V

Me dirigí hacia el restaurante en el que había quedado con Alberto. Me había citado porque, según sus palabras, necesitaba hablar conmigo en calidad de abogada. Pensé que era de nuevo una excusa como la que me había puesto unas semanas antes para que nos viéramos porque quería que le ayudara con un caso de un antiguo cliente mío, me preguntó un par de tonterías acerca de los gustos y las preferencias del cliente, que eran completamente innecesarias para el trabajo que estaban haciendo en Betancourt, y nos pasamos el resto del tiempo hablando de otras cosas y dedicándonos miraditas, lo cual no me importaba mucho porque para mí era tan agradable como para él que pasáramos un tiempo juntos y, como la situación estaba controlada y no pasábamos de ahí, no hacíamos daño a nadie. También habíamos mantenido mucho contacto por teléfono, era difícil cortar de repente una relación después de tantos años trabajando juntos y, además, ninguno de los dos queríamos hacerlo.

Me recibió con un cariñoso abrazo y dos tiernos besos en las mejillas y hablamos relajadamente durante toda la comida. Se interesó mucho por cómo valoraba la decisión que había tomado de dejar de trabajar, en ese momento en el que ya habían pasado varios meses y podía juzgarla mejor.

—¿Estás contenta o te has arrepentido?

—Estoy bien.

—¿Eso qué quiere decir? No te veo muy feliz.

—Me siento extraña. He estado tantos años trabajando que… La verdad es que no paro un minuto, pero me siento… no sé… algo vacía.

Hizo un gesto que dejaba claro que estaba esperando que esto sucediera.

—Entonces, ¿te gustaría volver a trabajar?

—No, Alberto. No puedo volver a Betancourt.

Así que ese era el tema profesional que quería hablar conmigo. ¿Otra excusa? Estoy segura de que él sabía la respuesta, no era necesario invitarme a comer. Después cambió de tema, pero en los postres comprendí de verdad por qué me había llamado. Esta vez sí quería hablar conmigo de un tema de trabajo.

—Elacourt necesita un abogado que se haga cargo de todos los temas jurídicos —me comunicó.

Alberto había creado la Fundación ELA Betancourt cuando enfermó su mujer porque, aunque existían otras fundaciones de ayuda a familiares y personas afectadas por esta enfermedad, él no había encontrado en ellas el apoyo que necesitaba, por lo que quiso organizar una institución según sus criterios, a partir de la experiencia vivida y, sobre todo, independiente del control y de la influencia de otras organizaciones, gobiernos y donantes. La Fundación ELA Betancourt era conocida con el sobrenombre de «Elacourt». Había empezado en uno de los despachos del bufete de Alberto, con poco más de un teléfono y la presencia exclusiva de Alberto y de su hermana Marta, en quien delegó completamente la gestión y el desarrollo de la fundación. Yo recordaba perfectamente esos comienzos, cuando Marta iba a diario al bufete y permanecía horas delante del ordenador y enganchada al teléfono. Marta era una gran persona, como su hermano, y, al haberse instalado en nuestras oficinas, tuve ocasión de conocerla y vivir poco a poco cada uno de sus logros, de los que no podía sentirse más orgullosa y satisfecha. Desde el principio su principal objetivo fue ofrecer apoyo psicológico y asesoramiento a las familias de los enfermos y a los propios enfermos de ELA para que pudieran afrontar la enfermedad de la mejor manera y con los mayores conocimientos posibles. Poco a poco, Marta, que resultó ser una magnífica gestora, fue haciéndose con un equipo de voluntarios, implicando a profesionales de diversos sectores, psicólogos, médicos, científicos… y consiguiendo ayudas y donaciones libres de compromisos, por lo que su despacho en el bufete se le quedó pequeño y decidió trasladarse a unas oficinas propias para seguir asentando la Fundación ELA Betancourt en la sociedad. Marta había estudiado Bellas Artes y era una gran artista, yo había visto alguna de sus obras y me parecía increíble lo que podía conseguir con un pincel, pero cuando su hermano le planteó hacerse cargo de la fundación, descubrió que aquello, que no tenía nada que ver con el arte, también le apasionaba. Recuerdo perfectamente el entusiasmo con el que me hablaba de su trabajo:

—Es muy importante que la esclerosis lateral amiotrófica y la Fundación ELA Betancourt sean conocidas por la sociedad y seamos conscientes del sufrimiento tanto de los enfermos como de sus familias. Un enfermo de ELA necesitará toda su vida sillas especiales y cuidados permanentes porque no son capaces de valerse por sí mismos. Nuestra fundación conseguirá que todos los enfermos, sea cual sea su condición, tengan acceso a lo que necesitan.

Marta había vivido muy de cerca la enfermedad de su cuñada Cristina y el dolor de Alberto.

—Es horrible ver a tu hermano destrozado pasando por este calvario —me decía—. Es horrible ver a Cristina en su estado, una mujer que siempre ha estado llena de vida y que ahora se va desgastando, consumiendo, marchitando…

Yo había hablado muchas veces con Marta sobre la enfermedad y el estado de Cristina y Alberto, sin embargo con este apenas había tocado el tema, estaba claro que no le gustaba hablar de él, ni durante ni después de que su mujer falleciera. Sólo recuerdo una conversación en la que él se sinceró:

—No estamos preparados para este tipo de noticias, Lucía. No estamos preparados para que tu vida cambie completamente en apenas unos minutos, para ver sufrir de esta manera tan despiadada a la persona a la que amas, para luchar contra algo que está absolutamente fuera de tu control. Cuando a alguien le toca algo como esto, la desesperación y la impotencia te trastornan. El día que el médico me comunicó el diagnóstico sentí que la tierra se abría bajo mis pies.

Aquella vez Alberto me habló durante mucho tiempo de sus sentimientos y yo le escuché atentamente en silencio. Necesitaba desahogarse. Esa conversación nos acercó mucho el uno al otro y, a partir de ese momento, cada día que pasaba estábamos más unidos.

Y ahora me estaba proponiendo que formara parte de la fundación que él había creado.

—Hasta ahora hemos solucionado estos asuntos a base de parches —continuó refiriéndose a los temas legales para los que necesitaba un abogado en Elacourt, que era en realidad el motivo por el que habíamos quedado para comer—, interviniendo yo siempre que me era posible o pidiendo favores a uno u otro abogado de Betancourt, pero me gustaría tener a alguien vinculado de alguna manera más o menos permanente, en quien se pudiera centralizar toda la información y todas las necesidades. Marta está consiguiendo muchas cosas y cada vez hay más contratos que estudiar y más propuestas que analizar. Necesita un apoyo jurídico.

Parecía algo más tranquilo que el trabajo que yo estaba acostumbrada a hacer pero, aún así, sería volver a quitar tiempo a Manuel y a mis hijos y ellos estaban encantados teniéndome en casa. Sabía por experiencia que las cosas se complican siempre más de lo que parece en un principio y al final uno tiene que solucionar los problemas que van apareciendo, lo que normalmente lleva más tiempo del que se había previsto.

—Es interesante y seguro que me gustaría el trabajo, algo nuevo que me enseñaría mucho y me enriquecería. Te agradezco de verdad que hayas pensado en mí, pero… quiero seguir como estoy, es pronto para volver a robar el tiempo de mi familia. —Las palabras que salían de mi boca las decía con mi cabeza, pero mi corazón estaba deseando volver a trabajar y Elacourt me pareció de pronto el sitio ideal para hacerlo.

—Entiendo. Esperaba esta respuesta. Por eso tengo preparado el plan B que se amolda perfectamente a tus pretensiones respecto a tu vida familiar y, además, es compatible con la satisfacción que te proporcionaría algo de vida profesional —dijo Alberto con una gran sonrisa.

—¿Sí? ¿De qué se trata? —pregunté con entusiasmo, ilusionada con la idea de que Alberto pudiera ofrecerme algo que podría adaptarse a la situación que yo quería tener.

—En realidad puedes elegir entre el plan B y el plan C.

Levanté las cejas para volver a preguntar en qué consistían sus «planes».

—Puedo ofrecerte dos opciones. La primera sería trabajar media jornada, te tendría ocupada solamente por las mañanas.

—No sé… No quiero compromisos…

—La segunda opción sería que trabajaras como voluntaria, sin ninguna obligación, sin ninguna presión… pero también sin ninguna retribución.

Alberto sabía que para mí no era importante obtener una retribución, así como que mi vida estaría más completa si ponía en práctica mis conocimientos.

—Mmmm…

—Podríamos establecer los días que tú quisieras y si alguno no pudieras no pasaría nada. —Hizo un gesto como si hablara por teléfono y añadió—: «Lo siento, Marta, hoy no podré ir». Son las ventajas de ser voluntaria.

—Suena tentador.

—Para ti será un paseo. Seguirás en contacto con el mundo laboral y harás un gran trabajo que todos los enfermos de ELA te agradecerán.

Me miró fijamente esperando mi respuesta. Me apetecía muchísimo decir que sí, pero ¿qué pensarían los chicos?, ¿qué pensaría Manuel? Pensé que, en realidad, a ellos no les afectaría, ¿o sí?

—¿Podría no ir durante las vacaciones escolares?

—Por supuesto.

Pues está claro que no les afectaría. No podía tener más suerte, era una oportunidad de hacer algo que me gustaba y disfrutar, pudiendo seguir dedicándome plenamente a mi familia.

—Estaría loca si lo rechazara, ¿verdad?

—Completamente.

—Tú me conoces y sabes que lo necesito, ¿a que sí?

—¡Ajá!

—¿Por qué tanto interés en que sea feliz, Alberto?

—Tú sabes por qué —contestó alargando su mano para acariciarme la mejilla, mirándome tiernamente con sus ojos azul marino.

—Te veo muy emocionada con tu nuevo proyecto —me dijo Marina cuando le comuniqué que iba a empezar a trabajar en Elacourt—. Me alegro mucho por ti.

—¿No te parece perfecto?

—Hombre, perfecto, perfecto…

—¿Qué inconveniente tiene?

—Bueno, yo preferiría ganar algo de dinero. Aunque fuera poco…

—Alberto me ofreció esa posibilidad haciéndome un contrato con el horario que yo quisiera.

—¿Entonces?

—Eso me quitaría libertad. Si trabajo como voluntaria, el día que Raquel se ponga enferma y yo quiera quedarme en casa podré hacerlo sin remordimientos.

—Ya… —dijo Marina con un tono que dejaba claro que ella pensaba que si trabajaba sin cobrar era una pringada.

—Pero no te gusta.

—Si a ti te gusta a mí me gusta.

—Pero tú no lo harías.

—Eso no quiere decir que no esté bien. Creo que tú podrás disfrutarlo porque eres tremendamente generosa, pero, Lucía, piénsalo bien, para ellos es un chollo. Tendrán los servicios de una magnífica abogada a un coste cero.

—Porque yo lo he querido.

—Porque tú lo has querido, pero es así. Lo que quiero decir es que si te apetece, adelante, pero que no lo veas como que Alberto te ha ofrecido una gran oportunidad. Cualquier ONG se volvería loca por tenerte en esas condiciones. Podrías trabajar así donde y cuando quisieras.

—Probablemente, pero he visto nacer Elacourt, sé cómo funciona, conozco sus principios y a sus fundadores y me parece que hacen una labor maravillosa, en la que me siento muy orgullosa de participar.

—Pues no hay más que hablar. ¿Qué dice Manuel?

—Que mientras no me involucre demasiado… Estoy muy ilusionada y él se alegra por mí, pero dice que me conoce y que sabe que acabaré implicándome mucho y, al final, terminaré complicándome la vida.

—Estoy completamente de acuerdo.

—Quiero intentarlo, Marina. Necesito hacer algo que me llene. Me gusta cuidar de mi familia, pero los chicos están en el colegio y Manuel trabajando. No quiero volver a las presiones de los grandes bufetes pero quiero estar en contacto con el mundo. No me agrada trabajar sólo en casa, llevo un año intentando cogerle el gusto y no lo he conseguido.

Mi vida necesitaba un toque profesional y para mí esto sí que era una oportunidad. Quería y tenía que aceptarlo. Además, me mantendría cerca de Alberto, lo que también era un aliciente que nadie más que yo podía tener en cuenta. Mi instinto me decía que también era uno de los motivos por los que él me lo había ofrecido.

—Hola Lucía. ¿Cómo estáis todos?

—Muy bien, Jaime. ¿Qué tal vosotros?

Desde que nos habíamos encontrado por Facebook, Jaime me llamaba de vez en cuando y hablábamos durante un rato e, incluso, alguna vez quedamos para tomar un café. Reconozco que me gustaba haber retomado el contacto y que disfrutaba mucho charlando con él. Yo no estaba de acuerdo con Manuel, yo sí creía que un hombre y una mujer pueden ser amigos, nada más que amigos, y estaba completamente convencida de que Jaime y yo podíamos serlo.

—Bien también. Te llamo por motivos profesionales —dijo en un tono jocosamente serio.

¿Más motivos profesionales? ¿Qué le pasa a todo el mundo?

—¿De qué se trata?

—De un claro caso de prácticas ilegales anticompetitivas. Necesito la mejor abogada del mundo —dijo refiriéndose claramente a mí, tan halagador como de costumbre.

—¿En el entorno de la Unión Europea? —pregunté.

—Sí.

¡Genial! Uno de los temas en los que Manuel es un experto. Tendré la oportunidad de ponerles en contacto y así mi marido se dará cuenta de que no tiene nada que temer respecto a Jaime. Yo estaré mucho más cómoda si ellos se tratan porque eso dejará patente que Jaime y yo no tenemos nada que ocultar. En cuanto a Manuel, seguro que le interesa, ante un buen negocio no pondrá reparos a de quién viene, por muy mal que le caiga. Yo también había trabajado en ese ámbito y conocía bastante la problemática, pero ahora estaba fuera de ese mundo y me venía muy bien que fuera mi marido quien tratara con él.

—No conozco a la mejor abogada del mundo pero Manuel es un gran conocedor de esta materia. Ha llevado varios casos y está muy acostumbrado a trabajar con la Comisión Nacional de la Competencia en España y con la Comisión Europea en casos de competencia en los mercados del entorno comunitario. Deberías hablar con él.

—Muy bien. —Su tono era absolutamente transparente, no mostraba decepción porque Jaime no era la clase de persona que se inventaba una cosa así para llegar a mí. Marina no tenía razón. Jaime sería más o menos feliz con su mujer pero, por lo que yo conocía de él, no jugaría sucio con ella.

—Si te parece, hablaré con él esta noche y mañana te llamaré para ver cómo podéis organizaros.

—Muchas gracias, Lucía. Estamos en contacto.

Esa noche le conté a Manuel la llamada de Jaime. Seguro que hubiera preferido que el trabajo viniera de otro cliente pero, como yo ya había imaginado, lo aceptó sin ningún problema. Era un caso jugoso que podía suponer un buen pellizco para sus presupuestos, ya que Jaime, según me había contado en alguna de nuestras conversaciones, al volver de Chicago había fundado una empresa de fabricación y comercialización de aeronaves de uso militar, ofreciendo también el servicio posventa, de mantenimiento y reparación correspondiente. Por lo visto, comenzó participando, junto a otras compañías de la Unión Europea, en el diseño y desarrollo de grandes máquinas de combate, aviones de transporte militar, helicópteros de última generación y sistemas de misiles antiaéreos y, en muy poco tiempo, desbancó a la compañía líder en este sector en España que, además, tuvo grandes problemas internos que dieron lugar a un cierre acelerado de esta empresa, colocándose la de Jaime en primera línea. Empezar a trabajar con el caso que nos había planteado sería muy valorado en Carter and Robinson y, además, si los resultados eran satisfactorios podría suponer captar un importante cliente en distintas áreas.

Manuel vio todo este potencial y me pidió que organizara con él una reunión en Carter. Y así lo hice.

Empecé mi trabajo en Elacourt con muchísima ilusión. Marta también estaba encantada de que hubiera aceptado. Yo sabía que me integraría enseguida en el equipo, nada más entrar respiré el buen ambiente que había y se notaba claramente que todos tenían muchas ganas de obtener buenos resultados y conseguir grandes proyectos. La gente era cariñosa, agradable y muy divertida.

Mi primer día en la fundación, Marta me llevó a su despacho y me dio una pequeña charla sobre la enfermedad.

—La esclerosis lateral amiotrófica es una enfermedad neurodegenerativa que afecta a los músculos voluntarios. Provoca una pérdida progresiva de movilidad debido a que se atrofian las neuronas que se encargan de enviarle información a los músculos. Genera, por tanto, una paralización de los músculos que intervienen en la movilidad, el habla, la deglución y la respiración, no ataca a la sensibilidad, los sentidos o cualquier otra función del organismo, no provoca dolor ni disminuye la capacidad intelectual. La ELA es una enfermedad cruel, en la que un cerebro completamente lúcido asiste a la insubordinación del cuerpo, que deja de responder a sus órdenes. A medida que el mal progresa, la dependencia aumenta y llegan las máquinas, para ayudar a toser o a respirar. —Yo sabía en qué consistía esta enfermedad, supongo que todos los que trabajábamos en Betancourt lo sabíamos al haberla padecido la mujer de nuestro fundador; además, había hablado muchas veces con Marta mientras había estado ubicada en el despacho de Betancourt Abogados, pero no la interrumpí porque ella sabía que yo conocía la ELA y si me lo estaba explicando era porque quería hacerlo. Supuse que sería lo que hiciera con cualquier persona que entrara a formar parte de Elacourt. Así que Marta continuó con su introducción—. Se están realizando diversas investigaciones con medicamentos e incluso con el trasplante de células madre, pero de momento esta enfermedad no tiene cura conocida, aunque esto no quiere decir que no tenga tratamiento. Uno de los principales objetivos de esta fundación es conseguir la mejor calidad de vida de la persona enferma y de su familia. Porque esta es una enfermedad que afecta a toda la familia y es muy dura. En muchos casos la persona con ELA puede necesitar cuidados las veinticuatro horas del día, así que imagínate todo lo que eso conlleva, y no me refiero sólo a la parte económica. Los afectados de ELA necesitan, además de cuidados en fases avanzadas, mucho apoyo de su entorno. Y su entorno también necesita apoyo porque la ELA no sólo afecta a la persona diagnosticada, sino también a todos los que la rodean, a su familia, por eso prefiero hacer siempre referencia a «familias con ELA», en lugar de hablar de la persona afectada. Una de las actividades más gratificantes de las asociaciones son los Grupos de Ayuda Mutua, en los que las familias se reúnen y comparten experiencias, con la ayuda y guía de un psicólogo, profesional que hace que no se generen contradicciones, actuando como experto y mediador. Pueden ser sólo para familiares, o para afectados o mixtos. Creo que es una de las mejores terapias, porque es malísimo sentir que estás solo en el mundo y sentir la incomprensión de la sociedad. Las personas del grupo han pasado o están pasando por la misma situación, pueden dar consejos sobre cómo han resuelto pequeños problemas o pueden recibirlos de los otros.

Mientras estaba escuchando a Marta, sólo podía pensar en lo afortunada que era nuestra familia, porque estábamos todos sanos, porque todos éramos autónomos, porque en la ruleta de la vida no nos había tocado una desgracia como esta. Me sentí muy privilegiada y, por eso, tenía que aprovechar la oportunidad de ayudar a los que no lo eran tanto. Lo haría lo mejor que pudiera, me dejaría la piel en ello y así se lo comuniqué a Marta.

—No tengo ninguna duda de que nos darás todo tu esfuerzo —me respondió Marta sonriendo—. Yo te conozco pero, además, Alberto lleva muchos años hablándome de ti, como persona y como profesional, y sé que ELA Betancourt saldrá muy favorecida por tenerte aquí.

—Puede que esta fundación me dé a mí mucho más que yo a ella.

—Eso no lo dudes.

Salimos del despacho, Marta me enseñó las instalaciones y fui conociendo a quien encontrábamos en nuestro camino. La primera persona que Marta me presentó fue Tony, un hombre muy atractivo que me pareció algo más joven que nosotras.

—¡Pero qué bombón vas a incorporar a nuestra humilde fundación! —dijo Tony hablando para Marta pero dirigiéndose a mí y estrechando mi mano, en un ademán intencionadamente afectado, mientras me daba dos cariñosos besos—. Es un placer tener entre nosotros a una mujer tan bonita como tú.

—Muchas gracias —contesté, haciendo un pequeño gesto de afectación para corresponder al suyo.

—No, por favor, no. Gracias a ti por complacernos con tu presencia —dijo, mirándome con intensidad—. Y gracias a Marta por haberte encontrado allí donde estuvieras —continuó, girándose para mirarla a ella y volviéndose de nuevo hacia mí.

—Tony, cariño —replicó Marta con retintín—, me gustaría seguir enseñándole a Lucía nuestras instalaciones y poder trabajar con ella cuanto antes. ¿Te parece bien dejar tus zalamerías para tu tiempo libre?

—Perdóname, Marta. No he podido evitar que… ante tanta belleza… —Tony continuaba con gestos exagerados y, abriendo los brazos en señal de entrega total, finalizó—: Aquel es mi despacho, Lucía, siempre estaré allí esperando que me concedas el honor de compartir algo de tu tiempo conmigo.

—Adiós, Tony. —Marta le obligó a darse la vuelta y le empujó por la espalda para que se fuera, mientras él giraba su cabeza sin dejar de mirarme hasta que entró en su despacho.

—Aquí, estoy aquí… —me dijo por último, señalándome su despacho mientras entraba en él.

—Tony lleva la comunicación de Elacourt y lo hace muy bien, pero es el ligón de la fundación. Ten cuidado con él, se ha liado con todas las chicas de aquí y con casi todas las de fuera —me informó Marta.

—¿También contigo? —pregunté burlonamente pensando que aquello era imposible.

Marta sonrió, pero no quiso contestar mi pregunta.

—Es un hombre muy seductor, Lucía, y aunque se le ve venir y desde un principio sabes que sus intenciones no son serias, que sólo quiere pasar un buen rato con una mujer, sabe cómo agradarte y hacer que tengas un momento de debilidad. Puede hacerte creer que está enamorado perdidamente de ti, aunque internamente tengas muy claro que eso es una fantasía. Además es muy guapo, ¿no te parece?

—Sí, sí que lo es.

—Afortunadamente, sabe cómo continuar siendo amigo de sus conquistas y no provoca ningún mal rollo. Todo lo contrario, estar con él siempre es una fiesta.

Marta tenía razón, Tony me había alegrado mi primer día en Elacourt y había conseguido que aumentaran mis ganas de trabajar allí todavía más. Realmente tenía un gancho increíble. ¡Ella misma había llegado a caer en sus redes!

—¿Qué tal la reunión con Jaime? —le pregunté a Manuel por la noche el día que sabía que se había reunido con él.

—Bueno, ya sabes lo que pienso de él. Hoy me ha reafirmado aún más en mi opinión —contestó mi marido.

—¿En qué opinión?

—En que es un chulo.

Estaba claro que a Manuel nunca le gustaría Jaime, le diera o no trabajo.

—¿Se ha portado como un chulo?

—Ha querido chulearme.

—¿Cómo?

—Este tío lo que quiere es que le ponga en contacto con el gobierno alemán. Lleva tiempo intentando vender allí y no lo consigue, ha debido enterarse de nuestros contactos y, muy sutilmente, ha intentado sacar provecho de ellos. Ya sabes que yo nunca me equivoco con la gente, Lucía, siempre he dicho que este tío es un chulo y lo es.

¿Tendría razón Manuel? ¿Sería eso lo que realmente quería Jaime? ¿Fue por eso por lo que apareció después de tantos años? Yo no lo creía, pensaba que Manuel le tenía una ojeriza irracional a Jaime por el hecho de que hubiéramos sido novios y que, hiciera lo que hiciera, le criticaría, pero tampoco creía que Manuel se hubiera inventado que había intentado sacar partido de Carter and Robinson. Sin embargo, cuando contactó conmigo él no sabía lo que yo hacía, ni lo que hacía mi marido, él no podía ni siquiera imaginarse que a través de nosotros podría llegar al gobierno alemán. Seguramente su intención inicial había sido simplemente saber de mí y, después, al ir conociendo algo mi vida, sí pensó que podría obtener algún provecho. Pero él en principio solicitó que yo le ayudara como abogada, no pensó en Carter, fui yo quien le propuso trabajar con Manuel. No, estaba claro, no había sido una estrategia calculada, habría ido surgiendo y casualmente se habría enterado de los contactos de Carter and Robinson con el gobierno alemán, pero lo que le hizo aparecer de nuevo en mi vida había sido el buen recuerdo que tenía de nuestra relación, aunque, de nuevo, volvía a notar ese toque de superioridad que no veía nadie más que yo, y quizás también Manuel. En mi opinión, volver a ver a antiguas relaciones era algo muy normal a nuestra edad y creo que era eso lo que le había llevado de nuevo a contactar conmigo; a mí me pasaba algo parecido, según mis hijos iban creciendo, yo iba intentando recuperar mis amistades, aquellas buenas amistades que se habían ido alejando al casarme y tener hijos.

—¿Y no te ha pedido el trabajo para el que llamó?

—Sí. Le haremos un presupuesto.

—Bueno, si sale… estaría bien, ¿no?

—Si sale sería un filón, pero no tengo muchas esperanzas. Él quiere algo y, si no se lo damos, no trabajará con nosotros.

—¿Y se lo vais a dar?

—No. Es… complicado. Distorsionaría nuestro papel como abogados. Además, no quiero aceptar un chantaje.

«No quieres aceptar un chantaje de un ex novio de tu mujer», pensé. Manuel no hubiera llamado «chantaje» a una propuesta como esta si hubiera venido de otro cliente que no tuviera nada que ver conmigo. Al contrario, él siempre había defendido y justificado estas actuaciones. «Son negocios —solía decir—, relaciones comerciales en las que todos salimos ganando».

El trabajo en Elacourt era realmente gratificante, cada contacto que obteníamos, cada proyecto que conseguíamos sacar adelante y cada familia a la que podíamos ayudar un poco en una situación tan desesperada como la que se producía cuando se diagnosticaba un caso de esclerosis lateral amiotrófica a un ser querido, se recibía con auténtica alegría. Desde el primer momento en el que Alberto me lo propuso, sabía que sería feliz trabajando en la Fundación ELA Betancourt, pero lo que no podía imaginarme era todo lo que iba a aprender allí. La primera persona que conocí que padecía este tipo de esclerosis fue Paula y ella me enseñó en un momento algo mucho más importante que todo lo que había aprendido en los veinte años que había trabajado como abogada. Con ella descubrí que la felicidad está dentro de uno mismo y que para ser feliz sólo hay que querer ser feliz. Ella me enseñó en qué consiste de verdad ser una buena persona, y lo hizo con su ejemplo, no con palabras, que es la forma fácil que todos tenemos de hacerlo.

Paula fue campeona de España de gimnasia rítmica cuando tenía trece años y volvió a serlo a los catorce y a los quince, consiguiendo, esta última vez, medallas de oro en todos los aparatos. Después participó en el Campeonato de Europa en Atenas, donde consiguió un honroso tercer puesto en la general, medalla de oro en mazas y plata en cinta. Paula me explicó que, para España, los campeonatos de Europa de gimnasia rítmica equivalían a los campeonatos del mundo, ya que las principales adversarias para nuestro país eran las que procedían de los países del Este. Por eso su clasificación era aún más valiosa de lo que parecía, lo que quedó claramente confirmado cuando, unos meses más tarde, después de una preparación exhaustiva repleta de agotadoras sesiones de entrenamiento, y gracias a que ya tenía quince años cumplidos, pudo participar en los campeonatos del mundo en Moscú, en los que quedó clasificada entre las tres primeras en todos los aparatos y llegó a obtener el oro en cinta y mazas, su aparato estrella, lo que parecía absolutamente imposible con la presencia de potentes rivales procedentes de Ucrania, Bulgaria, Rusia y Bielorrusia. Fue la primera gimnasta española, y única hasta el momento, que obtuvo dos oros en un campeonato del mundo individual y siempre que hablaba de ello se le empañaban los ojos de emoción. Paula era muy humilde pero contaba con verdadero orgullo que la única española que había conseguido un oro individual en un mundial antes que ella había sido Carmen Acedo, también en mazas, en los campeonatos del mundo celebrados en Alicante en 1993 y dejaba constancia, sin fanfarronear, de que ella la había superado porque habían sido dos los primeros puestos que había conseguido y porque había que tener en cuenta que Carmen había competido en casa y ella, en Rusia, uno de los principales países candidatos a medalla. «Eso que parece una tontería, no lo es, Lucía. El apoyo ayuda mucho en la vida», me decía, y yo sabía que no sólo se refería al ámbito deportivo.

La gimnasia era todo para ella, todo lo que quería y necesitaba para vivir, era lo que la hacía realmente feliz, llevaba practicándola desde que tenía siete años y era incapaz de imaginarse su vida sin ella. La federación había puesto en Paula todas sus esperanzas y era la niña mimada de este deporte porque nadie hasta la fecha había conseguido lo que ella.

Paula estaba preparándose para los juegos olímpicos cuando comenzó a notar que en los entrenamientos se cansaba más de lo normal, aunque aguantaba las inacabables sesiones diarias percibía que algo fallaba en sus piernas y que su cuerpo no funcionaba como antes. Empezó a sufrir caídas un poco absurdas y, a raíz de una torcedura de tobillo, los médicos empezaron a someterla a pruebas. Su conclusión fue que Paula padecía ELA, una enfermedad de la que ella era la primera vez que oía hablar.

—¿ELA? ¿Qué demonios es eso? —fue lo primero que preguntó.

—ELA son las siglas de esclerosis lateral amiotrófica —le respondió el médico con una profunda tristeza.

Paula supo, por la cara del doctor que le comunicó el diagnóstico, que aquella enfermedad era terrible.

—Internet me proporcionó mi primer contacto con la enfermedad y una estadística brutal: ocho de cada diez afectados duran como máximo cinco años, hasta que su cuerpo cada vez más inerte sucumbe al fallo respiratorio, aunque hay un diez por ciento que logra sobrevivir una década o más —me contaba Paula con una serenidad asombrosa, como si me estuviera informando del menú del día que tenía hoy el restaurante de enfrente. Ella hablaba siempre con tranquilidad, transmitiendo una gran sensación de paz, a pesar de las dificultades para hacerlo que ya estaba empezando a tener. Sin embargo, debió darse cuenta, por la cara que puse, de que yo no podía asumir su situación con la misma entereza que ella y, en contra de todo sentido, trató de contagiarme su positivismo—. A mí me lo diagnosticaron hace seis años, Lucía, y esa cifra, el seis, me hace tener la esperanza de haber caído en el lado menos malo de la estadística. Me siento muy afortunada.

¡Paula se sentía afortunada! ¡Cuánto tenía yo que aprender de ella! Todo es tan relativo, en un segundo la valoración de las cosas cambia completamente. Ella nunca se quejaba, hablaba de su pasado como gimnasta con orgullo, nunca con tristeza, al contrario, disfrutaba de ese recuerdo que seguía haciéndola feliz, aunque ya hacía mucho tiempo que no practicaba ese deporte.

—Yo tengo veintidós años y estoy enferma de ELA, pero a pesar de eso he conseguido dos medallas de oro en unos campeonatos del mundo. Conozco a muchas personas de más de sesenta años y todas están infinitamente más sanas que yo, pero ninguna ha podido tener un primer puesto en unos mundiales, ni siquiera han llegado a competir en ellos, ni tan sólo han podido soñar con algo parecido —decía, acompañando siempre su conversación con una gran sonrisa—. Lo que quiero decir es que lo importante no es cuánto vivas, sino lo que vivas y cómo lo vivas.

Paula tenía razón, pero yo sabía que detrás de cada sonrisa había un mar de lágrimas y un océano de frustraciones, que no todo eran risas y buenos momentos y que también tenía que haber mucha impotencia, rabia, tristeza y sufrimiento, pero ella, al igual que otros muchos enfermos que habían asumido su situación, se contentaba enseguida con cualquier cosa, el gesto más insignificante de cualquier vida rutinaria ella lo veía como una grandeza.

Era imposible ver a Paula con una cara seria. La sonrisa brotaba en su boca por cualquier motivo, por el saludo de un amigo, por un pájaro piando, por una tarde soleada en invierno, todo en ella despertaba un gesto de felicidad, pero cuando su cara brillaba especialmente era cuando estaba con su madre. Pilar, la madre de Paula, era una mujer llena de energía que había decidido aparcar su rencor con el destino para hacer que Paula fuera lo más feliz posible durante el tiempo que le quedaba de vida. Derrochaba buen humor y alegría porque quería que su hija estuviera siempre rodeada de un ambiente positivo, pero yo no quería ni pensar el sufrimiento que esa pobre mujer llevaba consigo. La primera vez que la vi llorar casi se me partió el alma. Fue en una de nuestras múltiples charlas:

—Es tremendamente doloroso ver cómo tu hija vive día a día con unas extremidades que se han vuelto casi inservibles, darte cuenta de cómo el mal progresa y aumenta la dependencia y las dificultades para hablar. No tengo palabras para expresar el sufrimiento que he sentido viendo cómo lo que empezó por la pierna derecha se ha ido adueñando de todas las extremidades y cómo ha ido renunciando a acciones tan cotidianas como subirse una cremallera o comer sola. Pero lo que peor lleva Paula son las dificultades para hablar; aunque todavía puede charlar despacito, su pronunciación suena menos clara y el gesto de incomprensión en el rostro de alguien que la está escuchando puede dejarla muy frustrada. —Las lágrimas comenzaron a caer por su cara, hasta que acabó llorando desconsoladamente. Yo la abracé y lloré con ella durante un largo rato.

Sin embargo, Paula estaba siempre contenta y contagiaba su alegría allá donde estuviera. Había decidido aprovechar la vida como pudiera y siempre buscaba cosas que hacer con las que gratificarse, dentro de lo que su enfermedad le permitía. Había creado un blog de gimnasia rítmica utilizando un teclado virtual que manejaba con los mínimos movimientos de los que eran capaces sus dedos, apretando letra a letra con el puntero del ratón. Cada entrada le llevaba toda la mañana, pero ella seguía escribiendo cada día. Otros enfermos de la asociación tenían blogs en los que hablaban de la esclerosis lateral amiotrófica que padecían, pero Paula decía que ella sólo quería escribir cosas bonitas y que la gimnasia había sido lo mejor que le había pasado en la vida, lo más bonito que ella podía contar.

—Tengo la suerte de que mi actividad intelectual está intacta. Puedo leer todo lo que quiero, comprender, conversar, tomar decisiones. Eso es muy importante —comentaba, encontrando, como era costumbre en ella, el lado bueno de la situación.

—Envidio tu serenidad, Paula —le contesté—. Yo quiero encontrar esa placidez que tú tienes, pero no soy capaz.

—Yo he aprendido a aprovechar cada momento, a no tener grandes expectativas y a conformarme con las pequeñas cosas. Muchas veces no prestamos atención a lo más importante porque nos olvidamos de ello. Pero es conveniente parar y darse cuenta. Inténtalo, Lucía, seguro que lo consigues. —Paula hablaba con una madurez fuera de lo común para su edad. Supuse que una experiencia como esa hacía madurar muchos años de golpe.

—¿En qué piensas cuando te despiertas por las mañanas? —pregunté, tratando de indagar hasta dónde llegaba ese estado de calma que reflejaba.

—En las tostadas que hace mi madre para desayunar. Seguro que tú crees que todas las tostadas son iguales, pero eso es porque no has probado las de mi madre.

Reímos las dos juntas.

—Yo tengo suerte, Lucía. Cuento con mucho apoyo, mi familia tiene recursos y estoy rodeada de mucho cariño. Hay mucha gente que no tiene algo tan básico como el cariño, pero ya sabemos que vivimos en un mundo de desigualdades, de ricos y pobres, de muy ricos y muy pobres y esas diferencias se agravan en enfermedades como esta que requieren tantas atenciones. Sé que no puedo cambiar mi final ni alterar mi futuro, pero sí puedo seguir viviendo con ganas.

Paula se convirtió en una persona muy especial para mí, sentía un inmenso cariño por ella y sé que ella también lo sentía por mí. Nos gustaba estar juntas, hablar y pedirnos consejos. Esa niña adulta me inspiraba una gran confianza y le había llegado a contar cosas que sólo había compartido con Marina o, incluso, que no había compartido con nadie.