Tenía que dejar a mi marido cuanto antes, la conversación con Isabel me hizo querer darme prisa por solucionar las cosas porque tuve una desagradable sensación de miedo al pensar en el tipo de hombre que vivía en mi casa, con mis hijos, y al que ya no conocía en absoluto. Además, prefería hablar con él antes de que le despidieran de Carter, porque mi decisión no tenía nada que ver con su despido y quería que él lo tuviera bien claro, por eso yo debía adelantarme a que eso sucediera para evitar que él pudiera relacionarlo.
Le mandé un escueto mensaje a su Blackberry: «Tenemos que hablar. ¿Puedes esta noche?». Estaba segura de que el mensaje le había sorprendido porque nunca había enviado nada parecido, tan directo y tajante, y también estaba segura de que no se imaginaba ni por lo más remoto de lo que se trataba. «Pues claro. ¿Qué es lo que ocurre?», contestó. «Luego hablamos», respondí.
Manuel entró en casa con un gesto que no sabría cómo describir. ¿Decepcionado? ¿Preocupado? Pero la cara que traía no se debía a lo que pudiera pensar que yo le iba a decir, lo que leí en ella fue que algo le había pasado fuera de casa. ¿Habrían hablado con él ese mismo día en Carter? No debía darle opción a que me contara nada, yo tenía que ser la que iniciara la conversación. Me senté en el sofá mientras él se preparaba un gin-tonic (de G’Vine con el zumo del limón exprimido, ¡ja!) y cuando se sentó frente a mí me miró con una extraña mezcla de soberbia y humildad que nunca antes le había visto.
—¿Y bien? —dijo un poco a la defensiva debido a la seriedad que se había creado en el ambiente al haber «quedado para hablar» y al haber pasado él, por lo que parecía, un mal día.
Había estado dando muchas vueltas a cómo decírselo. Se me ocurrieron varias formas y, al final, me decidí por la que pensé que le haría más daño, quería que se sintiera tan despechado como él me había hecho sentir a mí. Todas las personas, en general, tenemos nuestro orgullo y Manuel, en particular, era altivo y arrogante, por lo que un golpe en su ego sería de las cosas que peor llevaría.
—Creo que… —No era fácil lo que tenía que decir al que había sido mi marido durante tantos años, por eso, y porque no era necesario montar un escándalo, mi tono era suave, pero seguro porque mi decisión era muy firme— me estoy enamorando de otra persona.
La cara de Manuel fue de absoluta perplejidad.
—¿Cómo diceeeeeees? —preguntó arrastrando la «e» e inclinándose hacia mí completamente desconcertado.
No contesté. Lo había oído, sólo necesitaba tiempo para asimilar la noticia. Le miré fijamente para que pudiera acabar de comprender lo que le estaba contando.
—¿Quién es él? —dijo poniendo un toque agresivo a sus palabras. Sabía que eso sería lo primero que le preocuparía, quién era su competencia, el que le había robado algo que era suyo y por el que estaba dispuesta a abandonarle, al que todos verían como un ganador dejándole a él como un perdedor.
—Eso no importa, Manuel.
—¿Estás diciendo que no me importa a quién te estás follando? —Su tono había aumentado el nivel de agresividad.
—No me estoy follando a nadie. Ni siquiera tengo una relación estable ni un proyecto de futuro. Puede que no acabemos juntos y que pasado mañana dejemos de vernos, pero esto es lo que siento ahora y quería decírtelo antes de que pasara nada porque no quiero serte infiel. —Me incliné hacia él y, mirándole muy fijamente, le dije—: ¿Lo entiendes, verdad? Yo preferiría que tú fueras sincero conmigo antes de serme infiel, ¿no crees que así son mucho mejor las cosas?
Este comentario le dejó sin palabras y aproveché para continuar con un: «Lo siento, yo no lo he buscado, ha surgido, son cosas que pasan, los sentimientos no se pueden controlar…», y volví a recalcar:
—No quiero llevar dos vidas paralelas, no sería justo para ti. Eres el padre de mis hijos y te mereces un comportamiento noble y limpio por mi parte.
Volví a desarmarlo y por un momento se mantuvo callado, pero enseguida se levantó y empezó a andar con nerviosismo y a gritar muy enfadado. «¿Por qué? ¿Por qué?», preguntaba una y otra vez; yo seguía en mi línea, muy tranquila, y él gritaba cada vez más. Me sorprendió darme cuenta de que no me dolía verle sufrir y que no me molestaba nada de lo que decía, a pesar de que de su boca salieron muchas cosas para hacerme daño, incluso insultos muy duros, y que se iba poniendo cada vez más fuera de sí. De repente se sentó bruscamente en el sofá, se tapó la cara con las manos y, suavizando muchísimo el tono, cambió de estrategia diciendo cosas del tipo: «Por favor, no me dejes… Te necesito… No puedo vivir sin ti… Te perdono todo, me da igual lo que hayas hecho…». Su voz era desesperada pero siguió sin darme ninguna lástima. «¿Qué te parece si vamos a un psicólogo? Dicen que eso funciona… Cariño, por favor, te quiero…». Pero yo ya no me creía nada, me daba igual lo que hiciera o dijera, mi vida ya no estaba junto a él y así se lo hice saber. La decisión estaba tomada: teníamos que separarnos.
—Ahora deberíamos dejar reposar esto —dije para finalizar—. Es demasiado intenso para concentrarlo en una única noche.
Al día siguiente fui con Jaime a otra de sus cenas, sintiéndome completamente libre y sin necesidad de justificarme ante nadie. Me había pedido que le acompañara a un acto benéfico organizado por una fundación que luchaba contra las cardiopatías infantiles y Beatriz, una de las directivas de una de sus empresas, cuyo hijo había fallecido de una enfermedad cardiaca y colaboraba con esa fundación, le había pedido que asistiera. Me dijo que me gustaría y que congeniaría muy bien con ella porque las dos éramos mujeres solidarias a las que gustaba ayudar a la gente. No sé por qué pero no me gustó la forma de decirlo, percibí un toque despectivo en su tono, pero traté de olvidarlo porque pensé que, con toda probabilidad, había sido fruto de mi imaginación.
El acto tenía lugar en el hotel Palace. Se trataba de un cóctel y los invitados charlaban animadamente entre ellos, unos de pie y otros sentados. Todos iban elegantemente vestidos, las mujeres con trajes largos y los hombres con corbata o esmoquin y se percibía claramente que eran gente acomodada, lo cual era bastante lógico teniendo en cuenta que lo que se pretendía era recaudar fondos para la investigación.
Jaime me presentó a Beatriz en cuanto pudo. Tenía razón, enseguida conectamos y disfrutamos mucho compartiendo nuestras experiencias. Sin embargo, me pareció que él se aburría con nuestra conversación e inmediatamente buscó una excusa para ausentarse:
—Perdonadme, voy a saludar. Vengo enseguida.
Por un momento pensé que estaba empezando a coger manía a Jaime, que la percepción de un tono que no me gustaba y la sensación de que se aburría se debían únicamente a que mis sentimientos por él no eran sólidos y se estaban desmoronando, pero decidí dar una vuelta a ese tema más tarde. Ahora estaba con Beatriz y quería prestarle toda mi atención porque me parecía una mujer muy interesante.
Nosotras continuamos hablando sentadas en unas cómodas butacas alrededor de una pequeña mesita, en uno de los rincones de la sala. Al coger la copa que me habían servido y llevármela a la boca, mi mirada se dirigió hacia la puerta de entrada y ya no volvió a separarse de ella. Beatriz seguía hablando pero yo ya no la escuchaba, mis cinco sentidos estaban sobre aquel hombre insoportablemente atractivo que miraba hacia la ventana con las manos en los bolsillos.
—Tengo que… voy a… ahora mismo vuelvo —le dije a Beatriz a modo de disculpa, y la dejé plantada con la palabra en la boca.
Me levanté y caminé hacia él con un nudo en el estómago y las piernas tan flojas que por un momento creí que iba a caerme, tratando de pensar en alguna forma de hacerme la encontradiza. En ese momento él se giró y, al verme, sonrió con esa sonrisa irresistible que tanto había echado de menos. Intenté que pareciera casualidad que me encontrara a su lado y que no había salido a su encuentro.
—¿Qué haces aquí? —pregunté y noté que me temblaba la voz.
—Esperando —contestó Alberto, mirándome con profundidad y creándose uno de nuestros momentos azules.
Yo no podía apartar mi mirada de la suya y no encontré nada que decir porque estaba plenamente concentrada en buscar los posibles significados de su respuesta: «Esperando». Y deseé con todas mis fuerzas que lo que él había querido decir fuese lo que yo había querido entender.
Para llenar el silencio que se había creado y dar una respuesta más concreta a mi pregunta, continuó:
—En realidad, estoy bastante relacionado con el mundo de las fundaciones. De hecho, presido una —dijo irónicamente.
No dejaba de sonreír y mirar de esa forma seductora que siempre me había desarmado.
—Lo sé, aunque últimamente no se te ve mucho por allí. —Nada más decir esto, me arrepentí porque parecía una recriminación y yo no podía reprocharle nada. Antes de nuestro viaje a Valencia él solía pasar por la fundación al menos un par de mañanas a la semana y trataba de organizarse para que de vez en cuando pudiéramos comer juntos, pero desde entonces no había vuelto a hacerlo y, aunque me dolía, no podía reprenderle por ello.
—Me he pasado a la jornada de tarde —dijo en un tono suave, pero la tensión sensual seguía creciendo—. Estoy mayor y debo cuidar mi corazón, y a él le va mejor ese horario.
En ese momento llegó Jaime y maldije mi suerte por haber ido acompañada y no poder compartir a solas esa noche con Alberto y rogué con todas mis fuerzas que, al menos, no me besara. Afortunadamente no lo hizo, pero me cogió de la cintura a modo de introducción en nuestra conversación. En ese preciso instante mi percepción de Jaime cambió radicalmente; siempre me había parecido un hombre atractivo y con muy buena pinta pero, de repente, le vi diminuto, feo y patán.
—Alberto Betancourt —dijo, presentándose a sí mismo y ofreciendo su mano a Jaime, al ver que yo estaba ensimismada. Yo estaba completamente bloqueada al tener a Jaime y a Alberto a mi lado, uno enfrente del otro, mientras seguía analizando el significado de la palabra «esperando».
Después apareció una mujer alta y guapa, aproximadamente de mi edad, y sonriendo a Alberto dijo:
—Ya estoy aquí.
Alberto nos la presentó a Jaime y a mí. No recuerdo su nombre, porque en ese momento tuve que compartir con ella «mi» respuesta, «esperando», y estaba abstraída imaginándome que la empujaba con brusquedad hacia la salida para hacerla desaparecer de allí. Volví a la realidad y agradecí de todo corazón haber ido con Jaime.
Después de las presentaciones nos separamos y volví a sentarme con Beatriz, mientras Jaime iba y venía saludando a unos y otros; pero yo no podía dejar de pensar en Alberto y su acompañante y les buscaba disimuladamente con la mirada todo el rato. En ningún momento le vi besándola, abrazándola, ni siquiera tocándola, y me agarré a eso para llegar a la conclusión de que aquella mujer no formaba parte de su vida, aunque yo sabía que eso era un deseo, pero no tenía la certeza de que fuera una realidad. En alguna ocasión me pareció que él también me buscaba, pero eso también podía ser una falsa ilusión.
Poco después Alberto se marchaba y antes de irse se acercó para despedirse:
—Estás preciosa —me susurró al oído mientras me daba un beso en la mejilla para que nadie pudiera escucharle y esas palabras fueran sólo nuestras. Después continuó en un tono normal y dijo con su enloquecedora sonrisa—: Me ha gustado mucho encontrarte, Lucía. Espero volver a verte muy pronto. —Su voz era dulce y su mirada azul marino no se despegaba de mis ojos, pude apreciar que tanto Beatriz como la acompañante de Alberto estaban ligeramente incómodas ante la tensión sexual que se había creado.
Una vez en casa volví a plantearme lo que estaba haciendo con mi vida. ¿Por qué salía con Jaime si la única persona en la que pensaba a todas horas era Alberto? ¿A quién pretendía engañar? Tenía que ser coherente conmigo misma y honesta con los demás, no debía hacer yo con Jaime lo mismo que Manuel había hecho conmigo.
La primera persona a la que le conté que me iba a separar de Manuel fue Paula. En nuestro habitual punto de encuentro le relaté de principio a fin toda la conversación que había tenido con él hacía un par de días. Estuvimos cogidas de la mano todo el tiempo. A ella no le sorprendió nada porque sabía que antes o después tenía que pasar y le gustó que le hubiera dicho que me había enamorado de otro.
—Se lo merece —dijo—. Es la mejor forma de que se entere del daño que puede producir lo que él lleva haciendo desde hace años. Además, no le has mentido, es verdad que estás enamorada de otro hombre.
—Te equivocas —le repliqué—. Voy a intentar alejarme de Jaime porque no quiero seguir adelante con él.
—Ya lo sé. No me refería a Jaime.
—¡Ya estamos! —dije sonriendo, porque en el fondo me encantaba que Alberto apareciera en nuestras conversaciones, me gustaba tenerle presente de una forma u otra.
—Pues sí. Ya estamos.
—Las relaciones son cosa de dos. Si uno de los dos no quiere, no funcionan. Y Alberto no quiere.
—¡Pero qué pesada! ¿Cómo puedes decir eso?
—Por la infinidad de llamadas suyas que recibo, por la cantidad de mensajes que me envía, por todos los e-mails que manda que me bloquean la dirección… ¡hasta el buzón de mi casa está desbordado con sus cartas! —contesté irónicamente.
—Tú estás loca por él y tampoco llamas, ni envías mensajes, ni e-mails, ni nada.
«¿Por qué Paula siempre tenía razón?».
—No es lo mismo.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—No te entiendo, Lucía. ¿Vas a resignarte a no ser feliz por no coger un teléfono?
—No pienso llamarle.
—Pero ¿por qué? —preguntó, casi suplicando.
—Porque debería llamar él. Es lo normal.
—Lo normal está muy sobrevalorado.
—No tengo valor, Paula —dije con aflicción, dejando a un lado el tono jocoso con el que hablábamos normalmente. Esa era la realidad. Y me dolía.
Le conté muy brevemente el encuentro de la noche anterior y el terror que me producía pensar que había otra mujer en su vida, pero ella no le dio ninguna importancia al hecho de que fuera acompañado a esa cena y trató de convencerme de que esa mujer no supondría ningún impedimento en nuestra relación y de que todo lo que pudiera pasar estaba en mis manos.
—Llámale, Lucía. Él te está esperando.
Mi principal temor respecto a la separación de Manuel eran mis hijos. Le había pedido al que todavía era mi marido que se lo explicáramos todo los dos en un tono suave y conciliador para que la ruptura fuera para ellos lo menos traumática posible, pero Manuel no estaba reaccionando bien y seguía sin asumir que entre nosotros todo había terminado definitivamente; no podíamos cruzar dos palabras sin que me insultara y siempre hablaba en un tono agresivo y ofensivo. Yo me había preparado para intentar que no me afectara su comportamiento porque desde el principio sabía que él respondería de esa manera, pero lo que realmente me daba miedo era lo que pudiera contarle a los niños.
—¿Y cómo quieres que se lo digamos? —preguntó Manuel en el tono amenazador que tanto utilizaba últimamente—. ¿Cómo se dice en un tono suave y conciliador que su madre se está tirando a otro hombre?
Quizás me había equivocado, quizás mi deseo de hacer daño a Manuel podría perjudicarme ante mis hijos, quizás no tenía que haberle dicho que podría haber alguien más en mi vida.
—Su madre no se está tirando a otro hombre, Manuel. Ya te lo he explicado: el único motivo por el que pueden aparecer otras personas en nuestras vidas es porque no hay amor entre nosotros —argumenté, mirándole fijamente a los ojos y tratando de que se identificara con estas palabras—. Y esa es la razón por la que no debemos seguir juntos.
Manuel no podía ser tan cínico como para tratar de parecer ante sus hijos el hombre bueno al que su mujer había hecho un desgraciado porque antes o después se descubriría que era él el que me había sido infiel con mi mejor amiga, la madrina de mi primera hija, a la que había llamado Marina en su honor.
—Será mejor que se lo cuentes tú —continuó gritando—. Yo soy incapaz de mentir.
«¿Perdonaaaaaaaa?».
Y eso fue lo que hice. Hablé con ellos yo sola. Con un nudo en la garganta y un miedo terrible a no saber explicárselo de la manera más conveniente, con la preocupación de que no pudieran comprender que entre Manuel y yo se había acabado el amor pero que todo seguía igual respecto a ellos y con el temor de pensar que pudieran sentirse culpables o desorientados. Y, sobre todo, tenía pánico de que mi relación con ellos pudiera verse afectada. Educar a mis hijos era lo único que había hecho bien en mi vida y no quería perderlos. Por un momento pensé que no había nada que mereciera la pena lo suficiente como para poner eso en peligro, que había cometido un gran error y que hubiera sido mejor vivir en silencio el adulterio de mi marido. Pero ya era tarde para eso. Senté a mi hombrecito y a mis dos mujercitas frente a mí y les hablé con el corazón, intentando transmitirles todo el amor que sentía por ellos, y descubrí que tenían una madurez que yo desconocía. Manu se colocó entre sus dos hermanas y, cogiéndolas por los hombros, me dijo en tono tranquilizador:
—No te preocupes, mamá. Lo entendemos y te apoyamos.
Marina y Raquel asentían con la cabeza, bastante más asombradas que su hermano.
Las palabras de mi hijo me emocionaron e hicieron que los ojos se me llenaran de lágrimas. Me acerqué a ellos rodeándoles con mis brazos e intentando evitar que las vieran. Nos dimos un gran abrazo los cuatro, mientras les volvía a repetir que su padre seguía estando con ellos igual que yo, que las cosas sólo habían cambiado entre nosotros dos.
Esa noche Manu vino a mi habitación cuando estaba a punto de acostarme.
—No te preocupes, mamá —me repitió de nuevo—. He hablado con las niñas y creo que lo entienden. Seguiré pendiente de ellas.
Lloré de felicidad y pensé que lo único importante eran mis hijos y que tenía mucha suerte con ellos y todo el dolor y la rabia que había sentido últimamente desaparecieron en ese instante.
David venía a la fundación cada vez con más frecuencia con la excusa de tratar temas de trabajo, mientras que Marina había ido dejando de aparecer por allí para no difundir sus escarceos con Tony delante de todos los miembros de Elacourt. Afortunadamente nunca coincidieron los dos a la vez porque no hubiera sido agradable, aunque seguro que cada uno tendría una explicación para el otro de lo más convincente. ¿Por qué seguían juntos? ¿O es que ya no lo estaban? Podrían haberse separado o estar iniciando la separación y que yo no me hubiera enterado porque no estaba al tanto de su vida, ya que mi relación con Marina se había ido enfriando y hacía lo posible por evitarla, lo que me estaba resultando muy fácil al estar ella totalmente volcada en su nuevo amor. No sabía si se daba cuenta de mi actitud ni qué pensaría de ella pero, francamente, me traía sin cuidado.
Una tarde, David se pasó por mi despacho antes de ir a ver a Marta.
—¿Cómo estás, Lucía? —me preguntó mientras me daba dos besos muy cariñoso, como siempre era conmigo.
—Bien, David. ¿Tú cómo estás?
—Bien, gracias.
Se sentó en la silla que tenía al otro lado de la mesa de mi despacho y me miró como si quisiera hablar de algo concreto. Tardó un rato en encontrar la forma de comenzar.
—Me he enterado de que ya no vives con Manuel.
Empecé a pensar en qué le diría cuando me preguntara qué había pasado. ¿Debería decirle la verdad y que él se enterara de paso de la parte que le tocaba? ¿O para él sería mejor no saber nada?
—Pues no, es verdad.
—¿Estás bien, Lucía?
—Sí, muy bien, David.
Parecía que estaba buscando las palabras que quería utilizar y volvió a mirarme como lo había hecho antes de iniciar la conversación. Le estaba costando mantenerla.
—Ha sido una decisión difícil, ¿verdad?
No contesté, le miré fijamente a los ojos como respuesta.
—Has tardado mucho tiempo en tomarla pero me alegro de que, por fin, lo hayas hecho —continuó.
—¿Perdona?
—Bueno… lo que quiero decir es que… tú y yo llevamos mucho tiempo soportando la relación de Manuel y Marina y que… en fin, que ya era hora de que alguien hiciera algo.
—¿Quéééé? —grité completamente asombrada.
David palideció de pronto y su cara se desencajó.
—No me digas que no… ¿No sabías que Manuel y Marina…? No puedo creerlo. Dime que lo sabías.
—Sí lo sabía.
—¡Uf! ¡Menos mal! Por un momento pensé que era yo quien te lo estaba descubriendo —dijo, relajándose.
—Pero hace muy poco que me he enterado. No «llevo mucho tiempo soportando…» eso que has dicho.
En ese momento fue David el que me miró completamente asombrado.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes tú? —pregunté.
—Bastante, la verdad —contestó con cuidado. David era muy prudente y no quería hablar más allá de lo que yo sabía. Estaba claro que no iba a ser él mi fuente de información.
—Y… pero… ¿cómo has podido vivir así?
—No sé… supongo que por comodidad, por miedo a quedarme solo… Era lo más fácil.
—¿Lo más fácil era soportar que tu mujer se tirara al marido de su mejor amiga? —«¡Pobre David! Siempre se había pasado de bueno»—. Creo que tú y yo tenemos un concepto muy distinto de lo que significa «fácil».
—Tienes razón.
—¿Tengo razón? ¿En qué? ¿En que soportar que tu mujer se tire al marido de su mejor amiga no es fácil o en que tú y yo tenemos un concepto muy distinto de lo que significa «fácil»? —Me estaba poniendo nerviosa, pero traté de tranquilizarme porque no quería descargar mi ira sobre él. Si había alguien que no tuviera ninguna culpa de lo que pasaba era David y yo lo sabía, pero a veces tenía muy poca sangre y era demasiado condescendiente.
—En las dos cosas, supongo… —Sonrió tratando de evitar mi enfado.
—Perdona —me disculpé por haber elevado mi tono—. No es mi intención enfadarme contigo. Supongo que todavía no se me ha cerrado esta herida. ¿Cómo has podido aguantarlo, David?
—No sé… Esperando que llegara el viernes…
—¿Qué quieres decir? —pregunté extrañada.
—Vivía esperando que llegara el viernes. Mi único aliciente era saber que te vería cenando, como hemos hecho durante tantos años.
Desde que nos conocimos habíamos cenado juntos casi todos los viernes, aunque lo dejamos de hacer cuando Manuel y yo rompimos y, aunque no había pasado tanto tiempo, parecía como si no lo hubiéramos hecho nunca.
—Ja, ja, ja. Me alegro de haberte ayudado a sobrellevar tu carga —dije, pensando que estaba bromeando—. En serio, David, no soy capaz de explicarme cómo has podido aguantarlo.
—Te he dicho la verdad, Lucía. Siempre me has gustado y siempre he soñado con que tú y yo acabaríamos juntos. Sin embargo, siempre he estado seguro de que Manuel y Marina terminarían antes o después.
—David… —Me estaba dejando perpleja, ¿estaba, de verdad, hablando en serio?
—Lo sé, Lucía. Nunca has tenido ojos para mí. Siempre has estado demasiado pendiente de tu familia. Además… no soy su tipo —dijo sonriendo para confirmar que no me estaba haciendo ninguna proposición.
Yo también sonreí.
—Puede que pensar en ti fuera sólo una válvula de escape de mi situación, pero me mantuvo con vida y eso es importante —continuó—. Ahora he conocido a una mujer maravillosa y soy tremendamente feliz.
Eso era cierto. David siempre había sido una persona decaída y triste, pero cuando conoció a Marta se produjo en él un notable cambio, estaba radiante, sonreía con facilidad, su mirada era alegre y siempre se le veía contento. El amor produce sensaciones maravillosas.
—Me alegro mucho, de verdad. Te lo mereces. —Realmente lo creía.
—Gracias, al final las cosas se ponen en su sitio.
—Sí, es verdad. Pero sigo sin entender cómo has podido vivir así tanto tiempo. Con lo fácil que lo tenías, ambos independientes económicamente, sin hijos… No sé, creo que es mucho más fácil romper en tu situación que en la mía.
—Puede que romper con hijos sea más difícil «burocráticamente», pero yo creo que emocionalmente es más fácil. Tú ahora llegas a tu casa y tienes a tres preciosidades esperándote con una sonrisa, dándote la energía necesaria para salir adelante, tienes a alguien a quien dedicarte y a alguien que se dedica a ti. Yo estoy solo, Lucía. Y eso es muy triste. A mí no me gustan las casas vacías.
—Ya. Te entiendo. —«Cuántas maneras hay de ver las cosas», pensé—. Aunque no creo que Marina llenase mucho tu casa porque siempre estaba fuera.
—Sí, eso es verdad. Puede que sea más psicológico que otra cosa.
—¡Qué tonta soy! ¿Cómo he podido estar tan ciega? —No dejaba de preguntármelo una y otra vez.
—Seguramente estabas demasiado enamorada.
—¿Tú crees? —Realmente creía que «enamorada» no era la palabra que definía mis sentimientos hacia Manuel, pero mi nueva situación me hacía distorsionar la realidad anterior y ya no tenía claro nada de lo que pensaba o sentía en el pasado—. Pues es una pena.
—¿Por qué? Eras feliz con lo que tenías. No te reproches nada.
—No puedes imaginarte lo distinta que sería ahora mi vida si yo hubiera sabido esto antes. —Pensé en Alberto, en su viaje a Valencia para verme y en el cambio que había sufrido mi relación con él desde entonces. Podría haberme separado de Manuel muchos años antes y llevar una vida maravillosa con un hombre al que amaba cada vez más.
—La felicidad está ahí, Lucía, esperándote. Sólo hay que saber mirar para poder verla.
Esas palabras parecían salidas de la boca de Paula.
Poco a poco todas mis relaciones se fueron enterando de que me había separado. A Diana se lo había contado por teléfono pero nuestra amistad requería una conversación más extensa y detallada, por eso quedamos una tarde cuando ella acabó de trabajar. Fuimos a Ten con Ten, un local muy de moda cercano al despacho Betancourt y al que solían ir los ejecutivos al acabar su jornada y la gente acomodada. Llegué antes que ella y me senté en una de las mesas altas que había junto a la cristalera que daba a la calle. Enseguida entró Diana, venía especialmente radiante, con una gran sonrisa y un brillo extraordinario en sus ojos. La vi guapísima.
—Estás… espectacular, Diana. ¿Qué ha pasado? ¿Andrés te ha pedido que te cases con él? —pregunté bromeando, sabía de sobra que eso era prácticamente imposible. No podía imaginarme al perpetuo novio de Diana dando ese paso.
—¡Mucho mejor! Alberto me ha propuesto para socia.
—¡Enhorabuena, Diana! Me alegro mucho, de verdad —le dije con el corazón.
—Dice que tengo un noventa y cinco por ciento de probabilidades —continuó.
—Veo que sigue tan prudente como siempre, reservándose un cinco por ciento para quién sabe qué.
—Sí —Diana no podía dejar de sonreír, su cara, sus gestos y todo su cuerpo transmitían una inmensa alegría—, pero él mismo me ha dicho que lo dé por hecho.
—Te lo mereces más que nadie. Desde hace mucho tiempo.
Ella seguía sonriendo y sus ojos brillaban cada vez más. Su piel estaba más tersa y resplandeciente que nunca.
—Hay algo más —continuó.
—¿Qué?
—¡¡¡¡¡¡Estoy embarazadaaaaaaaaaa!!!!!! —dijo gritando, cerrando los puños y los ojos y moviendo alternativamente los pies como una niña pequeña.
—¿Quééééé? ¿De verdaaaaad? No puedo creerlo. —Me abalancé sobre ella y le di un gran abrazo—. Es una noticia maravillosa. Mamá, vas a ser mamá. ¡Es genial!
—Sí, es increíble. Soy tan feliz, Lucía —continuó, mientras me apretaba cariñosamente las manos.
—Vas a ser la mejor madre del mundo.
—Por supuesto.
—Aunque no sé qué tal padre será Andrés, creo que va a necesitar unas cuantas lecciones. No parece que le gusten mucho los niños, ¿no?
—¡Oh! No, a Andrés no le gustan mucho. En realidad no le gustan nada. Pero… él no es el padre.
—¿Quéééééé? ¿Pero qué me dices? —Aquello me sorprendió enormemente, pero me alegró ver que su sonrisa no había desaparecido en ningún momento. Estaba claro que no le importaba lo que le hubiera pasado con Andrés y que estaba viviendo una bonita historia de amor—. Cuenta, cuenta, por favor, no aguanto más. ¿Quién es? ¿De qué le conoces? ¿Cuánto tiempo llevas? ¿Por qué no me lo has contado antes? —pregunté con infinita curiosidad.
—No te enfades, Lucía. Ha sido todo tan rápido que… no he tenido tiempo de nada.
—Pues ahora vas a tener que ponerme al día.
Diana me habló de su nuevo novio, su cara se iluminaba cada vez que decía su nombre «Alejandro es…», «Alejandro tiene…», «Lo que me gusta de Alejandro es que…», «A Alejandro le gusta…». Alejandro por aquí, Alejandro por allá…
—Ha sido muy rápida la decisión del embarazo —comenté.
—Sí, lo sé, pero a nuestras edades tenemos ya muy claro lo que queremos. Alejandro quería formar una familia conmigo y a mí se me pasa ya el arroz, no podemos andar perdiendo el tiempo. Ha sido un flechazo en toda regla y soy muy feliz.
—Es estupendo, Diana.
Realmente me alegraba por ella. Yo siempre había pensado que el hecho de que Andrés no quisiera tener hijos con Diana quería decir que no estaban hechos el uno para el otro. Ella siempre había querido ser madre y, si él no quería ser el padre de sus hijos, algo había ahí que fallaba. Quizás no se querían lo suficiente porque cuando uno está realmente enamorado es capaz de hacer cualquier cosa para hacer feliz a su pareja, por encima de sus propios deseos, es más, lo que a uno le hace realmente feliz es lo que hace feliz a su pareja, pero Andrés no quería ceder para hacer feliz a Diana y ella no quería renunciar a ser madre. Estaba claro que en todos los años que había estado con Andrés no había compartido ni la mitad de lo que había compartido con Alejandro en unos pocos meses. Probablemente Alejandro sí sería el hombre de su vida y podrían ser siempre muy felices. Recordé las palabras de mi amiga Paula: «Lo importante no es cuánto vivas, sino lo que vivas y cómo lo vivas». También podían aplicarse a este caso.
—¿Y Andrés? —pregunté.
—¿Andrés? ¿Quién es ese? —contestó, expresando con total claridad que se había olvidado completamente de él.
Sonreí. La verdad era que me alegraba que hubiera acabado con él porque yo sabía que Andrés no la hacía feliz, sin embargo parecía que Alejandro la había hecho revivir. Nunca la había visto tan resplandeciente como ahora y me encantaba verla así.
Después de hablar durante un largo rato, Diana me cedió la palabra:
—Bueno, ahora te toca a ti —me dijo.
Empecé por el principio, contándole cómo había descubierto la relación de Manuel con Marina, explicándole cómo me había sentido y comentándole mi vida actual. La verdad es que Diana no se sorprendió lo más mínimo de nada de lo que le conté.
—Tú también lo sabías, ¿verdad? —le pregunté.
Diana apretó los labios como respuesta.
—¿Pero cómo he podido ser tan tonta? ¿Cómo he podido ser la última en enterarse?
—No te martirices, Lucía. Estas cosas son siempre así. —Todo el mundo me decía lo mismo, pero a mí no me valía.
—¿Tú crees? —Necesitaba encontrar una explicación—. ¿Cómo te enteraste tú?
—Los descubrí una tarde muy melosos en un local de copas después de trabajar. —Diana había cambiado completamente el semblante y hablaba con tono pausado y serio—. Manuel no me vio, pero Marina sí. Estaban muy juntos y muy cariñosos, pero vosotros cuatro siempre habéis sido grandes amigos, así que me dije que esos gestos podrían deberse al cariño que os tenéis entre todos. Pero precisamente al día siguiente volví a verla porque vino a buscarte a Betancourt y fue su actitud soberbia y despectiva lo que me hizo confirmar mis sospechas. Si ella hubiera seguido comportándose como siempre, probablemente hubiera olvidado lo que vi, pero cambió radicalmente su conducta conmigo a partir de ese momento y eso fue lo que corroboró su infidelidad.
—Así que ese ha sido el motivo por el que os habéis llevado tan mal.
—¡Ajá!
Me quedé sin palabras, tratando de asimilar toda la información que había recibido. El silencio se estaba alargando demasiado y Diana intentó taparlo.
—¿Y no tienes a nadie a tu lado, Lucía? —me preguntó, tratando de desviar un poco la conversación.
—Bueno, hay alguien… pero quiero distanciarme. Ha sido un hombro en el que apoyarme, pero creo que no estoy siendo honesta con él y que no voy a poder darle lo que él quiere. No es el hombre con el que quiero acabar mis días y no es justo que sigamos adelante.
—Pues si te hace feliz sigue hasta que te aburras. Te mereces un buen polvo de vez en cuando.
—¡Qué bruta eres!
—¿Por qué? ¿Es que no tengo razón?
—Seguramente, y probablemente por eso he estado con él, pero empieza a no tener mucho sentido seguir adelante. No quiero hacerle daño porque él se ha portado muy bien conmigo.
De repente, la cara de Diana, que había sido deslumbrante hasta ese momento, cambió y encogió todo su cuerpo para no ser vista por alguien que debía estar frente a ella, aunque alejado, mientras decía:
—¡Oh, Dios mío!
—¿Qué ocurre? —pregunté preocupada.
—Por favor, no te muevas, Lucía. Que no me vea —decía mientras trataba de ocultarse detrás de mí.
—¿Quién? ¿Qué sucede? —No quería mirar hacia atrás para no moverme pero necesitaba saber qué estaba pasando.
—Mr. Baboso. Está aquí, frente a mí. Achuchando a otra víctima.
—¿No me digas? —pregunté con curiosidad intentando girarme para verle sin que Diana saliera de mi campo de cobertura—. ¿Quién es?
—Detrás de ti, con un traje gris, babeando con una mujer vestida de verde —continuó Diana intentando esconderse cada vez más.
—Ja, ja, ja. Estoy deseando conocerle —dije, volviéndome ya completamente para verle.
Mi corazón se dio la vuelta. Al menos eso fue lo que sentí cuando vi a Jaime enfundado en un traje gris muy acaramelado con la mujer vestida de verde. Se miraban, se tocaban, se sonreían. Rápidamente volví a girarme hacia Diana para darles la espalda, ahora éramos las dos las que tratábamos de ocultarnos de él, aunque Diana estaba tan preocupada y concentrada en que no la viera que no se dio cuenta de mi desconcierto.
—Será mejor que nos vayamos de aquí —propuse, aprovechando la inquietud de Diana—. No vamos a poder hablar con comodidad.
—De acuerdo. Vamos. —Ella estaba deseando salir de allí.
Mi cabeza comenzó a circular a mil por hora, llena de pensamientos, imágenes, conversaciones… Ya había vivido esto otra vez y con mucho más dolor. Traté de tranquilizarme pensando que, en el fondo, me estaba haciendo un favor, me estaba ayudando a dejar una relación que no quería tener. Pero, aún así, me habían vuelto a traicionar y me molestaba.