Los caminos se separan
El otoño pintaba de brillantes colores la ciudad de Solace. Cada porche, cada ventana, estaban tapizados de hojas amarillas, ocres o rojas, ya que tanto las viviendas como las tiendas de la población se asentaban entre las robustas ramas de los vallenwoods, sobre el musgoso suelo del valle. Diseminados por aquí y por allí, se veían algunos claros que eran los lugares de reunión de los vecinos, y en los que tanto se instalaba el mercado una semana, como una feria itinerante la siguiente.
En aquella soleada tarde, tres personas —dos hombres y una mujer— se hallaban en uno de los claros. Dos espadas iniciaron los primeros movimientos de tanteo y los rayos de sol arrancaron destellos rojizos al reflejarse en las aceradas hojas de las armas. Los que las manejaban se movían en círculo, con cautela y, de vez en cuando, amagaban con repentinas estocadas de sus desnudas espadas. El tercer personaje se mantenía apartado unos pasos y los observaba con atención. Por fin las armas entrechocaron y se unieron en un abrazo de acero templado.
—¡Buena finta! ¡Una parada perfecta, Sturm! —exclamó el espectador, Caramon Majere.
El aludido, un joven moreno de largos bigotes, agradeció el cumplido con un corto gruñido, demasiado ocupado para darle las gracias de otro modo. Su oponente se había lanzado al ataque y arremetía con una estocada dirigida a su pecho. Sturm Brightblade esquivó la afilada punta con un brusco quiebro del torso, al tiempo que se impulsaba hacia atrás. El acero le pasó a menos de dos centímetros.
Debido a su propio impulso, su oponente se tambaleó, perdió el equilibrio y se quedó con los pies excesivamente separados.
—¡Cuidado, Kit! —gritó Caramon.
Pero su advertencia no era necesaria. Su hermanastra había recobrado ya la estabilidad con la agilidad propia de una bailarina profesional. Dio un seco taconazo con sus botas de cuero, adoptó de nuevo la posición de combate y presentó únicamente su esbelto perfil a Sturm.
—Y ahora, querido amigo —dijo—, te voy a demostrar la pericia que se adquiere cuando se lucha por un salario.
Kitiara comenzó a trazar en el aire círculos con la punta de la espada. Una, dos, tres veces… Sturm siguió con la vista el mortífero balanceo del arma. Caramon también miraba asombrado, con la boca abierta. A los veinte años, ya tenía la complexión de un hombre adulto, pero en su interior todavía era un chiquillo que había hecho de la salvaje y mundana Kit su ídolo; sostenía que ella tenía más brío y coraje que diez hombres juntos.
Desde su puesto de observación, Caramon podía distinguir sin dificultad cada mella marcada en el filo del acero de su hermanastra, recordatorios indelebles de las duras batallas en las que había participado. La hoja relucía gracias a los continuos y expertos cuidados prodigados para pulirla. En contraste, el arma de Sturm estaba tan nueva que todavía se percibía el matiz azulado de la forja en la empuñadura.
—¡Vigila tu flanco derecho! —advirtió Caramon a su amigo.
Éste sujetó con ambas manos la larga empuñadura, se cuadró y esperó con una actitud digna el ataque de la mujer, tal y como habría hecho cualquier Caballero de Solamnia.
Kitiara lanzó un grito al tiempo que giraba sobre una pierna. Su arma rasgó el aire. Caramon contuvo la respiración al observar el modo en que se impulsaba hacia adelante y trazaba con la espada un arco que acabaría alcanzando el cuello del inmóvil Sturm. Cerró los ojos de forma involuntaria y oyó el seco choque de los aceros; se sintió como un estúpido, y los abrió de nuevo.
Su amigo había detenido el golpe frontalmente y las armas estaban trabadas de forma brutal. Ambos contendientes se mantenían firmes en sus puestos, sin ceder un ápice. La muñeca de Kitiara tembló; avanzó un paso y sujetó su brazo armado con la mano libre, pero Sturm la forzó a bajar la guardia. El rostro de la mujer palideció para enrojecer acto seguido. Caramon conocía aquella reacción y comprendió que el combate amistoso estaba tomando un cariz que no era de su agrado y se estaba poniendo furiosa. Vejada, cambió de postura en un último intento de resistir la manifiesta superioridad de fuerza y corpulencia de su oponente. Pero, por fin, su empuñadura cedió, y el canto del pomo de la espada de Sturm le rozó la mejilla y le causó un profundo arañazo.
Sin resuello, respirando a boqueadas, Kitiara abandonó la lucha. Las puntas de ambas espadas se clavaron en el suelo musgoso.
—¡Basta! —exclamó—. Pago las copas. Cometí el error de trabarme en un cuerpo a cuerpo. Vamos, Sturm; nos beberemos una jarra grande de la mejor cerveza de Otik.
—Me parece una buena idea —aceptó el hombre, que jadeaba sin resuello. Después retrocedió un paso para recoger su arma, y Kitiara aprovechó el descuido para arremeter con la espada e introducir la parte plana de la hoja entre sus piernas. Sturm trastabilló y cayó de bruces; su arma rebotó en el suelo y quedó lejos, fuera de su alcance. Un instante después, tenía sobre sí a la mujer y ochenta centímetros de acero que apuntaban a su garganta.
—Combatir no es un deporte —le dijo ella—. Mantén los ojos abiertos y la mano firme o no llegarás a viejo, amigo mío.
La mirada de Sturm fue del acero al rostro de Kitiara. Unos mechones de rizos oscuros se le habían pegado sobre la frente a causa del sudor; tenía los rojos labios apretados en un gesto firme que, poco a poco, se distendió hasta convertirse en una sonrisa burlona. Enfundó la espada.
—Anímate. No quiero seguir viendo esa mueca cariacontecida. Más vale que hayas aprendido esta lección de un amigo, y no de un enemigo que te habría rematado. —Le alargó una mano—. Será mejor que volvamos a la posada antes de que Flint y Tanis acaben con toda la cerveza de Otik.
El joven agarró la mano que le ofrecía la mujer. Estaba caliente, encallecida por asir la espada sin guante. Kitiara tiró hacia arriba y lo ayudó a levantarse. Se quedaron frente a frente. Aunque él le superaba en estatura y pesaba unos veinticinco kilos más, a su lado se sentía como un chiquillo indefenso. Con todo, los ojos chispeantes y la simpática sonrisa de la mujer disiparon su inquietud.
—Ahora entiendo cómo te las has arreglado para prosperar en tu profesión —comentó, en tanto recogía su espada y la guardaba en la funda—. Gracias por la lección. ¡La próxima vez me cuidaré de tener los pies lejos del alcance de mi oponente!
—¿Me enseñarás después algunas de esas fintas nuevas, Kit? —pidió Caramon ilusionado.
La espada que portaba el mocetón era un regalo que su aventurera hermanastra le había hecho y que, al parecer, había recogido en alguno de los muchos campos de batalla por los que había pasado. Flint Fireforge, que conocía la artesanía del metal como pocos, había afirmado que aquella espada se había forjado en el Qualinesti meridional. Sólo por esta pista y otras semejantes, sus amigos imaginaron hasta qué lugares había llegado Kit en sus correrías.
—De acuerdo, hermanito. Pero me ataré una mano a la espalda para que estemos en igualdad de condiciones. —Al notar que Caramon se aprestaba a replicar, le tapó la boca con la mano—. ¡Vamos, en marcha! ¡Si no echo un trago de cerveza enseguida, me moriré de sed!
Cuando llegaron a la base del inmenso vallenwood sobre el que se levantaba la posada de El Ultimo Hogar, encontraron a Flint sentado en el primer peldaño de la rampa. El enano tenía entre sus toscas y macizas manos un trozo de madera del que rebanaba lonchas finísimas con una navaja.
—¡Vaya! Parece que vuelves ileso —dijo al ver a Sturm—. Temí que regresaras con la cabeza bajo el brazo.
—Me impresiona la confianza que me tienes —replicó molesto el joven.
Kitiara, que se había parado junto a su hermano y le codeaba con el brazo los anchos hombros, intervino.
—Ten cuidado con lo que dices, viejo enano. Nuestro caballero Sturm posee un brazo extraordinariamente fuerte. Cuando aprenda a violar esos anticuados códigos caballerescos…
—El honor jamás será algo anticuado —interrumpió el joven.
—¡Claro! Y por eso acabaste en el suelo, patas arriba, con la punta de mi espada en el gaznate. Si hubieses…
—¡Oh, no, basta! —protestó Caramon—. ¡Si comenzáis a discutir otra vez sobre honor y códigos, me moriré de aburrimiento!
—No hay nada que discutir —dijo su hermana y le propinó un azote en las nalgas—. Me parece que mi punto de vista quedó demostrado de manera harto suficiente.
—Acompáñanos, Flint. Kitiara invita —propuso el mocetón.
El enano se puso de pie. Una lluvia de virutas blancas cayó de su regazo. Se sacudió las ropas y guardó la navaja en el bolsillo de las polainas.
Mientras tanto, Kit, burlona, simulaba un tono maternal y severo, y advertía a su hermano.
—No creas que beberás cerveza. Todavía eres demasiado joven para ingerir alcohol.
Caramon, rabioso, se sacudió de encima el brazo de la mujer y se colocó junto a su amigo.
—¡Ya tengo veinte años! —protestó.
El rostro curtido de Kitiara expresó sorpresa.
—¿Veinte? ¿Estás seguro?
Observó que su «hermanito» era tan sólo un par de centímetros más bajo que Sturm. El mocetón la miraba con furia.
—¡Por supuesto que estoy seguro! ¡Eres tú la que no te das cuenta de que ya soy un hombre hecho y derecho!
—¡Puaj! ¡No eres más que un crío! —se mofó Kit, mientras desenfundaba la espada—. ¡Si vuelves a contestarme así, te zurraré de lo lindo!
—¡Ja, ja! ¡Intenta cogerme primero!
El muchacho le hizo burla y salió disparado escaleras arriba. Su hermana, tras enfundar el arma, corrió tras él. Las largas piernas del joven salvaron con rapidez los tramos de las escaleras. Riendo, los dos se perdieron de vista tras el grueso tronco del vallenwood.
Flint y Sturm ascendieron la rampa más despacio. Sopló una ligera brisa que arrastró una andanada de hojas multicolores escaleras abajo. El joven miró en derredor, al tiempo que recorría con la vista las casas colgantes.
—Unas cuantas semanas más y se podrán ver sin dificultad las plazas públicas —declaró taciturno.
—Sí. Me resulta raro no patear los caminos en esta época del año. Desde antes de nacer tú, he recorrido las carreteras de Abanasinia desde la primavera hasta el otoño, comerciando, cerrando tratos… —comentó el enano.
El joven asintió en silencio. La decisión de Flint de abandonar su trabajo como orfebre ambulante los había cogido a todos por sorpresa.
»Eso ya ha quedado atrás para mí —prosiguió el enano—. Ha llegado el momento de retirarme y descansar. Puede que plante unos rosales…
La imagen del entrañable y gruñón enano cuidando de un jardín le pareció tal despropósito a Sturm que tuvo que sacudir la cabeza para alejar de su mente la chocante idea.
En la plataforma que se alzaba a medio camino de la posada, el joven hizo una pausa y se apoyó en la barandilla. Flint dio unos cuantos pasos más antes de detenerse y observarlo con los ojos entornados.
—¿Qué ocurre, muchacho? Sé que me quieres decir algo. Adelante, ¡habla o reventarás!
Sturm pensó que al viejo enano no se le escapaba ningún detalle.
—Me marcho, Flint. A Solamnia. Voy a reclamar mi herencia.
—¿Y tu padre?
—Si queda un rastro de él, lo encontraré.
—Éste viaje resultará largo y la búsqueda peligrosa —dijo el enano—. ¡Ojalá pudiera acompañarte!
El joven se apartó de la barandilla.
—No te preocupes. Es algo que debo hacer solo.
Cruzaron la puerta de la posada a tiempo de recibir una lluvia de mondas y corazones de manzanas. Mientras se limpiaban la cara de los pegajosos restos de pulpa, la sala retumbó con las explosivas carcajadas de los que estaban dentro.
—¿Quién es el bribón responsable de esto? —farfulló Flint.
Una chiquilla desgarbada de unos catorce años, que lucía una frondosa melena de rizos pelirrojos, ofreció un paño al ofendido enano.
—Otik acababa de preparar sidra nueva y ellos cogieron los desperdicios… —explicó en tono de disculpa.
Sturm se enjugó la cara. Kitiara y Caramon estaban doblados sobre el mostrador; como dos idiotas, se agarraban el estómago y reían hasta quedar sin aliento. Al otro lado de la barra, Otik, el orondo dueño del establecimiento, sacudió la cabeza.
—Ésta es una posada seria. Si tenéis ganas de bromas, gastadlas en la calle.
—¡Tonterías! —replicó Kitiara.
De inmediato, soltó de un manotazo una moneda sobre el mostrador. Su hermano se limpió los ojos llorosos a causa de la risa y la contempló boquiabierto. Era una moneda de oro; una pieza que el posadero había visto muy pocas veces en su vida.
—Esto te quitará el enfado, ¿verdad, Otik? —se burló la mujer.
Un hombre joven, alto y atractivo, se levantó de la mesa a la que estaba sentado y se dirigió hacia el mostrador. La agilidad fácil de sus movimientos, los pómulos altos y los rasgados ojos claros, proclamaban con elocuencia su ascendencia elfa. Tomó la moneda y la examinó.
—¿Qué ocurre, Tanis? ¿No habías visto oro antes? —preguntó Kit.
—Sí, pero no en una moneda tan grande. ¿De dónde ha salido? —preguntó a su vez el semielfo, mientras volteaba el dorado disco en el aire.
La mujer tomó su jarra y bebió un trago. Luego, respondió.
—No lo sé. Es parte de mi salario. ¿Por qué te interesa?
—La inscripción es elfa. Yo diría que se acuñó en Silvanesti.
Sturm y Flint se aproximaron para verla de cerca. El enano afirmó categórico que la escritura de delicados rasgos era elfa.
Hacía tanto tiempo que Silvanesti no mantenía prácticamente ningún contacto con el resto de Ansalon, que todos se preguntaron extrañados cómo habría llegado aquella moneda tan al oeste del continente.
—¿Saqueo? —intervino una voz desde un rincón de la sala.
—¿Cómo dices, Raist? —preguntó Caramon, girándose hacia la esquina de la posada en donde estaba sentado un joven pálido: Raistlin, su hermano gemelo. Como era habitual, estaba inmerso en el estudio de un polvoriento pergamino. Se levantó del asiento y fue hacia donde se encontraba reunido el grupo; la luz del exterior que se filtraba por los cristales multicolores de las ventanas tiñó la pálida tez del joven con extraños matices.
—Saqueo —repitió—. Robo, rapiña, botín…
—Sabemos el significado de esa palabra —lo interrumpió con mordacidad el enano.
—Lo que quiere decir es que, probablemente, robaron la moneda en Silvanesti, y después acabó en las arcas del capitán mercenario de Kit —intervino Tanis.
Se pasaron la moneda unos a otros; cada uno la examinaba, aquilataba su peso. Más que por su valor intrínseco, la moneda despertaba admiración por evocar lugares remotos, gentes distantes y legendarias.
—¡Dejadme verla! ¡Dejadme verla! —insistió una voz aflautada procedente de la parte inferior del mostrador. Un brazo pequeño y flaco se abrió paso entre Caramon y Sturm.
—¡Ni hablar! —se negó Otik, que retiró la moneda de la mano de Tanis—. ¡Deja dinero al alcance de un kender y despídete de él!
—¡Tas! ¡No te había visto llegar! —se extrañó Caramon.
—Pues ha estado aquí todo el tiempo —comentó sarcástico el semielfo.
Tasslehoff Burrfoot, como la mayoría de los de su raza, no sólo era pequeño, sino también muy astuto y era capaz de esconderse en los sitios más inverosímiles. Del mismo modo, sobresalía por tener unas manos excesivamente ligeras; «curiosas», como decía él.
—Ya que ahora soy solvente, ¡una ronda para todos! —invitó Kitiara.
Otik llenó jarras y jarras con cerveza que extraía de una enorme barrica, y los amigos ocuparon la gran mesa redonda situada en el centro de la sala. Raistlin, en lugar de volver al taburete que antes ocupaba, arrimó una banqueta y se unió al grupo.
—Puesto que estamos todos reunidos, que alguien haga un brindis —propuso el semielfo.
—¡Por Kit, promotora de la fiesta! —vociferó Caramon, y alzó su jarro de arcilla, rebosante de sidra.
—¡Por el oro que la paga! —respondió su hermana.
—¡Por los elfos que lo acuñaron! —propuso Flint.
—Brindo por eso y por todo cuanto sea elfo —comentó la mujer y dedicó una sonrisa maliciosa a Tanis. Los labios del semielfo iniciaron una pregunta, pero antes de que pudiera formularla, Tasslehoff se puso de pie sobre su banqueta y agitó las manos para llamarles la atención.
—Propongo que brindemos por Flint —dijo—. Es el primer año desde el Cataclismo que no saldrá a los caminos.
Unas risas ahogadas circularon por la mesa. El viejo enano se sonrojó.
—¡Tú, renacuajo! ¿Cuántos años crees que tengo? —refunfuñó.
—Todavía no ha aprendido a contar cifras tan altas —ironizó Raistlin.
—¡Pero…! ¡Pero, bueno! Pues os diré una cosa: aunque tenga ciento cuarenta y tres años, aún soy capaz de zurrar la badana a cualquier hombre, mujer o kender de los aquí presentes. ¿Alguno quiere hacer la prueba?
Flint subrayó su desafío descargando un puñetazo sobre la mesa; sin embargo, nadie se dio por aludido. A pesar de su avanzada edad y corta estatura, el enano tenía una fuerte musculatura y era un experto luchador.
A partir de ese momento, brindaron y bebieron en buena armonía, en tanto la tarde se hacía ocaso y el ocaso daba paso a la noche.
Con el propósito de contrarrestar los efectos del alcohol, pidieron una de las copiosas cenas de Otik; al instante, la mesa quedó cubierta de fuentes rebosantes de pichones, venado, pan, queso y las famosas patatas picantes.
La muchacha pelirroja servía los platos y, en cierto momento que pasaba junto a él, Caramon aprovechó para echarle en el bolsillo del delantal los huesos roídos del pichón que se estaba comiendo. La chica siguió su juego y le coló una rodaja de patata caliente por el cuello de la camisa. El mocetón se revolvió en su asiento, en tanto que ella escapaba precipitadamente hacia la cocina.
—¿Pero quién demonios es esa mocosa? —bramó el joven, mientras tiraba de los faldones de la camisa para librarse de la patata ardiente.
—Otik la ha adoptado. Se llama Tika —le informó su gemelo.
Las horas transcurrían; otros parroquianos llegaron y se marcharon. Ya era tarde y el posadero se retiró, no sin antes ordenar a su pupila que encendiera un candelero para la mesa de los compañeros.
Las chanzas y las burlas de la tarde dieron paso a una conversación más reposada y seria.
—Mañana me marcho —anunció Kit.
La luz de las velas ponía matices dorados en la curtida piel de su rostro. Tanis la estudió detenidamente y sintió renacer las mismas emociones lacerantes que siempre suscitaba en él aquella mujer irresistiblemente seductora.
—¿Que te vas? ¿Dónde? —preguntó Caramon.
—Hacia el norte, creo.
—¿Por qué al norte? —se interesó el semielfo.
—Por razones que sólo a mí conciernen —fue su seca respuesta, aunque la suavizó con una sonrisa.
—¿Puedo ir contigo? —le pidió su hermano ilusionado.
—No, no puedes, hermanito.
—¿Y por qué no?
La mujer, que se había sentado entre sus dos hermanastros, dirigió una disimulada mirada a Raistlin y el mocetón comprendió su mudo gesto. Tenía razón. Su hermano lo necesitaba.
Aun siendo gemelos, los dos jóvenes no se parecían en casi nada. Caramon tenía el aspecto de un oso joven, afable y sano, mientras que Raistlin era un ratón de biblioteca de salud endeble que tenía la inveterada costumbre de enemistarse con tipos robustos y belicosos. Después del nacimiento de los gemelos, la madre no se había recuperado jamás, por lo que Kitiara tuvo que cuidar del frágil niño. Ahora le había llegado el turno a Caramon.
—Yo también me marcho —dijo Sturm, rompiendo el pesado silencio—. Hacia el norte.
—¡Puff! —resopló Tas despectivo—. El norte es muy aburrido; lo conozco. ¡Al éste! ¡Ahí es donde deberíamos ir! ¡Hay tanto que ver! Ciudades, bosques, montañas…
—Bolsas que «encontrar», caballos que «tomar prestados»… —apostilló el enano con malicia.
El kender adoptó una expresión de total inocencia.
—¿Y yo qué culpa tengo si siempre encuentro lo que los demás pierden?
—Un día encontrarás algo cuyo dueño no crea en tu buena fortuna y acabarás colgado de una soga.
—He de ir al norte —insistió Sturm—. Vuelvo a Solamnia.
Sus amigos lo miraron de hito en hito; todos conocían la historia de su exilio. Doce años atrás, los campesinos de Solamnia se habían revelado contra los señores de las tierras, casi todos ellos pertenecientes a la orden de caballería, y Sturm y su madre escaparon sin llevar consigo otras pertenencias que sus vidas. Aún hoy, a pesar del tiempo transcurrido, los caballeros seguían siendo despreciados en su propio país.
—¿Te vendría bien el refuerzo de un brazo diestro con la espada? —Kit sorprendió a todos con su ofrecimiento.
—No quisiera desviarte de tu ruta —respondió el joven evasivamente.
—¡Bah, el norte es el norte! Los otros puntos cardinales ya los conozco.
—Entonces, de acuerdo. Será un honor para mí tenerte a mi lado —aceptó Sturm. Luego se volvió hacia el semielfo.
—¿Qué vas a hacer tú, Tanis?
El aludido empujó abstraído los restos de su cena con un trozo de pan.
—También he decidido ponerme en camino, aunque no he pensado en ningún sitio en particular. Simplemente, me dedicaré a explorar ciertas zonas que no conozco; pero no creo que ninguna se encuentre en dirección norte —añadió, mirando con sorna a Kitiara. Ésta tenía los ojos fijos en Sturm y no se percató del gesto.
—¡Ésa sí que es una excelente idea! —exclamó Tas alborozado. Su mano derecha rebuscó bajo el chaleco de pieles, y extrajo un pequeño disco de cobre al que empezó a dar vueltas sobre los nudillos. Se trataba de un ejercicio que practicaba de tanto en tanto para mantener ágiles los dedos, cosa, por otro lado, por completo innecesaria—. Vayamos al éste, Tanis. ¡Tú y yo!
—No. —El disco de cobre se paró en seco a medio giro sobre el dorso de la pequeña mano del kender—. No —repitió el semielfo con un tono más suave—. Es un viaje que he de hacer solo.
Se produjo un tenso silencio. De pronto Caramon soltó un explosivo hipido y las risas retornaron.
—¡Perdón! —se disculpó el mocetón, y alargó la mano, como al desgaire, hacia la jarra de cerveza de Kit; mas ella no se dejó engañar, y cuando su manaza se cerraba sobre la base metálica del recipiente, le propinó un cucharazo en la muñeca que arrancó una ahogada exclamación de dolor al muchacho.
—Te daré más fuerte si vuelves a intentarlo —le advirtió. Caramon torció el gesto y la amenazó con el puño.
—Reserva tus energías, hermano —intervino su gemelo—. Las necesitarás.
—¿Por qué, Raist?
—Ya que todos estáis decididos a marcharos, éste es el mejor momento para anunciar mi propio viaje.
—¡Bah, no durarías ni dos días por esos caminos! —resopló Flint con desprecio.
—Tal vez, no —admitió el joven, mientras apretaba los dedos largos y afilados—. Salvo que mi hermano me acompañe.
—¿Adónde y cuándo nos vamos? —inquirió su gemelo, feliz ante la perspectiva de viajar, fuera donde fuese.
—Ahora no es el momento de hablar —respondió Raistlin, sin apartar las zarcas pupilas del plato de cena que apenas había probado—. Lo que sí puedo adelantarte es que quizá resulte un viaje largo y peligroso.
Caramon se levantó de un salto.
—¡Estoy listo!
—¡Siéntate, mequetrefe! —le reconvino Kitiara al tiempo que le tiraba de los fondillos del chaleco. El mocetón cayó con pesadez sobre la banqueta.
Flint exhaló un profundo y borrascoso suspiro.
—Vais a dejarme solo —dijo—. Es la primera vez en mi vida que abandono los caminos, y todos mis amigos se van —soltó otro suspiro tan explosivo que las llamas de las velas titilaron.
—¡Viejo oso! —le regañó Kitiara—. Te gusta compadecerte, ¿verdad? No existe ninguna ley que te prohíba salir de Solace. ¿Acaso no tienes algún familiar con quien pasar una temporada y de paso abusar de su hospitalidad?
—¡Sí! —intervino Tas—. Podrías hacer una visita a tu barbuda… quiero decir, a tu anciana madre.
Flint bramó indignado. Los que se sentaban junto a él. —Caramon y Sturm— se apartaron raudos del enfurecido enano, que aporreó la mesa con su jarra. La cerveza saltó por los aires y salpicó al kender; los chorretones del pegajoso líquido empaparon el ridículo penacho de pelo castaño y se escurrieron por el menudo rostro. Tas tuvo que frotarse los ojos, irritados por el alcohol.
—¡Nadie se burla de mi madre! —vociferó.
—Al menos, no dos veces —fue la sabia conclusión de Tanis, que se cuidó de que sus palabras no llegaran a oídos de Flint.
El kender, tras enjugarse la cara con la manga de la camisa, tomó su propia jarra —ya vacía— por el asa y se la colocó en el brazo a guisa de escudo.
—Habremos de batirnos en duelo por esto —declaró fingiendo una expresión de dignidad ofendida.
—Seré tu testigo —secundó, divertida, Kitiara.
—¡Y yo el de Flint! —gritó Caramon.
—¿Quién elegirá las armas? —intervino Tanis.
—Flint ha sido el desafiado; a él le corresponde elegirlas —aclaró Sturm, sonriente.
—¿Qué armas serán, viejo oso? —preguntó Kitiara. ¿Corazones de manzanas a diez pasos? ¿Cucharones y tapaderas de cazuelas?
—¡Cualquier cosa menos jarras de cerveza! —se burló mordaz el kender, recuperado ya su habitual gesto jovial.
Las risas y el alborozo prosiguieron hasta que Tika entró en la taberna.
—¡Silencio! ¡Es muy tarde! ¡No hagáis tanto ruido! —les reconvino en voz baja.
—Lárgate, mocosa, antes de que alguien te dé una azotaina —replicó Caramon sin dignarse mirarla.
La muchacha se acercó con cautela, se situó a sus espaldas y comenzó a hacer muecas horribles y gestos raros. Ante las carcajadas de los demás, el mocetón se desconcertó.
—¿De qué os reís?
Mientras tanto, Tika, con gran habilidad, se había apoderado de la daga que Caramon llevaba colgada del cinturón y la levantaba sobre su cabeza con supuestas intenciones perversas de apuñalarlo por la espalda. La carcajadas aumentaron de volumen. Las lágrimas corrían por el rostro de Kitiara. Tas se cayó de la banqueta y rodó por el suelo.
—Pero ¡¿qué diablos os pasa?! —gritó el joven. Por último, giró sobre sí mismo y pilló a la chica in fraganti—. ¡Ajá! ¿Con que ésas tenemos? —Y se lanzó en persecución de la muchacha que había echado a correr y se escabullía entre las mesas vacías. Caramon, en su afán por alcanzarla, arrastró a su paso sillas y taburetes, que cayeron al suelo con gran estrépito.
Otik apareció por la puerta de la cocina con un candil en la mano. Vestía un camisón arrugado, y el ralo pelo blanco se le enredaba en la coronilla en ridículos remolinos.
—¿Qué significa este escándalo? ¿Es que un hombre no puede dormir en paz en su propia casa? ¡Tika! ¿Dónde te has metido? —La muchacha pelirroja se asomó tras el tablero de una mesa volcada—. ¡Se suponía que los harías callar y no que contribuirías al jolgorio!
—¡Es que ese bruto me perseguía! —se disculpó, señalando a Caramon que aparentaba examinar con gran interés la mecha de una vela.
—¡Ve a tu habitación! —ordenó el posadero.
Tika obedeció de mala gana. En el camino lanzó una última mirada burlona al mocetón al tiempo que le sacaba la lengua; cuando Caramon intentó perseguirla, le arrojó su daga. El arma se clavó cimbreante en el suelo de madera, a unos centímetros de los pies del muchacho. De inmediato, Tika desapareció por la puerta de la cocina.
—¡Flint Fireforge, no esperaba esto de ti! Ya eres bastante mayor para tener más sentido común. Y vos, maese Sturm, un mozo bien educado, no deberíais andar zascandileando a estas horas de la noche —refunfuñó Otik con los brazos en jarras.
El enano parecía avergonzado de verdad. Sturm se atusó el largo bigote con el índice, sin atreverse a decir una palabra.
—¡No seas aguafiestas, Otik! —intervino Kitiara—. Tika estuvo muy simpática. Además, esta es una fiesta de despedida.
—Cualquier cosa resulta divertida cuando uno se mete cuatro jarras de cerveza entre pecho y espalda —protestó el posadero—. Pero, decidme: ¿quién se marcha?
—Todos.
—Estupendo. Pero ¡por el amor de Dios, hacedlo en silencio! —dijo Otik desde la puerta de la cocina; luego, desapareció.
Caramon volvió a la mesa y soltó un bostezo descomunal.
—Ésa Tika —comentó— es la chica más fea de todo Solace. El viejo Otik tendrá que darle una buena dote si quiere casarla.
—Nunca se sabe, hermano. La gente cambia —dijo Raistlin, con la mirada dirigida hacia la puerta de la cocina.
Había llegado la hora de irse. No había razón para alargar más la velada. Consciente de ello, Tanis se puso de pie y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Puesto que nos vamos a separar, hemos de evitar que nuestra amistad se enfríe con el tiempo y la distancia. Así pues, para mantenerla viva en nuestros corazones, propongo que nos reunamos cada año, el mismo día, aquí, en la posada.
—¿Y si no nos es posible? —inquirió Sturm.
—En ese caso, todos los que estamos presentes esta noche nos comprometeremos a regresar a la posada de El Ultimo Hogar, de hoy en cinco años, pase lo que pase. Hagamos una promesa solemne. ¿Quién secunda mi propuesta?
Kitiara apartó su taburete, se puso de pie y posó la mano derecha en el centro de la mesa.
—Lo juro —dijo. Sus ojos se encontraron con los de Tanis y se quedaron prendidos en una larga e intensa mirada—. Dentro de cinco años.
El semielfo colocó su mano sobre la de la mujer.
—Dentro de cinco años. Lo juro.
—Por mi honor y por el nombre de la casa de los Brightblade, juro que volveré dentro de cinco años —afirmó Sturm con solemnidad, y apoyó la mano derecha sobre la de Tanis.
—Yo también —añadió Caramon. Bajo su inmensa manaza, la de Sturm desapareció por completo.
—Si para entonces sigo vivo, aquí estaré —dijo Raistlin. Su voz adquirió una entonación extraña. Unió el grácil toque de sus dedos a los de su hermano.
—¡Y yo! ¡Me encontraréis aquí esperándoos a todos! —Tasslehoff se subió a la mesa y dejó su diminuta mano junto a la de Raistlin. Ambas se perdieron en la enorme de Caramon.
—¡Condenado atajo de insensatos! —gruñó el enano—. ¿Cómo voy a saber lo que estaré haciendo de aquí a cinco años? Con toda seguridad, ¡algo más importante que esperar sentado en una posada el regreso de una pandilla de bribones vagabundos!
—¡Vamos, Flint! ¡Todos lo hemos jurado! —le increpó el kender.
El enano resopló. Finalmente, se adelantó y colocó sus viejas y encallecidas manos sobre las de los demás.
—Que Reorx os acompañe hasta que volvamos a encontrarnos.
No pudo continuar; la voz se le quebró y quedó en evidencia que era un viejo cascarrabias sentimental.
* * *
Dejaron a Flint sentado a la mesa. Los gemelos se marcharon y Tanis, Kitiara y Sturm bajaron despacio la escalera y dieron un paseo hasta el pie de la rampa. Tas los seguía.
—Bien, creo que ha llegado el momento de despedirnos —murmuró el caballero mirando al semielfo—. Aunque no diré adiós, sólo buenas noches. —Los dos se estrecharon con fuerza las manos. Sturm se volvió hacia la mujer—. Kit, tengo mi caballo en el establo del herrador. ¿Nos encontramos allí mañana?
—Estupendo. También está allí mi montura. ¿Al amanecer?
Él asintió con la cabeza y miró a su alrededor, en busca del kender.
—¡Tas! —llamó, pero no obtuvo respuesta—. ¿Dónde se habrá metido? Quería despedirme de él.
—Creo que ha vuelto con Flint —respondió Tanis, mientras señalaba la posada en lo alto del árbol.
Su amigo suspiró, levantó la mano en un gesto de despedida y se alejó en la fría noche.
Tanis y Kitiara se quedaron a solas con los grillos que, a cientos, entonaban una sinfonía desde las copas de los vallenwoods.
—¿Me acompañas a dar un paseo? —invitó el semielfo.
—Te acompaño adonde tú quieras —respondió la mujer.
Dieron una docena de pasos antes de que Kitiara se decidiera a enlazar su brazo con el de él.
—Estaba pensando que… —comenzó a decir con voz maliciosa.
—¿Qué…? —la animó él para que continuara.
—Que podríamos pasar la noche juntos, Tanis. Quizá transcurran cinco años hasta que nos volvamos a ver.
Él se detuvo y se soltó de su brazo.
—No, no puedo.
—¡Oh! ¿Por qué no? Hubo un tiempo, no hace mucho, en que no querías separarte de mí.
—Te refieres a los cortos intervalos entre campaña y campaña en los que combatías por quienquiera que te pagase por hacerlo.
La mujer alzó la barbilla con gesto orgulloso.
—No me avergüenzo de mi profesión.
—No pretendo que lo hagas. Lo que ocurre es que me he dado cuenta de que pertenecemos a mundos diferentes, Kit. Dos mundos que jamás se compaginarán.
—Explícate mejor.
—Mientras estabas ausente fue mi cumpleaños. ¿Sabes cuántos cumplí? Noventa y siete. Noventa y siete años, Kit. Si fuera humano, ahora sería un viejo decrépito, o habría muerto.
Ella lo contempló de arriba abajo con ojos apreciativos.
—No estás ni viejo ni decrépito.
—¡Exacto! La sangre elfa que corre por mis venas me alargará la vida mucho más allá del término medio humano. —Tanis dio un paso hacia la mujer y la tomó de las manos—. Mientras tanto, tú, Kit, envejecerás, morirás…
Ella rompió a reír.
—¡Deja que sea yo quien se preocupe!
—No, no lo harás. Te conozco, Kit. Estás quemando tu juventud como se quema una vela de doble mecha en mitad de un vendaval. ¿Te imaginas lo que siento cuando pienso que en cualquier momento algún jefecillo militar podría matarte en una batalla, y que yo tendría que seguir viviendo año tras año sin ti? No, Kit. Lo nuestro ha de acabar. Ésta noche. Ahora.
A pesar de la oscuridad que los rodeaba por estar Solinari, la luna blanca, oculta tras las copas de los vallewoods, el semielfo advirtió que el rostro de la mujer se crispaba en un gesto de dolor. No duró mucho, sin embargo. Kitiara se sobrepuso y esbozó una sonrisa presuntuosa y forzada.
—Quizá sea mejor así —dijo—. Jamás me ha gustado sentirme atada a alguien. La pobre estúpida de mi madre era incapaz de salir adelante sin tener al lado un marido que le dijese lo que debía hacer en cada momento. No es mi estilo; me parezco a mi padre. Quemo mi vida, ¿no? ¡Pues que así sea! Estoy en deuda contigo, Tanis el Semielfo, por ponerme frente al espejo de la verdad…
Él interrumpió su parrafada con un beso en la mejilla. Fue un beso suave, de hermano. Ella lo miró con intensidad.
—No ocurre por mi gusto, Kit —dijo Tanis con una profunda tristeza—, sino porque así ha de ser.
Kitiara lo abofeteó. Como era una guerrera, la bofetada no fue suave. El semielfo se tambaleó y se llevó la mano al rostro. Un fino hilillo de sangre le resbaló por la comisura del labio.
—¡Guárdate tus bonitos modales y no los malgastes conmigo! —barbotó—. ¡Más vale que los reserves para tu próxima amante, si es que encuentras a alguien que quiera serlo! ¿Quién será esta vez, Tanis? ¿Tal vez una doncella de pura sangre elfa? ¡Oh, no, por supuesto! ¡Me había olvidado de que los elfos te desprecian por ser un mestizo! ¡Te haría falta una versión femenina de ti mismo!
Kitiara echó a andar. Atrás quedó Tanis, inmóvil, en silencio, con la mirada fija en la muchacha.
—¡Pues no la encontrarás! ¡Nunca! —se alzó su voz en la oscuridad.
Los grillos, que habían enmudecido por los gritos de la mujer, reanudaron poco a poco sus cantos. Pero Tanis no halló consuelo en la canción. Se quedó solo en medio de la noche.