I

No dormí en toda la noche. Mi mente nunca había trabajado tanto, generaba pensamientos contradictorios, reconstruía situaciones, relacionaba distintos momentos de mi vida y de la de Manuel, recordaba conversaciones y frases que adquirían ahora un significado muy distinto a cuando se dijeron. «Dile a Isabel que no puedo vivir sin ella», Manuel había dicho esa frase cuando la operaron. En aquel momento parecía referirse a que la necesitaba como secretaria, pero ahora… «¡No me digas que a ti también te ha acostumbrado a su gin-tonic!», recuerdo que comenté sorprendida cuando la vi tomando esa bebida durante la cena de Navidad de Carter and Robinson. Y muchas, muchas frases más se amontonaban en mi cabeza, frases dichas por Isabel y por todas las mujeres que conocía. Todas eran sospechosas.

Estaba convencida de que no eran suposiciones infundadas, Manuel me era infiel. ¿Desde hacía cuánto tiempo? ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta? Nunca, nunca había tenido la más mínima sospecha, Manuel me quería, me deseaba, amaba a su familia. Quizás me estuviera equivocando. Entre nosotros no había sitio para la traición, estaba fuera de toda lógica. Con cualquiera que lo comentara diría que no podía ser verdad, que me estaba obsesionando, que sólo eran un montón de retorcidas casualidades. En cuanto me levantara llamaría a Marina, ella podría ser más objetiva que yo, le contaría los hechos y me ayudaría a pensar con claridad. O no. Quizás Marina estuviera demasiado dentro de mi vida para poder ser objetiva, quizás sería mejor hablarlo con alguien más imparcial. Podría llamar a Isabel porque realmente me parecía bastante improbable que fuera ella su amante y seguro que sabría de primera mano lo que ocurría, si fuera verdad ella tendría que haber colaborado más de una vez en los escarceos de mi marido, habría hecho reservas, le habría encubierto en más de una ocasión… ¿Y me lo iba a contar a mí? La pondría en una situación complicada y si lo negara nunca sabría si me estaría engañando ella también o no. ¿Y Diana? Diana era una mujer muy sensata, yo me fiaba mucho de su criterio, su opinión siempre estaba respaldada por argumentos sólidos y me sentía muy bien cuando hablábamos las dos. Pero esto era algo demasiado personal y no sabía si quería compartirlo con ella. Llamaría a Marina. Y lo haría ahora mismo, no esperaría a que fuera por la mañana, somos amigas, las mejores, ella entendería que la despertara, era una situación de emergencia… ¿Pero en qué estaba pensando? ¿Qué cambiaría si la despertara? ¿Cómo podía ser tan egoísta? ¿Se me estaba yendo la cabeza?

Además, si Manuel tenía una aventura podría ser con cualquiera de ellas por muy improbable que a mí me pareciera. Tanto a Marina como a Isabel les gustaba el gin-tonic de G’Vine con el zumo del limón exprimido, Manuel las había aficionado a esta bebida. ¿Qué bebía Diana? Recordaba que ella no tomaba siempre lo mismo, pero sí la había visto alguna vez acompañar a Manuel con su tipo personal de gin-tonic, por lo que, si estuvieran viviendo un idilio, sería lo que bebería cuando estuvieran en la suite especial, con total seguridad.

¿Quién podría ser? ¿Marina? ¿Cómo puedo ni siquiera pensarlo? Imposible. Si hay alguien que no puede ser, esa es Marina. ¿O no? ¿Diana? No, Diana no era su tipo, aunque la lógica aquí ya no tenía ningún sentido. Ese novio suyo no la tenía nada satisfecha y era bastante posible que tuviera que buscar algo fuera de esa relación. Podría ser Diana. O no serlo. ¿Isabel? Ella era la que lo tenía más fácil, pero… ¿cómo iba a hacer eso? Parecía una chica con principios sólidos. Ya, Manuel también parecía un hombre con principios sólidos. Pues sí, quizás los tenía y yo no estaba teniendo en cuenta la presunción de inocencia. ¿Alguien que yo no conociera? Lo mejor sería que se lo preguntara a él directamente… ¿Sí? ¿Y qué iba a decirme? «Ah, sí, perdona, cariño. No sabía cómo decírtelo. ¿No te importa, verdad?».

Me estaba volviendo loca. Quizás me ayudaría si lo hablara con Alberto, él era hombre, podría ver más objetivamente la situación. Sí, pero estábamos enamorados, o eso había creído yo hasta esa noche, y esto hacía que se perdiera la objetividad. ¿Y Jaime? También era hombre y no estábamos enamorados, pero hacía muy poco que había vuelto a entrar en mi vida y no tenía muy claro el motivo.

¿Cómo se llamaba la nueva abogada que había entrado en Carter hacía poco tiempo? Había oído que era muy guapa y muy ambiciosa, que le gustaba sacar partido de su físico para cumplir sus metas profesionales. ¿Carla? ¿Claudia? ¿Podría ser ella?

Las manos me sudaban, el corazón me palpitaba con fuerza, me costaba respirar, sentía una fuerte presión en el pecho y parecía que la cabeza me iba a estallar. Tenía que tranquilizarme. En mi mente se agolpaban miles de ideas, pensamientos, imaginaciones… percibía mil sensaciones… tenía ganas de gritar, de llorar, de vomitar…

Por fin llegó la hora del desayuno. Mi cara debía reflejar muy claramente la noche que había pasado.

—¿Se puede saber qué es lo que te pasa? —preguntó Marta con cara de asombro. Estaba claro que acababa de ver un zombi.

—Al final va a resultar que dormir en la suite especial no es en absoluto agradable —comentó Tony con su habitual buen humor.

—No he pasado una buena noche —dije, intentando recomponerme—. Ya os dije que no quería dormir en esa habitación, había algo que me daba mala espina —continué, tratando de quitarle importancia.

—¡Qué lástima no haber aprovechado esa suite como se merecía! —dijo Tony.

—Venga, a lo que vamos —cortó Marta—. Alberto me ha enviado un mensaje: «Lo he intentado pero no ha podido ser —leyó de su teléfono móvil—. Tengo que estar a primera hora en Madrid para solucionar un asunto urgente. Sé que no me necesitáis. Mucha suerte».

—A mí me ha enviado exactamente el mismo mensaje —dijo Tony mirando su Blackberry—. Ha hecho un corta y pega. —Rió.

—A mí me dice lo mismo —mentí mientras leía mi auténtico mensaje: «Estás demasiado confundida y yo estoy demasiado cerca. Lo único que se me ha ocurrido para controlar esta situación ha sido poner tierra por medio». Después me había llegado un mensaje posterior: «Aunque es demasiado doloroso».

Yo también pensaba lo mismo: Todo era «demasiado».

Afortunadamente ese día teníamos un objetivo muy claro, así que debía aparcar mi vida personal e intentar olvidarme de ella, al menos durante ese viaje, para poder sacar el mayor partido de él.

No lo conseguí. No podía dejar de pensar en lo que había pasado. Creo que la reunión no salió del todo mal para lo que podía haber sido, la llevábamos tan preparada que ni siquiera en mi estado pude fastidiarla. Pero mis compañeros de viaje estaban desconcertados, no podían entender mi actitud. Hicimos el viaje de vuelta como si yo no fuera con ellos. Después de la frenética actividad que se había desarrollado en mi cabeza la noche anterior, mi mente se quedó en blanco, no pensaba nada, no veía nada, no oía nada. Estaba cansada, muy cansada, como si hubiera pasado varias horas haciendo ejercicio, me dolían los músculos y mover cualquier parte del cuerpo suponía un esfuerzo agotador.

—Espero que descanses bien esta noche. —Marta me dio un cariñoso abrazo y un beso cuando nos despedimos.

—Te hace falta —dijo Tony.

«Me alegro de que Manuel no esté en casa a estas horas. No tengo ganas de verle», pensé. Atravesé el jardín y observé a mi alrededor, lo veía todo de otra manera, como mucho más distante, como si en ese momento yo no estuviera en mi propio hogar, sino en un lugar extraño y desconocido. Me hubiera gustado poder ir a otro sitio, no quería pasar la noche en la casa que llevaba tantos años compartiendo con mi marido, pero en ella estaban Manu, Marina y Raquel y a ellos sí estaba deseando verlos. Cuando entré los tres corrieron a recibirme, hablando sin parar todos a la vez. Fue uno de esos momentos mágicos que sólo los hijos saben crear, un momento estupendo en el que me di cuenta de que pasara lo que pasara seguía siendo su madre, que teniéndolos a ellos mi vida estaba llena y que no necesitaba a nadie más. Disfruté de una tarde maravillosa, Marina no paraba de preguntarme cosas del viaje, Raquel me reclamaba constantemente y Manu también me dedicó una gran parte de su tiempo. «Espero que Manuel llegue muy tarde y que lo último que vea hoy sea la cara de mis hijos». Me acosté muy temprano para evitar coincidir con mi marido. Llegó a las once. Las once. Muchos días llegaba a esa hora, incluso más tarde. Muchos días tenía cenas interminables. Nunca me había preguntado de dónde vendría a esas horas, siempre había creído que acababa tarde de trabajar o que tenía compromisos que cumplir. Pero ahora… Yo conocía los despachos de abogados, era normal terminar tarde y tener que continuar fuera de la oficina, estar obligado a asistir a cenas, presentaciones, pero… Me hice la dormida para no tener que hablar con él, sabiendo que a él no le extrañaría porque pensaría que habría llegado cansada del viaje. Tenía la mente mucho más clara y había conseguido serenarme un poco, no podía mantener ese estado de nervios que, además de no solucionar nada, sólo valdría para hacerme más daño. Decidí no hablar de esto con nadie, primero quería estar segura de lo que ocurría. Sólo tenía que observar y pronto sabría la verdad.

—No me llamaste —me reprochó Paula en cuanto la vi al día siguiente en la fundación, con un tono que dejaba ver que no le molestaba pero que le hubiera gustado que la llamara.

—Perdóname, Paula. Fue todo tan rápido que… no sé… simplemente se me pasó. Lo siento, de verdad.

—Mmmm… está bien, por esta vez… te perdono —dijo con una sonrisa de complicidad.

—Muchas gracias, Paula.

—¿Qué ocurre, Lucía? —me preguntó mirándome fijamente.

—¿Qué ocurre con qué? —respondí incapaz de mantener su mirada. No podía ser que me conociera tan bien, había conseguido controlar mi estado de ánimo y estar tranquila, o eso era lo que yo creía.

—No sé con qué, Lucía, pero algo te ocurre.

—Pues… no sé… no me pasa nada… —«¿Tanto se me nota? ¿O es que esta niña tiene un poder especial para captar mis sentimientos?».

—Hola, Lucía —saludó Tony pasando a nuestro lado—. Me alegro de verte tan recuperada. Vuelves a ser la Lucía de siempre y esta es la que me gusta.

Paula me miró haciendo un gesto con el que me quería decir: «¿Lo ves? A mí no me la das».

—Sólo estaba cansada. No hay nada como dormir en casa para reponer fuerzas —le dije a Tony a modo de justificación, esperando que Paula se lo creyera.

—Hola, Lucía, ¿cómo te encuentras hoy? —Marta también me preguntó cuando me vio—. Mucho mejor, ¿no? No hay más que verte.

—Sí, sí, mucho mejor —contesté.

Paula seguía mirándome transmitiéndome con su expresión que sabía que algo me pasaba. ¿Era una especie de bruja? Ni siquiera Marta y Tony pensaban que podía pasarme algo distinto a lo que el cansancio de un viaje podía haberme provocado. Y si ellos ya me veían recuperada, Paula no debería haberse dado cuenta de que el día anterior había sido el peor de mi vida.

—Quizás necesite dormir todavía algo más —dije sonriendo y dirigiéndome a Paula, tratando de que no sospechara nada.

—No tienes que contármelo. Son tus cosas y debes compartirlas con quien tú quieras.

—¿Por qué dices eso?

—Hay algo en tus ojos… en tu mirada… que… Sé que estás sufriendo por algo y espero que pronto deje de hacerte daño.

Pilar, la madre de Paula, me salvó de tener que dar más explicaciones:

—¡Hay que ir a rehabilitación! —anunció Pilar, llevándose la silla de ruedas en la que estaba su hija.

Creo que estaba consiguiendo mantener bien el tipo porque nadie se estaba dando cuenta de lo mal que lo estaba pasando, excepto Paula, que me tenía completamente desconcertada, era tan madura, tan observadora…, habría sido una excelente psicóloga. Lo malo era que mi pose podía engañar a los demás, pero no a mí. Seguía pensando en la infidelidad de mi marido a todas horas, la idea me taladraba el cerebro sin descanso. En el primer momento que me quedé sola en casa empecé a buscar pruebas con una avidez enfermiza. Lo revolví todo, vacié completamente los cajones de Manuel, saqué toda la ropa colgada en el armario, miré en los bolsillos de los pantalones, entre su ropa interior, dentro de los zapatos, en su bolsa de aseo… ¿Qué era lo que estaba buscando? No lo sabía pero necesitaba encontrar algo, lo que fuera. Entré en el despacho que tenía en casa y removí también todo lo que había en él, estanterías, cajones… No había nada fuera de lo normal, ninguna pista, ningún indicio. Manuel estaba limpio. Y yo me estaba volviendo paranoica. Eso era todo. ¿O no?

En cuanto él llegara a casa miraría su Blackberry, sus mensajes, sus correos, sus chats… y si no había nada dejaría de preocuparme y olvidaría este episodio, volveríamos a ser la familia que habíamos sido siempre, sin dudas, sin temores. Ese era el trato. Y debía cumplirlo o me volvería una enferma mental. Llegó a las nueve, no muy tarde, quizás para compensar que al día siguiente saldría de viaje a Barcelona y pasaría la noche del viernes fuera de casa.

—Acabaremos muy tarde de trabajar y no me compensa regresar. El sábado estaré aquí a la hora de comer —me había comunicado.

Muchas veces había sido así y no me había importado, pero ahora… Ahora no podía dejar de dar vueltas a todo, de buscar mil interpretaciones a cada una de las palabras que salían de su boca, de buscar cientos de motivos a cada uno de sus actos.

Nunca me había fijado en que Manuel llevaba siempre consigo el teléfono. Yo lo llevaba en el bolso y cuando estaba en casa allí seguía, me olvidaba completamente de él y sólo lo cogía si lo oía, lo que casi nunca ocurría, pero Manuel lo tenía consigo mientras cenábamos y luego se lo llevaba cuando se sentaba a descansar en el salón. Hasta entonces no me había preocupado, ni siquiera me había dado cuenta, pero en ese momento me pareció muy significativo. Además, eso hacía que no tuviera muchas posibilidades de mirarlo a escondidas y que tuviera que esperar a que se quedara dormido.

Esa noche hicimos el amor. Manuel había llegado pronto a casa, los niños estaban dormidos porque tenían clase al día siguiente, yo había estado de viaje y mañana lo estaría él, todo nos conducía a ello y Manuel comenzó a besarme y quitarme la ropa. Hacía tiempo que no me excitaba pero esa noche creo que sentí hasta náuseas. Recuerdo que le tenía sobre mí y sólo deseaba clavar mis puños sobre su espalda, quitármelo de encima a empujones y continuar pegándole hasta descargar toda mi furia. Pero no lo hice y fingí lo mejor que pude. Tenía un trato conmigo misma y Manuel sería inocente hasta que se demostrara lo contrario.

Cuando se durmió cogí su teléfono y me encerré en el baño, buscando con nerviosismo cualquier evidencia de la infidelidad de mi marido. Pero no la encontré. Estuve cuarenta y cinco minutos cliqueando sobre cada mensaje y no había nada que le delatara. Ahora me tocaba cumplir a mí, olvidarme de mi obsesión y continuar como si estos últimos días no hubieran pasado, aunque sabía que me sería muy difícil, más bien sería imposible. Por un momento pensé que lo mejor sería que hablara con él, que le contara lo sucedido y así podría saber por su cara y sus palabras si era culpable o no. De esta manera saldría de dudas y podría vivir tranquila con la verdad, fuera la que fuera. O mejor… podría… sí, con eso me aseguraría… sería el último intento, el último, y si no encontraba nada dejaría de buscar pruebas inexistentes.