El Señor de las Nubes
La mañana que siguió el ataque de los bandidos amaneció con una atmósfera cargada de humedad que se hizo sofocante conforme transcurrieron las horas. Zorro Alto y Pira avanzaban con pasos vacilantes y las cabezas gachas, y fue preciso parar con frecuencia para que los animales abrevaran.
Llegaron a una comarca de granjas y huertos. El terreno estaba despejado, lo que facilitaba una buena visibilidad en cualquier dirección.
Kit y Sturm se despojaron de las cotas de malla y se quedaron en mangas de camisa; a mediodía, ella se sacó los faldones de la blusa y se ató los picos a la cintura. Poco después, encontraron un campo de higueras y se detuvieron para almorzar.
—Qué pena que aún estén verdes —dijo Kitiara, apretando entre el índice y el pulgar uno de los frutos—. ¡Me encantan los higos!
—Me temo que el propietario del huerto no compartiría tu entusiasmo; a menos que le pagaras los que comieses —comentó Sturm, al tiempo que abría un bollo de pan que rellenó con lonchas de carne fría, frutos secos y queso.
—¡Oh, vamos! ¿Es que nunca has cogido manzanas o peras? No hay nada más divertido que robar un pollo y asarlo en las brasas de una hoguera mientras el granjero te persigue con una horca. ¿Nunca lo has hecho?
—No, jamás.
—Pues yo sí. Y te diré algo: hay pocas cosas en la vida que tengan mejor sabor que el alimento sazonado con picardía e ingenio. —Kit soltó la rama de la higuera y se reunió con Sturm bajo el árbol.
—Nunca te has parado a pensar en las consecuencias de tus pequeñas e ingeniosas raterías, ¿verdad, Kit? ¿No se te ha ocurrido que quizás el granjero y su familia pasan hambre una noche porque te ha apetecido divertirte un rato y comer gratis?
—No eres la persona más adecuada para hablarme así, mi señor maese Brightblade. —La mujer estaba fuera de sus casillas—. ¿Desde cuándo te has ganado la comida que zampas? Es muy fácil para el hijo de un gran señor hablar de justicia para los pobres cuando nunca ha padecido miseria.
Sturm contó hasta diez en silencio para dominar su cólera.
—Yo he trabajado —dijo después, escuetamente—. Cuando mi madre, su doncella Carin y yo llegamos a Solace hace diez años, disponíamos de algún dinero. Pero no tardamos mucho en gastarlo y, al poco tiempo, atravesamos un gran apuro económico. Mi madre era una mujer en extremo orgullosa y jamás habría aceptado la caridad de otros. Carin y yo tuvimos que buscar toda clase de trabajo por los alrededores de Solace para llevar comida a casa, pero nunca se lo dijimos.
El gesto enojado de Kitiara se suavizó.
—¿En qué trabajaste?
—Como sabía leer y escribir, Derimius el Escriba me contrató para copiar manuscritos y pergaminos. Así, además de ganarme cinco piezas de plata a la semana, también tuve la oportunidad de leer muchas cosas diferentes.
—No lo sabía —se disculpó la mujer.
—De hecho, conocí a Tanis en casa de Derimius. Nos trajo un libro mayor que llevaba a Flint; había derramado tinta en las últimas páginas y quería que Derimius las reescribiera en unos pergaminos nuevos para reemplazar a las otras. Tanis se fijó en aquel chico de dieciséis años que garabateaba con una pluma de ganso gris y se interesó por mí. Empezamos a hablar y nos hicimos amigos.
La última frase fue subrayada por el retumbar de un trueno lejano. El bochorno había acumulado una masa negruzca de nubarrones tormentosos que se alzaban amenazantes por el oeste y se desplazaban con gran rapidez hacia el éste. Sturm se metió deprisa en la boca el resto de su almuerzo y se puso de pie de un salto. Farfulló algo incomprensible, aún masticaba un montón de pan y queso.
—¿Qué? —preguntó la mujer.
—… caballos. ¡Hay que sujetar a los caballos!
Un rayo se desprendió zigzagueante de las nubes y cayó sobre las colinas donde habían sostenido el enfrentamiento con los salteadores. Un golpe de aire arremolinó el polvo y cegó a los dos compañeros. Ataron con celeridad a Zorro Alto y a Pira a una de las higueras y a continuación colocaron las mantas a modo de refugio para protegerse de la lluvia inminente.
—¡Ahí llega! —gritó Kitiara.
La tormenta se desató con toda su furia encima del campo de higueras. Sobre sus cabezas, la tromba de agua martilleó furiosa el precario entoldado de mantas y, en unos segundos, los dos amigos estaban calados hasta los huesos. La lluvia anegó los surcos abiertos entre las hileras de árboles y llegó hasta los pies de Kitiara.
Zorro Alto no lo podía soportar. Nervioso por naturaleza, se encabritó y relinchó al verse rodeado por el estruendoso aguacero; su terror contagió a la casi siempre imperturbable Pira, y los dos animales comenzaron a tirar de las bridas a las que estaban sujetos. Un rayo se precipitó sobre el árbol más alto del huerto y lo hizo volar en millones de fragmentos candentes. Los caballos, enloquecidos de terror, huyeron al galope; Zorro Alto salió desbocado hacia el este y Pira viró al norte.
—¡Tras ellos! —vociferó Sturm; su voz sobrepasó el estruendo del aguacero.
Ambos se lanzaron a la carrera en persecución de sus respectivas monturas. Zorro Alto, un sprinter de largas patas, corría veloz en línea recta; por el contrario, Pira se desplazaba trazando bruscos giros, zigzagueando entre las higueras, y cambió de dirección una docena de veces en veinte sitios diferentes. Kit la persiguió a trompicones mientras maldecía sin cesar la agilidad de su yegua.
El huerto acababa abruptamente en una profunda acequia. La joven resbaló en el borde embarrado y cayó de bruces en las fangosas aguas.
—¡Pira! ¡Maldito jamelgo con cerebro de mosquito! ¡¿Dónde te has metido?! —Con sus gritos destemplados Kitiara sólo consiguió tragarse un buen buche de agua. Rastreó ambas orillas de la acequia en busca de las huellas del animal; de pronto, al resplandor de un relámpago, contempló algo realmente insólito: perfilada contra las nubes, a unos doce metros por encima de su cabeza, flotaba una silueta negra y angulosa con forma de escudo. El deslumbrante resplandor se desvaneció, no sin antes dar tiempo a que la mujer vislumbrara una larga línea que coleaba desde el escudo hasta el suelo. Kit avanzó con dificultad en aquella dirección sin imaginarse lo que iba a encontrar.
Entretanto, Zorro Alto había dejado muy atrás a su amo, pero Sturm no tuvo dificultad en seguir las nítidas huellas de su corcel impresas en el barro. El límite del huerto estaba cercado por un espeso seto de jóvenes cedros en el que sólo era visible una brecha lo bastante ancha por la que podría haberse metido el caballo. En efecto, allí aparecían marcados los cascos herrados del animal. El caballero se zambulló en la densa maraña vegetal y siguió el rastro inequívoco de ramas quebradas que Zorro Alto dejaba tras de sí en su enloquecida huida.
La tormenta eléctrica se mostraba inusualmente activa; chisporroteaba pulsante de nube en nube. Estalló un trueno prolongado, seguido de un deslumbrante resplandor que reveló un portento ante los ojos perplejos de Sturm: un pájaro grande aleteaba en el tormentoso vendaval y revoloteaba de un lado a otro sin acabar de remontar el vuelo. Otro rayo rasgó el aire e iluminó la escena; entonces, Sturm comprendió el porqué: alguien había atado unas cuerdas a las patas del pájaro.
Kitiara remontó con esfuerzo el cerro de barro sólido. Tenía el cabello pegado al cráneo y la ropa le pesaba como si hubiese absorbido una tonelada de agua. La cumbre del cerro se asomaba a un amplio espacio abierto. No había rastro de Pira, pero sí mucho que ver.
En el centro del claro, se hallaba la cosa más extraña que Kitiara había contemplado en toda su vida. Se trataba de una especie de nave enorme con grandes velas de cuero plegadas a lo largo de los costados. La proa era larga y puntiaguda como el pico de un pájaro; no tenía mástiles, pero sí unas ruedas adosadas a la parte inferior del casco. Sobre la nave, y sujeta por una inmensa red de cuerdas, había una descomunal bolsa de lona en forma de huevo que se retorcía y corcovaba al viento cual una bestia viva. Un enjambre de hombrecillos rodeaba el artefacto; tras ellos, se alzaban enhiestos desde el suelo dos pares de postes altos. De los extremos superiores de estas pértigas subían, restallantes cual látigos, unos cables rematados por otros «escudos» iguales al que antes viera Kitiara.
En ese mismo momento, Sturm emergió del seto de cedros por el lado opuesto del claro, miró boquiabierto el extraordinario objeto y, mudo de asombro, se encaminó hacia él.
Un hombrecillo, tocado con un reluciente sombrero y envuelto en una larga capa, saludó al caballero.
—¡S… saludos y bien v… venido! —dijo con jovialidad.
—Hola —respondió desconcertado el caballero—. ¿Qué pasa aquí?
Al mismo tiempo que hacía la pregunta, un rayo cayó sobre uno de los «pájaros» atados a los postes (que era el mismo objeto que Kitiara había tomado por un escudo). Un chispazo blancoazulado se deslizó por el cable hasta el palo y desde allí se arrastró por otro cable, extendido a unos treinta centímetros del suelo, hasta alcanzar la supuesta nave, donde se desvaneció. El artefacto se sacudió sobre sus ruedas y después se quedó inmóvil.
—¿Qué p… pasa? Bien, estamos recargando, como puede ver —dijo el hombrecillo. El viento levantó la amplia ala de su sombrero y quedaron a la vista unos ojos claros enmarcados por espesas cejas blancas. Sturm cayó en la cuenta de que se trataba de un gnomo—. Realmente, es una t… tormenta extraordinaria. ¡Hemos tenido s… suerte!
Kitiara, mientras tanto, deambulaba alrededor del extraño aparato a una distancia prudencial. Al brillante resplandor del rayo, divisó al caballero, que departía con el hombrecillo; hizo una bocina con las manos y lo llamó a gritos.
—¡Sturm!
—¡Kit!
—¿Encontraste los caballos? —preguntó la mujer cuando se reunió con él.
—No; creí que habían ido en tu dirección.
La mujer sacudió los brazos y los giró en amplios molinetes.
—Me caí en una acequia.
—Ya lo veo. ¿Qué hacemos ahora?
—¡Ejem! —tosió el gnomo—. Si n… no he entendido mal, han p… perdido su medio de t… transporte.
—Cierto —respondieron al unísono.
—¡Qué c… caprichoso es el destino! Quizá p… podamos ayudarnos mutuamente. —El hombrecillo se bajó de nuevo el ala del sombrero y un torrente en miniatura se precipitó sobre su capa—. ¿Quieren venir c… conmigo?
—¿Adónde? —inquirió Sturm.
—De m… momento, a resguardarnos de la t… tormenta —respondió el gnomo.
—¡Me apunto! —exclamó Kitiara.
El hombrecillo los condujo hasta una rampa colocada en el costado izquierdo de la nave, cuyo interior estaba caldeado, seco e iluminado con profusión. El guía se despojó del sombrero y la capa; era un varón de edad madura que lucía una luenga barba blanca y un cráneo pelado de piel rosada. Entregó a cada uno de sus huéspedes una toalla, acorde con el tamaño de los gnomos; por consiguiente, sólo les servía para secarse las manos, el rostro y poco más; eso hizo Sturm. Kitiara se quitó parte del barro, sacudió la tela y luego se la enrolló a la cabeza a guisa de turbante.
—Por favor, s… síganme —indicó el gnomo—. Mis c… colegas se reunirán con nosotros d… después. Ahora están ocupados r… recogiendo las chispas eléctricas.
Tras esta sorprendente declaración, los llevó por un pasillo largo y estrecho, flanqueado por dos conjuntos de máquinas cuyo propósito les resultó inimaginable. Todas las barras, manivelas y mecanismos habían sido sabiamente forjados con hierro o cobre y estaban huecos.
El gnomo llegó a una pequeña escalera por la que subió. Por ella accedieron a la cubierta superior, que estaba dividida en pequeñas cabinas; había hamacas colgadas de ganchos y toda clase de cajas; jaulas de embalaje y grandes garrafones ocupaban hasta el último centímetro disponible del suelo y dejaban libre sólo un estrecho paso en el centro para desplazarse de un lado a otro.
Subieron otra escalera y entraron en un habitáculo construido en el centro de la cubierta. A través de las portillas situadas en las paredes, Sturm vio que la tormenta seguía en pleno apogeo. Ésta cabina superior estaba dividida en dos grandes habitaciones. La delantera, por donde habían entrado, estaba equipada como un puente de mando. El timón se encontraba en el extremo de la proa, desde donde se disfrutaba de una extensa vista, ya que estaba construida con paneles de vidrio. Del suelo y del techo, sobresalían palancas de todo tipo, así como unos misteriosos indicadores con rótulos: Altitud, Velocidad del Aire y Densidad de Pasas en las Pastas del Desayuno…
Kitiara hizo las presentaciones; los ojos del gnomo se abrieron de par en par y esbozó una sonrisa afable cuando supo que Sturm pertenecía a una antigua familia solámnica. Curioso, como todos los de su raza, se interesó por los antecedentes familiares de la mujer, pero ella pasó por alto su pregunta y relató las peripecias de su viaje hasta aquel momento, la meta que perseguían y su frustración por haber perdido los caballos.
—Q…quizá les p… pueda ayudar —dijo el gnomo—. Me llamo Aquél-Que-T… tartamudea-Ap… propiadamente-en-Mi… mitad-de-las-Explicaciones-Técnicas Más-Abst… tractas…
—¡Por favor! ¿Por qué nombre lo conocen los que no pertenecen a su raza? —lo interrumpió Sturm, conocedor de la interminable extensión de los nombres gnomos.
—Me suelen llamar Tartajo; una aproximación t… totalmente inadecuada a mi verdadero n… nombre —suspiró resignado el hombrecillo.
—Pero tiene la virtud de la brevedad —lo consoló el caballero.
—La b… brevedad, mi querido caballero, no es una virtud para quienes aman el conocimiento por el conocimiento mismo. —Tartajo cruzó las menudas manos sobre el rotundo vientre—. Quisiera ofrecerles un t… trabajo que, bajo estas circunstancias, p… podría interesarles.
—¿Qué clase de trabajo? —inquirió la mujer.
—Mis c… colegas y yo llegamos aquí ayer, procedentes de Caergoth. —El delicado y calamitoso suceso protagonizado por un grupo de gnomos en el puerto de aquella ciudad pasó por la mente de los dos compañeros—. Vinimos a esta región de Solamnia a c… causa de su clima, conocido por las violentas t… tormentas.
Sturm se atusó con parsimonia los húmedos bigotes.
—¿Quiere decir que vinieron a propósito en busca de la turbonada?
—P…precisamente. Los rayos son un componente imprescindible para el funcionamiento de nuestra m… máquina. —Tartajo sonrió complacido y palmeó afectuoso el brazo del sillón en el que estaba sentado—. ¿No es una p… preciosidad? Se llama El Señor de las Nubes.
—¿Y qué hace?
—V…vuela.
—¡Oh, por supuesto! —intervino Kitiara, que se ahogaba de risa—. ¡Qué ingeniosos son los gnomos! Y todo esto, ¿qué tiene que ver con nosotros dos?
El menudo rostro de Tartajo se sonrojó ligeramente.
—¡Ejem! Hemos t… tenido un poco de m… mala suerte. Verán; al calcular la relación óptima empuje-peso, alguien olvidó tener en c… cuenta la incidencia de que El Señor de las Nubes reposaba sobre un t… terreno en avanzado estado de hidratación.
—¿Cómo dice?
—Que estamos atascados en el b… barro —explicó el gnomo, con el rostro de nuevo arrebolado.
—¿Y pretende que nosotros los saquemos? —se asombró la mujer.
—Por lo que les quedaríamos p… profundamente agradecidos y les transportaríamos a c… cualquier punto de Krynn al que deseen ir: Enstar, B… Balifor, el lejano Karthay…
—Nuestro punto de destino son las Llanuras de Solamnia. No necesitamos ir más lejos —explicó el caballero.
Kit le propinó un codazo en las costillas, al tiempo que siseaba entre dientes.
—¿No tomarás en serio la proposición de este pequeño lunático, verdad?
—Conozco a los gnomos —susurró a su vez Sturm—. Sus inventos funcionan con sorprendente regularidad.
—Pero yo no…
Tartajo los interrumpió poniéndose de pie.
—Imagino que desearán c… cambiar impresiones sobre este asunto. ¿Puedo sugerirles que primero tomen un baño s… seguido de una buena cena, y después decidan? Disponemos de una estación limpiadora a bordo que no se p… parece a nada de lo que hayan visto hasta ahora.
—De eso estoy segura —refunfuñó Kit.
Con todo, aceptaron la sugerencia del gnomo. Tartajo tiró de una fina cadena que pendía del techo, próxima al timón y un ronco «¡AH-OO-GAH!» resonó y levantó ecos a todo lo largo y ancho de la nave voladora. Al momento, apareció un joven gnomo de espesas cejas rojizas que vestía un mono grasiento.
—C…conduce a nuestros invitados a la estación limpiadora —le indicó Tartajo. Como respuesta, el recién llegado silbó una secuencia de notas—. No, uno a uno —contestó el otro. El joven silbó de nuevo.
—¿Siempre habla así? —inquirió sorprendida Kitiara.
—Sí. Mi c… colega (y entonces recitó durante casi cinco minutos un nombre gnomo), ha desarrollado la t… teoría de que el lenguaje hablado deriva del c… canto de los pájaros. Pueden llamarlo… —Tartajo miró al joven cejijunto que pio y gorjeó—. P… pueden llamarlo Trinos.
Trinos llevó a Sturm y Kitiara hasta la popa a través de la cubierta inferior. Allí, por medio de silbidos y gestos, les señaló dos cubículos situados a ambos lados del corredor. En las puertas aparecían idénticos letreros:
Sturm miró con recelo la puerta y luego a Kitiara.
—¿Crees que funcionará? —preguntó.
—Sólo hay un modo de averiguarlo. —Kit se arrancó de un tirón la pringosa toalla y la arrojó al suelo. Luego cruzó la puerta y la cerró tras de sí con un suave chasquido.
Las paredes embaldosadas de la estación limpiadora se hallaban saturadas de escritos, algunos de los cuales corrían de izquierda a derecha y otros de arriba abajo. La mayoría se referían al procedimiento más adecuado y científico para bañarse; otras eran incongruencias sin sentido; por ejemplo, una de las líneas decía: «El valor absoluto de la densidad de los aclarados en una pasta es de dieciséis»; había incluso algunas frases groseras: «El inventor de esta estación limpiadora tiene una boñiga por cerebro».
Kit se despojó de sus ropas y las arrojó a un cesto de mimbre destinado a ese uso. Luego subió a una plataforma de madera elevada de la que provenía un fantasmagórico sonido siseante; de pronto, un chorro de agua salió de una cañería que se encontraba sobre su cabeza. Cogida por sorpresa, Kit cubrió con la mano el pitorro del extremo, pero, tan pronto hubo parado el primer surtidor, empezó a funcionar otro en la pared de la izquierda; lo taponó con un dedo. Entonces, comenzó la verdadera contienda.
A su espalda, se escuchó un traqueteo chirriante y Kitiara giró sobre sí misma, sin soltar los surtidores que mantenía tapados. Una de las baldosas de la pared se había desplazado y dejaba al descubierto una barra metálica articulada que se extendía hacia ella. En la punta de la barra había una almohadilla redonda hecha de guedejas de lana que giraba a una velocidad realmente vertiginosa. Las ruedas y poleas acopladas a lo largo de la barra articulada provocaban los rápidos giros del pedazo de lana de carnero.
—¡Si tuviera mi espada…! —dijo la enérgica mujer en voz alta. La almohadilla oscilante seguía acercándose. Tenía que tomar una decisión sin más pérdida de tiempo. Aceptó el reto y soltó los surtidores; se enfrentó a la rodante piel de carnero y la asió con ambas manos, retorciéndola, mientras los chorros de agua caían sobre su cuerpo y arrastraban el barro y la suciedad. Las poleas gimieron; los cables emitieron un sonido vibrante.
Por fin, tuvo éxito y arrancó la almohadilla de la primera articulación de la barra. Los surtidores de agua se detuvieron. Kit se quedó de pie, jadeante, en tanto el agua desaparecía por unas aberturas practicadas en el suelo. Alguien llamó a la puerta.
—¿Kit? —llamó Sturm—. ¿Has terminado?
Sin darle tiempo a responder, un pesado trozo de tela se desprendió del techo y le cayó sobre la cabeza. La mujer lanzó un alarido y empezó a dar puñetazos ciegos a su invisible atacante, pero los golpes se perdieron en el aire. Kitiara se quitó de un tirón la tela que la cubría: era una toalla. Tras secarse y envolverse en ella, la joven salió al corredor. Sturm la esperaba, cubierto a su vez con una manta seca.
—¡Vaya sitio, ¿eh?! —dijo el caballero, con la sonrisa más abierta que jamás viera en él Kitiara.
—¡Me parece que voy a cruzar unas palabras con ese Tartajo! —exclamó la mujer.
—¿Ocurre algo?
—¡Me han atacado ahí dentro!
En aquel momento Tartajo hizo acto de presencia.
—¿Algún p… problema?
Kitiara iba a dar rienda suelta a su indignación, pero se dio cuenta de que no era a ella a quien el gnomo había dirigido la pregunta. El hombrecillo pasó a su lado a toda velocidad y abrió un panel de la pared. En el interior, caído y enredado en una banqueta de tres patas, se encontraba otro gnomo que exhibía una expresión de animal acosado. A la altura de su cintura, aparecía una manivela manual con un letrero en el que se leía: Estación Limpiadora Número 2-Sistema Rotatorio de Lavado.
—¿Era eso contra lo que luchaba? —se sorprendió la mujer.
—Así parece —respondió jovial Sturm—. El pobre hombre se limitaba a realizar su trabajo. La almohadilla hace las veces de esponja, sólo que es él quien frota el cuerpo.
—No hace falta que nadie haga ese trabajo por mí, muchas gracias. —La voz de la mujer sonó cortante.
—Ésta situación es muy v… violenta. Debo rogarle, Kitiara, que p… procure no causar más estropicios en la m… maquinaria. Ahora tendré que redactar un informe por q… quintuplicado para el Gremio de Aeroestática —se quejó Tartajo mientras se enjugaba el sudor con la manga.
—Yo la vigilaré —ofreció el caballero—. Kit tiene propensión a machacar lo que no comprende.
Trinos apareció corriendo por el pasillo al tiempo que silbaba con vehemencia.
—Oh, f… fantástico. Es hora de cenar. —Y el rostro de Tartajo se iluminó.
* * *
La mesa a la que estaban sentados los gnomos era una tabla larga que pendía del techo en la parte delantera de la cabina, al estilo de los buques que surcaban el océano. Sin embargo, los gnomos habían «mejorado» el diseño de los marinos y habían colgado del mismo modo los asientos del techo, y se balanceaban contentos, hacia atrás y hacia adelante. Sturm y Kitiara tuvieron que meterse en aquella especie de columpios estrechos para unirse a sus anfitriones en la mesa. La cena resultó bastante normal: judías, jamón, col, pastas y sidra dulce. Tartajo se disculpó alegando que no contaban a bordo con un cocinero científicamente cualificado, de lo que, con total sinceridad, se alegraron ambos guerreros.
Los gnomos comían con rapidez, sin conversar (porque era lo más eficiente), y el espectáculo de aquellas diez cabezas calvas inclinadas y sumidas en un silencio, aliviado sólo por el sonido de las cucharas que arañaban los platos, resultaba algo enervante.
—Quizá deberíamos presentarnos… —carraspeó el caballero.
—Todos saben ya qu… quiénes son ustedes —interrumpió Tartajo, sin levantar la vista del plato—. He repartido un m… memorándum mientras se bañaban.
—Entonces, no estaría de más que nos presentara a su tripulación —replicó mordaz Kitiara.
La cabeza del gnomo se levantó como impulsada por un resorte.
—No son mi t… tripulación, sino mis c… colegas.
—¡Le pido disculpas! —dijo con ironía y puso los ojos en blanco.
—Aceptadas. —El gnomo se metió deprisa en la boca la última cucharada de judías—. Pero si insiste, se los presentaré. —Tartajo se bajó del columpio y empezó a recorrer la hilera de gnomos, que prosiguieron impasibles con sus cenas, mientras desarrollaba un soporífero y elaborado perfil descriptivo de cada uno de sus colegas, incluido el nombre por el que «los que no pertenecían a la raza gnoma» podían llamarlos. Sturm resumió en su mente la extensa información en un corto listado:
Trinos: mecánicojefe, encargado del motor.
Alerón: brazo derecho y gnomo de confianza de Tartajo; encargado de pilotar la nave.
Argos: astrónomo y navegante celeste.
Bramante: experto en cuerdas, cordones, cables, tejidos, etc., etc.
Remiendos: aprendiz y ayudante de Bramante.
Chispa: recolector y almacenista de rayos y relámpagos.
Crisol: metalúrgicojefe y químico.
Carcoma: encargado de carpintería, ebanistería y de todas las piezas que no fuesen metálicas.
Pluvio: pronosticador del tiempo y médico por designación.
—¿Cómo llegaron a construir esta… ummm… máquina? —preguntó Sturm.
—Forma parte de mi Misión en la Vida —intervino Alerón, un gnomo de nariz aguileña que superaba la talla media de su raza—. Una navegación aérea completa, llevada a cabo con éxito: ésa es mi meta. Tras largos años de experimentos con cometas, conocí a nuestro amigo Crisol que había descubierto un gas muy enrarecido, el cual, una vez introducido de manera adecuada en una bolsa especial para tal propósito, flotaría y sustentaría otros objetos pesados.
—¡Ridículo! —interrumpió Argos—. ¡Éste supuesto gas volátil es una filfa!
—¡Ya tuvo que hablar el astrónomo! —se mofó el rechoncho Crisol—. ¿Cómo explicas entonces que hayamos volado hasta aquí desde Caergoth, eh? ¿Con magia?
—Fueron las alas las que nos mantuvieron a flote. —Argos estaba indignado—. Los cálculos de relación de despegue demuestran sin lugar a dudas…
—¡Fue el gas volátil! —replicó Pluvio, sentado junto a Crisol.
—¡Las alas! —gritaron los ocupantes del lado de la mesa donde se encontraba Argos.
—¡C… colegas! ¡Colegas! —intervino Tartajo, y levantó las manos para restablecer el orden—. El p… propósito de nuestra expedición es dejar establecida con precisión científica la c… capacidad potencial de El Señor de las Nubes. No discutamos en vano sobre teorías hasta que t… tengamos a nuestra disposición todos los datos.
Los gnomos se encerraron en un mutismo hostil, sólo roto por el tableteo de la lluvia en el tragaluz situado sobre la mesa. El hosco silencio se prolongó durante un largo rato; la situación resultaba embarazosa.
Después, Pluvio levantó los ojos hacia la claraboya.
—La lluvia está amainando —declaró. A los pocos segundos, el constante repiqueteo cesó por completo.
—¿Cómo lo supo? —se sorprendió Kitiara.
—Existen diferentes teorías —explicó Alerón—. En estos momentos se encuentra reunido un comité en la Isla de Sancrist, encargado de estudiar esta aptitud de nuestro colega.
—¿Y cómo pueden estudiarlo si él se encuentra aquí? —La pregunta del desconcertado Sturm fue ignorada por todos.
—Es por su nariz —opinó Carcoma.
—¿Su nariz? —Kitiara no salía de su asombro.
—A causa del tamaño y el ángulo respectivo de las ventanas de su apéndice nasal, Pluvio es capaz de detectar los cambios en la presión relativa del aire y su humedad con sólo ventear.
—¡Bazofia! —exclamó despectivo Bramante.
—¡Bazofia! —repitió como un eco Remiendos, el gnomo más joven y diminuto, que estaba sentado codo con codo al lado de su maestro.
—Es por sus orejas —prosiguió Bramante, con la intención exponer su teoría—. Detecta en las nubes que la lluvia ha parado antes de que las gotas dejen de caer en el suelo.
—¡Redomado bobalicón! —De nuevo fue Argos el que habló—. Hasta un tonto puede ver que la causa es su vello; observa cómo se le eriza en la raíz cuando baja la humedad del aire… —Crisol, sentado frente a Argos, echó mano a una de las pastas que aún quedaban sobre la mesa, se la arrojó a su rival, e hizo blanco en su mejilla. Chispa y Remiendos se abalanzaron sobre el pastelillo, lucharon por apoderarse de él y acabaron por hacerlo migajas.
—Doce, trece, catorce… —contó Chispa.
—¿Qué hace ahora? —preguntó perplejo Sturm.
—C…cuenta las pasas —fue la respuesta de Tartajo—. Éste es su p… proyecto actual: determinar la densidad media mundial de las pasas c… contenidas en los pastelillos.
Kitiara enterró el rostro en las manos y lanzó un gemido exasperado.
* * *
Concluido el jaleo de la cena, los gnomos abandonaron la nave para desmantelar el equipo esparcido por el prado. Entretanto, Kitiara y Sturm, ya secos y equipados con ropas apropiadas, se preparaban para volver a pie hasta su campamento en el huerto poblado de higueras. La tormenta se había alejado y entre los huecos abiertos en las nubes se percibía el fulgor de las estrellas.
—¿Crees que estamos haciendo lo correcto? Éstos gnomos tienen algún tornillo flojo, no lo olvides.
Sturm volvió la mirada hacia la estrafalaria máquina incrustada en el terreno fangoso.
—No tienen una pizca de sentido común, es cierto; pero son incansables y creativos. Y si existe la más remota posibilidad de que nos lleven a las Llanuras de Solamnia en el plazo de un día, en lo que a mí respecta, no me importaría ayudarlos a sacar ese artefacto del barro —sostuvo con firmeza.
—No creo que esa cosa pueda volar —dijo Kitiara—. No hemos visto que lo haga. En mi opinión, la tormenta los arrastró hasta aquí.
Cuando llegaron a los empapados despojos de lo que fuera su campamento, reunieron sus pertenencias diseminadas por los alrededores y la mujer se echó al hombro la silla de montar.
—Maldita yegua —farfulló—. Criarla desde potranca, eso es lo que he hecho durante todo este tiempo, y la ingrata ni siquiera se volvió a mirar atrás al verse libre. Apuesto a que está ya a medio camino de Garnet.
—Me temo que la culpa fue de Zorro Alto. Era una mala influencia. Tinen me advirtió de su carácter tornadizo y voluntarioso.
—Puede que tu caballo haya sido inteligente al obrar así.
—¿Y eso, por qué?
La mujer echó el rollo de mantas sobre la silla de montar.
—Si esos gnomos son capaces de realizar aunque sólo sea la mitad de las cosas que afirman, lamentaremos no haber huido, como él.