Me las ingenié para que Marina y Tony pasaran una tarde juntos. La relación con Mónica ya estaba acabada y Tony volvía a buscar sangre fresca, mientras la pobre Mónica lloraba por las esquinas y trataba de llamar su atención como fuera. A veces las personas pierden su amor propio cuando se enamoran y el más soberbio llega a humillarse, de una forma que nunca hubiera podido imaginarse, en un acto de desesperación por conseguir al que creen que es el amor de su vida. Eso fue lo que le pasó a Mónica. Se veía que siempre había sido una chica con éxito, a la que no le costaba conquistar al chico que le apetecía y hacer con él prácticamente lo que le diera la gana, hasta que se encontró con Tony, sus formas de auténtico caballero y su maravillosa forma de tratar a las mujeres, mezclada con ese punto de indiferencia por una relación formal, que hizo que se encaprichara con él hasta la enajenación y que hiciera cosas realmente bochornosas. Llegué a sentir por ella verdadera lástima, no sé si se merecía ese sufrimiento. Le costó mucho asumir que no tenía nada que hacer con él, pero cuando Marina empezó a aparecer habitualmente por la fundación se dio por vencida y decidió dejar de sufrir: me suplicó que diera por finalizado su trabajo con nosotros para no tener que volver a verle. Por supuesto lo hice, y estoy segura de que durante una larga temporada no pudo fijarse en ningún otro hombre, por lo que, dentro de mí, estaba tranquila respecto a sus coqueteos con Alberto, que era lo que a mí me preocupaba.
En cuanto a Marina, también tardó muy poco tiempo en caer en las redes de Tony. Su relación con Manuel estaba bastante deteriorada, lo que pude comprobar siguiendo sus conversaciones en soloparamarina@gmail.com que cada vez eran más espaciadas y en un tono más agresivo, por lo que los galanteos de nuestro donjuan llegaron en el momento oportuno para que ella se dejara encandilar. Mi querido Tony nunca tuvo ni idea de cuánto me estaba ayudando, primero con Mónica y después con Marina, consiguiendo mi propósito de que ambas se olvidaran de los dos hombres de mi vida, lo que yo quería por un motivo diferente con cada una de ellas. Además, el hecho de que Marina comenzara a jugar a las adolescentes con Tony hizo que entre nosotras dos se produjera un alejamiento natural absolutamente necesario para mí, ya que dedicó todo su tiempo a conquistar y a disfrutar de Tony, olvidándose del resto del mundo. Así era ella: «Yo, mi, me, conmigo». Pero en esta ocasión su egoísmo me vino muy bien porque lo que yo deseaba era no verla nunca más y que desapareciera completamente de mi vida, pero tampoco me convenía una ruptura traumática de momento, porque aún no quería desenmascararme y destapar ante todos que había descubierto la infidelidad entre mi marido y mi ex mejor amiga.
En la misma medida en que Marina se fue alejando de Manuel, mi marido se fue acercando a mí. Llegaba mucho más pronto a casa que antes, cenaba con nosotros preguntándonos lo que habíamos hecho durante el día y comentando lo que había hecho él, cosa que antes nunca hacía, y sus formas eran amables y cariñosas; estaba claro que se había dado cuenta de que lo único que realmente tenía era su familia. Pero, en lo que a mí se refería, ya era demasiado tarde.
Por otra parte, se produjo una extraña coincidencia. Justo cuando Marina comenzó a pasarse por la fundación con relativa frecuencia, empezó a hacerlo también David, su marido, aunque por suerte parecían ponerse de acuerdo para no encontrarse. Estábamos dando una nueva prestación ofreciendo a nuestros enfermos de ELA un servicio de recogida y traslado a un centro de investigación pionero en rehabilitación y recuperación de estos pacientes y Marta me había pedido que la ayudara a organizarlo. Necesitábamos una empresa de transportes y, por supuesto, recurrí a mi querido amigo David. Sabía que con él podía contar porque siempre había tenido un gran corazón y yo era muy consciente del aprecio que me tenía. A pesar de haber convivido con una víbora, él mantenía intactos sus principios y seguía siendo la misma persona íntegra que había sido siempre. Me preguntaba si él sabría que Marina le era infiel y si yo debería decírselo, pero en ese momento decidí dejar correr un poco más el tiempo. Estas cosas son difíciles de tratar y nunca sabes cómo acertarás, porque hay personas que prefieren saber la verdad, pero hay otras que no quieren saberla. Era muy probable que David estuviera al tanto de todo porque él era muy inteligente, aunque yo también parecía serlo y acababa de enterarme. Tuvimos una primera reunión David, Marta y yo y no se me escapó el feeling que surgió entre ellos. Me pareció absolutamente normal porque ambos eran adorables y no era nada extraño que congeniaran. Pensé que sería bonito que pudiera surgir algo porque me parecía un desperdicio que dos personas tan buenas no tuvieran una pareja o, más bien, que no tuvieran la pareja que se merecían.
El corazón me dio un vuelco cuando vi su nombre en la pantalla del teléfono. Había soñado tantas veces con ese momento que me surgió la duda de si lo que estaba ocurriendo era de nuevo producto de mi imaginación, pero no podía serlo porque cuando soñamos no sabemos si lo que ocurre es real o no, pero cuando no soñamos tenemos absoluta certeza de que lo que estamos viviendo efectivamente está sucediendo. Por eso me di cuenta de que no era una falsa ilusión, no, Alberto me estaba llamando. En los escasos segundos que transcurrieron hasta que descolgué, fantaseé con la conversación que podríamos tener y disfruté imaginando que me llamaba con su tono cálido y suave, ese que utilizaba en los momentos azules, que me decía que me había echado mucho de menos y que deberíamos dejar de perder el tiempo, que cada minuto que pasaba sin que estuviéramos juntos era un desperdicio que no recuperaríamos jamás y que…
—¿Sí? —contesté con rapidez, dándome cuenta, de repente, de que no podía arriesgarme a que colgara pensando que yo no estaba disponible.
—Hola, ¿cómo estás? —Su tono no era azul, pero llegó hasta mi corazón.
«Loca por ti. ¿Cuándo nos vemos? ¿Cuándo nos besamos? ¿Cuándo nos amamos?».
—Hola, Alberto. Estoy bien. ¿Y tú? ¿Cómo estás? —Yo estaba enamorada, y mi voz debía reflejarlo.
—Muy bien, gracias, Lucía…
«Llámame Lucy, por favor, por favor, por favor».
—… Me han dicho que Mónica ha dejado de trabajar en la fundación —continuó.
«¿Me llamas por Mónica? ¿Es ella la que te importa?».
—Sí… —No sabía qué le habría contado ella y por eso prefería escucharle a él antes de decir nada de lo que luego me arrepintiera.
—¿Ha pasado algo? —preguntó—. ¿Algún problema? ¿No estabas contenta con ella?
«¿Por qué te preocupas por ella? ¿Tanto significa para ti?».
—¡Oh! No, no ha pasado nada. A mí me gustaba y nos llevábamos bien. Ha sido ella la que ha tomado la decisión. —Creí que hablar mal de Mónica podría volverse en mi contra.
—Está claro entonces —dijo, pensando en voz alta.
—¿El qué? —No entendía lo que Alberto quería decir.
—Mónica ha dejado Betancourt.
—¿Sí? ¿Por qué? Estaba bien considerada, ¿no? Creía que tenía una buena proyección allí. —Realmente debía haberlo pasado muy mal para tomar esa decisión estando tan bien en Betancourt y me sentí una mala persona al darme cuenta de que yo había sido la que lo había provocado. ¿Tenía derecho a arruinar la vida de los demás sólo porque a mí también me la habían arruinado? ¿Todo vale para conseguir lo que queremos?
—No lo sé. Ya sabes cómo funciona este mercado. Le habrán hecho una oferta mejor en otro bufete —contestó Alberto con tranquilidad.
Me gustó sentir que Alberto no mostraba ninguna inquietud por Mónica, aunque la verdad era que tampoco la mostraba conmigo.
—¿Te causa algún trastorno que se haya ido? —pregunté, y no pensaba sólo en Betancourt.
—En absoluto —contestó con neutralidad—. ¿A ti?
—Tampoco.
—¿Necesitas otro júnior?
—Voy a intentar continuar yo sola. Parece que las cosas se han calmado un poco.
—De acuerdo. Supongo que sabes que si necesitas algo no tienes nada más que pedírmelo —me dijo, cambiando a un tono suave y acariciándome con sus palabras.
«A ti, es a ti a quien necesito».
—Gracias, Alberto.
—Lo que sea.
«Así, sigue así, por favor».
—Muchas gracias.
Hablábamos en un susurro. Se produjo un silencio que a mí me pareció eterno. «No cuelgues, por favor, continuemos hablando».
—Adiós, Lucía.
—Adiós, Alberto.
No podía olvidarme de Alberto. Él seguía estando en todos mis pensamientos. Paula tenía razón, todo lo que yo necesitaba para ser feliz era él. Y ¿qué estaba haciendo yo? Concentrar todos mis esfuerzos en vengarme de mi marido y consolarme con alguien a quien realmente no quería. ¿No estaba yo también engañando a Jaime? Me estaba convirtiendo en lo mismo que estaba despreciando. Yo nunca había sido así, tenía que cambiar mi actitud y utilizar mis fuerzas para conseguir ser feliz, no para hacer infelices a los demás, por mucho que se lo merecieran. Pensar en Alberto era lo que me llenaba de vida y era por él por quien merecía la pena luchar, pero tenía tantas dudas sobre sus sentimientos…
Me sorprendió encontrarme con Isabel a esas horas en el centro comercial ABC de la calle Serrano y, por la cara que puso al verme, estaba claro que ella tampoco esperaba que yo estuviera allí. Ese centro comercial estaba bastante cerca de Carter and Robinson, pero eran las cinco y media de la tarde y se suponía que Isabel tenía que estar trabajando.
—Hola, Lucía. ¿Cómo estás? —preguntó algo agobiada, seguramente por haber sido «pillada» por la mujer de su jefe de compras en horas de trabajo. Isabel llevaba unas bolsas de Party Fiesta, una tienda en la que se vendía todo lo necesario para organizar fiestas infantiles.
—Muy bien, ¿y tú? —contesté intentando transmitirle que no tenía que preocuparse por haber coincidido conmigo mientras se escabullía de sus obligaciones laborales.
—¡Oh! Pues… bien… —Sin embargo ella quería justificarse—. Es que… tenía revisión por la operación de vesícula… y… bueno… he aprovechado para… el sábado celebro el cumpleaños de mi hijo Íñigo y… en fin… —No le estaba resultando fácil—. Lucía, no encontraba el momento de comprar lo que necesito.
—Te entiendo. Yo también he trabajado en Carter and Robinson, ¿recuerdas? —No tenía ninguna intención de decírselo a Manuel y quería que ella lo supiera.
—Espero que sepas guardar un secreto —me dijo con ojos suplicantes.
—Intentaré hacerlo tan bien como tú.
—¿Perdona? —Se quedó boquiabierta con mi comentario.
La miré fijamente intentando transmitirle con los ojos que había descubierto la infidelidad de mi marido y que no tenía que seguir disimulando. Yo tenía muy claro que Isabel lo sabía porque mi marido y ella compartían demasiado tiempo y demasiada información como para poder ocultárselo, lo que ocurría era que ella había estado siempre perfecta en su papel, mirando hacia otro lado. Pero estaba claro que hasta que no se lo comentara con palabras y ella tuviese la seguridad de que yo lo sabía, no hablaría libremente sobre el tema, así que no podía esperar que ella continuara la conversación.
—¿Te apetece un café? —Me pareció que sentarnos a charlar tranquilamente sería la mejor forma de hablar del asunto.
—Me encantaría, pero… —dijo mirando el reloj y poniendo cara de no poder faltar más tiempo al trabajo.
—Creo que puedo guardar dos secretos —comenté para tranquilizarla.
—De acuerdo entonces —contestó, acompañando sus palabras con una gran sonrisa.
Nos sentamos en una de las cafeterías del centro comercial, en la que no había mucha gente y donde podríamos hablar tranquilamente. Isabel me miró fijamente, esperando que fuera yo quien iniciara la conversación.
—Lo sé todo, Isabel —comencé—. Sé que Manuel y Marina tienen… son… —No sabía cómo definir lo que había entre ellos.
—Amantes —aclaró Isabel con rotundidad.
—Sí, eso. Supongo.
Isabel se inclinó hacia mí y me cogió el brazo cariñosamente mientras me miraba con ternura.
—Lo siento, Lucía. Ha sido muy difícil para mí, no sabía qué hacer. No sabía si debía contártelo o no y… no sé, Lucía, no sé qué decir. —Otra vez estaba intentando justificarse conmigo. Isabel y yo habíamos llegado a tener una bonita relación de amistad y por eso se sentía mal con la situación.
Puse mi mano sobre la suya, la que estaba agarrando mi brazo, y le dije con franqueza:
—No te preocupes, Isabel. Sé que no es fácil. Y, en realidad, es un tema ajeno a ti. Es un problema personal. —Apreté ligeramente su mano justo antes de separar la mía—. Has hecho lo correcto.
—¿De verdad? ¿No te importa que yo no…? —Pareció sentirse aliviada con mi comentario.
—En absoluto. Estate tranquila.
—Gracias, Lucía —dijo completamente relajada.
—De nada.
—Y… ¿qué vas a hacer? —me preguntó.
—No lo sé, de momento estoy asimilándolo —contesté.
—¿Y Manuel? ¿Te ha pedido perdón? ¿Está intentando recuperarte?
—No. Todo está igual que antes. Nada ha cambiado.
—¿Nada ha cambiado?
—No a sus ojos.
—Pero… ¿es que Manuel no lo sabe?
—No tiene ni idea.
—¿No sabe que le has descubierto? —preguntó con los ojos enormemente abiertos.
—No. —Me acerqué a ella y en tono confidencial le susurré—: Ahora soy yo la que espera que me guardes el secreto tan bien como tú sabes hacerlo.
—No lo dudes —dijo con determinación.
Y fingiendo indiferencia pregunté:
—¿Lo sabe alguien más?
—Es un secreto a voces, Lucía. —Me miraba fijamente como queriendo informarme de todo lo que se había callado.
—Así que he sido la última en enterarme. ¡Menuda idiota!
—No, Lucía, no te culpes. Estas cosas siempre son así.
—Pero… —No podía creerlo, me parecía mentira—, ¿lo saben en el bufete?
Isabel asintió con la cabeza.
—¿Los socios?
Continuó asintiendo.
—¿Los abogados?
Su cabeza seguía moviéndose de arriba abajo.
—¿Todos? ¿Los júniors, los séniors, las secretarias, las recepcionistas…?
—¡Ajá!
—¡Vaya! Y eso no ha importado en Carter. Dos abogados del bufete no pueden tener una relación formal y pública, no pueden ser novios ni estar casados, pero no importa que sean amantes, siempre que los respectivos marido y mujer no trabajen allí. Es muy coherente… como todo lo que se hace en Carter and Robinson. —Había empezado muy tranquila, pero ese tema me revolvía el estómago y me había hecho poner un tono mucho más agresivo. A pesar de que salir de Carter había sido lo mejor que me había pasado en la vida, no podía perdonarles el daño que me habían hecho, su trato despectivo, su soberbia, su falta de humanidad, su… sería mejor que me olvidara de aquello.
—Sí, tienes razón, Lucía. Es todo un sinsentido. Lo siento tanto… —Volvió a agarrarme del brazo y a mirarme. Ya se había disculpado dos veces y, en definitiva, ella no tenía por qué hacerlo. Noté que quería contarme algo, parecía como si estuviera buscando la forma apropiada de hacerlo—. Pero al final todas las cosas se ponen en su lugar.
—¿Qué quieres decir?
No estaba equivocada, algo quería decirme.
—Ya que estamos contándonos secretos, hay algo que me gustaría que supieras. ¿Podrás guardar el tercero?
—Supongo que sí.
—Creo que es una información que te puede venir bien y ya que hasta ahora has estado en una situación de desventaja espero que con esto puedas tomar decisiones y anticiparte.
Me tenía intrigada ¿qué sería?
—Manuel está fuera de Carter.
—¿Cómoooooo?
—Sí, Lucía. Le van a despedir.
—¿Por esto?
—Bueno, no exactamente por su aventura con Marina. Era una relación consentida y, si no hubieran dado la nota, no tendría por qué haber pasado nada.
—¿Dado la nota?
—Sí. Han estado pasando una cantidad de gastos vergonzosa. Las facturas de aviones, hoteles, cenas, bebidas… eran absolutamente injustificables. Y ha estallado.
Me había dejado perpleja. No imaginaba a Manuel fuera de Carter, por muchas cosas que hiciera mal. Estaba demasiado protegido por las altas esferas. ¡Él estaba en las altas esferas!
—No me ha dicho nada… —dije, pensando en voz alta mientras bajaba la mirada.
—Él no lo sabe aún.
Levanté la vista hacia Isabel pero yo era incapaz de articular una palabra, por lo que fue ella la que continuó:
—Me gusta que lo sepas tú primero —dijo, sonriendo.
Seguramente estaba tratando de compensarme de alguna manera.
—Es imposible, Isabel. Severiano no lo permitiría.
—Severiano ha sido el que ha tomado la decisión —me aclaró, mientras su sonrisa se hacía más grande.
Yo no salía de mi asombro. Isabel me explicó que habían sido exagerados los gastos personales de los que Carter se había hecho cargo y que habían llegado a ser inocultables, que viajaban siempre en primerísima clase, iban a los hoteles más caros, reservando las mejores suites, comían y cenaban en los mejores restaurantes, cava, copas, últimamente ni se esforzaban por taparlo con algún trabajo, simplemente se iban y pasaban las facturas. Mi mente comenzó a viajar y a pensar en otras cosas, mientras la escuchaba a lo lejos oí nombrar el hotel Palau, restaurantes intocables, seis mil euros en cava, regalos de joyerías…
—¿Los regalos también? —pregunté incorporándome a la conversación.
—También.
«¡Qué cara más dura! ¿Pero con quién había estado casada? Creía que éramos personas éticas, con principios». Sentí una tremenda vergüenza ajena. Volví a transportarme y a oírla en la distancia, como si su conversación fuera una voz en off y no la de una persona que estaba sentada a mi lado, hasta que una palabra me estremeció y me hizo volver al lugar en el que estaba.
—¿Cocaína?
—Sí, Lucía. Han sido pocas veces, pero… Ten cuidado, por favor.
No podía ser. Estaba soñando. No, no estaba soñando… Entonces todo era falso. ¿Pero qué necesidad tenía Isabel de mentirme? Lo habría oído, serían habladurías, todo se distorsiona y se magnifica cuando sale el lado oscuro de alguien.
—¿Y Marina? ¿Qué va a ser de ella? —pregunté.
—Va detrás de Manuel.
Cocaína. Eso eran palabras mayores. Estaba conviviendo con un drogadicto. El padre de mis tres hijos era drogadicto. Con sus trajes de Armani perfectamente planchados se tiraría al suelo con mi amiga la zorra y esnifarían coca hasta perder el sentido. ¿Por qué sabe Isabel que han sido pocas veces? ¿Cuántas veces son pocas? ¿Qué más me quedaba por descubrir? ¿Heroína? ¿Sadomasoquismo, tríos? Y yo preocupándome por satisfacer a mi marido sexualmente. Ya estaba él más que satisfecho en todos los sentidos. Ahora sí que esto tenía que acabar.