VI

—El próximo martes me voy a Valencia —informé en casa mientras estábamos cenando.

—¿De verdad? —preguntó mi hija Marina con cara de alegría.

—De verdad.

—¡Enhorabuena, mami! —dijo, acercándose con los brazos abiertos y una gran sonrisa—. Me alegro muchísimo.

Mi hija se levantó, me abrazó apretándome mucho y me dio un beso muy fuerte. Marina era la que más se interesaba por mi trabajo en Elacourt, realmente era la única que lo hacía, los demás, como mucho, escuchaban pasivamente nuestras conversaciones, pero ella todos los días me preguntaba qué había hecho allí, con quién había estado, si había conocido a alguien, si habíamos conseguido algo nuevo, admiraba el compromiso con el que trabajábamos y siempre me decía que ella también quería hacer algo por la gente que padecía esa enfermedad que tanto le había impactado cuando le conté en qué consistía. Por eso, ella sabía lo importante que era que me fuera a Valencia, porque ese viaje quería decir que habíamos conseguido la financiación para un proyecto de investigación muy novedoso para paliar la enfermedad. Llevábamos meses de negociación con una gran empresa valenciana a la que nos dirigimos proponiéndole que nos apoyara como parte de su compromiso en obra social y, después de muchas conferencias y reuniones, parecía que habíamos llegado a un interesante acuerdo y prácticamente habíamos acabado de perfilar todos los asuntos, al menos los de más relevancia. En la reunión del siguiente miércoles deberíamos terminar de conciliar todos los puntos para poder empezar con la investigación cuanto antes. Yo estaba realmente ilusionada con el viaje y con lo que suponía. Además, mi trabajo era muy importante, prácticamente había negociado yo todas las cláusulas del contrato y lo había hecho bastante bien, consiguiendo favorecer a la fundación mucho más de lo previsto.

—¿Quiénes vais? —quiso saber Marina.

—Marta, Tony y yo.

—¿Y Alberto?

—Pues no sé. Supongo que no podrá venir.

—Pero él es el presidente. Debería ir, ¿no? Este proyecto es muy importante para la fundación.

Sonreí. Mi hija hablaba como si ella fuera parte de Elacourt y me gustaba sentir su interés. Después siguió haciéndome todo tipo de preguntas, desde qué ropa me iba a llevar hasta qué habíamos conseguido exactamente de la empresa, y pensé, con gran satisfacción, que era muy probable que Marina dedicara su vida a ayudar a los demás.

—¿El Palau de la Mar no es el hotel en el que te sueles quedar tú cuando vas a Valencia? —pregunté por la noche a mi marido mientras nos preparábamos para acostarnos. Manuel viajaba a menudo a Valencia y me sonaba haberle oído ese nombre.

—¿El Palau de la Mar?… No, no es allí donde voy.

—Juraría que te he oído nombrarlo.

—Mmm… bueno… he ido alguna vez… pero no voy siempre al mismo… he estado en varios hoteles en Valencia… ¿por qué?

—Porque es donde nos vamos a alojar nosotros.

—¿En el Palau? —preguntó con los ojos muy abiertos y realmente sorprendido.

—Sí, en el Palau de la Mar. ¿Por qué te sorprende?

—No, no. No me sorprende.

—¿No? Pues tu cara reflejaba absoluta sorpresa.

—Bueno, es un cinco estrellas. Creí que las fundaciones eran más modestas con sus gastos.

—El hotel nos las cede gratuitamente.

—¿Sí? Pues qué suerte.

—Es su forma de colaborar con la Fundación ELA Betancourt. A Tony se le da muy bien conseguir ese tipo de cosas.

Manuel se acercó a mí, me rodeó con sus brazos y me besó en los labios.

—¿Tengo que preocuparme por ese Tony? —me preguntó mientras continuaba besándome.

—En absoluto. —Sonreí.

—Pues me preocupa. No creo que tus encantos le sean indiferentes —dijo mientras me quitaba la ropa y me besaba el cuello.

—No tienes de qué preocuparte. Es difícil superar lo que tengo en casa —lo decía totalmente en serio, un hombre como Tony nunca destruiría la familia que habíamos creado.

Manuel aumentó la pasión de sus besos y me llevó a la cama para hacer el amor. Yo cumplí con mi parte.

—¿Lo ves? Al final te han liado. Ya estás empezando a viajar —me reprochó Marina recordándome sus advertencias.

—Sólo es un viaje. Ojalá estuviera «empezando a viajar» y tuviéramos que ir por toda España firmando contratos como este —le contesté.

—Tú sabes lo que quiero decir. Cada vez le dedicas más tiempo a la fundación. Llegará un momento en el que hayas cambiado un trabajo por otro.

—No me importaría. Me encanta trabajar allí, me siento feliz cuando conseguimos ayudar a los enfermos y me gusta estar en contacto con ellos.

—Sí, pero…

—¿Pero qué?

—Pues que deberías cobrar. Has dejado una ocupación bien remunerada por otra que te va a quitar casi el mismo tiempo pero con la que no vas a conseguir nada.

—Consigo mucho más de lo que conseguía como abogada y sólo le dedico el tiempo que mi familia está fuera de casa, mientras mis hijos están en el colegio y Manuel trabajando. No se puede comparar con el trabajo que hacía antes, Marina. Y ahora mismo no necesito el dinero, prefiero la tranquilidad de no sentirme obligada a nada.

—Eres tú quien te obligas, al final es lo mismo.

—Quizás. Puede que sólo sea psicológico pero, de momento, prefiero mantenerme así.

—Tú verás. —De nuevo mi amiga se dio por vencida en ese tema—. ¿Así que al Palau de Valencia? Me han dicho que ese hotel está muy bien.

Era viernes y estábamos de nuevo en mi casa, donde ese día cenaríamos tranquilamente. Tanto ellos como nosotros estábamos a gusto en ella y cada vez nos costaba más salir fuera a cenar. Para mí era un placer recibir a mis amigos en casa, cada vez más porque desde que había dejado de trabajar pasaba más tiempo en ella y se veía mi mano en los detalles más insignificantes. Eso hacía que la sintiera más mía y que compartirla con ellos fuera algo más personal. Estábamos tomando un aperitivo en el salón con Marina y David. Mi hija entró en cuanto me oyó pronunciar la ciudad a la que iría la semana siguiente y se sentó escuchando atentamente.

—Debe estarlo —continué—. Manuel se ha sorprendido de que nos alojáramos allí.

—¿Por qué? —preguntó algo sorprendida.

—Porque es un cinco estrellas y no lo ve apropiado para una fundación.

—Tiene sentido, ¿no? Quizás deberíais buscar algo más asequible.

—No creo que encontremos nada más barato. Tony ha conseguido que el hotel nos ceda las habitaciones gratuitamente.

—Tony… —pronunció Marina con retintín. Se divertía haciendo como si siguiéramos coqueteando con los hombres.

—Sí, Tony.

—Por las fotos que me has enseñado parece un hombre muy guapo —comentó, con un gesto de complicidad.

—Si quieres te concierto una cita.

—Mmmm… Me lo pensaré.

—No sólo es guapo, también trabaja muy bien, como puedes comprobar —dije, cambiando a un tono más serio.

—Sí, eso o que el dueño del Palau tiene un hijo con esclerosis múltiple.

—Mamá no trabaja con la esclerosis múltiple, sino con la esclerosis lateral amiotrófica —intervino mi hija Marina, con un tono tajante. No le gustaba que la gente tratara mi trabajo con indiferencia porque ella lo valoraba muchísimo y no podía entender que no se interesaran por todo lo que lo rodeaba. Seguramente le molestó que mi amiga no supiera cuál era la enfermedad con la que tratábamos porque pensó que se debía a que no le daba importancia a lo que yo hacía. La esclerosis múltiple era otra importante enfermedad, pero no era a la que se dedicaba Elacourt.

—No debe haber mucha diferencia entre una esclerosis y otra —contestó Marina con indiferencia, demostrando que no le preocupaba mucho a qué estaba dedicando mi tiempo últimamente.

—Son enfermedades completamente diferentes, madrina, y lo único que tienen en común es que las dos tienen en su nombre la palabra esclerosis, que significa cicatriz —aclaró mi hija ante la atónita mirada de mi amiga—. La esclerosis lateral amiotrófica es mucho peor porque la mayoría de la gente que la tiene muere en pocos años, pero con la múltiple lo normal es que sigan viviendo y que sólo aparezca de vez en cuando. —Mi hija explicó con sus palabras lo que más le había llamado la atención de la enfermedad y yo tuve un sentimiento de orgullo mientras la escuchaba.

—Sí, es una enfermedad horrible, pero no todos se mueren en pocos años —dijo Marina dirigiéndose a mi hija, intentando disimular el hecho de que una niña de trece años supiera más que ella de la ELA porque se había preocupado más del trabajo de su madre de lo que ella había hecho con el de su mejor amiga—. Stephen Hawking la padece desde hace más de cuarenta años.

—Sí, pero no es lo normal, ¿verdad, mamá?

—Verdad, cariño. Stephen Hawking es un caso excepcional en el desarrollo de la enfermedad —confirmé las palabras de mi hija dirigiéndome a mi amiga—. Los médicos y los investigadores no saben por qué el profesor Hawking lleva viviendo tantos años con la enfermedad, porque, en la mayoría de los que la padecen, la ELA avanza muy rápidamente y, aunque él también va sufriendo un progresivo avance de su discapacidad, ha sobrevivido muchos más años de lo normal.

—Ya…

Marina nunca se había interesado por este asunto, ni siquiera cuando enfermó Cristina, la mujer de Alberto Betancourt, y yo hablaba de él con relativa frecuencia, pero le gustaba parecer que sabía de todo y se sentía mal cuando quedaba patente que desconocía algún tema del que se hablara, por eso tenía tendencia a participar en todas las conversaciones como si fuera una experta en la materia. Sin embargo, cuando no se sabe de algo es difícil inventárselo y acertar, por lo que decidió callarse para no volver a evidenciar su desconocimiento sobre esta materia. Yo sabía que ella no preguntaría porque su orgullo no se lo permitiría, por eso me pareció que le gustaría que le informara un poco más, para que, en ocasiones siguientes, pudiera hablar sin equivocarse.

—La esclerosis múltiple afecta con mayor frecuencia a mujeres jóvenes de entre veinte y cuarenta años. Los síntomas más comunes son trastornos visuales, pérdida de la fuerza, problemas de equilibrio y coordinación, trastornos de la sensibilidad, problemas urinarios o intestinales, trastornos de memoria y atención… La esclerosis lateral amiotrófica afecta principalmente a personas de entre cuarenta y setenta años, con un predominio del sexo masculino de tres a uno. Es una enfermedad exclusivamente motora. Se ven afectados todos los músculos bajo control voluntario y los pacientes pierden su fuerza y capacidad para mover piernas y brazos. En general no se ven afectadas las neuronas de los grupos musculares oculares. Los pacientes presentan también trastornos en la articulación de la palabra y en la capacidad para tragar alimentos o líquidos, con el avance de la enfermedad puede aparecer dificultad respiratoria por compromiso de los músculos respiratorios. No presentan síntomas sensitivos, trastornos de memoria o atención, ni compromiso de esfínteres.

Mi amiga me escuchaba atentamente, como disculpándose por no haber tenido antes esta conversación.

—Es una enfermedad horrible. La verdad es que estás haciendo un gran trabajo por esa gente y para ti debe ser muy gratificante. Conociéndote, estoy segura de que estás disfrutando mucho.

—No te puedes hacer una idea, Marina. Hacía tiempo que no me sentía tan bien haciendo algo.

—Por favor, mantenme al tanto de todas las reuniones —me suplicó Paula. Estaba muy ilusionada con nuestro viaje a Valencia.

—Te llamaré desde allí y te contaré todo lo que suceda —le contesté.

—Gracias, Lucía. Si no lo haces no podré dormir.

—¡Qué exagerada eres!

—¿Sólo iréis Marta, Tony y tú?

—Sí. ¿No te parecemos suficientes?

—¿Y Alberto? —preguntó con complicidad. Paula sabía que yo sentía algo especial por Alberto y él por mí. Habíamos hablado tanto y de tantas cosas, y era tan inteligente, que había llegado a conocerme muy bien. Muchas veces me sorprendía a mí misma la confianza que había llegado a tener con ella porque, a pesar de la cantidad de años de diferencia que había entre las dos, hablábamos de todo y le contaba cosas que no le contaba a nadie porque pensaba que nadie, excepto ella, podría entenderlas, ni siquiera mi íntima amiga. Con Marina hablaba de todo lo que me sucedía, hechos concretos, pero hacía tiempo que no sabía expresarle mis sentimientos, o ella no sabía interpretarlos. Sin embargo, con Paula era muy fácil, ella me comprendía totalmente, ella sí que sabía interpretar a la perfección cada una de mis frases y, por eso, probablemente, ella era la persona a la que más abría mi corazón para contarle lo que sentía.

—Creo que no puede. Tiene una semana muy comprometida.

—¡Qué lástima! Seguro que le gustaría estar allí —me dijo, sonriendo.

Le devolví la sonrisa.

—¿A que no sabes quién me ha preguntado si podía venir?

—¿Quién? —me dijo con esa cara de curiosidad que ponía cuando le interesaba algo. Paula era como todas las chicas de su edad, necesitaba amigas con las que intercambiar experiencias, con las que desahogarse y con las que compartir sus inquietudes, pero había tenido la mala suerte de enfermar de ELA con dieciséis años, y a esa edad cada uno va a lo suyo, por lo que le había sido muy difícil mantener sus relaciones anteriores. Aún así, conservaba varias amigas de «su otra vida» que la querían y se preocupaban por ella, pero no tenían ese tipo de comunicación, quizás porque temían que Paula se sintiera mal si hablaban de lo que ellas podían hacer y Paula no. Y la gente que había conocido en «su nueva vida» (como ella llamaba al tiempo que había transcurrido desde el diagnóstico) solía ser más mayor o no hacer las cosas que hace una adolescente sana, por lo que no hablaban de estos temas. Seguramente eso hacía que ella disfrutara tanto como yo de nuestras conversaciones.

—Jaime.

—¿Qué me dices?

—Lo que oyes.

—Cuéntamelo todo. ¿Cómo fue?

—Me llamó para ver si nos veíamos y le conté que me iba de viaje a Valencia con la fundación.

—Y se enteró de que no ibas con tu marido y te preguntó si podía acompañarte él, ¿no es así? —continuó Paula con una mirada inquisitiva que quería señalar que Jaime quería conmigo algo más que una simple amistad.

—Me dijo que él tenía que resolver temas en Valencia, que podía aprovechar las fechas y que nos viéramos allí.

Paula hizo un gesto de satisfacción al comprobar que había acertado.

—Ya. ¿Y tú que le dijiste? —Paula tenía los ojos muy abiertos, esperando cada uno de los pasos de la conversación.

—Que iba con Marta y Tony y que teníamos una agenda muy apretada. Que prefería quedar cualquier otro día aquí en Madrid.

—Y entonces él dijo: «¿No tendrías tiempo ni para una copa después de cenar?».

—Ja, ja, ja… Más o menos. —Paula se divertía imaginando la conversación, y yo más.

—Lo sabía. —De nuevo se enorgulleció por haberlo adivinado—. Y entonces tú le contestaste: «Me encantaría, pero no creo que pueda. Será mejor que nos veamos a la vuelta».

—Ja, ja, ja… Exactamente.

—Tienes razón —dijo con retintín—. Jaime sólo quiere ser tu amigo y, por eso, tú sabes que no hay ningún peligro y no te preocupa verle ni aquí ni en Valencia —continuó con ironía, haciéndome ver que ni yo misma me creía lo que pensaba de que hubiera aparecido de nuevo en mi vida.

—No hay ningún peligro porque yo no me planteo nada de lo que tú tienes en esa cabecita —dije dándole cariñosos golpes en su frente.

—Mejor. No conozco a ninguno de los dos, pero creo que me gusta más Alberto. —Me miró esperando algún comentario, pero como no lo hice, añadió—: Y creo que a ti también.

El martes salimos desde la fundación a Valencia en el coche de Tony. Los tres estábamos de muy buen humor porque íbamos a firmar un importante contrato del que estábamos muy orgullosos. En realidad, Marta y Tony siempre estaban de buen humor, no hacía falta que se produjera ninguna circunstancia especial. Tony estaba muy cariñoso conmigo. Aunque nunca había dejado de estarlo y siempre había tenido una palabra amable para mí, continuando sus flirteos desde que me conoció, ese día le vi especialmente afectuoso, buscaba mi mirada, mi contacto… No quise darle importancia porque sabía cómo era, pero realmente parecía estar preparando el terreno para aproximarse esa noche.

Nos habíamos organizado para llegar por la tarde y acabar de ultimar tranquilamente los detalles de la reunión del día siguiente. Cuando llegamos al hotel ocurrió algo inesperado al asignarnos las habitaciones. Después de darles las correspondientes llaves a Tony y a Marta, el recepcionista se dirigió a mí:

—Buenas tardes, señora de Armenteros. A usted le hemos reservado su suite habitual.

—¿Perdón?

—Sabemos que en esta ocasión viene con la Fundación ELA Betancourt y les corresponden habitaciones estándar, pero se da la circunstancia de que la suite especial, en la que usted se suele alojar, está disponible, por lo que es un placer para nosotros poder ofrecérsela para esta noche.

—Debe haber un error… Yo no…

—No hay ningún problema, señora. Es una oportunidad que tiene este hotel para tener una deferencia con un cliente habitual.

—Es que yo no soy un cliente habitual. ¿Usted me conoce? Yo no le conozco —le pregunté realmente sorprendida.

—Bueno, es que yo… empecé a trabajar en este hotel el pasado martes… sólo llevo una semana y… me han dado estas instrucciones… «El señor y la señora Armenteros son muy buenos clientes del Palau» —comentó, imitando las palabras que debía haber recibido de su superior—. «Suelen venir los dos juntos y se alojan siempre en nuestra suite especial, la más cara del hotel, pero en esta ocasión viene sólo ella con unos compañeros de la Fundación ELA Betancourt, a la que cedemos tres habitaciones estándar gratuitamente para colaborar con su causa. El hotel sólo tiene una suite especial, pero excepcionalmente esta noche está libre y queremos ofrecérsela en agradecimiento a su fidelidad».

—Ya. Pues está claro que hay un error porque es la primera vez que vengo a este hotel.

—¿Es usted la señora de Armenteros?

—Sí, pero…

El recepcionista no sabía cómo actuar. Estaba claro que yo no era la persona a la que ellos se referían, pero después de haberme ofrecido la suite no sabía qué hacer. ¿Debía darme una habitación estándar o mantener su ofrecimiento ya que tenían esa disponibilidad? Se notaba que no tenía mucha experiencia y no sabía cómo salir del apuro y la verdad era que yo tampoco sabía qué era lo correcto en este caso.

—Venga, coge la llave y acabemos con esto —apremió Tony obligándome a coger la tarjeta que abriría la puerta de la suite especial—. Son las instrucciones que le han dado, así que será lo mejor. —Pasó su brazo por encima de mi hombro y me empujó para que empezara a caminar, mientras añadía con jocosidad—: Quizás esa suite sea muy grande para ti sola, si quieres podríamos dormir los dos en ella.

—Ja, ja, ja… No te preocupes, me apañaré bien. Por cierto, ¿por qué has reservado a nombre de la señora de Armenteros? Si lo hubieras hecho a nombre de Lucía Hernández no se hubiera producido todo este lío.

—¿Y perdernos la suite especial? —contestó Tony con su buen humor—. ¡Ni hablar! Además, ¿quién te dice a ti que no hay una Lucía Hernández que viene a este hotel con frecuencia y se aloja en el sótano?

—Ja, ja, ja. Tienes razón. Muchas gracias, Tony.

Por supuesto, tanto Tony como Marta me acompañaron a mi habitación. Todos estábamos realmente intrigados por saber cómo era la suite especial.

—¡Guaauuu! Realmente es especial —comentó Tony cuando la vio—. ¿Cuánto dinero hay que tener para pagar esto?

La suite tenía una habitación enorme y una gran sala de estar que estaba decorada con un gusto exquisito, en la que había una pantalla de televisión extraordinariamente grande. Sobre una de las mesas había una botella de cava, una cesta de frutas, otra de bombones y una tarjeta firmada por el director del hotel en la que me daban la bienvenida (a mí o a quien ellos creían que era yo). El baño era muy grande y no le faltaba detalle, tenía una ducha impresionante con todo tipo de salidas de agua y una enorme bañera aparte muy apetecible.

—Cariño, esta noche lo vamos a pasar muy bien aquí, ¿verdad? —continuó Tony.

—Es tuya —le dije, entregándole la llave.

—Gracias —dijo mientras la cogía y, después, se tiró en la cama mirando hacia el techo con los brazos completamente abiertos, disfrutando de todas las comodidades ofrecidas.

—¿Pero qué dices? —intervino Marta, quitándole la llave a Tony y entregándomela a mí—. ¡Ni hablar! Esta habitación se la han dado a Lucía y será ella quien duerma aquí.

—Lo digo en serio, Marta. Yo no necesito esta habitación. Quédatela tú si quieres, probablemente cualquiera de los dos la disfrutéis más que yo.

—Ya verás como sabes sacarle partido. —Cogió a Tony por el brazo y empujándole hacia la puerta, añadió—: ¡Venga! ¡Vámonos! Nos vemos en cinco minutos en el bar del hotel.

Después de vernos en el bar del hotel y hablar allí por última vez de la reunión del día siguiente, fuimos a un restaurante cercano a cenar y regresamos pronto para estar bien despejados al día siguiente.

—¿Seguro que no quieres que pasemos juntos la noche? —preguntó Tony por última vez, después de que Marta hubiera entrado en su habitación, clavando sus ojos intensamente en los míos. Él hablaba y actuaba de una manera con la que nunca podías saber si lo hacía en serio o en broma.

—Seguro. Buenas noches —dije mientras entraba en mi habitación e intentaba cerrar la puerta.

Pero Tony lo impidió con su mano izquierda y, dando un paso adelante, me cogió de la cintura con la derecha y acercó su cara a la mía para besarme. Todo ocurrió muy rápido, pero conseguí retirarme a tiempo.

—Tony, por favor, no lo estropees.

Me miró en silencio unos segundos y después dijo:

—Perdona, Lucía. No te enfades, ¿vale? —se disculpó mientras me pellizcaba cariñosamente la mejilla.

—Claro. Buenas noches. —Esta vez sí conseguí cerrar la puerta.

Seguro que había mil mujeres que habrían decidido pasar una noche estupenda con un tipo tan atractivo y divertido como Tony, pero yo no era de ese tipo de personas. Yo le tenía aprecio, pero no sentía nada especial por él y, desde luego, no iba a poner en peligro mi relación con mi marido con alguien por el que no sentía nada especial. Ni siquiera la pondría en peligro con alguien por quien sí sintiera algo especial, y yo sabía a quién me refería cuando pensaba en esto.

La suite era demasiado grande, realmente yo no necesitaba una habitación así para mí sola. Me di una vuelta inspeccionándolo todo y pensé en el otro matrimonio Armenteros. Sería gente muy acomodada, de gustos exquisitos, a los que les agradaba vivir bien y buscaban el sentido hedonista de la vida, seguro que estaban muy enamorados y querían disfrutar cada uno de la compañía del otro. Incluso los imaginé físicamente: habrían cumplido los cincuenta y serían apuestos y elegantes, él siempre pendiente de ella y ella completamente dedicada a él. Mientras me montaba yo sola mi propia película de la pareja más habitual de la suite, alguien llamó a la puerta. «¿Quién puede ser? ¿Tony? Espero que no quiera seguir insistiendo. Probablemente será un camarero que se ha equivocado».

—¡Adelante! —grité.

—Tendrás que abrirme la puerta para poder entrar. —La voz de Alberto hizo que mi corazón diera un vuelco. Antes de abrir me miré en el primer espejo que encontré para comprobar si estaba presentable. «Tendría que haberme avisado, podría haberme arreglado un poco. ¡Madre mía, qué mala cara!».

—Pero… ¿qué haces aquí? No te esperábamos —dije, después de abrir la puerta, mientras hacía un gesto que le invitaba a pasar. Estaba completamente perpleja, pero muy contenta de verle y de saber que había hecho lo posible por estar allí conmigo.

—Al final he podido organizarme para venir —contestó con una sonrisa mientras escudriñaba la habitación—. Ya me han dicho que eres cliente habitual de este hotel. ¡Qué callado lo tenías!

—Ja, ja, ja. Tan callado que no lo sabía ni yo.

—Espero que la verdadera señora de Armenteros no aparezca ahora y tenga que dormir en una habitación estándar, si suele dormir aquí dudo mucho que le apeteciera cambiar.

—Bueno… Yo soy una verdadera señora de Armenteros.

—Tú eres una verdadera señora, eso está más que claro —dijo cuando dejó de observar la habitación, mientras se acercaba a darme un cariñoso beso en la mejilla para saludarme y, mirándome fijamente a los ojos, añadió—: Me alegro de estar aquí, Lucy.

—Yo también me alegro, Albert.

Estábamos pisando terreno peligroso y lo sabíamos, porque esta vez las circunstancias no nos frenarían como solía pasar, esta vez estábamos solos, en un lugar íntimo y muy agradable, sin tener que regresar a casa; tendríamos que ser nosotros los que evitáramos los riesgos y pusiéramos los límites, aunque parecía que ninguno de los dos quería hacerlo.

—Siempre he sabido controlarme, pero lo que siento por ti se me escapa —dijo. Me cogió las manos y las besó mientras me miraba con dulzura a los ojos. Me temblaban las piernas y quería que me besara. Quería que me besara, que me abrazara y que me hiciera el amor. Ese deseo que creía haber perdido hacía tiempo, aparecía más vivo que nunca estando con Alberto. ¿Por qué? ¿Por qué no lo sentía con Manuel? ¿Qué era lo que eso quería decir?

De nuevo llamaron a la puerta.

—¿Quién será? —le pregunté a Alberto.

—No tengo ni idea. Yo he venido solo.

—Esta es la noche de las sorpresas.

Nos soltamos las manos y, girándome hacia la puerta, añadí:

—¡Adelante!

Entró un camarero con un carrito en el que había una cubitera, unas copas y algunas botellas.

—Sus bebidas, señores —dijo mientras empujaba la puerta.

Miré a Alberto preguntándole con un gesto si había pedido algo. Él se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—Muchas gracias, pero no hemos pedido nada —dije.

—No hace falta que lo pidan, señores. Se las traigo como… —En ese momento el camarero me miró y cambió el tono, hablando mucho más despacio, asimilando lo que estaba viendo— todas… las… noches.

Me miró con desconcierto y dirigió después su mirada hacia Alberto.

—Perdonen, debe haber un error. Creí que se alojaban aquí el señor y la señora Armenteros —dijo, desconcertado, mientras empujaba de nuevo el carrito fuera de la habitación.

—No se preocupe —le tranquilicé—. Yo también soy la señora de Armenteros, aunque mucho me temo que no la que ustedes conocen. Ha habido una pequeña confusión.

—Perdonen, señores, siento haberles molestado.

—No es ninguna molestia —dijo Alberto—. ¿Qué es lo que traía?

—Dos gin-tonics de G’Vine con el zumo del limón exprimido. Este matrimonio lo toma todas las noches que duerme aquí y suelo ser yo quien se lo trae.

El corazón se me paralizó y sentí una presión en la cabeza.

—Pues ya que lo tenemos aquí, no vamos a desaprovecharlo —dijo Alberto con humor—. ¿No te parece, Lucía?

No sé qué cara debía tener yo, pero cuando Alberto me miró reaccionó como si hubiera visto un cadáver.

—¿Lucía? —Me cogió por los hombros como si necesitara una sacudida para volver a la realidad—. ¿Te encuentras bien, Lucía?

—Sí… sí… —conseguí balbucear.

—¿Entonces? —preguntó el camarero.

—Déjelo, déjelo —dijo Alberto tratando de que el camarero se fuera cuanto antes.

Nos quedamos solos, Alberto continuó cogiéndome por los hombros y, bajando su cara hasta ponerla a la altura de la mía, me miró fijamente a los ojos hasta controlar que no me diera un síncope. Yo salí poco a poco del estado de shock en el que me había quedado al hacerme consciente de lo que estaba pasando: el señor y la señora Armenteros, los gin-tonics de G’Vine con el zumo del limón exprimido… demasiadas casualidades… ¿o no?, ¿me estaba volviendo paranoica? Alberto se dio cuenta claramente de lo que estaba pasando. Él conocía a Manuel y sabía lo que bebía, supongo que en principio no lo pensó pero, al ver mi reacción, ató los mismos cabos que yo. Me soltó los hombros, me dio un reconfortante abrazo y me besó en la frente. Hubiera querido quedarme así toda la vida, a salvo de las traiciones, del dolor, del engaño, de la falsedad, de las mentiras, de la ingratitud, de la deslealtad, en brazos de Alberto, protegida por los brazos de Alberto, por los besos de Alberto, por el cariño sincero de Alberto. Cuántos momentos perdidos, cuánta pasión contenida, cuánto amor desperdiciado, cuántas veces podía haber estado con Alberto como ahora, en sus brazos, envuelta en su cariño, y lo evité para no hacer daño a quien me lo estaba haciendo a mí.

—Nos vendrán bien esos gin-tonics —dijo, deshaciendo su abrazo y acariciándome la cara con ternura. Pasó su brazo por encima de mi hombro y me empujó dirigiéndome hacia una de las butacas de la sala de estar—. Estarás mejor sentada.

—Gracias —dije, completamente aturdida.

Cogió los dos gin-tonics, me dio uno y se sentó en la butaca que había frente a la mía.

—Gracias —volví a decir, y a continuación me lo bebí prácticamente de un trago.

Alberto sonrió ante mi reacción y saboreó el suyo sin dejar de mirarme. Transcurrió un buen rato sin que ninguno de los dos habláramos, dejando que nuestras mentes viajaran donde les apeteciera. No sé dónde fue la de él, pero la mía tenía un punto fijo concentrado en Manuel al que rodeaban todo tipo de imágenes y pensamientos. Después ese punto fijo se trasladó a Alberto.

—¿Quieres besarme? —le pregunté empujada por una fuerza interior que me había desinhibido.

—Es lo que más deseo —contestó él, mientras soltaba su copa y apoyaba los codos sobre sus rodillas, sin dejar de mirarme en ningún momento con sus profundos ojos azul marino.

Yo también le miré con intensidad y sonreí tratando de seducirle, mientras esperaba que hiciera algún movimiento para acercarse a mí.

—Algún día. No es tu despecho lo que quiero de ti —continuó—. No quiero construir una historia sobre el dolor de una decepción.

Alberto acababa de tirarme el segundo jarro de agua fría de la noche. Se levantó, me cogió las manos y las besó, diciéndome:

—Te quiero, Lucy.

Se dirigió hacia la puerta y, antes de abrirla, se giró hacia mí para decirme:

—No puedes ni imaginarte lo que me cuesta hacer lo que estoy haciendo.

Y se fue.

Imposible conciliar el sueño, imposible conseguir que todo lo que había sucedido esa noche dejara de torturarme, imposible olvidar que Alberto estaba a sólo unos pasos de mí. El tiempo pasaba y nosotros íbamos a perder nuestra oportunidad, esa que tanto habíamos esperado. ¿Habíamos? Quizás estaba equivocada y yo era la única que sentía, quizás mi relación con Alberto sólo era producto de mi imaginación. ¡Oh! Eso sería… ¿lo peor? ¿Era más dolorosa la pérdida de Alberto que la traición de Manuel? ¿Realmente era posible que yo no significara nada para él? Esa incertidumbre me estaba quitando el poco aliento que me quedaba y necesitaba saber la verdad. «Hablaré con él, con claridad, como nunca lo hemos hecho hasta ahora». Caminé hacia la puerta de mi habitación para ir a la suya, me detuve, regresé y traté de serenarme. «Cuidado con los arrebatos, Lucía. Él volverá a aparecer, yo sé que realmente me quiere y no podrá soportar estar solo, en su habitación, sabiendo que yo estoy aquí. Le daré treinta minutos. Si en ese tiempo no ha llamado a mi puerta tendré que olvidarme de él».

«Quince minutos más —pensé media hora más tarde—, puede que necesite algo más de tiempo… O podría ir yo…». Eso era lo que realmente quería hacer, pero… «No, él sabe que ahora soy libre. Es él quien tiene que jugar sus cartas».

Un cuarto de hora más tarde pensé, llena de tristeza, que había perdido la oportunidad de pasar la noche con Alberto. ¿Le había perdido también a él?