree que es más prudente dar un rodeo —explicó el gnomo y desapareció en el puente de mando.
—¡Sturm, mira eso! —gritó Kit—. ¡Es un pueblo! Se ven los tejados y el humo de las chimeneas… y ganado! ¿Crees que la gente podrá vernos desde allá abajo? ¡Sería divertidísimo caer sobre sus cabezas a toque de trompetas! ¡Ta-ta! ¡Les daríamos tal susto que envejecerían diez años, por lo menos!
Sturm, sin moverse del sitio en donde se había sentado al salir a cubierta, respondió con voz apagada.
—Jamás he temido a las alturas, lo sabes. Arboles, torreones, cumbres de montaña, nada me ha inquietado; pero esto…, esto es diferente.
—¡Es maravilloso, amigo! Vamos, sujétate a la barandilla y mira hacia abajo.
«Debo ponerme de pie», se dijo Sturm, «la Medida exige que un caballero se enfrente al peligro con honor y coraje»; pero los Caballeros de Solamnia no habían previsto un viaje por aire en su código de conducta. «Además, debo demostrar a Kitiara que no tengo miedo». Sturm asió la barandilla.
«Mi padre, lord Angriff Brightblade, no se habría asustado», se amonestó, mientras se levantaba. La sangre le palpitó en los oídos. Ni el poder de su espada ni la disciplina de la batalla lo ayudarían en esta situación. Se trataba de una prueba más dura. Lo desconocido.
El hombre se puso de pie. El mundo allá abajo se deslizaba ondulante como una cinta agitada por el viento; en el horizonte se divisaba el destello de las aguas azules del Nuevo Mar, y Kitiara parloteaba con entusiasmo de los barcos que vislumbraba a los lejos. Sturm respiró hondo y se desembarazó del temor como quien se quita de encima una vestidura manchada.
—¡Fantástico! —exclamó una vez más la joven—. ¿Sabes una cosa, amigo? Retiro cuanto he dicho de los gnomos. ¡Ésta nave voladora es algo fabuloso! Imagínate lo que podría lograr un general que dispusiera de una flota de estos artefactos en la que transportar a sus ejércitos. No habría paredes lo bastante altas para detenerlo. Ninguna flecha podría llegar a esta altura. No existiría en todo Krynn un sólo lugar capaz de defenderse de una flota de naves voladoras.
—Sería el fin del mundo —interrumpió Sturm—. Ciudades saqueadas y quemadas, granjas asoladas, gentes exterminadas… Igualaría al desastre del Cataclismo.
—Siempre ves el lado negativo de las cosas.
—Es que ya ha ocurrido antes, ¿sabes? En dos ocasiones los dragones de Krynn intentaron someter al mundo desde el aire; y lo habrían logrado de no ser por el gran Huma, que los derrotó a través de la Dragonlance.
—Sucedió hace mucho tiempo. Además, los hombres son diferentes a los dragones.
El caballero abrigaba serias dudas al respecto.
En aquel momento, Carcoma y Pluvio ascendieron por una escalera hasta el techo del puente de mando y lanzaron al viento una enorme cometa que se elevó sobre las alas de la nave; daba sacudidas y tirones del cable como una trucha recién pescada.
—¿Qué os proponéis ahora? —preguntó Kitiara.
—Lanzamos una sonda de relámpagos —respondió Carcoma—. Pluvio dice que los olfatea en las nubes.
—¿Es peligroso? —inquirió el caballero.
—¿Eh? —El gnomo se llevó una mano a la oreja.
—Digo que si es…
Un deslumbrante fogonazo ahorquillado se descargó sobre la cometa antes de que Sturm acabase de formular la pregunta. A pesar del aire despejado y el sol brillante, los rayos saltaron desde una nube cercana y redujeron la cometa a cenizas. La chispa eléctrica siguió avanzando por el cable y saltó hasta la escalera de cobre. El Señor de las Nubes cabeceó; las alas dieron un pequeño brinco y recuperaron enseguida su ritmo normal; pero el meteorólogo yacía inconsciente en el suelo.
Entre todos transportaron al chamuscado Pluvio al comedor. El gnomo tenía el rostro y las manos negros de hollín, había perdido los zapatos y los calcetines, y todos los botones de su chaleco se habían derretido.
—Todavía respira —informó Carcoma, con la oreja apoyada sobre el pecho de su colega.
La sirena de la nave ululó su «¡AH-OO-GAH!» y por el tubo intercomunicador se vociferó una orden.
—¡Todos los colegas y pasajeros deben presentarse en el cuarto de máquinas de inmediato! —Tartajo y el resto de los gnomos enfilaron hacia la puerta, seguidos de cerca por los humanos.
—¿Qué ha… hacemos con él? —preguntó Tartajo; se refería al inconsciente Pluvio.
—Podríamos llevarlo con nosotros —sugirió Argos.
—Haremos una camilla —intervino Carcoma, y extrajo de un bolsillo lápiz y papel para dibujar un bosquejo.
—Yo lo llevaré —dijo el caballero; tomó en sus brazos al hombrecillo y puso fin a la discusión.
Abajo, dentro de la sala de máquinas, se reunieron todos los integrantes del grupo.
Sturm se alarmó cuando vio que Alerón también asistía a la reunión.
—¿Quién está pilotando la nave? —preguntó con voz tensa.
—He dejado el timón atado.
—Colegas y pasajeros —comenzó con solemnidad Chispa—. Solicito permiso para dar un informe sobre el fallo que afecta al motor.
—No es necesario que hagas una solicitud. Infórmanos ahora…
Kitiara interrumpió a Carcoma con brusquedad.
—¡Oh, cierra la boca! ¿Se trata de una avería importante, Chispa?
—El motor no se puede parar. La descarga eléctrica del rayo ha fundido los interruptores y los ha dejado fijos en posición de «encendido».
—No parece tan grave. —Un gorjeo de Trinos subrayó la afirmación de Argos, pero Kit no estaba de acuerdo.
—¡No podemos quedarnos aquí arriba eternamente! —protestó.
—Por supuesto que no. Según mis estimaciones, tenemos una autonomía de vuelo de… digamos, seis semanas y media. —Chispa facilitó esta información con absoluta impasibilidad.
—¡Seis semanas! —gritaron al unísono Sturm y Kitiara.
—Para ser más exactos, mil ochenta y una horas, veintinueve minutos. Aunque, si lo deseáis, también puedo calcular los segundos. No tardaría ni un minuto en tener los datos.
—¡Sujétame, Sturm, o le retorceré el cuello!
—¡Cálmate, Kit!
—¿Y por qué no desprendemos las alas? Sin duda, descenderíamos. —La propuesta de Carcoma recibió un mordaz comentario de Crisol.
—Sin duda. Y también haríamos un buen agujero en el suelo.
—Humm. Me pregunto qué tamaño tendría ese agujero… —Carcoma abrió al azar una libreta y se puso a garabatear. Los demás gnomos lo rodearon y ofrecieron alternativas y correcciones a sus cálculos aritméticos. La ira, a duras penas controlada por Kitiara, le congestionó el rostro.
—¡Basta ya! —gritó Sturm. Como los gnomos seguían enfrascados en sus discusiones sin prestarle la menor atención, el caballero arrancó de un tirón el papel que Carcoma tenía en las manos.
—¿Cómo es posible que unas personas tan inteligentes sean tan poco prácticas? —inquirió—. A ninguno se le ha ocurrido formular la pregunta más importante. Dime, Chispa, ¿puedes arreglar la avería?
Un destello desafiante iluminó los ojos del aludido.
—Puedo. ¡Y lo haré! —afirmó rotundo. Sacó de un bolsillo un martillo y de otro una llave inglesa—. ¡Vamos, Trinos! ¡Manos a la obra! —El mecánico jefe gorjeó animadamente y fue tras él pisándole los talones. Sturm se volvió hacia el piloto.
—Alerón, ¿si mantenemos las actuales condiciones de vuelo, hacia dónde nos dirigimos? —preguntó.
—Las alas han quedado atascadas en posición «ascenso», lo que significa que nos elevamos de manera continua y progresiva. —El gnomo arrugó la aguileña nariz—. Hará frío y el aire perderá densidad poco a poco. Ésta es la razón por la que tanto los buitres como las águilas no llegan a esa altitud. Sus alas no tienen bastante envergadura para sustentarse en un aire tan sutil. Pero en ese sentido, El Señor de las Nubes no tendrá ningún problema.
—En ese caso, habremos de procurarnos ropas de abrigo —dijo Sturm.
—Nosotros tenemos las capas de pieles, pero no sé qué utilizarán los gnomos —señaló Kitiara, cuya cólera había remitido ante la apremiante situación.
—¡Eh! —Bramante agitó una mano para llamarles la atención—. Confeccionaré unos Atuendos Caloríferos Individuales con materiales que guardo en el armario de las cuerdas.
—Muy bien. Encárgate de ello. —Bramante y su aprendiz salieron deprisa. Remiendos iba tan absorto en las explicaciones de su maestro que tropezó primero con una pieza del motor y más tarde chocó contra el dintel de la puerta.
Entonces Pluvio empezó a quejarse débilmente. Sturm, llevado por la excitación del momento, había olvidado por completo que acarreaba cogido bajo el brazo al chamuscado gnomo como si fuese un fardo. El hombrecillo exhaló más gemidos y tosió; el caballero lo tumbó en el suelo. Lo primero que hizo Pluvio fue preguntar por su cometa y, cuando Carcoma le explicó lo que había sido de ella, los ojos del gnomo se arrasaron en lágrimas.
—Una pregunta más, Alerón —intervino la mujer—. Dijiste que el aire perdería densidad; ¿significa que ocurrirá lo mismo que cuando se sube a la cumbre de una montaña?
—Exacto.
Kitiara puso los brazos en jarras y recordó en voz alta.
—En cierta ocasión guie a una tropa de caballería por las altas Montañas Khalkist. Pasamos frío; ya lo creo que sí. Pero no fue lo peor. Los oídos nos sangraban; nos desmayábamos al más mínimo esfuerzo; sufríamos fortísimos dolores de cabeza. Un chamán llamado Ning preparó una pócima y nos la dio a beber; alivió bastante nuestros padecimientos.
—Lo que un chamán primitivo hace con m… magia, un gnomo lo consigue con t… tecnología —manifestó Tartajo.
Sturm oteó a través de la portilla de la sala de máquinas. Estaba oscureciendo; en la parte exterior del cristal había empezado a formarse una fina película de hielo.
—Confío en que así sea, amigo mío. Nuestras vidas dependen de ello.