Cresta Alta
El cielo no había perdido todavía el matiz violeta cuando Sturm llegó al establo construido en las ramas de un vallenwood. La rampa espiral por la que se ascendía a las cuadras era dos veces más ancha que las del resto de la población y estaba bien reforzada para el trasiego de los animales.
Tirien, herrero y dueño de su establecimiento, era un tipo de rostro rubicundo porque se pasaba la mayor parte del tiempo inclinado sobre el fuego de la fragua; tenía los músculos de los hombros y de los brazos muy desarrollados por el manejo del martillo de herrar. El hombre ya había iniciado su jornada cuando entró el caballero.
—¡Sturm! —lo saludó con voz atronadora—. ¡Pasa, muchacho! Sólo enderezo unos cuantos clavos.
En aquel momento, su ayudante, un muchacho llamado Mercot, extraía de la fragua uno de los clavos al rojo vivo con la ayuda de unas tenazas. Luego lo dejó sobre la ranura del yunque y el fornido herrero lo golpeó dos veces. El ayudante sumergió brevemente la punta ya enderezada en un balde de agua y se levantó una nube de vapor siseante.
—Necesito mi caballo, Tirien.
—Está bien. ¡Mercot, ve a traer el corcel de maese Brightblade!
El chico abrió los ojos como platos. Los círculos de hollín que rodeaban sus párpados acrecentaban su semejanza con un búho asustado.
—¿El caballo castaño? —preguntó.
—Sí. ¡Y date prisa! —El hombre se volvió hacia Sturm—. Le puse herraduras nuevas, como pediste. Es una buena montura.
El caballero pagó la cuenta en tanto que Mercot conducía a Zorro Alto, su caballo, hasta la plataforma inferior. Hacía sólo unas cuantas semanas que Sturm se lo había comprado a un miembro de la tribu Quekiri y todavía estaba acostumbrándose a los modos del animal. Se echó al hombro el petate y el rollo de mantas, y descendió hasta el lugar en donde Mercot había dejado atada la montura. Se escuchó de nuevo el repiqueteo del martillo de Tirien que golpeaba sobre la chatarra retorcida que acabaría por convertirse en clavos, rectos como flechas, útiles para las herraduras. Sturm repartió el equipaje entre los flancos y la grupa de Zorro Alto. Mientras llenaba el odre con agua, oyó una voz a sus espaldas.
—Llegas tarde.
Kitiara, tapada hasta las orejas con una manta roja de viaje, se hallaba repantingada en un rincón protegido bajo el alero del establo.
—¿Tarde? —se extrañó Sturm—. El sol acaba de salir. ¿Hace mucho que estás aquí?
—Horas. He dormido aquí —explicó la mujer. Apartó la manta que la cubría; aún llevaba puestas las mismas ropas de la noche anterior. Se desperezó y estiró con fuerza los brazos para aflojar los músculos agarrotados de la espalda.
—¿Por qué demonios has dormido en este lugar? ¿Acaso temías que me marchara sin ti?
—No, no. Jamás harías algo semejante, mi noble amigo. Me pareció un buen sitio para pasar la noche; eso es todo. Por otro lado, Pira necesitaba que la herraran.
Sturm condujo por la brida a Zorro Alto hasta que éste alcanzó el suelo. Una vez allí, montó y esperó a que Kitiara se le uniese. La mujer ya bajaba por la rampa; tras ella llevaba a una yegua pinta de aspecto bastante mediocre.
—¿Ocurre algo? —preguntó al notar la expresión sorprendida del hombre.
—No. Es que pensaba que tendrías un caballo indómito. Éste… eh… insólito animal no encaja en absoluto contigo.
—Éste «insólito animal», como tú lo llamas, caminará con paso firme mucho después de que esa bestia tuya no sea más que un montón de huesos y pellejo —replicó con dureza. El haber dormido a ratos no había contribuido a mejorar el pésimo humor que tenía desde que se separó de Tanis—. Son ya seis las campañas que he compartido con Pira, y siempre me ha traído de regreso a casa.
—Te pido disculpas.
Los dos amigos se pusieron en marcha y salieron de Solace por el este para luego girar hacia el norte.
Cuando el sol se abrió paso entre las colinas que rodeaban la población y se caldeó el fresco aire de la madrugada, Sturm y Kitiara hicieron un alto para tomar un frugal desayuno compuesto únicamente de tasajo y agua. La bonanza del amanecer se tradujo en una espléndida mañana, hecho que consiguió, por fin, levantar el ánimo de la mujer.
—No puedo evitar sentirme feliz cuando estoy por los caminos. ¡Siempre hay tanto que ver, tanto que hacer…!
—Tampoco deberíamos bajar la guardia —comentó Sturm—. En la posada escuché comentar a varios viajeros que hay partidas de maleantes que merodean por esta zona.
—¡Pssst! Es natural que los labriegos que viajan a pie tengan motivo para sentirse atemorizados; pero dos guerreros como nosotros, bien armados y a caballo… ¡deberían ser los ladrones quienes se asustaran!
El caballero hizo un gesto de asentimiento por cortesía, mas no dejó de escudriñar el horizonte y mantuvo al alcance de la mano la empuñadura de la espada. La ruta que planeaban seguir era bastante simple: una vez que dejaran atrás las colinas de Solace, tomarían rumbo al noreste y se encaminarían hacia el mar. En las costas del Estrecho de Schallsea se encontraba un pequeño pueblo pesquero llamado Zaradene en el que no les resultaría difícil encontrar pasaje para Caergoth, en la meridional Thelgard. Al norte de esa población se situaba la comarca de Solamnia propiamente dicha; su punto de destino.
Así lo habían proyectado. Pero los planes, como muy bien decía el sabio hechicero Arcanist, eran cual castillos de arena: fáciles de construir y aún más fáciles de derrumbarse.
Los bosques y las colinas de Abanasinia desaparecían a medida que transcurrían los kilómetros. Kitiara amenizó las horas con el relato de sucesos y anécdotas acaecidos durante las campañas en las que había participado.
—Mi primer trabajo como mercenario fue con los Merodeadores de Mikkian. Mala gente. El tal Mikkian era un patán de baja estofa, natural de Lemish, que siempre tenía la mala fortuna de perder alguna parte de su cuerpo en las batallas: un ojo, un brazo, un trozo de oreja… Y no sólo era un tipo espantosamente feo, sino también ruin y tacaño. Como me sentía muy segura de mí misma y de mi habilidad con el acero, me metí en su campamento. En aquellos tiempos, tenía que simular que era un muchacho o, de lo contrario, aquellos zafios ignorantes se habrían confabulado en contra de mí.
—¿Y cómo se consigue que alguien te contrate como mercenario?
—En la partida de Mikkian sólo había un modo: matar a uno de sus hombres para ocupar el puesto. El muy bastardo tenía un cupo fijo en su nómina y no estaba dispuesto a incrementarlo. —Kitiara encogió la nariz con desagrado por los recuerdos evocados sobre el capitán mercenario—. ¡Miserable charrán! Los soldados formaron un gran círculo y me metieron en él junto a un desdentado tipejo que manejaba un hacha y que se llamaba… ¿cómo demonios se llamaba? Fue el primer hombre a quien maté… ¿Trigneth? ¿Drigneth? ¡Bueno, algo así; no recuerdo! El caso es que arremetimos el uno contra el otro: hacha contra espada. No fue una pelea agradable, te lo aseguro. Teníamos que mantenernos en el centro del círculo; en caso contrario, los muchachos de Mikkian nos habrían atravesado con las dagas y las lanzas que esgrimían. Trigneth, Drigneth, o comoquiera que fuera su nombre, luchaba como un leñador: ¡chop, chop, chop! Ni siquiera llegó a rozarme. Le abatí de una certera estocada que le atravesó la garganta de parte a parte. —Tras decir esto miró a Sturm, que parecía conmocionado.
—¿Cuánto tiempo estuviste con la tropa de Mikkian? —preguntó por fin el hombre.
—Doce semanas. Atacamos una ciudad amurallada, cerca de Takar, y allí fue donde Mikkian perdió una parte de su cuerpo sin la que no podía pasar.
Sturm levantó interrogante una ceja.
»¡La cabeza! —aclaró Kitiara—. Aquél fue el fin de los Merodeadores. La tropa se dispersó y cada cual empezó a actuar por su cuenta; asesinaban y saqueaban. Los habitantes de la ciudad se levantaron en armas y presentaron batalla; aniquilaron a la totalidad de la tropa…; salvo a esta servidora de usted —añadió con una sonrisa retorcida.
Kitiara disponía de una extensa colección de historias de aquel estilo, todas ellas muy emocionantes, y la mayoría brutales y sanguinarias. Sturm no salía de su asombro. Hacía casi dos años que la conocía, pero estaba tan lejos de comprenderla como al principio. Ésta mujer inteligente y atractiva, dueña de un buen cerebro y de un irresistible encanto, estaba, sin embargo, enamorada de la guerra en sus aspectos más crudos. No podía negar que la admiraba por su fortaleza y su astucia, pero… también la temía un poco.
La carretera se redujo a un sendero que al cabo de unos kilómetros desembocó en un extenso pinar yermo y arenoso. El aire estaba cargado de humedad. Aquélla noche, cuando acamparon en el erial, la brisa les trajo los primeros olores del mar.
Los tarugos de pino que utilizaron para hacer la hoguera levantaban un humo acre. Sturm fue a dar de beber a los caballos mientras Kitiara alimentaba la fogata, y cuando regresó al mortecino círculo de luz, se sentó en cuclillas sobre la arena; ella le ofreció un trozo de cordero frío que Sturm masticó con parsimonia. Poco después, Kitiara se recostó en las mantas y acercó los pies a la lumbre.
—Ahí está la constelación de Paladine —dijo—. ¿La ves? —Señaló la bóveda celeste—. Paladine, Mishakal, Branchala —nombró cada constelación—. ¿Conoces los mapas celestes?
—Cuando era niño tuve un tutor, Vedro, que era astrólogo —contestó él evasivamente y levantó los ojos al cielo—. Se dice que la voluntad de los dioses puede adivinarse por el movimiento de las estrellas y los planetas.
—¿De qué dioses? —preguntó Kitiara con voz perezosa.
—¿Es que no crees en ellos?
—¿Y por qué había de hacerlo? ¿Qué han hecho por el mundo? ¿O por mí?
El caballero no estaba seguro de que se estuviera burlando; por lo tanto, decidió dejar de lado el tema.
—¿Cuál es el grupo de allí, las que están justo frente a Paladine? —preguntó.
—Takhisis. La Reina de la Oscuridad.
—¡Oh, sí! ¡La Señora de los Dragones! —exclamó, mientras trataba de visualizar en el grupo de estrellas a la hacedora del Mal, pero fracasó por completo. Para él, sólo eran un puñado de luminosos puntos celestes.
El blanco orbe de Solinari se alzó en el horizonte. A su luz pálida, los altozanos arenosos y los pinos solitarios semejaban tristes espectros de sí mismos. Poco después, en el cuadrante medio del ciclo, surgió un resplandor rojizo de igual tamaño que la luna blanca.
—Ésa sí la conozco —dijo Sturm—. Lunitari, la luna roja.
—Luin, para los habitantes de Ergoth. El Ojo Encendido en Goodlund. Extraño color para una luna, ¿no te parece?
El caballero arrojó lejos el hueso pelado de cordero.
—No sabía que existiesen colores apropiados para los cuerpos celestes.
—El blanco o el negro lo son. El rojo no significa nada. —Kitiara alzó la cabeza hasta que tuvo a Lunitari en su campo de visión—. Me pregunto por qué tiene ese color.
Sturm se tumbó entre sus mantas al tiempo que respondía.
—Así lo dispusieron los dioses. Lunitari es la morada de la neutralidad, de la magia imparcial, de la imaginación. Vedro, mi tutor, abogaba por la hipótesis de que su color se debía a la sangre de los sacrificios ofrecidos a los dioses. —El caballero vaciló antes de exponer con cautela otra teoría—. Algunos filósofos afirman que el rojo representa el corazón de Huma, el primer caballero de la Dragonlance. —Esperaba algún comentario por parte de su compañera, pero sólo hubo silencio.
—¿Kit? —llamó con voz queda. Un suave ronquido procedente de la oscuridad le reveló el resultado de su disertación: la mujer se había dormido.
* * *
Zaradene se perfilaba como un manchón marrón sobre la costa blanquecina. El pueblo se componía de unas cincuenta casas deterioradas por las inclemencias del tiempo y, aunque eran de muy diferente tamaño, ninguna tenía más de dos pisos.
Sturm y Kitiara se encaminaron hacia la población y descendieron por la escarpada pendiente de una duna. Durante el trayecto, pasaron entre hileras de afiladas estacas que aparecían clavadas en la arena, de forma que las puntas sobresalían al sesgo. Muchas estaban chamuscadas por el fuego.
—Un erizo —puntualizó Kitiara—. Es una defensa contra la caballería. Ésta localidad ha sufrido un asedio hace poco tiempo.
Más allá de las estacas se extendía una trinchera poco profunda en la que se apreciaban charcos de sangre oscura y coagulada que había empapado la arena.
Cuando entraron cabalgando en Zaradene por la única y arenosa calzada que constituía la calle principal, los lugareños los observaron con expresión hostil. Los ojos abotargados y las manos encallecidas, crispadas, constituían la actitud generalizada.
Kitiara refrenó a su yegua y desmontó frente a una destartalada taberna de aspecto poco prometedor, que se llamaba Los Tres Peces. De los desgastados tablones del revestimiento de la fachada, sobresalían los extremos de las vigas y unos curiosos postes blancos. Sturm ató a Zorro Alto en uno de los postes y entonces descubrió que eran huesos de un enorme animal marino, muerto mucho tiempo atrás.
—¿Qué clase de bestia sería? —preguntó curioso a Kitiara.
—Quizás una serpiente de mar —respondió, después de observar los huesos—. Entremos. Aquí encontraremos a propietarios de barcos.
Para ser tan temprano, la taberna de Los Tres Peces estaba muy concurrida. El primer capitán al que la mujer se acercó, dijo con un gruñido: «¡Mercenarios!». Y escupió a sus pies. Kitiara estuvo a punto de sacar la espada, pero Sturm la cogió por la muñeca y se lo impidió.
—Si hieres a uno de ellos, se nos echarán todos encima —advirtió en un susurro—. Ten paciencia; necesitamos un barco que nos cruce al otro lado del estrecho.
Lo intentaron con media docena más de capitanes y, en cada ocasión, fueron rechazados con malos modos. Kitiara echaba chispas; Sturm se sentía perplejo. No era la primera vez que viajaba y sabía que a los marinos les interesaba tomar pasaje pues les reportaba más beneficios que la pesca o que cualquier cargamento; además, los viajeros se cuidaban solos y no ocupaban demasiado espacio en cubierta. Por ello, no acababa de comprender la manifiesta hostilidad de los capitanes de Zaradane.
Se abrieron paso hasta la barra y Kitiara pidió dos cervezas, pero el tabernero no tenía otra bebida que el oscuro vino de Nostar. Tras el primer sorbo del amargo caldo, el caballero apartó a un lado la copa; en su opinión, era preferible pasar un poco de sed que beber aquel inmundo brebaje.
Entretanto, Kit soltaba de un manotazo una de sus monedas de Silvanesti sobre el sucio mostrador; pese a la oscuridad que reinaba en la sala, el destello del oro no le pasó desapercibido al cantinero, que se acercó presuroso al extremo del bar donde se hallaban los dos amigos.
—¿Desean algo? —preguntó obsequioso. El hombre llevaba la cabeza rapada y una fina película de sudor recubría el pelado cráneo.
—Información —replicó Kitiara—. Unas cuantas palabras serán suficientes.
—Por ese montón de oro, tendrá toda la información que desee. —El tabernero se puso bajo el brazo la grasienta bayeta y Sturm se preguntó distraídamente qué estaba más mugriento: el paño o la camisa del individuo.
—¿Qué pasa? ¿Por qué se comportan así estas gentes? —inquirió Kit.
—No sienten gran aprecio por los mercenarios. Diez días atrás, por la noche, una partida de hombres a caballo atacó la población, y se llevaron consigo todo cuanto pudieron, incluso mujeres y niños.
—¿Quiénes eran? —se interesó el caballero—. ¿Portaban alguna insignia o estandarte que los identificara?
—No. Aunque algunos dijeron que ni siquiera eran hombres de verdad —respondió el cantinero—. Otros comentaron que tenían la piel oscura y dura, y… —Antes de proseguir, el hombre miró por encima del hombro para asegurarse de que nadie más escuchaba sus palabras—. Y también hubo quien aseguró ¡que tenían colas!
Sturm iba a formular otra pregunta, pero su compañera se lo impidió con una mirada significativa.
—Tenemos que comprar pasajes para Caergoth —intervino ella—. ¿Habrá alguien en Zaradene que quiera llevarnos?
—Ni idea. Varios sufrieron grandes pérdidas en el asalto, y podrían sentirse inclinados a cortaros el cuello de oreja a oreja, en lugar de llevaros en sus barcos.
Después de aquel comentario, el tabernero regresó a servir su asquerosa mercancía. Sturm recorrió con la mirada el establecimiento.
—No me gusta nada. ¿Jinetes con colas? ¿Qué clase de seres monstruosos serían? —se preguntó en voz baja.
—No des mucho crédito a las habladurías de cualquier tipejo. Conforme te alejas de refugios seguros como Solace, las historias que corren se tornan más desatinadas y extravagantes. —Kit se echó al coleto el desagradable brebaje sin pestañear siquiera—. «Coco Liso» tiene razón en una cosa: no contamos con un solo amigo en esta taberna.
A sus espaldas intervino una voz.
—No estén tan seguros, queridos.
Ambos se volvieron hacia quien había hablado. Su interlocutor era una cabeza más bajo que Kitiara, tenía las facciones marcadamente afiladas y un rostro barbilampiño e infantil: signos característicos de sangre elfa. La imagen de Tanis, tal y como le viera por última vez —con el labio sangrante, la mejilla roja por su bofetada, la mirada perpleja—, pasó fugaz por la mente de Kitiara.
—Tirolan Ambrodel, a su servicio —saludó el personaje, con una profunda reverencia—. Marino, cartógrafo, tallista de gemas y flautista. —Tirolan tomó la mano de la mujer y se la llevó a los labios, pero no llegó a besarla; sólo la rozó con la frente. Ella sonrió complacida.
El caballero se presentó a sí mismo y a Kit.
—¿Podría proporcionarnos transporte hasta Caergoth, capitán Ambrodel? —preguntó con rapidez al elfo.
—Nada más fácil, señor. El Cresta Alta, mi embarcación, transporta una carga variopinta de enseres personales y otros productos precisamente para ese puerto, ¿viajarían los dos?
—Y dos caballos. Llevamos poco equipaje —explicó Kitiara.
—El precio que pediría por dos pasajeros y sus monturas sería de cinco monedas de oro… por cada uno.
Sturm se quedó con la boca abierta. Kit, sin embargo, rio con desdén.
—Le daremos cuatro piezas de oro por todo —ofreció.
—Ocho —regateó Tirolan.
—Cinco. Y pagaremos con oro de Silvanesti.
Las cejas arqueadas de Tirolan Ambrodel se unieron sobre la fina nariz.
—¿Auténtico oro de Eli?
La mujer recogió de la barra la moneda que había dejado unos momentos antes y la movió de modo que reluciera frente al rostro del marino. Con delicadeza, casi con ternura, Tirolan alargó la mano hacia la moneda elfa y la cogió; pasó las yemas de los dedos sobre la desgastada inscripción y la acarició.
—Bellísima —dijo—. ¿Sabían que esta moneda tiene más de quinientos años? Fue acuñada poco antes de que los Señores del Éste se retiraran a los bosques y cortaran todos los vínculos con el resto del mundo. ¿Cuántas de estas reliquias ha malgastado a cambio de alimento y bebida?
—Tenía una docena —respondió la mujer—. Ahora sólo me quedan cinco. Suyas serán si nos transborda a Caergoth.
—¡Trato hecho!
—¿Cuándo zarpamos? —se interesó el caballero.
—Con la marea baja, al salir la luna. Cuando sus rayos plateados alumbren las aguas, levaremos anclas y ¡en marcha! —Tirolan guardó la moneda en una bolsa de ante que colgaba de su cintura—. Y ahora, si tienen la amabilidad de seguirme, los conduciré hasta el Cresta Alta.
Sturm arrojó sobre el mostrador unas cuantas monedas, y los tres salieron de la taberna. Llevaron a Zorro Alto y a Pira por las riendas a través de las calles de Zaradene, tras los pasos de Tirolan que iba a la cabeza marcando el camino. Por dondequiera que pasaban, la gente les daba la espalda. Incluso una vieja arpía masculló un encantamiento contra la mala suerte al pasar el elfo frente a ella.
—Los nativos son muy supersticiosos —explicó Tirolan—. Hoy en día, cualquier cosa o persona procedente del exterior se considera peligrosa.
—Tienen motivos para estar asustados —comentó Sturm, y miró hacia las dunas sembradas de estacas, a las afueras del pueblo.
El pequeño puerto de Zaradene contaba con un único y decrépito muelle. Su estado era tan lamentable que Sturm abrigó serias dudas de que los carcomidos tablones aguantaran el peso de Zorro Alto, mas el elfo le aseguró que el embarcadero era harto seguro ya que por él pasaban a diario cargamentos mucho más pesados que un caballo.
—¿Dónde tiene atracado su barco? —preguntó Kitiara.
—Pasado el cabo, por allá.
—¿A qué se debe que lo ancle tan lejos? —interrogó sorprendido Sturm.
—Ni mi embarcación ni mi tripulación son bien recibidos en este puerto. Cuando no tenemos más remedio que hacer escala aquí, amarramos en mar abierto para evitar enfrentamientos con los nativos.
Un batel ancho, con el armazón en forma de concha, se encontraba atado al embarcadero; tumbado en la popa yacía un hombre dormido, arropado hasta las cejas con una capa andrajosa. Tirolan saltó al bote y el durmiente se despertó sobresaltado.
—¿Es suya esta barca? —le preguntó el elfo con voz alegre.
—Eh… sí, lo es.
—Entonces está de suerte, buen hombre. Puede ganarse dinero suficiente para el aguardiente de una semana.
Condujeron a los caballos hasta una pasarela; Kitiara susurró unas palabras tranquilizadoras a Pira y la yegua entró en el oscilante batel sin mayor problema; por el contrario, Zorro Alto se plantó con terquedad y rehusó moverse. Sturm se enrolló las riendas alrededor de las muñecas con la intención de arrastrar al aterrorizado animal dentro del bote.
—No, no; así no lo conseguirá —intervino Tirolan. Saltó a la estrecha regala y caminó por ella con agilidad hasta llegar al pie de la pasarela—. ¿Me permite, maese Brightblade? —Sturm le entregó las riendas con recelo; pero Zorro Alto empezó a calmarse en el momento en que las delgadas manos del elfo le acariciaron el cuello, en tanto le hablaba con un tono tranquilizador.
»Con lo fuerte que eres, no me digas que te asusta un paseo en ese pequeño bote. Yo no tengo miedo. ¿Acaso valgo más que tú? ¿Es que soy más valiente? —Ante el asombro de Kitiara y Sturm, Zorro Alto sacudió enérgicamente la cabeza y resopló—. En ese caso —prosiguió el elfo con voz calmada y melosa—, baja aquí y ocupa tu sitio junto a tus amigos.
El corcel castaño echó a andar con pasos elegantes, entró en la barca y se colocó al lado de Pira. Ambos agitaron la cola con elegancia y se adaptaron al ritmo ondulante del bote.
—¿Cómo lo ha conseguido? —preguntó Kitiara.
—Tengo buena mano con los animales. —Tirolan se encogió de hombros.
Tras separarse del muelle cinglando con el remo de popa, el barquero izó la andrajosa vela latina y el batel se deslizó entre las embarcaciones de pesca; dejó atrás unos cuantos barcos mercantes anclados en el puerto y prosiguió rumbo al cabo meridional sin ningún inconveniente. El viento se calmó, y el barquero retomó el remo de popa para impulsar la barca con suaves movimientos en barrido.
Por el sur, unos oscuros nubarrones color añil grisáceo se acumulaban en el horizonte, y en el azul verdoso de las aguas se perfilaba el blanco casco del Cresta Alta; la forma de su estructura difería bastante de la de los otros barcos anclados en Zaradene. El perfil seguía una línea ascendente desde la proa baja y afilada hasta el alto puente de mando situado en la popa. El único mástil también estaba pintado de blanco y en su parte más alta se divisaba un estandarte verde que ondeaba agitado por la fresca brisa.
—Mi barco —dijo Tirolan con orgullo—. Es hermoso, ¿verdad?
—Hasta ahora no había visto ninguno blanco —dijo Sturm.
—Es muy bonito —comentó Kitiara; mientras dirigía al caballero una mirada significativa y le indicaba con un gesto que se acercase.
A medio camino entre una y otra nave, los dos amigos se metieron entre las monturas y aprovecharon el momento para conferenciar en secreto.
—Esto es cada vez más raro. Un capitán elfo rechazado por las gentes del lugar; una peculiar nave blanca anclada lejos del resto de las embarcaciones. Aquí hay gato encerrado. Me alegro de haberle mentido acerca de las monedas de oro que tengo —susurró la mujer.
—Estoy de acuerdo contigo. La forma en que convenció a Zorro Alto no fue natural. Creo que utilizó algún hechizo.
Para alguien como Sturm, profundamente imbuido en las tradiciones solámnicas, no había peor señal que el uso de la magia.
—Ten la espada a mano —advirtió Kitiara, poniéndole la mano en el hombro. Tirolan volvió la vista hacia ellos.
—¿Todo va bien? —preguntó.
—Sí, muy bien —respondió Kit—. ¡Su barco es muy grande!
En aquel momento estaban a tan sólo unos cien metros de la blanca nave y el Cresta Alta ocupaba todo su campo de visión. La embarcación se mecía silenciosamente sobre las olas, anclada tanto por la proa como por la popa. No se divisaba a nadie sobre la cubierta ni en las jarcias; no obstante, sobre el baluarte colgaba una escala para subir a bordo. El elfo asió un cabo y amarró el batel al Cresta Alta.
—¡Ah del barco! ¡Vamos, queridos amigos, dejaos ver! —canturreó con una voz clara de tenor. La fantasmagórica inactividad de la nave desapareció en un momento y dio paso a un estallido de gritos y carreras de pies descalzos. Una veintena de marineros, todos ellos de facciones afiladas y barbilampiños, se desparramaron por la cubierta. De repente, Sturm se encontró agarrado por unas manos entusiastas que lo izaron a bordo; lo siguió Kitiara, llevada en volandas por cuatro marineros sonrientes. La mujer reía, y ellos la dejaron junto al caballero.
Uno de los marinos, que a pesar de su aspecto juvenil tenía el cabello blanco, se aproximó a Tirolan e inclinó la cabeza.
—¡Saludos, Kade Berun! —dijo el capitán elfo.
—¡Saludos, Tirolan Ambrodel!
—Ahí tienes dos buenos corceles para subir a bordo, Kade. Ocúpate de ellos, ¿quieres?
—¡Caballos! ¡No he vuelto a ver ninguno desde que… —Kade Berun se interrumpió con brusquedad y miró de reojo a Sturm y a Kitiara— …desde que nos fuimos de casa —añadió unos segundos después.
Acto seguido impartió órdenes en un extraño lenguaje y la vivaz tripulación se arremolinó en la batayola por la que se asomaron para ver la barca amarrada. Todos contemplaron a Zorro Alto y a Pira con evidente admiración. El parloteo cesó.
—¡Largad un botalón! —gritó el barquero desde el batel—. ¡Los sujetaré por los arreos y así podréis izarlos!
La tripulación del Cresta Alta cumplió la orden y poco después ya estaban todos a bordo. Bajo la luz de un sol próximo al ocaso, los marineros apresuraron las maniobras y muy pronto el barco estaba listo para hacerse a la mar.
Se izó la vela, un voluminoso triángulo de brillante tela verde. El Cresta Alta se agitó, como si se desperezara, y se movió alejándose de las costas de Abanasinia. Tirolan agarró el timón y enfiló la proa de la nave hacia las agitadas olas del Estrecho de Schallsea.
Kitiara se desprendió del jubón de cuero; la brisa agitó su fina camisa de lino. Cerró los ojos al tiempo que sus dedos corrían entre los cortos rizos de pelo negro. Cuando los abrió de nuevo, observó de reojo a Sturm que se apoyaba en la batayola con expresión melancólica.
—¡Vamos, anímate! —exclamó y le palmeó con fuerza la espalda—. El viento es favorable y Tirolan parece conocer bien su oficio. Estaremos en Caergoth antes de que te des cuenta.
—Supongo que sí —respondió el caballero—. Mas no puedo evitar preocuparme. Aún era un niño la última vez que hice un viaje por estas aguas; el barco que nos transportaba estaba sometido a la magia y, durante algún tiempo, la situación se tornó peligrosa para mi madre y para mí.
—Pero lo superasteis, ¿no?
—Sí.
—¡Entonces, tranquilízate! Eres un verdadero caballero en todos los sentidos, salvo la tonta ceremonia, y te diriges a reclamar la herencia que te corresponde por derecho legítimo. Quizá no lo sepas, pero también pertenezco a una familia de Solamnia.
—¿Los Uth Matars?
Kit asintió con la cabeza.
—No he vuelto a ponerme en contacto con ellos desde que mi padre nos abandonó. En ninguno de mis viajes he pasado por las Llanuras Solámnicas. Por eso, cuando dijiste que tenías intención de ir hacia el norte, me pareció tan buen momento como otro cualquiera para realizar una exploración por allí. —La mujer arqueó una ceja—. Los Uth Matars pertenecen asimismo a la orden de los caballeros, ¿lo sabías?
—No; lo ignoraba por completo —dijo Sturm. Entonces comprendió lo poco que en realidad sabía acerca de ella.
Poco después Kit se marchó y lo dejó solo en la cubierta. El caballero se soltó de la barbilla la correa que sujetaba el casco y se lo quitó. Los cuernos de bronce estaban manchados y sin brillo; tendría que lustrarlos. Lo haría por la noche. De momento, se limitó a sujetarlo con afecto entre los brazos, apretado contra el pecho, y dejó que la brisa acariciara sus largos cabellos enmarañados.