Manuel no dejaba de suplicarme que quedáramos, quería hablar conmigo directamente y no a través de nuestros abogados, como solíamos hacer últimamente. Yo siempre le negaba esa posibilidad porque quería evitar discusiones y pasar malos ratos, pero un día logró convencerme. Me pidió venir a casa porque quería hablar en un sitio agradable «con un gin-tonic en la mano», según sus propias palabras. No sabía él el rechazo que me producía a mí su estimado gin-tonic. No acepté su propuesta para que quedara claro que nos habíamos separado, que ahora cada uno tenía su propia vida y que yo no quería que se produjera ninguna duda al respecto, ninguna confusión, ni ninguna falsa expectativa. La casa que un día fue de los dos era ahora «mi» casa, al menos hasta que los niños fueran mayores de edad, y, en lo que a mí concernía, lo único que hacía que tuviéramos que seguir hablando el uno con el otro eran los hijos que teníamos en común. Por eso quedamos un domingo por la mañana en una cafetería cercana a casa, que fue lo más frío que se me ocurrió. Cuando llegué, él ya estaba esperándome. A pesar de haberle visto varias veces desde que no vivíamos juntos, cada vez que nos encontrábamos de nuevo me impresionaba su aspecto y ese día volvió a pasarme lo mismo. Me produjo una sensación horrible, había adelgazado mucho, su cara estaba pálida y demacrada, tenía los hombros hundidos y la mirada sombría y gris. La sonrisa que puso cuando me vio entrar me llenó de una inmensa tristeza. Era realmente impactante la imagen actual de un hombre que en otros tiempos había parecido ser un gran triunfador. En cuanto me vio se levantó y me saludó muy ceremonioso. Ese gesto también hizo que me invadiera una gran pena. Todo en él me provocaba una cierta congoja, pero ninguna duda respecto a la vida que yo quería llevar, una vida en la que él sólo intervendría lo mínimo imprescindible.
—Estás muy guapa —me dijo en cuanto nos sentamos.
—Gracias —dije con rapidez mirándole interrogativamente, haciéndole ver que quería acabar cuanto antes con los preliminares. No éramos amigos, no habíamos quedado para pasar un rato agradable, sólo quería oír lo que tenía que decirme y resolver lo que hubiera que solucionar. Me había preparado para esa cita, quería estar fuerte y firme, no era mi intención hacerle daño, pero no quería transmitir ni un solo signo de debilidad frente a la situación. Sólo había dos cosas de las que podía querer hablarme, de las condiciones que legalmente habíamos pactado en nuestra separación o de nuestra relación. Sería muy extraño que quisiera hablar de un cambio de condiciones porque no habíamos tenido ningún problema con el reparto de los niños y, económicamente, todo se había analizado después de que Manuel dejara de trabajar en Carter and Robinson, es decir, teniendo en cuenta que ya no recibiría los ingresos que hasta entonces había estado obteniendo, por lo que, en este sentido, únicamente podría producirse un cambio a mi favor, en caso de que Manuel hubiera encontrado un nuevo trabajo, y no me imaginaba sentada frente a mi ex marido para que me dijera que a partir de ese momento me iba a pasar más dinero del acordado. En cualquier caso, este punto no había sido objeto de grandes conflictos entre nosotros ya que, afortunadamente, habíamos ganado suficiente dinero como para hacer un patrimonio que nos permitiría tener cubiertas todas nuestras necesidades. Así que lo más probable era que de lo que quisiera hablar fuera de nuestra relación. Yo sabía que estaba pasando un momento muy malo, se encontraba muy solo y había perdido todo lo que tenía, su trabajo, a su mujer y a su amante, y eso debía ser muy duro para él.
—Lucía, creo que debería volver a casa.
No me había equivocado, quería hablar de nosotros. Le miré en silencio a modo de respuesta.
—Sé que no tienes una relación seria con nadie y creo que eso quiere decir que no ha funcionado lo que tuvieras con quien fuera. Yo sería capaz de perdonarte —«¿cóóóóóómo?»—, puedo entender que hayas tenido un momento de confusión y hayas creído que podías sentir algo por alguien, somos mayores y nos gusta creernos capaces de seguir levantando pasiones. —«¿Eso fue lo que te pasó a ti con Marina? ¡Qué triste!»—. Fuiste honesta conmigo y creo que eso merece que yo haga el esfuerzo de olvidarlo. —«Ya. Supongo que eso quiere decir que como tú no has sido honesto conmigo yo no tengo que hacer el esfuerzo de olvidarlo, ¿me equivoco?»—. He estado pensando y… no sé, he llegado a la conclusión de que quizás no te atrevías a pedirme que volviera después de haber fracasado con una relación por la que habías apostado. —«¿Pero cómo se puede tener tanta cara?»—. Por mi parte borrón y cuenta nueva, Lucía —dijo en un tono tranquilo y con una sonrisa, haciéndose el que me quería tranquilizar y alargando la mano para intentar coger la mía, pero yo la aparté rápidamente para que no me tocara.
Me parecía increíble su cinismo. Hablaba de honestidad y seguía sin confesar su relación con Marina. Su amor propio se sintió dañado cuando pensó que le había dejado por otro hombre, pero aprovechó la situación para sacarle partido y mantuvo la arrogancia que le caracterizaba. El tono autoritario que siempre le había acompañado había desaparecido, había que tener en cuenta que, a sus ojos, era yo quien le había dejado por otro hombre y que, además, había perdido todo lo que antes le había hecho sentirse poderoso, pero, incluso en la situación actual, trataba de mantenerse altivo.
—Lo siento, Manuel —repliqué a su propuesta—. Es verdad que no tengo ninguna relación seria, pero ya sabes que yo soy de las que piensa que cuando alguien es capaz de fijarse en otra persona que no es su pareja, es porque algo no funciona. Por eso creo que si yo me llegué a fijar en alguien es porque algo entre nosotros no funcionaba y ese es el motivo por el que tú y yo no estamos juntos.
Por supuesto que Jaime no había sido ni mucho menos el motivo de nuestra separación pero él creía que sí y yo le seguí la corriente. En aquellos momentos, además, Jaime estaba desapareciendo gradualmente de mi vida, con la misma naturalidad con la que había desaparecido hacía veinte años. ¿Me habría traicionado también entonces y nunca llegué a enterarme?
—¿Pero qué estás diciendo? ¿Qué era lo que no funcionaba? —Su tono se volvió algo agresivo, pero al ver que yo me echaba hacia atrás le dio miedo que no quisiera quedarme más allí y cambió completamente de táctica, intentando que me compadeciera de él.
—Lucía, por favor, te echo de menos. No sé vivir sin ti. Te quiero. Eres la mujer de mi vida. Siempre lo has sido.
«¡Ah! ¿Sí? Pues has tenido una estupenda manera de comportarte con la mujer de tu vida».
—Sin ti estoy perdido, Lucía. Desde que no estás a mi lado me he quedado sin trabajo y sin amigos.
Eso era verdad, pero yo no había tenido nada que ver.
—No puedes imaginarte lo duro que ha sido salir de Carter and Robinson, después de lo que he dado por ese bufete. Me he dejado la piel en él. ¿Y a que no sabes quién fue el principal causante de que se tomara esa decisión? —preguntó mirándome con cara de «no te lo vas a creer».
Yo le miré fingiendo que me iba a sorprender la respuesta y continuó:
—Severiano —dijo con rabia asintiendo con la cabeza—. Sí, él mismo. Increíble, ¿verdad? Nunca sabes hasta dónde puede sorprenderte alguien. Ese hombre, al que todos llamaban mi protector, al que yo me he entregado en cuerpo y alma, anteponiendo sus deseos a todo, incluyendo mi propia familia. Ese hombre, que un día truncó tu carrera en Carter, a lo que yo cerré los ojos. Ese hombre me ha apuñalado por la espalda. ¿Cómo no me di cuenta de que quien lo hace una vez lo puede hacer mil veces? ¿Cómo no vi que también podía sucederme a mí?
—Las peores traiciones son las de aquellos en quienes más confiamos —dije, esperando que se sintiera identificado en su traición.
—Tienes toda la razón —confirmó él, sin ningún indicio de culpabilidad.
«¿Cómo era posible que no se diera por aludido con mis comentarios?».
—Quiero enseñarte algo que me ha enviado tu gran amigo.
Saqué una carta de mi bolso y se la entregué. Estaba escrita a mano. Manuel la cogió y la leyó en voz baja:
Querida Lucía:
Quiero pedirte disculpas. Nunca me he portado bien contigo, al contrario, sé que te he hecho mucho daño con mi comportamiento, pero tu discreción, integridad y amor por tu familia han jugado a mi favor haciendo que no me reprocharas nunca nada, cuando estabas en tu pleno derecho a hacerlo. Podrías haber actuado contra mí, eres abogada, y muy buena, y si hubieras denunciado tu caso lo habrías ganado con total seguridad, pero pensaste que lo mejor para tu marido era pasar página y renunciaste a tu carrera para impulsar la suya. Sin embargo, él no ha sabido conservar la envidiable familia que tenía, una familia por la que todos hubiéramos dado la vida y que él ha dejado que se perdiera. Manuel no es inteligente y ese es uno de los motivos por los que no puede estar en Carter and Robinson. En este bufete sólo trabaja gente brillante como tú, Lucía, y por eso quiero que sepas que estaríamos encantados de que volvieras a formar parte de nuestro equipo. Te ruego que lo consideres, estoy seguro de que podremos concederte lo que nos pidas.
Por favor, acepta mis disculpas. Sé que es tarde pero no quería que pasara más tiempo sin pedirte perdón y decirte lo equivocado que estaba.
Contamos contigo, Lucía.
Recibe un cariñoso abrazo,
Severiano Fuentes
Manuel tragó saliva. Sin levantar la cabeza continuó con su estrategia, intentando que sintiera pena por él:
—Estoy tan solo, Lucía. He perdido a todos mis amigos.
—¿A qué amigos?
Manuel no tenía amigos, sus relaciones se basaban en el trabajo, cuanto más podía alguien aportarle profesionalmente, más se acercaba a él, pero con la misma facilidad se alejaba cuando ya no tenía nada que ofrecerle. Nunca lo había pensado, fue en ese momento cuando me di cuenta de que no tenía a nadie con quien quedar, con quien charlar un rato, a quien llamar, alguien con quien sentirse cómodo y relajado, alguien con quien poder desahogarse. Nunca se había dado cuenta de lo que era realmente importante en la vida, estaba demasiado ocupado mirándose su propio ombligo.
—Pues a mis relaciones, a Severiano, a…
—¿A Marina?
—¿Qué? ¿Por qué dices eso?
—¿Tú por qué crees que digo eso?
Manuel trató de sostenerme la mirada, pero no aguantó más de unos segundos. Abatido, preguntó:
—¿Lo sabías?
—Sí.
—¿Desde hace cuánto?
—Poco. He sido la última en enterarme. La más idiota.
—No, Lucía, por favor. No digas eso. Fue algo… sin importancia… no sé cómo empezó y… no supe cómo ponerle fin… pero… Marina no ha significado nada para mí.
—Entonces, ¿a ella también la engañabas?
—¿Cómo dices? —Manuel estaba un poco torpe mentalmente, parecía que le costaba seguir la conversación. Quizás se hubiera tomado algo.
—Que tú sí has significado algo para ella. Lo suficiente como para querer que fueras el padre de sus hijos.
—¿Has hablado con ella de esto?
—Eso ya da igual, Manuel.
Pareció darse cuenta de que yo no pensaba hablar de lo que no quisiera y volvió a su estrategia para intentar convencerme.
—Déjame volver a casa, Lucía, y te prometo que voy a poner todo de mi parte para que podamos ser felices.
—Pero yo no.
—No me importa que me lo pongas difícil. Lucharé con todas las armas que pueda. Nadie te conoce como yo y nadie conseguirá hacerte más feliz que yo.
—Espero que sí.
Me levanté, dando por finalizada la conversación y me despedí.
—Adiós, Manuel.
Me di media vuelta y comencé a andar hacia la salida, mientras escuchaba su desolada voz diciendo:
—Por favor…