VII

El teléfono sonó a las tres de la madrugada, me despertó y mi corazón dio un vuelco. Me incorporé y miré fijamente el aparato. Algo me impedía cogerlo y una insoportable sensación de miedo se iba apoderando de mí cada vez con más fuerza. Sonó muchas veces y no dejé de mirarlo hasta que, con la mano temblorosa, lo cogí y me lo acerqué muy despacio al oído, como si no quisiera que llegara a su destino, como si así pudiera no enterarme de lo que no quería y como si no escucharlo pudiera evitar que hubiera pasado.

—Lucía, Paula acaba de fallecer. —La voz de Pilar era serena y clara.

—¡Oh, Dios mío! —Fue lo único que pudo salir de mi garganta, como un grito ahogado.

—Ella quería que fueras la primera en saberlo. Después de mí, claro —continuó—. Dijo que te lo dijera estuvieras donde estuvieras y fuera la hora que fuera…

—¡Oh…! —no podía decir nada.

—… que no te importaría que interrumpiera una reunión o que te despertara de madrugada…

—No, no… —De mi boca sólo salían sollozos.

—… Espero que tuviera razón.

—Pues claro. —No podía aguantar las lágrimas por más tiempo, pero no quería llorar con Pilar al teléfono. Ella estaría sufriendo más que yo pero estaba demostrando una fortaleza increíble. Hacía mucho tiempo que sabía que esto sucedería antes o después, lo tenía muy asumido y seguramente las últimas horas se había estado preparando para ello, si es que alguien puede prepararse para algo así, pero el dolor que debe producir la pérdida de un hijo debe ser tan grande que no debe haber nada que lo pueda mitigar, por mucho que se conozca el desenlace con antelación.

—Para ella esto era muy importante, Lucía. Me lo pidió varias veces en los últimos días.

No podía aguantarlo, la angustia me estaba taladrando.

—Voy hacia tu casa, Pilar. —Quería estar con ellas.

—No, Lucía, por favor. Quiero estar a solas con mi hija por última vez. Espero que no te molestes y puedas entenderlo.

—Por supuesto. —«¿Cómo no iba a entenderlo?».

—Gracias. Intentaré solucionarlo todo desde aquí. Te mantendré informada para que vengas en cuanto se la lleven de casa.

—Por favor. Quiero estar allí.

—No te preocupes, estarás la primera, como quería Paula.

Colgué llena de una rabia y una impotencia que impedían que saliera una sola lágrima de mis ojos y que no dejaban que el aire me llegara a los pulmones. Acostada boca abajo sobre la cama comencé a dar puñetazos a la almohada, cada vez con más fuerza, con más ira, hasta que rompí a llorar desconsoladamente. Creo que pasó un buen rato hasta que me senté, me sequé los ojos e intenté tranquilizarme. Bajé a la cocina como un zombi, llené un vaso de agua con movimientos bruscos y violentos, me lo llevé a la boca y bebí con rabia, mientras una gran cantidad de líquido se desbordaba por las comisuras de mis labios, caminé de un lado a otro con desesperación, pelé una mandarina con agresividad, me comí un gajo, tiré el resto, salí al salón y empecé a andar de un lado a otro sin control. Hasta que me derrumbé en el sofá y me invadió una pena infinita. Me encontraba mal, muy mal y no podía respirar bien. Subí corriendo a mi habitación y me puse el primer vaquero que encontré con una camiseta cualquiera, bajé al garaje, cogí el coche y comencé a conducir sin pensar hacia dónde iba. No sabía dónde estaba yendo, mi cabeza no estaba en el asfalto sino llena de imágenes inconexas que se superponían unas sobre otras y que estaban a punto de volverme loca. Aceleraba, frenaba bruscamente en los semáforos, volvía a acelerar. La extraña conversación que tuve con Paula esa misma tarde volvió a aparecer en mi cabeza. Ahora tenía sentido, ahora todo encajaba perfectamente. Paula me había llamado como tantas otras veces y habíamos empezado a hablar de cosas cotidianas, como siempre solíamos hacer, de lo que habíamos hecho ese día, de lo que haríamos al día siguiente, de mis hijos, de su madre… pero de pronto dijo algunas frases que me sorprendieron:

—Quiero darte las gracias por haber sido mi amiga todo este tiempo, ha sido la mejor época de mi segunda vida —dijo con una seriedad que me desconcertó.

—Yo también quiero darte las gracias a ti, Paula. Soy feliz compartiendo contigo nuestras cosas —repliqué yo queriendo corresponderla.

—Por favor, Lucía. No te olvides nunca de mí.

—¿Por qué dices eso? ¿Cómo voy a olvidarme de ti? —Sus palabras me sobrecogieron, a pesar de que en ese momento no entendía lo que quería decir.

Después lo entendí. Se estaba despidiendo. ¿Era posible que ella fuera capaz de intuir que ya había llegado su final?

Después de varias vueltas el coche se paró en un lugar conocido, lo hizo solo, sin que yo le diera la orden. «¿Por qué he parado aquí?». Bajé despacio pero con seguridad, como si alguien me estuviera guiando, incluso tuve la sensación de que me estaban llevando de la mano. Estuve unos segundos parada delante de la casa y luego llamé al timbre. Todas las veces que había estado allí había dicho lo mismo: «¡Qué casa tan bonita!» y a continuación: «Aunque un poco grande para una sola persona». Volví a pensarlo ese día también y a recordar la respuesta: «Me gusta tener espacio en mi propia casa. A veces quiero estar al aire libre, por eso me gusta tener un jardín, otras veces me apetece estar junto a la chimenea y siempre necesito tener amplitud. Pero también creo que algún día viviré en ella con la persona adecuada». Me observaron con la cámara y la puerta de la entrada se abrió. Él salió de la casa y se dirigió hacia mí algo aturdido. Estaba increíblemente atractivo en pijama, despeinado y desconcertado. Noté que, según se iba acercando, iba asumiendo que yo estaba allí, de madrugada, y que sólo podía haber una razón para ello. No dejábamos de mirarnos, él estaba ansioso y yo paralizada. Continuó caminando mientras yo permanecía inmóvil y cuando estuvimos juntos me abrazó con fuerza.

—Bienvenida —dijo con su irresistible sonrisa, separándose ligeramente para mirarme a los ojos. ¡Cuánto había echado de menos esa sonrisa!

Sonreí yo también y me besó los labios con ternura, acariciándome la cara, los brazos, todo el cuerpo. Volvió a besarme una y otra vez, con más pasión, con más deseo. Yo le correspondía y sentía que mi rabia se extinguía con los besos.

—Había empezado a perder la esperanza —susurró recorriendo mi cuello con su boca.

De nuevo frente a frente me taladró con sus ojos azul marino.

—Paula acaba de fallecer —le dije buscando su consuelo.

Nos miramos fijamente unos segundos y mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Entremos en casa. —Con su brazo sobre mi hombro me ayudó a caminar.

Nos sentamos en el sofá y con mi cabeza sobre su pecho le hablé de mi relación con Paula. Él sabía que nos apreciábamos, pero no tenía ni idea de la gran amistad que habíamos llegado a tener, de la paz que nos dábamos la una a la otra, del alivio que sentíamos cuando estábamos juntas, de lo reconfortantes que eran nuestras conversaciones. Le conté su deseo de que él y yo acabáramos juntos y cuántas veces había intentado convencerme de que le llamara, le hablé de lo triste que me sentía por que ella no pudiera ver que lo había hecho, como me había pedido.

—No te preocupes. Lo verá —dijo mientras levantaba mi cara con sus manos para besarme. Fue un beso largo, seguido de otro más largo y otro más. Me tumbó sobre el sofá, nos desnudamos e hicimos el amor con una pasión que yo no recordaba haber tenido nunca. Paula tenía razón, eso era lo que yo quería.

Alberto y yo fuimos juntos al entierro, como una pareja. Quería que fuera lo primero que Paula viera allí donde estuviera.