II

—¿Puedes decirme en qué hotel se alojará esta noche mi marido? —pregunté a Isabel la mañana siguiente—. No me coge el teléfono y no puedo hablar con él.

—¡Oh! No ha salido todavía, está en su despacho. Si quieres te paso con él —dijo ella, a modo de respuesta.

—No, no te preocupes. No quiero molestarle. Sólo necesito saber el nombre del hotel.

—Mmmm… Veamos… ¿Era en Valencia, verdad? El hotel es…

«¿Valencia? Él había dicho Barcelona. Así que iba a Valencia…». Podía apostar a que sabía qué hotel había reservado. No era necesario que mintiera en la ciudad. ¿Por qué lo había hecho? Me imaginé que cuando uno empieza a mentir se mete en una rueda que no tiene fin, supuse que él había comenzado ocultando sus escarceos, después había empezado a mentir sobre el hotel que utilizaba y ahora había ampliado su embuste hasta la ciudad en la que los llevaba a cabo, debía ser algún tipo de precaución por el hecho de que yo acababa de estar allí. Muy pronto todo lo que saliera de su boca sería pura falacia y mi vida una gran mentira.

—No lo sé, Lucía… —continuó Isabel titubeando—. Esta vez no le he hecho yo la reserva y… ¿quieres que pregunte?

Por su forma de hablar me parecía que estaba ocultando algo.

—De acuerdo —contesté.

—Te llamaré cuando lo sepa. Un beso, Lucía.

—Muchas gracias, Isabel.

«¿Lo había fastidiado todo? Dentro de un minuto Manuel sabría que yo había llamado preguntando por el nombre del hotel y eso podía ponerle sobre aviso. Quizás Isabel fuera su amante y mi llamada la hubiera perturbado. Quizás anularan este viaje. O quizás fuera verdad que ella no había hecho la reserva y no sabía en qué hotel se alojaría mi marido».

«Espero que realmente sea a Valencia adonde vaya», pensé mientras entraba en internet para comprar un billete de AVE que me permitiera llegar a esa ciudad al final de la tarde.

Durante el trayecto, de nuevo volví a darle vueltas a todas las posibilidades. A pesar de que Isabel no cumplió con lo que me dijo y no me llamó para informarme del hotel en el que habían hecho la reserva, yo estaba totalmente convencida de que Manuel se alojaría en el Palau y no me había molestado en pedirme una habitación, por lo que, si al final me equivocaba y él no estaba allí, tendría que buscar algún otro sitio para dormir. Eso no me importó porque no me pareció que fuera a ser ningún problema, seguro que lo encontraría sin dificultad. Pero si él sí estaba allí, esperaba que el recepcionista no fuera el que había trabajado durante los días que yo estuve con la fundación porque podría volverse loco si me veía entrar y salir con Manuel, después de que él hubiera entrado y salido con su amante, quienquiera que fuera. El hecho de que Isabel no me llamara, como había dicho que haría, aumentaba mis sospechas sobre ella.

Llegué al hotel y tuve suerte, era la primera vez que veía a la persona que atendía en recepción.

—¿Podría saber si hay una habitación reservada para esta noche a nombre del señor Armenteros? —le pregunté.

El recepcionista me miró con una expresión que preguntaba claramente: «¿Y usted es…?».

—He quedado con ellos a las nueve. —Enfaticé «ellos» para confirmar mis sospechas. Además, si estaba en lo cierto, reforzaría mi coartada y me ayudaría a conseguir que el recepcionista me creyera—, pero he llegado algo pronto. —Todavía quedaban veinte minutos para esa hora.

—Sí, señora. El señor Armenteros está en el lobby del hotel esperando que baje su mujer —dijo, señalando con un gesto de la cabeza la sala donde Manuel estaría. Había caído en la trampa.

—Muchas gracias. —Sonreí como si mi cita con ellos fuera algo verídico. Pero en realidad mi sonrisa era sincera porque hasta el momento todo iba sobre ruedas y tenía muchas ganas de estropearle la noche a Manuel.

Cuando llegué a la entrada del lobby pude ver a mi marido al fondo de la sala, sentado cómoda y relajadamente en una butaca, con las piernas cruzadas, sosteniendo en la mano un gin-tonic, que seguro que era de G’Vine con el zumo del limón exprimido, mientras esperaba que llegara su amante y saboreándolo con placer. Casi se atragantó cuando me vio, dejó sobre la mesa la copa que por poco se derrama encima y se puso de pie con nerviosismo.

—Sabía que te daría una gran sorpresa —dije sonriendo lo más cínicamente que pude.

—Sí que lo es, sí… —dijo él mientras me saludaba con un beso—. ¿Cómo has sabido…?

Le noté confundido y percibí que no sabía cómo actuar. Era lógico porque, además de tener que evitar que su amante y yo coincidiéramos, en ese momento desconocía si mi sorpresa era para agradarle o para descubrirle. Seguramente por eso no dijo nada y decidió observar lo que yo hacía. Traté de que creyera que seguía sin enterarme de su doble vida porque yo no había viajado hasta allí para montarle un numerito, sólo quería fastidiarle mientras reunía toda la información posible.

—Ha sido fácil. Menos mal que se me ocurrió confirmarlo y no acabé en Barcelona, como creíamos al principio. Este trabajo es así, en un momento cambian los planes y no te da tiempo ni a avisar a nadie, ¿verdad? —dije con tranquilidad. Creo que se tragó que yo no sospechaba nada y que mi visita tenía como única finalidad que pasáramos una romántica noche los dos solos. Acompañé mis palabras con miraditas cariñosas y bebí de su copa simulando que quería seducirle—. Ya era hora de que tuviéramos un rato para nosotros —continué melosamente—. Espero que te alegre que haya venido.

—¡Oh! Claro que sí. Sólo estoy… un poco… descolocado. Ja, ja, ja. —Rió tratando de disimular su desasosiego—. Es… maravilloso que estés aquí. Un… detalle… precioso por tu parte. Muchas gracias, Lucía.

Estaba abrumado. Cogió el móvil y escribió un mensaje atropelladamente. Podía imaginármelo: «No vengas. Mi mujer está aquí».

—¿A quién escribes? —Mi voz trataba de ser sensual y no dejaba de ponerle ojitos.

Manuel estaba muy nervioso y miraba constantemente por encima de mí la puerta de entrada, a la que yo estaba dando la espalda. «¿Esperas a alguien, amor mío? ¡Oh! ¡Cuánto lo siento! Creo que te he fastidiado el polvo de esta noche, ¿no es así, mi vida?». La verdad es que me estaba divirtiendo, ya que él se había reído de mí durante vete a saber cuánto tiempo, lo menos que podía hacer era pasar un buen rato a su costa y jorobarle todo lo que pudiera.

—Al cliente que he venido a ver. Hemos tenido que cortar la reunión precipitadamente porque le ha surgido un problema personal y no hemos podido rematar todos los temas.

Ya. Era sorprendente su capacidad de crear coartadas. Con ese comentario estaba ocultando que el mensaje era para su amante y soltando una falsa excusa porque me había contado la milonga de que acabaría muy tarde y no le merecía la pena volverse a Madrid mientras que, sin embargo, estaba a las ocho y media de la tarde tirado ociosamente en una butaca tomándose una copa. «Pero a mí ya nada me importa, cariño».

—¿Y te escribes mensajes con él? —pregunté con un tono que dejara bien claro que no estaba, en absoluta, molesta.

—Pues sí. Con este, sí. Además, a estas horas… y con el asunto personal del que se tenga que estar ocupando… No me parece oportuno llamar.

—Tienes razón. —Volví a sonreír y a beber de su copa. En ese momento vi cómo Manuel miraba hacia la entrada y noté que hacía un leve movimiento de negación con la cabeza que intentó que pasara desapercibido. «Eso quiere decir que no entres, nena». Me sentí victoriosa y no pude dejar de sonreír. ¿Qué haría ahora su «pichoncito»? «Hala, guapa, a buscarte la vida para esta noche»—. Dale las gracias a ese cliente de mi parte por dejarme pasar más tiempo con mi marido.

Continuó escribiendo mensajitos, supongo que hasta que logró calmar la ira de su amiguita y, cuando ya consiguió tener controlada la situación, comenzó a relajarse y perdió esa tirantez que le había acompañado desde que me vio entrar por la puerta del lobby. Fuimos a cenar y me pareció que realmente estaba disfrutando de estar conmigo, incluso me dio la sensación de que le había hecho feliz que yo hubiera ido hasta allí. «Es increíble. ¿Realmente le dará igual estar conmigo que con la otra? Quizás no le importaría estar con esa señora —pensé mientras miraba hacia una mesa en la que cenaba una mujer de mi edad—, o con esa otra —me fijé ahora en alguien mucho más joven—, o incluso con aquella», en esa ocasión mis ojos se posaron sobre una sexagenaria que disfrutaba de una apacible conversación con el que parecía su marido.

Después de la cena fuimos directamente al hotel y aquí vino la peor parte porque se suponía que yo había ido a pasar una noche romántica con él, por lo que no tenía excusa para negarme a hacer el amor, así que no me quedaba otra que aceptar. Para mí fue muy desagradable, saber que tenía una relación con otra mujer me hacía sentir repugnancia por mi marido y el contacto íntimo con él me producía náuseas, era como si me estuviera forzando. Dos días seguidos de sexo en lo que para mí era el peor momento de nuestra relación. Esto tenía que acabar. Me sentí estúpida complaciéndole en esta situación. ¿Además de cornuda, apaleada? ¡Ni hablar!

¿Quién me iba a decir a mí que iba a responder así ante un hecho como este? Hubiera sido más predecible acabar rotundamente con nuestro matrimonio, repartirnos los bienes y establecer turnos para los hijos. Y así era como yo quería terminar, pero no todavía. Ahora buscaba información, toda la posible, y mientras la obtenía iba a disfrutar todo lo que pudiera amargándole la vida a Manuel y a «su cariñito». Pero me estaba costando averiguar más detalles. De vuelta a casa seguí buscando alguna pista que me ayudara a saber quién era ella, cuánto tiempo llevaban juntos, si habría sido la única o habría habido otras… Me decantaba por Isabel, pero podía no ser ella, no tenía ni idea de cuándo habrían empezado, me resultaba difícil atar cabos y seguía dando vueltas una y otra vez a las mil alternativas posibles. ¡Isabel! ¡Qué vulgar! El jefe con su secretaria. Me parecía patético… pero fácil y cómodo para Manuel.

—¿Cómo está Alberto? —me atreví a preguntar a Marta. Habían pasado pocos días desde el incidente de Valencia pero le echaba mucho de menos. Quería estar con él y pensaba mucho en él. Manuel ya no se merecía mi respeto y deseaba besar a Alberto más que nunca, abrazarle, amarle… Sin embargo, y contra toda lógica, la libertad que me daba la infidelidad de mi marido era, precisamente, lo que me había alejado de él. «No es tu despecho lo que quiero de ti». ¿Era fruto del despecho lo que sentía por él? No, seguro que no. La realidad era que había estado enamorada de él desde el día que le conocí, ocultando mis sentimientos y frenando mis deseos por conservar a la familia que creía que tenía. ¿Es que él no lo sabía? Pues claro que sí, nos lo habíamos dicho sin palabras mil veces. Ahora podríamos tener una relación libre. Le esperaría hasta que volviera a darse cuenta de que lo que sentíamos el uno por el otro era amor.

—Pues la última vez que le vi fue en Valencia, contigo, así que creo que sé de él más o menos lo mismo que tú —me contestó la hermana del hombre que ocupaba mi mente todo el tiempo.

—Claro… —dije pensativa.

—Estará entretenido con Mónica.

—¿Mónica? —pregunté con fingido desinterés.

—Sí, Mónica. —Me miró como si tuviera que saber quién era, pero mi cara debió reflejar que no tenía ni idea de quién estaba hablando—. Una de las júnior del despacho —continuó como si esa explicación lo aclarara todo.

—Pues no sé quién es.

—¿No te ha hablado Diana de ella? —Marta no salía de su asombro al comprobar que yo no conocía a esa chica.

—No —contesté titubeando porque me invadió una mezcla de miedo y curiosidad a partes iguales que hacía que no supiera si quería averiguar quién era esa tal Mónica o no.

—Mónica es una abogada recién licenciada que acaba de entrar en Betancourt y que le tira los tejos descaradamente a Alberto —me aclaró Marta a bocajarro.

—¿Ah, sí? —dije, simulando de nuevo que no me interesaba demasiado.

—Sí. ¿No lo sabías? Por lo visto es escandaloso. Las nuevas generaciones no tienen ningún pudor y apuntan muy alto. ¿Cómo una júnior recién entrada habrá podido tener acceso al «superjefe»?

Nunca había hablado con Marta de la atracción que yo sentía por su hermano, pero supongo que si se lo contara no le sorprendería, las mujeres tenemos una intuición increíble para ese tipo de cosas. Por eso no sabía por qué me había dicho aquello, podía ser para avisarme de que estuviera alerta porque podía perderle o podía ser un simple comentario sin ninguna otra finalidad que un poco de cotilleo. Sea por lo que fuere, a mí me molestaba. Mucho.

Muy cerca de nosotros vi a Paula, mirándome fijamente. Su cara delataba la pena que sentía por mí. Había oído el comentario de Marta y ella sí se imaginaba que me había dolido, además de saber que yo estaba pasando por un mal momento. Era la única que se daba cuenta de todo.

—¿Te apetece un té? —le pregunté mientras Marta se alejaba.

—Mucho —contestó.

Fuimos a una pequeña salita en la que teníamos una cafetera, una nevera, un microondas… No había nadie. Me senté frente a su silla de ruedas y, apoyando mi cabeza sobre sus piernas, comencé a llorar desconsoladamente. Paula me acarició con sus manos sin fuerzas produciéndome un alivio indescriptible. Ninguna hablamos. Compartir el silencio con ella me llenó de paz y me sentí completamente reconfortada. Cuando me recuperé gracias a su consuelo, me incorporé y nos miramos a los ojos durante un largo rato. Y después se lo conté todo.

—Tienes que prometerme que lucharás por ser feliz. La vida es muy corta y no podemos desperdiciarla lamentándonos —me aconsejó Paula sabiamente. Estaba claro que ella sabía más que nadie de lo que estaba hablando.

—Tienes razón, como siempre. Me avergüenza comportarme así delante de ti.

—No digas chorradas, Lucía. Somos amigas. Te han hecho daño y es normal que estés dolida. Está bien que llores, pero también tienes que reponerte. Te pido esa promesa porque quiero que tú estés bien cuando me vaya de aquí.

Paula se había deteriorado mucho últimamente y ella lo sabía. Todos lo sabíamos. Podría haberle dicho que no hablara así, que no se iba a ir, que le quedaba mucho por vivir, pero le hubiera mentido y ella lo hubiera sabido, era demasiado lista, por lo que preferí permanecer callada al no encontrar las palabras adecuadas.

—¿Me lo prometes? —repitió.

—Quizás no sepa buscar la felicidad. —Estaba tan confusa que no sabía lo que quería.

—Estoy segura de que sabes. Ahora estás un poco descolocada, pero en cuanto vuelvas a ubicarte lo tendrás fácil. Está tan claro, Lucía…

No pensaba permitir que Alberto saliera con Mónica. Ni hablar. Él podía ser una presa fácil y yo no quería ni pensar en la posibilidad de perderle para siempre, así que tenía que actuar antes de que ya no tuviera remedio. Además, quería tener algún motivo para hablar con él.

—¿Qué tal estás? —pregunté a Alberto cuando le llamé por teléfono.

—Muy bien, Lucía. Gracias. ¿Y tú? ¿Cómo estás? —Yo sabía a lo que se refería y lo preguntaba con interés, pero como alguien que se preocupa por un amigo y no era eso lo que yo quería de él. Además, me había llamado Lucía y eso lo decía todo. Seguía manteniéndose a distancia y yo no sabía si era por «no construir una historia sobre el dolor de una decepción» o porque la maldita Mónica ya se había apoderado de él. En cualquier caso, yo iba a empezar a actuar.

—Muy bien también, muchas gracias. —Me parecía horrible mantener con Alberto este tipo de conversación, tan seca, tan distante, pero ¿qué podía hacer yo? Nada, sólo esperar a que las cosas cambiaran—. Pero tenemos mucho trabajo en este momento y no me gustaría perder ninguna oportunidad por no hacer bien las cosas, por eso quería decirte que me vendría bien un poco de ayuda y había pensado que quizás pudieras «dejarme» a algún júnior para que nos echara un cable. —Podría haber sido verdad, pero nunca le hubiera hecho esa petición si no quisiera quitarle de en medio a Mónica.

—Si lo necesitas, es tuyo.

Esperaba esa respuesta. Al menos su confianza en mí como profesional continuaba manteniéndose intacta y mi opinión seguía teniendo el valor que siempre había tenido.

—Muchas gracias, Alberto. Mmmm… Creo que hay una nueva adquisición que podría ser adecuada para este trabajo.

—¡Vaya! Veo que sigues al tanto de lo que pasa en el despacho. No sé por qué pero no me sorprende…

—Sí… Es difícil dejar de ser una «Betancourt»…

—¿Y de quién se trata?

En otro momento la conversación hubiera ido por otro camino, hubiera ido evolucionando, adoptando un tono más romántico, y se hubiera centrado en nosotros dos, pero ahora Alberto había levantado una barrera que frenaba ese proceso.

—De Mónica —dije sin más explicaciones, manteniendo la frialdad que él estaba imponiendo.

—Muy bien. Hablaré con su jefe directo para que lo organice. Llámales mañana y ponte de acuerdo con ellos.

—Perfecto, Alberto. Así lo haré. Muchas gracias por todo.

—De nada. Mucha suerte y cuídate mucho. Adiós. —Fue lo más cariñoso que me dijo, pero su tono no era cálido, simplemente estaba siendo educado y correcto.

—Adiós.

Tenía ganas de llorar, nunca había tenido una conversación tan fría con él. Incluso el primer día que le conocí estuvo más cerca de mí. Precisamente ahora no quería perderle, no podía perderle. Tenía que conseguir un acercamiento, pero ¿cómo? De momento seguiría adelante con el plan que había trazado para Mónica. En cuanto viniera a la fundación le presentaría a Tony y él seguro que la haría olvidarse de Alberto. Ese pensamiento me hizo sonreír por un momento, pero luego me hizo pensar en mi transformación. La infidelidad de Manuel me había cambiado tanto que no me reconocía, antes de sentirme engañada yo nunca hubiera actuado como lo estaba haciendo, impidiendo que Alberto tuviera una relación con una jovencita o intentando fastidiar a Manuel con todas las artimañas posibles, pero la verdad es que creía que tenía ese derecho y que lo menos que podía hacer era divertirme.

La vida está llena de casualidades que hacen que algunas personas estén en el lugar y momento precisos para que sucedan determinadas cosas que, en otro lugar o momento, nunca habrían sucedido. Después de conocer la traición de mi marido y del alejamiento de Alberto me hubiera echado en brazos de la primera persona que se me hubiera acercado, fuera quien fuera. Y en aquel momento esa persona fue Jaime. En otras condiciones hubiera rechazado su propuesta sin ninguna duda, pero en aquellas circunstancias…

—Lucía, el próximo jueves tengo una cena a la que me interesa mucho ir y es importante que vaya acompañado. ¿Te gustaría venir conmigo?

—Pues… no sé… ¿y tu mujer? —Resultaba bastante extraña una petición de ese tipo.

—Bueno… las cosas no van del todo bien.

—Vaya…

—En realidad hacía tiempo que llevábamos vidas separadas y ya… en fin… ya ni siquiera vivimos juntos.

—¡Oh! Lo siento, Jaime.

—Bueno, son cosas que pasan. En estos tiempos parece que es más normal una situación como la mía que una como la tuya, con una relación de pareja sólida y consolidada.

«Esto es una broma, ¿no?».

—Sí, la verdad es que eso es lo que parece…

—¿Qué me dices?

—¿Qué te digo? ¿De qué?

—De la cena, ¿vienes?

—¡Ah! La cena…

—Te divertirás, Lucía. El sitio es precioso y habrá gente famosa.

Me dio algunos nombres de periodistas muy conocidos, políticos, tertulianos…

«¿Qué hago? La verdad es que no tengo cuerpo para cenas, pero el plan B es quedarme en casa lamentando mi mala suerte. Además, no estaría mal que Manuel viera que yo también puedo tener una vida sin tenerle en cuenta, seguro que no le haría ninguna gracia, lo que a mí me haría muchísima».

—Está bien, si es importante para ti…

—Muchísimo, Lucía. No sabes cómo te lo agradezco. No podría ir mejor acompañado. Iré con una mujer guapa, educada, inteligente, amable…

—Bueno, bueno… No te pases. Ya te había dicho que sí. Todo esto no es necesario. —«Aunque era muy agradable oírlo».

—No es necesario, pero es verdad.

Quedar con Jaime fue un verdadero placer. Estuvo pendiente de mí toda la noche y me presentó con orgullo a todo el mundo. Me hizo sentir que todavía podía tener éxito entre los hombres y eso fue una inyección de energía que, en mis circunstancias, le agradecí tremendamente. Fue muy atento y cariñoso y al despedirse me transmitió, con sus palabras y con sus gestos, su deseo de que continuásemos viéndonos a solas, como amigos, debido a la vida familiar que él creía que yo tenía, o como más que amigos que era lo que en realidad él deseaba. Y así lo hicimos. Aunque él no tenía ni idea de que mi matrimonio no funcionaba, porque nunca hablé de ello, continuamos viéndonos a menudo y poco a poco volvió a formar parte de mi vida, poco a poco nuestra relación se fue haciendo más y más íntima. Consiguió que disfrutara mientras estaba con él y me olvidara del engaño en el que se sustentaba mi vida, aunque cuando me quedaba a solas volvía a obsesionarme con la idea de averiguar quién era la amante de mi marido y obtener toda la información posible de sus infidelidades, lo que no me estaba siendo nada fácil; yo seguía sin saber quién era ella y ya no sabía dónde buscar.